Peter había volado a Ottawa para un encuentro en el Ministerio de Sanidad de Canadá, pero había durado poco tiempo. Podía haberse hecho por conferencia, pero a la ministra le gustaba demostrar su poder de vez en cuando, llamando a gente a la capital.
El trabajo en la onda del alma, por supuesto, no era el único proyecto de Hobson Monitoring. Aquel encuentro se había centrado en el todavía secreto Proyecto índigo: un plan para producir un sensor que pudiese distinguir categóricamente entre un fumador activo y uno que sólo hubiese sido fumador pasivo. De esa forma, al primero podrían negársele beneficios en los planes de salud y seguridad provinciales por cualquier enfermedad provocada o agravada por fumar.
En cualquier caso, al acabar pronto la reunión, Peter se encontró con un día inesperado para pasar en Ottawa.
Ottawa era una ciudad gubernamental, llena de burócratas sin rostro. No producía nada sino documentos y leyes, legislación y procedimientos. Sin embargo, tenía que ser un escaparate para mostrar a los líderes mundiales; no todo podía estar en Toronto. Ottawa tenía muchos buenos museos y galerías, y bastantes tiendas interesantes, el Canal Rideau (que se congelaba en invierno, lo que permitía a los funcionarios ir a trabajar en patines), y el espectáculo del cambio de guardia en el Parlamento. Pero Peter había visto todas esas cosas muchas veces antes.
Preguntó a la recepcionista si había un teléfono que pudiese usar, y ella lo dirigió a una oficina vacía. Con la congelación de contrataciones en la administración en su tercera década, había muchas de ésas. El teléfono era un viejo modelo de sólo audio. Bien, pensó Peter, si iban a gastar dinero de los contribuyentes en poner teléfonos en oficinas sin usar, era bueno que se pusiese en práctica algo de contención. Como la mayoría de los ejecutivos canadienses, se sabía de memoria el número 900 de Air Canadá. Estaba a punto de marcarlo para ver si podía cambiar el vuelo, pero de pronto se encontró marcando el 003.
Una voz dijo en inglés.
—¿Información de qué ciudad, por favor? —Luego la misma frase fue rápidamente repetida en francés.
—Ottawa —dijo Peter.
Los videófonos podían acceder a las guías telefónicas con pulsar unas teclas, y para los que no tuviesen tales cosas, era más barato, y más ecológico, tener asistencia gratuita.
Pero la mitad del tiempo, uno conectaba con un operador electrónico, pero Peter sabía por la entonación aburrida de las palabras que esa vez le había tocado un humano de verdad.
—Adelante —dijo la voz, comprendiendo la preferencia lingüística de Peter por la forma en que había dicho «Ottawa».
—¿Tiene información de Rebecca Keaton? —Lo deletreó.
—Nada bajo ese nombre, señor.
Oh, bien. Había sido una idea tonta.
—Gracias… —Un momento. Aunque ahora estaba soltera, había estado casada hacía unos años. ¿Cuál era el nombre del imbécil ese? ¿Hunnicut? No—. Cunningham —dijo Peter—. Pruebe con Rebecca Cunningham, por favor.
—Tengo una R.L. Cunningham en Slater.
Rebecca Louise.
—Sí, ésa debe de ser.
La aburrida voz humana fue reemplazada por un alegre ordenador, que leyó el número y luego añadió:
—Pulse la tecla de inicio para marcar el número ahora.
Peter pulsó el asterisco. Oyó un conjunto de tonos, y a continuación el teléfono sonando. Una. Dos. Tres veces. Cuatro. Oh, bueno…
—¿Hola?
—¿Becky?
—Sí. ¿Quiénes?
—Soy Peter Hobson. Estoy…
—¡Petey! Es maravilloso oír tu voz. ¿Estás en la ciudad?
—Sí. Tuve una reunión esta mañana en el Ministerio de Sanidad. Salí pronto y mi vuelo no sale hasta las siete de la tarde. Ni siquiera sabía si estarías en casa, pero pensé en llamarte.
—Trabajo de domingo a jueves. Estoy libre.
—Ah.
—El famoso Peter Hobson —dijo—. Te vi en The National.
Peter rió.
—Todavía el mismo de siempre —dijo—. Es bueno oír tu voz, Becky.
