Sandra Philo examinó los recuerdos de Peter Hobson.
El horror, descubrió, había comenzado en 1995, dieciséis años antes. En aquella época, Peter Hobson no era el centro de una controversia sobre la ciencia y la fe que agitaba al mundo entero. No, entonces era simplemente un estudiante de veintiséis años graduado en la Universidad de Toronto y que realizaba un máster en ingeniería biomédica; un estudiante que estaba a punto de sufrir el mayor impacto de su vida…
El teléfono sonó en la habitación de Peter Hobson.
—Tenemos un fiambre —dijo la voz de Kofax—. ¿Te apetece?
Un fiambre. Una persona muerta. Peter intentaba habituarse a la insensibilidad de Kofax. Se restregó los ojos para despertarse.
—S-sí. –Intentó aparentar más confianza—: Por supuesto —dijo—. Seguro.
—Mamikonian va a empezar a cortar —dijo Kofax—. Tú puedes manejar el ECG. Eso te supondrá una buena parte de tus requerimientos en prácticas.
Mamikonian. El cirujano de Stanford especializado en trasplantes. Sesenta y tantos, con manos tan firmes como las de una estatua. Recogida de órganos. Jesús, sí, quería estar allí.
—¿Cuándo?
—En un par de horas —dijo Kofax—. El chico está lleno de soporte vital… mantiene la carne fresca. Mamikonian está en Mississauga; le llevará ese tiempo llegar y prepararse.
Chico, había dicho. La vida de un chico cercenada.
—¿Qué sucedió? –preguntó Peter.
—Un accidente de moto… el chico salió volando por los aires cuando un Buick le dio de lado.
Un adolescente. Peter agitó la cabeza.
—Iré —dijo.
—Quirófano 3 —dijo Kofax—. Empezamos a prepararnos en una hora. –Colgó.
Peter se apresuró a vestirse.
Se suponía que no debía hacerlo, lo sabía, pero no pudo evitarlo. De camino al quirófano, pasó por Urgencias y miró los blocs de aluminio colgados en el soporte móvil. A un tipo lo estaban cosiendo después de haber atravesado el cristal de una ventana. Otro con un brazo roto. Herida de arma blanca. Retortijones de estómago. Ah…
Enzo Bandello, diecisiete.
Accidente de moto, como había dicho Kofax.
Una enfermera se acercó en silencio hacia Peter y miró por encima de su hombro. La identificación decía Sally Cohan. Frunció el ceño.
—Pobre chico. Tengo un hermano de la misma edad. –Una pausa—. Los padres están en la capilla.
Peter asintió.
Enzo Bandello, pensó. Diecisiete.
Al intentar salvar al chico, el equipo de traumatología le había dado dopamina y le habían deshidratado deliberadamente, esperando reducir la inflamación cerebral normalmente asociada con graves heridas en la cabeza. Sin embargo, demasiada dopamina dañaría el corazón. Según la tabla, a las 2.14, habían comenzado a sacarla del cuerpo y a meterle fluidos. Lecturas posteriores mostraban que la presión sanguínea era todavía demasiado alta —efecto de la dopamina— pero debería bajar pronto. Peter pasó las páginas. Un informe serológico: Enzo estaba libre de hepatitis y de SIDA. Los recuentos sanguíneos y los estudios hemorrágicos también parecían buenos.
Un donante perfecto, pensó Peter. ¿Tragedia o milagro? Sus órganos salvarían la vida de media docena de personas. Mamikonian sacaría primero el corazón, una operación de treinta minutos.
Luego el hígado; dos horas de trabajo. Luego, el equipo renal sacaría los riñones, otra hora más de cortar.
Después de eso, las córneas. Luego los huesos y otros tejidos.
No quedaría mucho para enterrar.
—El corazón va a Sudbury —dijo Sally—. Los datos encajan a la perfección, dicen.
Peter colocó el bloc de nuevo en el carrusel y salió por las puertas dobles que llevaban al resto del hospital. Había dos rutas igualmente buenas para llegar al quirófano 3. Eligió la que pasaba por la capilla.
No era una persona religiosa. Su familia, en Saskatchewan, era canadiense protestante blanca. La última vez que Peter había ido a la iglesia había sido para una boda. Antes de eso, a un funeral.
Podía ver a los Bandello desde el pasillo, sentados en un banco del centro. La madre lloraba suavemente. El padre pasaba un brazo por encima de sus hombros. Era un hombre muy bronceado que llevaba una chaqueta de trabajo a cuadros con manchas de cemento.
