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Mi madre tenía ya sesenta y seis años. En las casi tres décadas pasadas desde que mi padre fuera hospitalizado, no había vuelto a casarse. Naturalmente, no podía decirse que papá estuviera muerto.

O tal vez sí.

Yo veía a mi madre una vez por semana, los lunes por la tarde. Ocasionalmente más a menudo: en el Día de la Madre, por su cumpleaños, en Navidad. Pero nuestros encuentros regulares eran los lunes a las dos de la tarde.

No eran ocasiones alegres.

Mi huella dactilar me dio paso a la casa en la que había crecido, justo en el lago. Valía mucho cuando yo era adolescente; ahora valía una fortuna. Toronto era como un agujero negro que absorbía todo lo que caía dentro de su horizonte de sucesos. Había crecido enormemente tres años antes de que yo naciera, cuando asimiló cinco municipios cercanos. Había crecido aún más, tragándose todas las otras poblaciones y ciudades, convirtiéndose en un mamut de ocho millones de habitantes. La casa de mis padres ya no estaba en el extrarradio, sino en el corazón de un centro comercial que empezaba en la Torre CN y continuaba por la orilla del lago en un radio de cincuenta kilómetros en todas direcciones.

Era difícil pasar de la entrada de la casa al recibidor de mármol. La puerta que daba al despacho de mi padre quedaba a la derecha y mi madre, a pesar de todos los años transcurridos, lo había dejado intacto. El escritorio de teca seguía allí, igual que el sillón giratorio de cuero negro.

No era sólo tristeza lo que yo sentía: era culpa. Nunca le había contado a mi madre que papá y yo estábamos discutiendo cuando se desplomó. En realidad no le había mentido (soy un mentiroso terrible), pero ella había supuesto que debí de oírlo caer e ir corriendo a socorrerlo, y bueno, no es que él pudiera contradecirme. Yo hubiese soportado su enfado por el carné de identidad falso, pero no que me mirara y pensara que había sido responsable de lo que le había sucedido al hombre que adoraba.

—Hola, señor Sullivan —saludó Hannah, saliendo de la cocina. Hannah, que tenía más o menos mi edad, era la asistenta de mi madre y vivía en la casa.

—Hola, Hannah —dije. Normalmente, le pido a todo el mundo que me llame por mi nombre de pila, pero nunca había dado ese paso con Hannah: a causa de nuestra similitud de edad, ella se parecía demasiado a una hermana diligente que hacía lo que yo tendría que haber estado haciendo, cuidar de mi madre—. ¿Cómo está hoy?

Hannah tenía rasgos suaves y ojos pequeños; parecía la clase de persona que hubiera sido agradablemente gordita en los días previos a que los fármacos eliminaran la obesidad; al menos había habido algunas curas reales en los últimos veintisiete años.

—No demasiado mal, señor Sullivan. Le serví el almuerzo hace como una hora, y se lo ha comido casi todo.

Asentí y continué pasillo adelante. La casa era elegante; yo no había comprendido eso cuando era niño, pero ahora sí: el salón estaba pandado con caoba y había estatuillas de mármol en huecos de la pared, con lámparas de bronce iluminándolas.

—Hola, mamá —llamé cuando llegué al pie de la escalera de caracol de roble.

—Bajo en un segundo —respondió ella desde arriba. Asentí. Me encaminé hacia el salón, que formaba un entresuelo y tenía ventanales que daban al lago.

Unos minutos más tarde apareció mi madre. Iba vestida, como siempre para estas excursiones, con una de las blusas que solía llevar en 2018. Sabía que su rostro había cambiado, e incluso con algún retoquito aquí y allá, seguía sin ser inmediatamente reconocible como la mujer que era cuando tenía treinta y tantos años largos; supongo que consideraba que la ropa antigua ayudaba.

Subimos a mi coche, un Toshiba Deela verde, y nos dirigimos veinte kilómetros al norte, a Brampton, donde estaba el Instituto.

Ofrecía, naturalmente, los mejores cuidados que puede comprar el dinero: un lugar grande y arbolado, con una moderna estructura central que parecía más unas instalaciones hoteleras que un hospital; tal vez habían contratado al mismo arquitecto que Inmortex para Alto Edén. Era una hermosa tarde de verano y algunos (¿pacientes? ¿residentes?) paseaban en silla de ruedas, todos acompañados por un asistente.

Mi padre no estaba entre ellos.

Entramos en el vestíbulo. El guardia (alto, negro, barbudo) nos conocía e intercambiamos saludos, y luego mi madre y yo nos encaminamos a la habitación de papá, en la primera planta.

Lo movían, para evitar las llagas provocadas por estar en cama y otros problemas. A veces lo encontrábamos boca abajo; a veces estaba atado a una silla de ruedas; a veces incluso lo amarraban a una tabla que lo sostenía en vertical.