—Lo mismo digo.
Peter sintió que se le secaba la garganta.
—¿Estarías… estarías libre para almorzar hoy?
—Oh, me encantaría. Tengo que ir al banco esta mañana, de hecho estaba saliendo para eso, pero podría encontrarme contigo… ah, no sé, ¿demasiado pronto a las once y media?
En absoluto.
—Eso estaría bien. ¿Dónde?
—¿Conoces Carlo's en el Sparks Street Malí?
—Lo encontraré.
—Entonces nos veremos allí a las once y media.
—Perfecto —dijo Peter—. Me apetece mucho.
La voz de Becky estaba llena de calor.
—A mí también. ¡Adiós!
—Adiós.
Peter salió de la pequeña oficina y le preguntó a la recepcionista si conocía Carlo's.
—Oh, sí —dijo con sonrisa maliciosa—. Es un sitio de solteros por la noche.
—Voy a almorzar —dijo Peter, sintiendo la necesidad de explicarse.
—Ah, bien, a esa hora es mucho más tranquilo. Buenos tortellini.
—¿Me puede decir cómo llegar allí?
—Por supuesto. ¿Va en coche?
—Iré andando si no está muy lejos.
—Le llevará como media hora.
—No es problema —dijo Peter.
—Le dibujaré un mapa —dijo y lo hizo.
Peter le dio las gracias, cogió el ascensor hasta la planta baja y salió a la calle. El paseo sólo le llevó realmente veinte minutos; Peter era famoso por su vigoroso ritmo al caminar. Eso significaba que tenía cerca de media hora de espera. Encontró un puesto de periódicos a demanda, metió tres monedas, y esperó los veinte segundos que eran necesarios para imprimir la edición de hoy del Ottawa Citizen. Volvió a Carlo's. Estaba desierto.
Cogió una mesa para dos, se sentó y pidió café solo. Miró el local, intentado imaginárselo repleto de carne sudorosa por las noches. Se preguntó si la recepcionista le había tomado el pelo. Sin embargo, había un rostro familiar al otro lado de la habitación: la misma belleza de Molson que adornaba la pared al lado del teléfono público en The Bent Bishop. Peter se puso a leer el periódico, intentando contener el nerviosismo.
Heather Miller era especialista en medicina general con la oficina en el primer piso de su casa. Tenía unos cuarenta y cinco años, era baja y ancha, con el pelo castaño corto. Su mesa estaba hecha con una gruesa hoja de cristal sostenida con bloques de mármol. Cuando Sandra Philo entró, Miller le indicó con la mano que se sentase en la silla de cuero verde frente a la mesa.
—Como le dije por teléfono, detective, es poco lo que puedo decir por la confidencialidad médico paciente.
Sandra asintió. Era el baile usual, establecer el territorio.
—Lo entiendo, doctora. El paciente del que quiero hablar es Rod Churchill.
Miller esperó.
—No sé si lo sabe, pero el señor Churchill falleció la semana pasada.
La doctora se quedó con la boca abierta.
—No lo sabía.
—Siento traer malas noticias —dijo Sandra—. Se le encontró muerto en el comedor. El examinador médico dijo que probablemente era un aneurisma. Visité su casa y descubrí que le había estado tratando con Nardil, lo que, según la etiqueta, significa que debía vigilar lo que comía. Y sin embargo estaba tomando comida rápida cuando murió.
—Maldita sea. Maldita sea. —Miller extendió los brazos—. Le dije que fuese cuidadoso con lo que comía, por la fenelzina.
—¿Fenelzina?
—Nardil es un nombre de marca para la fenelzina, detective. Es un antidepresivo.
Las cejas de Sandra se elevaron. Bunny Churchill había creído que las dos medicinas de su marido eran para el corazón.
—¿Un antidepresivo?
—Sí —dijo Miller—. Pero también es un inhibidor de la monoamino oxidasa.
—¿Lo que significa?
—Bien, lo importante es que cuando tomas fenelzina, debes evitar las comidas con altos contenidos de tiramina. Si no, la presión sanguínea salta por el techo; una crisis hipertensa. Entienda, cuando se toma fenelzina, la tiramina se acumula; no se metaboliza. Eso provoca vasoconstricción, un efecto de presión.
