Jueves por la noche en casa. Peter hacía mucho tiempo que había programado el ordenador doméstico para que examinase la programación de televisión buscando temas o programas que pudiesen interesarle. Durante dos años había tenido una orden permanente para que el vídeo grabase la película The Night Stalker —un telefilme que había visto por primera vez cuando adolescente— pero hasta ahora no había aparecido. También había pedido que le avisase cuando se proyectase una película de Orson Welles, cuando Ralph Nader o Stephen Jay Gould apareciesen en un programa de entrevistas, y cuando se emitiera cualquier episodio de Juzgado de guardia en el que Brent Spiner fuese la estrella invitada.
Esa noche, DBS Cairo pasaba The Stranger de Welles en inglés con subtítulos en árabe. El vídeo de Peter tenía un borrador de subtítulos; examinaba las partes de la imagen cerca de los subtítulos, así como los fotogramas antes y después de la aparición de los subtítulos, y los rellenaba con extrapolación de la imagen que había sido obscurecida por el texto. Todo un descubrimiento: Peter no había visto The Stranger desde hacía veinte años. Su vídeo susurró tranquilo, grabándola.
Quizá la viese mañana. O el sábado.
Quizá.
Cathy, sentada al otro lado de la habitación, se aclaró la garganta y dijo:
—Mis compañeros han estado preguntándome por ti. Por nosotros.
Peter sintió que los hombros se le tensaban.
—¿Oh?
—Ya sabes: sobre por qué no hemos ido a las reuniones de los viernes por la noche.
—¿Qué les has dicho?
—Nada. Me he inventado excusas.
—¿Saben… crees que saben lo que… lo que sucedió?
Ella se lo pensó.
—No lo sé. Me gustaría pensar que no, pero…
—Pero el gilipollas de Hans tiene boca.
Ella no dijo nada.
—¿Has oído algo? ¿Comentarios casuales? ¿Indirectas? ¿Algo que te haga pensar que tus compañeros lo saben?
—No —dijo Cathy—. Nada.
—¿Estás segura?
Ella suspiró.
—Créeme, he estado especialmente atenta a lo que me han dicho. Si han estado hablando a espaldas mías no he cogido nada. Nadie me ha dicho ni una palabra. En serio, creo que no lo saben.
Peter negó con la cabeza.
—Yo… yo no creo que pudiese soportarlo si lo supiesen. Enfrentarme a ellos, quiero decir. Es… —se detuvo, intentando encontrar la palabra adecuada— humillante.
Ella sabía que no debía contestar.
—Maldita sea —dijo Peter—. Odio esto. Odio esta jodida situación.
Cathy asintió.
—Aun así —dijo Peter—, supongo… supongo que si vamos a tener una vida normal de nuevo, debemos empezar a salir, a ver gente.
—También Danita piensa que sería conveniente.
—¿Danita?
—Mi consejera.
—Oh.
Ella permaneció callada durante un momento, luego:
—Hans se fue hoy de la ciudad. Asiste a un congreso. Si salimos con mis amigos mañana, después del trabajo, él no estará allí.
Peter respiró profundamente y exhaló con fuerza.
—¿Estás segura de que no se encontrará allí? —dijo.
Ella asintió.
Peter permaneció en silencio durante un tiempo, ordenando sus ideas.
—Vale —dijo finalmente—. Lo intentaré, siempre que no nos estemos demasiado tiempo. —La miró a los ojos—. Pero es mejor que no te equivoques con eso de que no estará allí. —Su voz adoptó un tono que Cathy no había oído antes, una amargura fría como una piedra—. Si lo veo de nuevo, le mataré.
Peter llegó pronto al The Bent Bishop para estar seguro de pillar el asiento al lado de su esposa. La gente de Doowap Advertising había encontrado una mesa larga en medio del local, por lo que estaban todos sentados en sillas altas. Peter consiguió realmente sentarse al lado de Cathy. Frente a él estaba el pseudointelectual. Llevaba a Camus en el lector de libros.
—Buenas, doc —dijo Pseudo—. Sí que estás en las noticias últimamente.
Peter asintió.