Estaba en la cama. Volvió la cabeza, miró a mi madre, me miró a mí. Era consciente de lo que le rodeaba, pero nada más. Los médicos decían que tenía la mente de un bebé.

Había cambiado mucho desde aquel día. Su pelo ya era blanco, y, naturalmente, tenía el semblante arrugado de un hombre de sesenta y seis años; no tenía ningún sentido aplicar en su caso la cirugía estética. Sus largos miembros eran delgados y de movimientos descoordinados. A pesar de la estimulación eléctrica y algunas veces manual, era imposible mantener el tono muscular sin ninguna actividad física real.

—Hola, Cliff —dijo mi madre, e hizo una pausa. Siempre hacía una pausa, y a mí me rompía el corazón. Esperaba una respuesta que no se produciría nunca.

Mamá tenía montones de pequeños rituales para estas visitas. Le contaba a mi padre lo que había sucedido durante la semana, y cómo les iba a los Blue Jays (yo había heredado de mi padre la pasión por el béisbol). Se sentaba en una silla junto a su cama y le sostenía la mano izquierda con la derecha suya. Los dedos de él siempre se cerraban por reflejo en torno a los de mi madre. Nadie le había quitado la alianza de oro de la mano, y mi madre todavía llevaba la suya.

Yo no dije gran cosa. Me quedé allí mirándolo… Mirando lo que quedaba de él, en realidad, un cascarón, un cuerpo sin mucha mente, allí tendido, mirando a mi madre, la boca torcida ocasionalmente en lo que podría haber sido el germen de una sonrisa o de una mueca, o tal vez no eran más que movimientos aleatorios. Mientras ella hablaba, él emitía sonidos ocasionales: habría estado borboteando también si ella hubiera estado callada.

Mi propia espada de Damocles personal. Yo tenía ya cinco años más que mi padre cuando las venas de su cerebro reventaron, llevándose su inteligencia y su personalidad, su alegría y su ira, en una ola roja. Había un reloj digital en la pared de su habitación, indicando la hora con números brillantes. Gracias a Dios que los relojes ya no suenan.

Cuando mi madre terminó de charlar con mi padre, se levantó de la silla y dijo:

—Muy bien.

Normalmente, yo la dejaba en su casa de regreso a la ciudad, pero no quería decírselo en el coche.

—Siéntate, mamá —dije—. Hay algo que tengo que contarte.

Ella pareció sorprendida, pero obedeció. Sólo había una silla en la habitación de mi padre en el Instituto y, como yo había pedido, ella la ocupó. Me apoyé contra un armarito situado en el otro extremo de la habitación y la miré.

—¿Sí? —dijo. Había un tono de desafío en su voz, y me acobardé. Una vez, antes, había abordado el tema de lo inútil que era ir allí todas las semanas, cuando mi padre ni siquiera sabía que estábamos delante. Ella se había puesto furiosa y me había reprendido verbalmente de una manera como no hacía desde que era niño. Estaba claro que esperaba una repetición de aquella discusión.

Tomé aire, lo dejé escapar lentamente y hablé.

—Voy a… No sé si has oído hablar del tema o no, pero ahora existe un procedimiento. Ha aparecido en todos los noticiarios…

Me callé, como si le hubiera dado pistas suficientes para deducir de lo que estaba hablando.

—Es una compañía llamada Inmortex. Transfieren la conciencia de una persona a un cuerpo artificial.

Ella me miró en silencio.

—Y, bueno, voy a hacerlo —continué.

Mi madre habló despacio, como si digiriera la idea palabra por palabra.

—Vas a… transferir… tu conciencia…

—Eso es.

—A un… cuerpo… artificial.

—Sí.

No dijo nada más y, al igual que cuando era un niño pequeño, sentí la necesidad de llenar el vacío, de explicarme.

—Mi cuerpo no es bueno… lo sabes. Casi con toda certeza va a matarme. —Si tengo suerte, pensé—. O acabaré como papá. Estoy condenado a permanecer en este… —Coloqué una mano abierta sobre mi pecho, buscando una palabra—. En este caparazón.

—¿Funciona? —preguntó ella—. Ese proceso… ¿funciona de verdad?

Le dediqué mi sonrisa más tranquilizadora.

—Sí.

Ella miró a su marido, y la expresión de ansiedad de su rostro resultó dolorosa.

—¿Podrían… podría Cliff…?

Oh, Cristo, qué estúpido soy. Ni siquiera se me había ocurrido que ella iba a relacionar aquello con papá.

—No —dije—. No, copian la mente tal como está. No pueden… no pueden deshacer…

Ella inspiró profundamente, tratando de calmarse.

—Lo siento. Ojalá hubiera algún modo, pero…

Ella asintió.

—Pero sí pueden hacer algo por mí… antes de que sea demasiado tarde.