—¿Lo que significa? —dijo de nuevo Sandra. Le encantaba hablar con los médicos.
—Bien, posiblemente algo así podría matar a una persona joven y sana. Para alguien como Rod, que tenía una historia de problemas cardiovasculares, sería muy probablemente fatal; provocando un ataque masivo, un ataque cardíaco, un proceso neurológico o, como sugirió su examinador médico, un aneurisma. Supongo que comió algo que no era correcto. Pero se lo advertí.
Sandra inclinó la cabeza. Un error médico era siempre una posibilidad.
—¿Lo hizo?
—Sí, por supuesto. —Miller entrecerró los ojos—. No cometo ese tipo de errores, detective. De hecho… —Pulsó un botón en el intercomunicador de la mesa—. David, trae por favor el expediente del señor Churchill, por favor. —Miller miró a Sandra—. Cuando una medicación implica riesgos substanciales, mi compañía de seguros me obliga a tener la firma del paciente en una hoja de información. Las hojas para cada medicina vienen por duplicado. El paciente las firma, yo me guardo la copia, y él o ella se lleva el original, con todas las recomendaciones expresadas en inglés sencillo. Por lo tanto… ah. —La puerta de la oficina se abrió y un joven entró con un informe en la mano. Se lo entregó a Miller y se fue. Ella abrió la carpeta, sacó una hoja amarilla y se la pasó a Sandra.
Sandra la miró y se la devolvió.
—¿Por qué hay tantos riesgos asociados al uso de la fenelzina?
—Hoy en día, en su mayoría empleamos inhibidores reversibles de la MAO, pero Rod no respondía a ellos. La fenelzina solía ser el patrón oro de su clase, y buscando en MedBase, encontré que uno de sus parientes había sido tratado con éxito del mismo tipo de depresión con fenelzina, así que parecía que valía la pena probar.
—¿Y cuáles son exactamente los riesgos? Supongamos que comió la comida equivocada, ¿qué sucedería?
—Empezaría teniendo dolores occipitales y dolor retroorbital. —La doctora levantó la mano—. Perdóneme… dolores en la parte de atrás de la cabeza y dolor tras las cuencas oculares. Tendría también palpitaciones, sofoco, náusea y sudor. Luego, si no recibió tratamiento inmediato, hemorragia intracerebral, un ataque, un aneurisma, cualquiera de esas cosas, lo que acabaría con él.
—No suena como una forma agradable de morir —dijo Sandra.
—No —dijo Miller, moviendo la cabeza con tristeza—.
Si hubiese ido a un hospital, cinco miligramos de fentolamina le hubiesen salvado. Pero si estaba solo, es probable que se desmayase.
—¿Era Churchill paciente suyo desde hace mucho tiempo?
Miller frunció el ceño.
—Desde hace un año. Mire, Rod tenía más de sesenta años. Como sucede a menudo, su médico original era mayor que él, y murió el año pasado. Rod finalmente buscó un doctor nuevo porque necesitaba que le renovasen la receta de Cardizone.
—Pero dice que le trataba la depresión. ¿No vino a verla específicamente para eso?
—No… pero reconocí los síntomas. Dijo que había padecido de insomnio durante años y cuando empezamos a hablar de cosas parecía claro que estaba deprimido.
—¿Sobre qué se sentía triste?
—La depresión clínica es mucho más que estar triste, detective. Es una enfermedad. El paciente es incapaz física y psicológicamente de concentrarse y él o ella siente abatimiento y desesperanza.
—¿Y trató su depresión con medicamentos?
Miller suspiró, advirtiendo la crítica implícita en el tono de Sandra.
—No estamos conteniendo a esa gente, detective; intentamos que la química de sus cuerpos sea la que debe ser. Cuando funciona, el paciente describe el tratamiento como apartar la cortina de una ventana y dejar que el sol entre por primera vez en años. —Miller se detuvo, como pensando si debía continuar—. De hecho, admiro a Rod. Probablemente llevaba décadas sufriendo esa depresión; posiblemente desde que era muy joven. Su antiguo doctor simplemente no había reconocido los síntomas. Mucha gente mayor teme tratar sus depresiones, pero no Rod. Quería recibir ayuda.
—¿Por qué tienen miedo? —preguntó Sandra, con genuina curiosidad.
