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Al día siguiente, Peter se aseguró de que Cathy llegase sana y salva al trabajo, pero se quedó en casa. Desconectó el sistema electrónico de la puerta y llamó a un cerrajero para que instalase una cerradura antigua operada con llave. Mientras el cerrajero trabajaba, Peter se sentó en su despacho y miró al vacío, intentando que todo tuviese sentido.

Pensó en Rod Churchill.

Un trozo de hielo. Sin mostrar sus emociones.

Pero estaba tomando fenelzina… un antidepresivo.

Lo que, por supuesto, quería decir que le habían diagnosticado depresión clínica. Pero, en las dos décadas que Peter había conocido a Rod Churchill, no había visto ningún cambio en su actitud. Por lo tanto quizá… quizá llevaba deprimido todo ese tiempo. Quizás había estado deprimido aún más tiempo, deprimido durante la infancia de Cathy, llevándole a ser el padre terrible que había sido.

Peter negó con la cabeza. Rod Churchill; no era un bastardo, no era un cabrón. Sólo un enfermo; por un desequilibrio químico.

Seguro que eso mitigaba lo que había hecho, lo hacía menos culpable de la forma en que había tratado a sus hijas.

Mierda, pensó Peter, todos somos máquinas químicas. Peter no podía funcionar sin su café matutino. Era evidente que Cathy se ponía más irritable justo antes de la regla. Y Hans Larsen había permitido que las hormonas le guiasen por la vida.

¿Cuál era el Peter real? ¿El lento e irritable tío que se arrastraba fuera de la cama cada mañana? ¿O la persona decidida y ambiciosa que llegaba a la oficina, con la droga cafeína realizando su truco de magia? ¿Cuál era la verdadera Cathy? ¿La mujer alegre, brillante y sexy que era la mayor parte del tiempo, o la persona belicosa e irritable en que se transformaba unos pocos días cada mes? ¿Y cuál era el verdadero Larsen? ¿El idiota borracho y guiado por el sexo que Peter había conocido, o el tipo que aparentemente había realizado bien su trabajo y era apreciado por la mayoría de sus compañeros? ¿En qué, se preguntó ocioso, en qué se convertiría un tipo si alguien le cortase la polla? Probablemente en una persona completamente diferente.

¿Qué quedaba de una persona si se eliminan los estimulantes y depresivos, los inhibidores y desinhibidores, la testosterona y el estrógeno? ¿Y qué pasaba con los niños que recibían demasiado poco oxígeno durante el nacimiento? ¿Qué pasaba con el síndrome de Down; personas alteradas completamente por tener un vigésimo primer cromosoma extra? ¿Qué pasaba con quienes eran amistas? ¿O dementes? ¿Los maníacos depresivos? ¿Los esquizofrénicos? ¿Los que tenían personalidades múltiples? ¿Aquellos que tenían daños cerebrales? ¿Los que padecían de Alzheimer? Por supuesto que los individuos afectados no tienen la culpa. Seguro que ninguna de esas cosas reflejaba la gente real; las almas en cuestión.

¿Y qué pasaba con aquellos estudios de gemelos que había mencionado el sim Control? La naturaleza, no el ambiente, guiaba el comportamiento. Cuando no bailamos la melodía química, marchamos al ritmo de los genes.

Pero Rod Churchill había estado recibiendo ayuda.

Si realmente había muerto de la forma que sugería la detective Philo, el sim debía haber sabido que Rod estaba tomando fenelzina, lo hubiese buscado en una base de datos de medicamentos, hubiese entendido qué enfermedad padecía Rod. ¿No habría entendido el sim que aunque el tratamiento podía ser nuevo, la condición de enfermo debía ser muy antigua? ¿Seguro que eso hubiese sido prueba suficiente para conmutar cualquier pena de muerte que el sim hubiese pensado?

No… ninguna versión de él hubiese matado a Rod Churchill, conociendo ese problema químico. Tener pena de él, sí, pero seguro que no le mataría. De hecho, eso ponía en duda todo el caso de Sandra Philo. Después de todo, los sims no habían admitido ninguno de los asesinatos, y todas las pruebas de Philo que apuntaban a Peter, y de ahí a los sims, eran circunstanciales.

Peter lanzó un suspiro de alivio. Él no hubiese matado a Rod Churchill. Rod simplemente había hecho algo estúpido, olvidando seguir las indicaciones del médico. ¿Y Hans Larsen? Bien, Peter había supuesto siempre que docenas de esposos furiosos hubiesen querido verle muerto… contando, ahora que lo pensaba, la propia esposa de Larsen, quien, Peter creía recordar, trabajaba en un banco y podría haber hecho un desfalco y obtener el dinero suficiente para contratar a un asesino. Humo, eso eran todas las acusaciones contra él. Sólo humo.

Y lo demostraría. Auditaría sus propias finanzas. Contratar a un asesino seguro que costaría decenas de miles de dólares, si no cientos de miles. Philo podría no encontrar nunca el dinero perdido, incluso si requisaba sus registros financieros. Pero Peter tenía la ventaja de pensar exactamente de la misma forma que los sims. Si buscaba, buscaba de verdad, y si no podía encontrar que faltase dinero, bien, entonces podría descansar tranquilo.

Peter llamó al mainframe de su compañía, se conectó a la base de datos contables corporativa y empezó a excavar. Utilizó un sistema experto de contabilidad fabricado por Mirror Image para ayudarle a auditar el sistema. Se movió de una cuenta a otra, en todas y cada una de las bases de datos financieras, y no encontró nada raro. Su confianza crecía. Después de una hora o así le interrumpió el cerrajero, quien había terminado su trabajo. Peter le dio las gracias, le pagó y volvió a su búsqueda. Philo se había equivocado, por completo. Era sólo otro policía al que le encantaban las conspiraciones. Pues bueno, le iba a decir lo que pensaba…

El ordenador lanzó un pitido.