Un albañil, quizá. Muchos italianos de Toronto de su generación trabajaban en la construcción. Habían venido después de la Segunda Guerra Mundial, incapaces de hablar inglés, y habían aceptado trabajos pesados para construir una vida mejor para sus hijos.
Y ahora el chico del hombre estaba muerto.
La capilla era confesionalmente neutral, pero el padre miraba a lo alto, como si pudiese ver un crucifijo en la pared, como si viese a Jesús colgando de allí. Se persignó.
Peter sabía que en algún lugar de Sudbury había una celebración. Venía un corazón; se salvaría una vida. En algún sitio había alegría.
Pero no aquí.
Siguió caminando por el corredor.
Peter llegó a la habitación de lavado. A través de una gran ventana podía ver el escenario de operaciones. La mayoría del equipo quirúrgico estaba ya en su lugar. El cuerpo de Enzo había sido dispuesto: le habían afeitado el torso, dos capas color óxido pintadas sobre él, plástico transparente sobre el campo quirúrgico.
Peter intentó mirar eso que a los otros les habían enseñado a ignorar: el rostro del donante. No estaba visible por completo; la mayor parte de la cabeza de Enzo estaba cubierta por una sábana fina, exhibiendo sólo los tubos del respirador. El equipo de trasplantes desconocía deliberadamente la identidad del donante; decía que lo hacía más fácil. Peter era probablemente el único que conocía el nombre del muchacho.
Había dos lavabos fuera del quirófano. Peter comenzó el lavado de ocho minutos, un cronómetro digital sobre el lavabo contaba el tiempo.
Después de cinco minutos, el doctor Mamikonian en persona llegó y comenzó a restregarse en el segundo lavabo. Tenía el pelo de color acero y la barbilla fina; más bien un súper-héroe envejecido que un cirujano.
—¿Tú eres…? –preguntó Mamikonian mientras se restregaba.
—Peter Hobson, señor. Soy estudiante graduado de ingeniería biomédica.
Mamikonian sonrió.
—Me alegro de conocerte, Peter. –Siguió lavándose—. Perdona que no te dé la mano —dijo riendo—. ¿Cuál es tu papel hoy?
—Bien, para el curso se supone que tenemos que demostrar cuarenta horas de experiencia en el mundo real con tecnología médica. El profesor Kofax, es mi director de tesis, me asignó para operar el ECG hoy. –Hizo una pausa—. Si le parece a usted bien, señor.
—Está bien —dijo Mamikonian—. Mira y aprende.
—Lo haré, señor.
El contador sobre el lavabo de Peter sonó. No estaba habituado a aquello; sentía las manos en carne viva. Sostuvo las manos húmedas a la altura del pecho. Una enfermera apareció con una toalla. Peter la cogió, se secó las manos, y luego se metió en la bata estéril verde que sostenía para él.
—¿Tamaño de guante? –le preguntó ella.
—Siete.
La enfermera rompió un paquete, sacó los guantes de látex y se los puso en las manos.
Peter entró en el quirófano. Por encima, una docena de personas miraban a través del techo de cristal desde la galería de observación.
En el centro de la habitación había una mesa sobre la que descansaba el cuerpo de Enzo. Había varios tubos que entraban: tres líneas de volumen, una línea arterial para controlar la presión sanguínea, una línea venosa central metida en el corazón para vigilar el nivel de hidratación. Una joven asiática estaba sentada en un taburete, siguiendo con los ojos el monitor de volumen, el monitor de CO2 y la bomba de infusión volumétrica.
Hasta su llegada, la mujer también había estado siguiendo el osciloscopio de ECG colocado sobre la cabeza de Enzo. Peter se colocó en una posición cercana a él y ajustó el contraste de la imagen. El pulso era normal, y no había señales de daños en el músculo cardíaco.
Tuvo un escalofrío. El chico estaba legalmente muerto, y aun así tenía pulso.
—Soy Hwa —dijo la mujer asiática—. ¿Primera vez?
Peter asintió.
—He estado en algunas cosillas antes, pero nada como esto.
La boca de Hwa estaba cubierta por una mascarilla, pero Peter pudo ver que los ojos formaban una sonrisa.
—Te acostumbrarás —le dijo.
Al otro lado de la habitación, un panel luminoso sostenía la radiografía del pecho de Enzo. Los pulmones no se habían colapsado y el pecho estaba libre. El corazón, una silueta en el centro de la imagen, parecía que estaba bien.