Miller extendió los brazos.
—Piénselo, detective. Suponga que le digo que durante la mayor parte de su vida su habilidad para funcionar ha sido severamente entorpecida. Ahora bien, una persona joven como usted probablemente querría que se arreglase… después de todo, tiene décadas por delante. Pero la gente mayor a menudo se niega a creer que ha estado sufriendo una depresión clínica. El pesar sería demasiado para soportarlo… la idea de que su vida, que casi está ya acabada, podría haber sido mucho mejor y feliz. Prefieren ignorar esa posibilidad.
—¿Pero no Churchill?
—No, él no. Después de todo, era un profesor de educación física… daba clase de higiene sanitaria en el instituto. Aceptó la idea y estaba dispuesto a probar un tratamiento. Los dos nos sentimos molestos cuando los inhibidores reversibles no funcionaron con él, pero estaba dispuesto a probar la fenelzina… y sabía lo importante que era evitar la comida errónea.
—¿Cuál es?
—Bien, el queso curado. Está lleno de tiramina como producto de la descomposición del aminoácido tirosina. Tampoco podía comer carnes, pescados o caviar, si estaban ahumados, adobados o curados.
—Seguro que se daría cuenta si comiese algo de eso.
—Bien, sí. Pero también hay tiramina en el extracto de levadura, en extractos cárnicos como Marmite o Oxo. Y también en extractos de proteínas hidrolizadas como los que se usan habitualmente para sopas y salsas.
—¿Ha dicho salsas?
—Sí… tendría que haberlas evitado.
Sandra buscó en su bolsillo el pequeño trozo de papel manchado… el recibo de Food Food de la última cena de Rod Churchill. Se lo pasó por encima de la mesa de cristal a la doctora Miller.
—Eso fue lo que comió la noche de su muerte.
Miller lo leyó y luego negó con la cabeza.
—No —dijo—. Hablamos sobre Food Food la última vez que estuvo aquí. Me dijo que siempre pedía su salsa baja en calorías… dijo que lo había comprobado y que no tenía nada de lo que se suponía que debía evitar.
—Quizás olvidó especificar baja en calorías —dijo Sandra.
Miller le devolvió el recibo.
—Lo dudo detective. Rod Churchill era un hombre muy meticuloso.
Becky Cunningham llegó a Carlo's con diez minutos de antelación. Peter se puso en pie. No sabía qué tipo de recibimiento esperar: ¿una sonrisa, un abrazo, un beso? Al final recibió los tres, con el beso consistiendo en una larga caricia sobre la mejilla. Peter se sorprendió al sentir que el corazón se le aceleraba un poco. Ella olía de maravilla.
—Petey, tienes un aspecto maravilloso —dijo ella, sentándose en la silla frente a él.
—Tú también —dijo Peter.
En realidad, Becky Cunningham nunca había sido lo que se diría una mujer hermosa. Agradable, sí, pero no hermosa. Tenía una cabellera castaña hasta los hombros, un poco más corta que la moda actual. Pesaba veinte libras más que lo que las revistas de moda llamarían ideal, o diez libras más de lo que un árbitro menos severo sugeriría. Su rostro era ancho, con archipiélagos de pecas en ambas mejillas. Sus ojos verdes parpadeaban cuando hablaba, un efecto aumentado por la red de líneas que habían aparecido en los bordes desde la última vez que Peter la había visto.
Absolutamente maravillosa, pensó Peter.
Pidieron el almuerzo. Peter siguió el consejo de la recepcionista y tomó tortellini. Hablaron de muchísimas cosas, y hubo tantas risas como palabras. Peter se sintió mejor de lo que se había sentido en semanas.
Peter pagó la cuenta. Dejó una propina del veinticinco por ciento y luego la ayudó a ponerse el abrigo… algo que no había hecho por Cathy en años.
—¿Qué vas a hacer hasta que salga tu vuelo? —preguntó Becky.
—No lo sé. Ver monumentos, supongo. Lo que sea.
Becky lo miró a los ojos. Aquél era el punto de separación natural. Dos viejos amigos se habían encontrado para almorzar, habían rememorado los viejos tiempos, intercambiado historias de varios conocidos. Pero ahora era momento de ir cada uno por su camino, seguir con sus vidas separadas.