Dios mío, pensó Peter. Dios mío.

Una discrepancia en la cuenta de derechos subsidiarios por licencias. Ni memorándum, ni cuenta de abono, ni factura de referencia. Simplemente una enorme nota de débito:


11 Nov 2011 TEF CDN$125.000,00


Peter miró a la pantalla con la boca abierta.

La fecha era más o menos la correcta. Hans había muerto tres días más tarde.

Pero seguro que tenía que ser algo inocente. Quizás una devolución por un contrato de licencia que había salido mal. O un ajuste por sobrepago a su compañía. O…

No.

No, no podía ser nada de eso. La controladora contable de Peter era muy meticulosa. No había forma en que pudiese escribir un asiento como aquél. Y la nota TEF. Transferencia electrónica de fondos. Exactamente lo que un sim tendría que usar.

Estaba a punto de desconectarse cuando la consola lanzó otro pitido. Otro descubrimiento en su búsqueda:


14 Dic 2011 TEF CDN$100.000,00


Peter lanzó otro suspiro de alivio. Allí estaba la prueba de que no había malicia. Seguro que ningún asesino a sueldo trabajaría cobrando a plazos. Fuera lo que fuese lo que causaba aquellos débitos debía de ser rutina. Pagos de patentes, quizás. O…

Hacía dos días. La segunda transacción se había producido hacía dos días.

En ese momento lo recordó.

Recordó lo que Cathy había dicho.

—¿Qué le sucederá —había preguntado Cathy— a la detective cuando se acerque demasiado a la verdad? ¿También querrás verla muerta entonces?

No podía ser, pensó Peter. No podía ser.

Podía entender el matar a Hans. Quizá no lo aprobase, pero al menos lo entendía. Matar a Rod Churchill era más difícil de entender, dadas las circunstancias atenuantes. Pero quizá, sólo quizás, el sim electrónico no veía la bioquímica como una excusa.

Pero Sandra Philo no había hecho nada malo, no había dañado a Peter de ninguna forma. Simplemente estaba haciendo su trabajo.

Pero ahora, aparentemente, Philo se había convertido en un inconveniente.

Cristo todopoderoso, pensó Peter. El sim culpable no tenía simplemente una moral reducida o alterada. No tenía moral en absoluto.

Tranquilo, Peter. No nos adelantemos a los datos.

Pero… no. Estaba ahí, incluso dentro del Peter de carne y hueso… enterrado en lo más profundo, pero estaba ahí: un deseo de autoconservación. No había nadie más a quien quisiera ver muerto; eso era cierto. Pero la detective lo estaba poniendo en peligro, a él y a los sims. Si él quisiese librarse de alguien ahora sería de esa detective. Si cualquier versión de sí mismo quisiese deshacerse ahora de alguien sería de Sandra.

Maldición. Maldita sea. No quería más sangre en las manos. Peter activó inmediatamente el teléfono; una dirección válida era tan buena para marcar como un nombre.

—Policía Metropolitana de Toronto, División 32, en Ellerslie —dijo.

El logo de Bell bailó en la pantalla. Apareció un nudoso sargento.

—División 32.

—Sandra Philo —dijo Peter.

—Es su día libre —dijo el sargento—. ¿Puede ayudarle alguien más?

—No, es… es personal. ¿Sabe dónde está?

—No tengo ni idea —dijo el policía.

—¿Supongo que no me dará su número privado?

El policía rió.

—Debe estar bromeando.

Peter colgó y marcó el directorio de asistencia.

—Philo, Sandra —dijo, y deletreó el apellido.

—No hay listado —dijo la voz computerizada.

Por supuesto.

—Philo, A. —dijo—. A de Alexandria.

—No hay listado.

Maldición, pensó Peter. Pero un policía estaría loco si tuviese un número disponible… a menos que estuviese a nombre de su ex marido.

—¿Tiene a alguien con apellido Philo?

—No hay nadie.

Peter colgó. Debía haber alguna forma de localizarla…

El directorio de la ciudad. Los había visto en la biblioteca pública. Originalmente, los habían creado para encontrar el nombre que iba con una dirección, pero ahora los tenía en CD-ROMs de acceso aleatorio, y era tan fácil hacer lo contrario, encontrar la dirección que iba con un nombre. Peter llamó al teléfono de la línea de referencia para la Rama Central de la Biblioteca Pública de North York.

—Hola —dijo una voz de mujer—. Referencia rápida.

—Hola —dijo Peter—. ¿Tiene ahí algún directorio de la ciudad?

—Sí.

—¿Podría decirme la dirección de Alexandria Philo, por favor? P-H-I-L-O.

—Un momento señor. —Hubo una pausa—. No tengo ninguna A. Philo, señor. De hecho, la única Philo que tengo es Sandy.

Sandy, una versión neutra de su nombre. Exactamente el tipo de precaución que tomaría una mujer inteligente que viviese sola.

—¿A qué profesión se dedica Sandy Philo?

—Dice «funcionario público», señor. Supongo que eso podría ser cualquier cosa.

—Ésa es. ¿Cuál es la dirección, por favor?

—Dos dieciséis Melville Avenue.

Peter lo apuntó.

—¿Hay teléfono?

—Aparece como no disponible.

—Gracias —dijo Peter—. Muchísimas gracias.

Colgó. Peter nunca había oído hablar de Melville Avenue. Llamó a un mapa electrónico y la buscó. Estaba aquí, en Don Mills. No muy lejos. Quizá veinte minutos en coche. Era una locura, lo sabía… una fantasía paranoide. Y aun así…

Corrió al coche y apretó el acelerador hasta el suelo.

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