Mamikonian entró. Todos los ojos se volvieron para enfrentársele; el director de orquesta.
—Buenos días a todos —dijo—. Nos ponemos a trabajar, ¿no? –Se movió hasta colocarse sobre el cuerpo de Enzo.
—La presión sanguínea ha caído un poco —dijo Hwa.
—Fluido cristaloide —dijo Mamikonian, mirando las lecturas—. Y vamos a ponerle un poco de dopamina.
Mamikonian estaba de pie a la derecha de Enzo, cerca de su pecho. Al otro lado estaba la enfermera de lavado, sosteniendo el retractor de la pared abdominal. Cinco contenedores de un litro de lactato de Ringer frío estaban colocados formando una fila perfecta sobre la mesa para poder vaciarlos con rapidez en la cavidad del pecho. Una enfermera tenía también seis unidades de células rojas sanguíneas listas. Peter intentó no molestar en la cabecera de la mesa.
Cerca de Peter, el perfusionista, un sij que llevaba una gran cubierta verde sobre su turbante, examinó una serie de lecturas llamadas «temperaturas remotas», «salida arterial», y «toma cardíaca». Cerca, otro técnico examinaba cuidadosamente la subida y bajada del acordeón negro del respirador para asegurarse de que Enzo todavía respiraba correctamente.
—Vamos —dijo Mamikonian.
Una enfermera se adelantó e inyectó algo en el cuerpo de Enzo. Le habló a un micrófono que colgaba desde el techo por un cable delgado.
—Myolock administrado a las 10.02.
El doctor Mamikonian pidió un escalpelo y realizó una incisión que empezaba justo por debajo de la nuez de Adán y seguía hasta el centro del pecho. El escalpelo abrió la piel con facilidad, atravesando músculos y grasa hasta que chocó con el hueso.
El ECG saltó ligeramente. Peter miró a uno de los monitores de Hwa: la presión sanguínea también subía.
—Señor —dijo Peter—. El ritmo del corazón está aumentando.
Mamikonian miró al osciloscopio de Peten.
—Eso es normal —dijo, parecía irritado por haber sido interrumpido.
Mamikonian le devolvió el escalpelo, ahora manchado y rojo, a la enfermera. Ella le pasó la sierra, y él la activó. El zumbido apagó el sonido del ECG de Peter. La hoja rotatoria de la sierra atravesó el esternón. Un olor acre salió de la cavidad del cuerpo: hueso en polvo. Una vez que el esternón estuvo abierto, dos técnicos usaron un instrumento para mantenerlo abierto. Le dieron hasta que el corazón, palpitando una vez por segundo, quedó visible.
Mamikonian levantó la vista. En la pared había un contador isquémico digital; se activaría en el momento en que cortase el órgano, midiendo el tiempo durante el que no habría sangre fluyendo por el corazón. Al lado de Mamikonian había un recipiente de plástico lleno de solución salina. Lavaría el corazón allí para sacarle la sangre. Luego lo pasarían a un contenedor Igloo lleno de hielo para el vuelo a Sudbury.
Mamikonian pidió otro escalpelo y se inclinó para cortar el pericardio. Y, justo cuando la hoja cortaba la membrana que rodeaba el corazón…
El pecho de Enzo Bandello, donante de órganos legalmente muerto, se levantó como un todo.
Un jadeo escapó alrededor del tubo de respiración.
Un momento más tarde, se oyó un segundo jadeo.
—Jesús… —dijo Peter, en voz baja.
Mamikonian parecía irritado. Chasqueó los dedos enguantados hacia una de las enfermeras.
—¡Más Myolock!
Ella se movió y administró una segunda dosis.
La voz de Mamikonian sonaba sarcástica.
—Veamos si podemos acabar este maldito asunto sin que el donante se vaya caminando, ¿no, amigos?
Peter estaba aturdido. Mamikonian se fue con el corazón cortado. Como eso significaba que ya no hacía falta un operador de ECG, Peter fue al nivel de observación y miró el resto de la recogida desde allí. Cuando terminó —cuando cosieron el cuerpo vacío de Enzo Bandello y se lo llevaron al depósito—, Peter fue corriendo a la habitación de lavado. Encontró a Hwa que se estaba quitando los guantes.
—¿Qué pasó ahí dentro? –preguntó Peter.
Hwa exhaló con fuerza; estaba agotada.
—¿Te refieres al jadeo? –Se encogió de hombros—. Sucede de vez en cuando.
—Pero Enz…, pero el donante estaba muerto.