—No tengo nada importante que hacer esta tarde —dijo Becky, todavía mirándole directamente a los ojos—. ¿Te importa si voy contigo?
Peter rompió el contacto visual durante un momento. No podía pensar en nada que quisiese más en el mundo.
—Eso sería… —y, después de una breve pausa, decidió no censurarse—, perfecto.
A Becky le bailaban los ojos. Se puso a su lado y pasó el brazo debajo del de él.
—¿Adonde te gustaría ir? —le preguntó.
—Es tu ciudad —dijo Peter con una sonrisa.
—Lo es —dijo Becky.
Hicieron todas las cosas que no habían interesado a Peter antes. Vieron el cambio de la guardia, visitaron algunas pequeñas boutiques, el tipo de tiendas a las que Peter nunca iba en Toronto; y acabaron paseando por la sala de dinosaurios del Museo Canadiense de Historia Natural, maravillándose ante los esqueletos.
Era como estar vivo, pensó Peter. Era exactamente como solía ser.
El Museo de Historia Natural estaba, muy apropiadamente, situado en una gran extensión arbórea. Para cuando salieron del museo, eran alrededor de las cinco y estaba oscureciendo. Corría una brisa fría. El cielo estaba despejado. Caminaron hasta llegar a unos bancos bajo un grupo de enormes arces, ahora, a principios de diciembre, desnudos de hojas.
—Estoy agotado —dijo Peter—. Me levanté a las cinco y media para coger el avión.
Becky se sentó a un extremo del banco.
—Échate —dijo—. Hemos caminado durante toda la tarde.
La primera idea de Peter fue rechazar la idea, pero entonces decidió, ¿por qué demonios no? Estaba a punto de estirarse en la parte libre del banco cuando Becky habló.
—Puedes usar mi regazo de almohada.
Lo hizo. Ella era maravillosamente suave, cálida y humana. Él la miró. Ella colocó cuidadosamente un brazo sobre su pecho.
Era tan relajante, tan tranquilizante. Peter pensó que podría quedarse así durante horas. Ni siquiera notaba el frío.
Becky le sonrió, una sonrisa sin condiciones, una sonrisa de aceptación, una sonrisa hermosa.
Por primera vez desde el almuerzo, Peter pensó en Cathy y Hans y en lo que su vida se había convertido en Toronto.
Comprendió, también, que finalmente habían encontrado un ser humano de verdad —no un simulacro generado por ordenador— con el que podría hablar sobre aquello. Alguien que no le consideraría menos hombre porque su mujer le había engañado, alguien que no le pondría en ridículo, que no se reiría. Alguien que lo aceptaba, que se limitaría a escuchar, que entendería.
Y en ese momento Peter comprendió que no necesitaba hablarle a nadie sobre aquello. Ahora podía lidiar con ello. Todas las preguntas tenían respuestas.
Peter había conocido a Becky cuando los dos estudiaban en el primer año de la Universidad de Toronto, antes de que Cathy apareciese en escena. Había habido una atracción extraña entre ellos. Ambos carecían de experiencia y él, al menos, era virgen en aquel momento. Ahora, sin embargo, dos décadas más tarde, las cosas eran diferentes. Becky se había casado y divorciado; Peter se había casado. Sabían sobre el sexo, sobre cómo se hacía, sobre cuándo sucedía, cuándo era el momento adecuado. Peter supo que fácilmente podría llamar a Cathy, decirle que la reunión se había alargado y que iba a pasar la noche allí, decirle que no volvería hasta mañana. Y luego él y Becky podrían ir a su apartamento.
Podría hacerlo, pero no iba a hacerlo. Ahora tenía la respuesta a esa pregunta sin plantear. Dada la misma oportunidad que Cathy había tenido, él no engañaría, no traicionaría, no se vengaría.
Peter le sonrió a Becky… podía sentir cómo la herida en su interior comenzaba a cicatrizar.
—Eres una persona maravillosa —le dijo—. Algún tipo va a ser muy afortunado al estar contigo.
Ella sonrió.
Peter exhaló, dejando que todo se fuese, todo expulsado lejos de él.
—Tengo que ir al aeropuerto —dijo.
Becky asintió y sonrió de nuevo, quizá, sólo quizás, un poco triste.
Peter estaba listo para volver a casa.