Peter se llevó con él las grabaciones del superEEG cuando abandonó las instalaciones de cuidados intensivos. Para cuando llegó a casa, Cathy se preparaba para ir a trabajar, mordisqueando un trozo de tostada integral y sorbiendo una taza de té.
Él había dejado un mensaje en el ordenador de la casa, por lo que sabía donde había estado.
—¿Cómo fue? —preguntó Cathy.
—Tengo la grabación —dijo Peter.
—No pareces muy feliz.
—Bien, una mujer muy buena ha muerto esta noche.
Cathy pareció compadecerse. Asintió.
—Estoy agotado —dijo Peter—. Me vuelvo a la cama. —Le dio un beso rápido e hizo lo que le había dicho.
Cuatro horas más tarde, Peter se despertó con dolor de cabeza. Fue tambaleándose al baño, donde se afeitó y se duchó. Luego llenó un vaso grande con Coca-Cola light, cogió el disco y se fue al estudio.
El sistema informático de la casa era más potente que el mainframe que había tenido que compartir cuando estudiaba en la universidad. Lo conectó, metió el disco en el lector, y activó el monitor de pared al otro lado de la habitación. Peter quería ver el momento en que se disparaba la última neurona, el momento en que se había establecido la última sinapsis. El momento de la muerte.
Seleccionó una representación gráfica y ejecutó los últimos segundos de datos, haciendo que el ordenador señalase la posición de cada neurona que se había activado. No era sorprendente que la imagen en la pantalla formase exactamente la silueta de un cerebro humano. Peter empleó herramientas de detección de bordes para dibujar el contorno del cerebro de la señora Fennell. Había datos suficientes para generar la imagen tridimensional; Peter la giró hasta que la imagen del cerebro estuvo directamente frente a él, como si mirase a la difunta señora Fennell directamente a los nervios ópticos.
Dejó que los datos se representasen en tiempo real. El ordenador buscó estructuras en la activación de neuronas. Cualquier serie conectada que se activaba una vez se dibujaba en rojo; dos, naranja, tres veces, amarillo, y así hasta los siete colores del espectro. La imagen del cerebro parecía blanca en su mayoría: el efecto combinado de todos los puntos diminutos de diferentes colores. Peter ocasionalmente ampliaba la imagen para ver un primer plano de alguna sección del cerebro, iluminada con infinitesimales filas de luces navideñas.
Mientras miraba, pudo ver con claridad el ataque que había sido la última gota para Peggy Fennell. El esquema de color se refrescaba cada décima de segundo, pero pronto un área de negro comenzó a crecer en el lóbulo temporal izquierdo, justo bajo la fisura de Sylvian. Fue seguido de un incremento de la actividad, con todo el cerebro haciéndose más y más brillante a medida que los desinhibidores hacían que las neuronas se activasen otra vez después de haberse disparado. Después de un momento, era visible una compleja red de luces púrpuras por todo el cerebro, toda una serie de redes neuronales que se activaban en una estructura idéntica una y otra vez a medida que el cerebro sufría convulsiones. Luego las redes comenzaron a desvanecerse, y ninguna nueva las reemplazó. Después de noventa años de servicio, el cerebro de Peggy Fennell se rendía.
Peter había esperado verlo desapasionadamente. Después de todo, sólo eran datos. Pero también era Peggy, aquella mujer alegre y valiente que se había enfrentado una vez a la muerte y la había derrotado, la mujer que había sostenido su mano mientras pasaba de la vida a la falta de vida.
Los datos seguían siendo representados, y pronto sólo había unas pocas estructuras de luz, como constelaciones en una noche de niebla, parpadeando en la pantalla. Cuando la actividad se detuvo, lo hizo sin ninguna floritura aparente. Ninguna explosión. Ningún suspiro. Simplemente nada.
Excepto…
¿Qué era aquello?
Un pequeño parpadeo en la pantalla.
Peter invirtió la grabación, luego la ejecutó de nuevo a velocidad mucho menor.
Había una minúscula forma de luz púrpura… una forma persistente, una estructura que se activaba una y otra vez.
Y se movía.