—Hola.
—No acostumbramos a verte por aquí tan pronto —dijo Pseudo.
Peter comprendió inmediatamente su error. Todo debía haber sido exactamente como antes. No debería hacer nada que llamase la atención sobre él o Cathy.
—Esquivando a los periodistas —dijo Peter.
Pseudo asintió, y se llevó un vaso de cerveza negra a los labios.
—Te alegrará saber que Hans no estará aquí.
Peter sintió que se le encendían las mejillas, pero bajo la débil luz del pub probablemente fuese invisible.
—¿Qué quieres decir? —Peter había intentado que la pregunta sonase neutral, pero había tenido un tono evidente. A su lado, Cathy le puso la mano sobre la rodilla.
Pseudo levantó una ceja.
—Nada, doc. Sólo que él y tú parece que no siempre os lleváis bien. La última vez se metió mucho contigo.
—Oh. —La camarera había aparecido—. Zumo de naranja —dijo Peter.
La camarera se volvió hacia Cathy, con una pregunta en la cara.
—Agua mineral —dijo Cathy—. Con lima.
—¿No bebemos nada hoy? —dijo Pseudo, como si el mismo concepto fuese una afrenta a todo lo decente.
—Tengo… tengo dolor de cabeza —dijo Cathy—. He tomado unas aspirinas.
No había término para las mentiras, pensó Peter. Ella no podía decir, he dejado de beber porque la última vez que me emborraché dejé que un compañero de trabajo me follase. Peter sintió que cerraba los puños bajo la mesa.
Llegaron dos amigos más de Cathy, un hombre y una mujer, ambos de mediana edad, los dos ligeramente gruesos. Cathy les dijo hola.
—Poca gente esta noche —dijo el hombre—. ¿Dónde está Hans?
—Hans está en Beantown —le dijo Pseudo. Peter pensó que llevaría esperando todo el día decir «Beantown»—. En ese congreso sobre los vídeos interactivos.
—Vaya —dijo la mujer. No será lo mismo sin Hans.
Hans, pensó Peter. Hans. Hans. Cada vez que se pronunciaba el nombre era como una puñalada. ¿Aquella gente no había oído nunca hablar de los pronombres?
La camarera apareció y puso algo de zumo de naranja hidratado frente a Cathy, y una pequeña botella de Perrier y un vaso con una rodaja de lima clavada en el borde frente a Peter. Supuso que para ella todas las bebidas no alcohólicas debían ser iguales. Peter y Cathy se intercambiaron las bebidas, y la camarera apuntó lo de los recién llegados.
—Así que, ¿cómo os van las cosas a vosotros dos? —preguntó el hombre recién llegado, agitando la mano en la dirección general de Peter y Cathy.
Cathy sonrió.
—Bien.
¿Por qué pregunta eso?, pensó Peter. ¿Qué sabe?
—Bien —repitió Peter—. Muy bien.
—Estás continuamente en la televisión, Peter —dijo Pseudo—. ¿Vas pronto a algún otro sitio?
Bien, no voy a la jodida Beantown.
—No —dijo Peter, luego—: quizá.
—No hemos hecho planes —dijo Cathy suavemente—. Pero Peter tiene un jefe comprensivo. —Risas de complicidad de los dos o tres que sabían que Peter era el jefe en su empresa—. Tengo que ver cómo van mis tareas en el trabajo. Pronto llegará ese gran contrato con Turismo Ontario.
La mujer asintió por simpatía. Evidentemente también para ella ese trabajo en particular era la cruz de su existencia.
La camarera llegó con más bebidas. Simultáneamente, llegó Toby Bailey, otro compañero de Cathy.
—Buenas a todos —dijo Toby. Le señaló a la camarera que tomaría lo mismo que Pseudo—. ¿Dónde está Hans?
—Boston —le dijo Peter, evitando otra articulación de «Beantown». Pseudo parecía ligeramente decepcionado.
—¿Se fue Donna-Lee con él?
—Por lo que sé, no —dijo Pseudo.
—Bien, hoy se va a follar a alguna belleza americana —dijo Toby, como si fuese lo más natural del mundo.