—Por supuesto. Pero también estaba lleno de soporte vital. A veces hay una reacción.
—¿Y… y qué era ese asunto con el Myolock? ¿Qué es eso?
Hwa se estaba desatando la bata de operaciones.
—Es un paralizador muscular. Tienen que administrarlo. Si no se hace, en ocasiones las rodillas del donante se van hacia el pecho cuando lo están trinchando.
Peter se sentía horrorizado.
—¿De veras?
—Uh-uh. –Hwa echó la bata en la cesta—. Es sólo una reacción muscular. Hoy en día es un procedimiento rutinario anestesiar el cadáver.
—¿Anestesiar al cadáver…? –dijo Peter lentamente.
—Sí —dijo—. Por supuesto, es evidente que Dianne no hizo hoy muy buen trabajo. –Hwa hizo una pausa—. Me asusta cuando empiezan a moverse así pero, vaya, eso es la cirugía de trasplantes.
Peter tenía una copia del horario de su novia, Cathy Churchill, en la cartera. Él estaba en el primer año del máster; ella estaba en el último año de la licenciatura en química. Acabaría su última clase del día —polímeros— en unos veinte minutos. Se apresuró por llegar al campus y la esperó en el pasillo fuera de la clase.
La clase terminó y Cathy salió charlando animadamente con su amiga Jasmine, quien fue la primera en ver a Peter.
—Bien —dijo ella, sonriendo y tirando de la manga de Cathy—, mira quien está ahí. Es el señor Perfecto.
Peter sonrió brevemente a Jasmine, pero realmente sólo tenía ojos para Cathy. Cathy tenía un rostro en forma de corazón, pelo negro largo y enormes ojos azules. Como siempre, sonrió radiante cuando vio a Peter. A pesar de lo que había visto durante el día, Peter también se sintió sonreír. Sucedía cada día. Había electricidad entre ellos; Jasmine y sus otras amigas lo comentaban a menudo.
—Os dejaré solos, tortolitos —dijo Jasmine, todavía sonriendo. Peter y Cathy le dijeron adiós, y los dos se unieron entonces en un beso. En ese breve momento de contacto, Peter se sintió revitalizado. Habían estado saliendo durante tres años, y todavía había magia en cada abrazo.
Cuando se separaron, Peter preguntó:
—¿Qué vas a hacer durante el resto del día?
—Estaba pensando pasarme por el departamento de arte para ver si podía conseguir algo de tiempo en el horno, pero eso puede esperar —dijo Cathy con picardía en la voz. En el techo habían quitado uno de cada dos fluorescentes para reducir costes, pero la sonrisa de Cathy iluminaba todo el corredor para Peter—. ¿Tienes alguna idea?
—Sí. Quiero que vengas a la biblioteca conmigo.
De nuevo la sonrisa maravillosa.
—Ninguno de los dos es tan silencioso —dijo Cathy—. Incluso si lo hiciésemos en algún sitio que probablemente estuviese desierto, quizá la sección de literatura canadiense, sospecho que aun así el ruido molestaría a la gente.
Él no pudo evitar sonreír, y se inclinó para besarla de nuevo.
—Quizá después —dijo—, pero primero, necesito que me ayudes en una investigación, por favor.
Se agarraron de la mano y empezaron a caminar.
—¿Sobre qué?
—Sobre la muerte —dijo Peter.
Los ojos de Cathy se abrieron.
—¿Por qué?
—Hoy he estado haciendo prácticas-contestó Peter—; manejando un ECG durante una operación para retirar un corazón destinado a un trasplante.
Los ojos de Cathy bailaban.
—Suena fascinante.
—Lo fue, pero…
—¿Pero qué?
—Pero no creo que el donante estuviese muerto antes de que empezasen a sacarle los órganos.
—Oh, ¡vamos! –dijo Cathy, tirándole de la mano lo suficiente para darle un ligero golpe en el brazo.
—Lo digo en serio. Su presión sanguínea se elevó cuando comenzó la cirugía, y el pulso también se incrementó. Ésos son signos clásicos de estrés, incluso de dolor. Y anestesiaron el cuerpo. Piénsalo: anestesiaron a una persona supuestamente muerta.
—¿En serio?
—Sí. Y cuando el cirujano cortó el pericardio, el paciente jadeó.
—Por Dios. ¿Qué hizo el cirujano?
—Pidió que le inyectasen paralizador muscular al paciente, y luego siguió con la operación. Todos los demás parecían pensar que todo aquello era perfectamente razonable. Por supuesto, para cuando la operación terminó, el donante estaba realmente muerto.