Por supuesto, las neuronas no podían moverse realmente. Eran entidades físicas. Pero el equipo registraba la misma forma una y otra vez, sólo que cada vez ligeramente más desplazada a la derecha. El equipo estaba preparado para esos desplazamientos: las neuronas no siempre se activaban exactamente de la misma forma, y el cerebro era lo suficientemente gelatinoso para que los movimientos de la cabeza y el pulso sanguíneo pudiesen cambiar ligeramente las coordenadas físicas de una neurona. La forma que se movía por la pantalla debía haber estado propagándose de unas neuronas a las neuronas adyacentes en desplazamientos lo suficientemente pequeños de forma que el grabador tomaba los incrementos individuales como actividad dentro de la misma neurona. Peter miró a la barra de escala en la parte baja de la pantalla de pared. La forma violeta, un nudo complejo como unos intestinos hechos de tubos de neón, ya se había movido cinco milímetros, mucho más de lo que cualquier neurona podría moverse dentro del cerebro excepto en el caso de un fuerte golpe en la cabeza, algo que Peggy Fennell con seguridad no había sufrido.
Peter ajustó un control. La velocidad de reproducción aumentó. No había duda: el nudo de lucecitas violetas se movía a la derecha, siguiendo una línea más o menos recta. Giraba un poco al moverse, como hierba agitada por el viento del cerebro. Peter miró sorprendido con la boca abierta. Seguía moviéndose, atravesando el cuerpo calloso hacia el otro hemisferio, más allá del hipotálamo, y al interior del lóbulo temporal derecho.
Cada parte del cerebro estaba por lo normal razonablemente aislada de cualquier otra, y los tipos de ondas eléctricas de, digamos, el córtex cerebral eran extrañas al cerebelo, y viceversa. Pero ese nudo compacto de luz púrpura se movía sin cambiar de forma a través de las estructuras.
Un fallo del equipo, pensó Peter. Oh, bueno. Nada funcionaba bien la primera vez.
Excepto…
Excepto que Peter no podía pensar en nada que produjese ese tipo de fallo.
Y aun así la forma se movía por la pantalla.
Peter intentó pensar en otra explicación. ¿Podría haber provocado el efecto una descarga de estática, quizá producida por el pelo de Peggy rozando la almohada? Por supuesto, las almohadas de hospital estaban diseñadas para ser antiestáticas, exactamente para que no afectasen a los delicados equipos de grabación, y Peggy, después de todo, había tenido un pelo fino y blanco. Además, llevaba el casco del escáner.
No, tenía que ser provocado por algo más.
La forma estaba aproximándose a la parte exterior del cerebro. Peter se preguntó si se disiparía en la superficie arrugada del cerebro o quizá rebotase, girando en la otra dirección, como un videojuego dentro de la cabeza.
No hizo ninguna de esas cosas.
Llegó al límite del cerebro… y siguió avanzando, atravesando la membrana que lo rodeaba.
Sorprendente.
Peter tocó algunas teclas, superponiendo una extrapolación de la forma de la cabeza de la señora Fennell sobre la silueta de su cerebro. Mentalmente se dio una patada por no haberlo hecho antes. Resultaba evidente hacia donde se dirigía el nudo de luz.
Directamente a la sien.
Directamente a la parte más delgada del cráneo.
Siguió su camino, atravesando el hueso, atravesando la fina superficie de músculo que recubría el cráneo.
Seguro, pensó Peter, que va a romperse. Sí, hay nervios en la sien; por eso duele cuando a uno le pegan ahí. Sí, también hay nervios en los tejidos musculares, incluyendo los músculos de la mandíbula que recubren la sien. Y sí, hay nervios en las capas bajas de la piel. Incluso si la estructura tuviese algún tipo de cohesión, Peter esperaba ver un cambio. Los nervios fuera del cerebro están mucho menos densamente situados. La estructura podría aumentar de tamaño, dibujada entre los puntos de un tejido neuronal mucho más difuso.
Pero no lo hizo. Siguió, exactamente del mismo tamaño, rotando lentamente, atravesando el músculo, la piel, y…
Fuera. Más allá del campo de sensores.
No se rompió. Simplemente se fue. Y sin embargo había mantenido la cohesión. La estructura había permanecido intacta hasta el mismo momento en que la red de sensores la perdió.
Increíble, pensó Peter. Increíble.
Miró con cuidado la pared, buscando signos de otras redes neuronales activas.
Pero no había ninguna.
El cerebro de Peggy Fennell aparecía como una silueta inmaculada, sin ninguna actividad eléctrica.
Estaba muerta.
Muerta.
Y algo había abandonado su cuerpo.
Algo había abandonado su cerebro.
Peter sintió cómo se le iba la cabeza.
No podía ser.
No podía ser.
Invirtió la grabación, ejecutándola otra vez desde otro ángulo.
¿Por qué se había desplazado el nudo de luz desde el hemisferio izquierdo al derecho? La otra sien había estado más cerca.
Ah, pero Peggy había estado acostada, con la cabeza sobre la almohada. La sien izquierda había estado sobre la almohada; era la derecha la que estaba expuesta al aire. Aunque había estado más alejada, era la ruta de escape más fácil.