La gente rió. Hans parecía tener una presencia casi tan grande cuando no estaba allí como cuando estaba. Peter se excusó para ir al baño.
—Bien —comentó Pseudo al irse Peter—, supongo que incluso los ricos y famosos tienen que mear de vez en cuando.
Peter se erizó al dirigirse a la escalera y llegar al pequeño sótano que contenía dos baños y un par de teléfonos públicos. Realmente no tenía que ir, pero necesitaba un poco de tranquilidad y calma, un poco de tiempo para recuperar la compostura. Era como si todos se estuviesen riendo de él. Era como si todos lo supiesen.
Por supuesto que lo sabían. Peter había oído suficientes alardes de Hans. Cristo, probablemente lo sabían todo sobre cada una de las conquistas de Hans.
Se apoyó en la pared. Una buenorra de Molson le sonrió desde un póster. Había sido un error ir allí.
Pero espera… si los compañeros de Cathy lo sabían, probablemente hacía meses que lo sabían. Habían pasado siglos desde que ella y Hans lo habían hecho por primera vez. Peter intentó recordar la última vez que había estado allí, y la vez anterior. ¿Había habido alguna indicación de que lo sabían? ¿Se estaban comportando de forma diferente esta noche?
No lo sabía. Ahora todo parecía diferente. Todo.
Se sentiría humillado si lo supiesen. Su vida privada invadida. A la vista del público.
Humillado. Degradado.
Cristo, Hobson, no puedes conservar a una mujer, ¿eh?
Maldita sea.
La vida había sido tan simple antes.
Esto había sido un error.
Volvió a la mesa.
Lo soportaría una hora más. Miró el reloj. Sí. Sesenta minutos. Podía soportarlo.
Quizá.
Peter y Cathy caminaron en silencio hasta la puerta de su casa. Peter puso el pulgar en el escáner CEIH, y oyó cómo se abría el mecanismo de cierre. Atravesó la puerta hacia el área de entrada cubierta de ladrillos y se detuvo para quitarse los zapatos. Cuatro pares y medio de los zapatos de Cathy ya estaban alineados frente al armario.
—¿Tienes que hacer eso? —dijo Peter, señalándolos.
—Lo siento —dijo Cathy.
—Me gustaría entrar en mi propia casi sin tropezar todo el tiempo con tus zapatos.
—Lo siento —repitió ella.
—Tienes una zapatera en el dormitorio.
—Los llevaré allí —dijo ella.
Peter colocó sus zapatos en la alfombrilla.
—No ves que yo apile mis zapatos por aquí.
Cathy asintió.
Peter entró en el salón.
—Ordenador… mensajes —gritó.
—Ninguno —dijo una voz sintética.
Se fue al sofá, agarró el mando y se sentó. Encendió la televisión y comenzó a cambiar de canal con el sonido desconectado.
—El pseudointelectual estaba en plena forma esta noche —dijo Peter sarcástico.
—Jonás —dijo Cathy—. Su nombre es Jonás.
—¿Qué cono me importa cómo se llame?
Cathy suspiró, y fue a prepararse algo de té.
Peter sabía que estaba siendo desagradable. No quería comportarse de esa forma. Había esperado que esta noche saliese bien, había esperado que pudiesen continuar con sus vidas, con las cosas tal y como habían sido siempre.
Pero no funcionaría.
Esta noche lo había demostrado.
Nunca más podría relacionarse con los compañeros de Cathy. Incluso sin Hans allí, la visión de aquellas personas le recordaba a Peter lo que ella había hecho… lo que Hans había hecho.
Peter pudo oír el sonido de la cuchara al golpear la porcelana en la cocina cuando Cathy revolvió la leche en el té.
—¿No vas a venir conmigo? —gritó él.
Ella apareció en la puerta que llevaba a la cocina, el rostro impasible.
Peter dejó el mando y la miró. Ella intentaba cooperar, intentaba ser valiente. Él no quería portarse mal con ella. Sólo quería lo que habían tenido antes.
—Lo siento —dijo Peter.
Cathy asintió, herida pero firme.
—Lo sé.