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Peter se sentía de nuevo como un estudiante, poniendo en práctica una broma tonta de fraternidad que consistía en vestir a los animales. Se acercó a una de las vacas y la acarició suavemente en la base del cuello. Hacía años que Peter no estaba tan cerca de una vaca; había crecido en Regina, pero todavía tenía familiares que poseían granjas en Saskatchewan, y había pasado parte de sus veranos de niñez allí.

Como todas las vacas, aquélla tenía enormes ojos marrones y narices húmedas. Parecía que no le perturbaba el tacto de Peter, y por tanto, sin más preámbulo, le colocó suavemente el casco de escáner modificado sobre la cabeza. La bestia le lanzó un muu, pero aparentemente más por sorpresa que protesta. Le apestaba el aliento.

—¿Ya está, doc? —preguntó el encargado.

Peter volvió a mirar al animal. Sentía un poco de pena.

—Sí.

En aquel matadero, el ganado normalmente se aturdía con una descarga eléctrica antes de sacrificarlo. Pero ese método sobrecargaría el escáner de Peter. Por tanto, aquella vaca en particular quedaría inconsciente por el efecto del dióxido de carbono, la colgarían y luego le cortarían la garganta para desangrarla. Peter había visto mucha cirugía a lo largo de los años, pero aquellos cortes habían sido siempre para curar. Se sorprendió al darse cuenta de lo desagradable que encontraba matar animales. £1 encargado le invitó a quedarse durante todo el proceso, incluyendo el despiece de la vaca, pero Peter no tuvo estómago para aquello. Se limitó a recoger sus aparatos especiales para bovinos y el equipo de grabación, agradecer a varias personas a las que había molestado y se fue de vuelta a la oficina.

Peter pasó el resto del día repasando la grabación, probando varias técnicas de análisis de los datos por ordenador. Los resultados eran siempre los mismos. No importaba qué método usase o el cuidado con que examinase los datos, no podía encontrar pruebas de que las vacas tuviesen alma; nada parecía salir del cerebro en el momento de la muerte. Supuso que no era una revelación tan sorprendente, aunque rápidamente comenzaba a entender que, por cada persona que le consideraría un genio por sus descubrimientos, habría otra que lo maldeciría por ellos. En ese caso, los grupos radicales pro derechos de los animales seguro que se sentirían molestos.

Peter y Cathy habían planeado ir a Barberian's, su restaurante favorito especializado en carnes, para cenar esa noche. Sin embargo, en el último minuto Peter canceló la reserva y fueron en su lugar a un restaurante vegetariano.

Cuando Peter Hobson había asistido a un curso universitario opcional sobre taxonomía, las dos especies de chimpancés habían sido Pan troglodytes (el chimpancé común) y Pan paniscus (chimpancé pigmeo).

Pero la separación entre chimpancés y humanos se había producido 500.000 generaciones atrás, y todavía compartían el 98,4% del ADN en común. En 1993, un grupo que incluía al evolucionista Richard Dawkins y al famoso autor de ciencia ficción Douglas Adams publicó la Declaración de los grandes simios, que pedía la adopción de una carta de derechos para nuestros primos simios.

Se necesitaron trece años, pero con el tiempo la declaración se discutió en las UN. Se adoptó una resolución sin precedentes reclasificando formalmente a los chimpancés como miembros del género Homo, lo que significaba que ahora había tres especies de humanos: Homo sapiens, Homo troglodytes y Homo paniscus. Los derechos humanos se dividieron en dos amplias categorías: aquéllos, como el derecho a la vida, la libertad y la protección contra la tortura, que se aplicaban a todos los miembros del género Homo, y otros derechos, como la búsqueda de la felicidad, la libertad religiosa y la posesión de tierras, que se reservaban exclusivamente para el Homo sapiens.

Por supuesto, bajo los derechos Homo, nadie podría volver a matar a un chimpancé con un propósito experimental; es más, nadie podría aprisionar a un chimpancé en un laboratorio. Y muchas naciones habían modificado su definición legal del homicidio para incluir el asesinato de un chimpancé.

Adriaan Kortlandt, el primer etólogo animal en observar chimpancés en estado salvaje, se refirió a ellos en una ocasión como «misteriosas almas con pieles de animales». Pero ahora Peter Hobson estaba en posición de comprobar cuan literal era la observación de Kortlandt. La onda del alma existía en el Homo sapiens. No existía en la Bos taurus, la vaca común. Peter apoyaba al movimiento de los derechos de los simios, pero todo lo bueno que se había hecho en los últimos años podría deshacerse si se demostraba que los humanos tenían alma pero no los chimpancés. Aun así, Peter sabía que si no realizaba la prueba, alguien acabaría haciéndolo.

Aunque ya no se capturaban chimpancés para laboratorios, zoológicos o circos, todavía había algunos viviendo en establecimientos operados por humanos. El Reino Unido, Canadá, Estados Unidos, Tanzania y Burundi financiaban conjuntamente un asilo para chimpancés en Glasgow —de entre todos los lugares posibles— para aquellos que no podían volver al estado salvaje. Peter telefoneó al santuario, para ver si alguno de los chimpancés estaba cerca de la muerte. Según la directora, Brenda MacTavish, varios tenían cincuenta años, lo que era ser viejo para un chimpancé, pero ninguno estaba en estado terminal. Aun así, Peter hizo que le enviasen un equipo de escáner.

—Por tanto —le dijo Peter a Sarkar durante su cena semanal en Sonny Gotlieb's—, creo que estoy listo para hacerlo público. Oh, y a la gente de marketing se le ha ocurrido un nombre para el superEEG: lo llaman Detector de Almas.

—¡Oh, vamos! —dijo Sarkar.

Peter sonrió.

—Bueno, siempre dejo esas decisiones a Joginder y su gente. De cualquier forma, las patentes del Detector de Almas están en su sitio, y tenemos almacenadas casi doscientas unidades listas para distribuir. Tengo tres buenas grabaciones de la onda del alma abandonando el cuerpo humano, sé que al menos algunos animales no tienen alma, y espero que pronto también tendré datos sobre los chimpancés.

Sarkar extendió salmón ahumado en medio bagel.

—Todavía te falta una información vital.

—¿Oh?

—Me sorprende que no se te haya ocurrido la pregunta por ti mismo, Peter.

—¿Qué pregunta?

—La otra cara de tu investigación original: ahora sabes cuándo el alma abandona el cuerpo. Pero ¿cuándo llega el alma?

Peter se quedó boquiabierto.

—¿Quieres decir… quieres decir en el feto?

—Exactamente.

—Maldita sea —dijo Peter—. Podría meterme en muchos problemas haciendo esa pregunta.

—Quizá —dijo Sarkar—. Pero tan pronto como lo hagas público alguien la planteará.

—La controversia será increíble.

Sarkar asintió.

—Sí. Pero me sorprende que no se te ocurriese.

Peter apartó la vista. Sin duda lo había estado esquivando. Una vieja herida, curada hacía mucho. O eso había creído.

Maldita sea, pensó Peter. Maldita sea.

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