Peter ejecutó la grabación una y otra vez. Ángulos diferentes. Diferentes métodos de representación. Diferentes esquemas de color. No importaba; el resultado era el mismo. Comparó las grabaciones con control de tiempo de los otros signos vitales de Peggy: pulso, respiración, presión sanguínea. El nudo de luz se había ido justo después de que su corazón se detuviese, justo después de respirar por última vez.
Peter había encontrado exactamente lo que buscaba: un marcador inequívoco de que la vida había terminado, una señal incontrovertible que el paciente sólo era carne, lista para la recogida de órganos.
Marcador.
No era la palabra correcta, y lo sabía. Deliberadamente evitaba siquiera pensarla. Y aun así, allí estaba, grabada por su propio instrumento ultrasensible: la salida de su cuerpo de la mismísima alma de Peggy Fennell.
Peter sabía que cuando le pidiera a Sarkar que viniese inmediatamente a su casa, Sarkar lo haría. Peter no podía contener la emoción cuando Sarkar llegó. Intentaba, probablemente sin éxito, suprimir una sonrisa. Llevó a Sarkar a su oficina, luego ejecutó una vez más la grabación de la muerte de Peggy Fennell.
—Lo has falseado —dijo Sarkar.
—No, no lo hice.
—Oh, vamos, Peter.
—En serio. Ni siquiera he limpiado los datos. Lo que acabas de ver es exactamente lo que sucedió.
—Pon otra vez la última parte —dijo Sarkar—. A una centésima de velocidad.
Peter tocó los botones.
—Subhanallah —dijo Sarkar—. Es increíble.
—Entonces, ¿lo es?
—Sabes lo que es, ¿no? —dijo Sarkar—. Justo ahí, en una imagen aguda. Era su nafs, su alma, abandonando su cuerpo.
Para su sorpresa, Peter se encontró reaccionando negativamente cuando oyó en voz alta esa idea.
—Sabía que ibas a decir eso.
—Bien, ¿qué otra cosa podría ser? —dijo Sarkar.
—No lo sé.
—Nada —dijo Sarkar—. Es lo único que podría ser. ¿Se lo has dicho a alguien?
—No.
—Me pregunto, ¿cómo se anuncia algo así? ¿En una revista médica? ¿O simplemente se llama a los periódicos?
—No lo sé. Acabo de empezar a pensar en eso. Sospecho que daré una rueda de prensa.
—Recuerda a Fleischmann y Pons —le advirtió Sarkar.
—¿Los tipos de la fusión fría? Sí, se apresuraron y acabaron con huevos en la cara. Tendré que conseguir más grabaciones de esa cosa. Después de todo, tengo que asegurarme de que le sucede a todos. Pero no puedo esperar eternamente. Pronto alguien más lo encontrará.
—¿Qué hay de las patentes?
Peter asintió.
—He pensado en eso. Ya tengo patentes para la mayoría de la tecnología en el superEEG; después de todo, es un desarrollo incremental sobre el escáner cerebral que construimos para tu trabajo en IA. Por supuesto, no voy a hacerlo público hasta que no lo tenga todo protegido.
—Cuando lo anuncies —dijo Sarkar—, habrá una tonelada de publicidad. Esto es lo mayor de todo. Has demostrado la existencia de la vida después de la muerte.
Peter negó con la cabeza.
—Vas más allá de los datos. Un pequeño y débil campo eléctrico deja el cuerpo en el momento de la muerte. Eso es todo; no hay nada que demuestre que el campo es consciente o que esté vivo.
—El Corán dice…
—No puedo apoyarme en el Corán, ni en la Biblia, ni en cualquier otra cosa. Todo lo que sabemos es que un campo coherente de energía sobrevive a la muerte del cuerpo. Si ese campo dura un tiempo apreciable después de la partida, o si transporta alguna información real, es una incógnita completa… y cualquier otra interpretación en este momento es sólo fantasía.
—Estás siendo obtuso deliberadamente. Es el alma, Peter. Lo sabes.
—No me gusta usar esa palabra. Pone… pone en prejuicio toda la discusión.
—Vale, llámala otra cosa si quieres. Incluso Casper, el fantasma amigable, aunque yo la llamaré la manifestación física de la onda del alma. Pero existe… y sabes tan bien como yo que la gente va a aceptarla como un alma de verdad, una prueba de la vida después de la muerte. —Sarkar miró a su amigo a los ojos—. Esto cambiará el mundo.
Peter asintió. No había nada más que decir.