Abandonaron el edificio Lash Miller y comenzaron a caminar en dirección norte hacia Bloor Street.
—¿Y qué quieres encontrar? –preguntó Cathy.
—Quiero saber cómo determinan que alguien está muerto antes de empezar a sacarle los órganos.
Habían estado buscando durante una hora cuando Cathy se acercó al lugar en el que Peter estaba sentado.
—He encontrado algo —dijo.
Él la miró expectante.
Ella acercó una silla y puso un pesado volumen en equilibrio sobre los muslos.
—Es un libro sobre procedimientos de trasplantes. El problema con los trasplantes, dice, es que nunca sacan al cuerpo del soporte vital. Si lo hiciesen, los órganos comenzarían a deteriorarse. Así que, incluso cuando los donantes son declarados muertos, sus corazones nunca se detienen en lo que se refiere al electrocardiograma, el supuesto donante muerto está tan vivo como tú y yo.
Peter asintió animado. Era exactamente eso lo que había esperado encontrar.
—Así que, ¿cómo deciden que el donante está muerto?
—Una forma es meterle agua helada en los oídos.
—Bromeas —dijo él.
—No. Dicen que desorientaría completamente a una persona incluso si estuviese en coma profundo. Y a menudo produce vómitos espontáneos.
—¿Es ésa la única prueba?
—No. También rozan la superficie del globo ocular para ver si el donante intenta parpadear. Y también sacan el… ¿cómo lo llaman? ¿Tubo de respiración?
—El ventilador endotraqueal.
—Sí —dijo ella—. Lo sacan durante un corto periodo de tiempo para ver si la falta de oxígeno del cuerpo hace que comience a respirar por sí mismo.
—¿Qué hay de los EEGs?
—Bien, éste es un libro británico. Cuando fue escrito, su uso para determinar la muerte no era una exigencia legal.
—Increíble —dijo Peter.
—Pero seguro que los tienen que usar aquí en Norteamérica, ¿no?
—Imagino que sí, en la mayoría de las jurisdicciones.
—Y el donante que viste hoy tendría una línea plana antes de que ordenasen sacarle los órganos.
—Es probable —dijo Peter—. Pero en el curso que seguí sobre EEG, el profesor habló sobre gente que tenía líneas completamente planas y que posteriormente mostraba alguna actividad cerebral.
Cathy empalideció un poco.
—Aun así —dijo ella—, incluso si el donante estuviese todavía vivo en algún pequeño sentido…
Él negó con la cabeza.
—No estoy seguro de que sea en un sentido tan pequeño. El corazón late, el cerebro recibe sangre oxigenada, y hay signos de que se experimenta dolor.
—Aun así —dijo Cathy—, incluso si todo eso es cierto, también debe ser cierto que un cerebro que no muestra ninguna actividad durante un periodo largo de tiempo debe estar gravemente dañado. Estás hablando de un vegetal.
—Probablemente —dijo Peter—. Pero hay una diferencia entre recoger órganos de los muertos, y arrancárselos a los cuerpos de los vivos, sin que importe la grave deficiencia mental que pueda padecer esa persona.
Cathy se estremeció y siguió buscando. Pronto encontró un estudio de tres años antes sobre pacientes con paro cardíaco en el Hospital Henry Ford de Detroit. Una cuarta parte de los pacientes a los que se diagnosticó no tener movimiento cardíaco, lo tenían realmente, detectado por catéteres insertados en la corriente sanguínea. El informe daba a entender que a los pacientes se les declaraba muertos de forma prematura.
Mientras tanto, Peter encontró varios artículos relevantes del London Times de 1986. El cardiólogo David Wainwright Evans y otros doctores veteranos se negaban a realizar operaciones de trasplante por la ambigüedad al decidir cuándo el donante estaba realmente muerto. Habían expresado sus preocupaciones en una carta de cinco páginas enviada a la Conferencia Británica de los Reales Colegios Médicos.
Peter le mostró el artículo a Cathy.
—Pero la conferencia rechazó sus preocupaciones como carentes de base —dijo ella.
Peter negó con la cabeza.
—No estoy de acuerdo. –Él la miró a los ojos—. Mañana, en la necrológica de Enzo Bandello dirá que murió de heridas en la cabeza producidas por un accidente de moto. No es cierto. Vi morir a Enzo Bandello. Estaba allí cuando sucedió. Él fue asesinado cuando le sacaron el corazón del pecho.