—¿Entonces trasladan… trasladan tu alma?

Miré a mi madre, totalmente sorprendido. Tal vez por eso seguía viniendo todavía a visitar a papá: creía que, en algún lugar bajo todo aquel destrozo, su alma estaba todavía allí.

He leído mucho al respecto y quise contárselo todo, hacerla comprender. Antes del siglo XX, la gente creía que existía un élan vital… una fuerza vital, un ingrediente secreto por el que se distinguía la materia viva de las cosas corrientes. Pero a medida que los biólogos y los químicos fueron encontrando explicaciones naturales mundanas a cada aspecto de la vida, la noción de un élan vital quedó descartada, porque se la consideró superflua.

Pero la idea de que había algo inefable que forma parte de la mente (un alma, un espíritu, una chispa divina, llámenlo como quieran) todavía persistía en la imaginación popular en algunos sitios, aunque la ciencia podía explicar ya casi todos los aspectos de la actividad cerebral sin recurrir a nada más que física y química completamente comprendidas; la invocación de mi madre al alma era tan tonta como intentar aferrarse a la idea de un élan vital.

Pero decírselo era decirle que su marido se había perdido de manera absoluta e irreversible. Naturalmente, tal vez hacérselo comprender fuera hacerle un favor. Pero yo no tenía valor para hacerle ese tipo de favores.

—No —dije—, no trasladan tu alma. Tan sólo copian las pautas que componen tu conciencia.

—¿Copian? ¿Entonces qué le sucede al original?

—Ellos… Verás, tú transfieres los derechos legales de personalidad a la copia. Y luego, después de eso, el yo biológico tiene que retirarse de la sociedad.

—¿Retirarse adonde?

—Se llama Alto Edén.

—¿Dónde está eso?

Deseé que hubiera otro modo de decirlo. —En la Luna. —¡En la Luna!

—La cara oculta de la Luna, sí.

Ella sacudió la cabeza.

—¿Cuándo lo harías?

—Pronto —contesté—. Muy pronto. Es que… Es que no puedo soportarlo más. Tener miedo de si estornudo o me agacho o no hago nada en absoluto y que pueda acabar con daño cerebral o tetrapléjico o muerto. Me está destrozando.

Ella suspiró, un sonido largo y susurrante.

—Ven a despedirte antes de marcharte a la Luna.

—Esto es la despedida —dije—. Voy a someterme mañana al proceso. Pero el nuevo yo seguirá viniendo a verte regularmente.

Mi madre miró a su marido, y luego a mí.

—El nuevo tú —dijo, sacudiendo la cabeza—. No puedo soportar perder…

Se detuvo, pero yo supe lo que iba a decir: «No puedo soportar perder a la otra única persona que existe en mi vida.»

—No vas a perderme —contesté—. Seguiré viniendo a visitarte.

—Hice un gesto hacia mi padre, que borboteó, quizás incluso en respuesta—. Seguiré viniendo a visitar a papá.

Mi madre sacudió ligeramente la cabeza, incrédula.


Conduje apenado hasta mi casa en North York, pensando.

Odiaba ver así a mi madre. Ella había dejado toda su vida en suspenso, deseando que de algún modo mi padre regresara. Por supuesto, sabía en el plano intelectual que el daño cerebral era permanente. Pero el intelecto y las emociones no siempre acaban en sincronía. En algunos aspectos, lo que le había sucedido a mi madre me afectaba más profundamente que lo que le había ocurrido a mi padre. Ella lo amaba de la manera en que siempre había esperado que alguien me amara a mí.

Y había alguien especial en mi vida, una mujer que me importaba profundamente, y que, creo, sentía lo mismo por mí. Rebecca Chong tenía cuarenta y un años, era un poco más joven que yo. Era un pez gordo en IBM Canadá y valía un montón de dinero por derecho propio. Nos conocíamos desde hacía unos cinco años, y nos veíamos a menudo socialmente, aunque casi siempre con otros pocos amigos. Pero siempre hubo algo especial entre nosotros dos.

Recuerdo la fiesta de la última Nochevieja. Como muchas otras reuniones, se celebró en casa de Rebecca, un lujoso ático en Eglinton y Yonge. A Rebecca le encantaba atender a la gente, y su casa era el centro de todos los que formábamos nuestro grupo, y su edificio tenía acceso directo al metro.

Siempre le llevaba flores a Rebecca cuando iba a visitarla. A ella le encantaban las flores, y a mí me encantaba llevárselas. En Nochevieja le llevé una docena de rosas rojas; le pedí al tipo de la floristería que se asegurara de que el color era perfecto, ya que yo no podía distinguirlo. Cuando llegué, le di las flores a Rebecca y, como era nuestra costumbre, nos besamos en los labios. No fue un beso largo (éramos, al menos de manera general, sólo buenos amigos), pero siempre duraba un poco más de lo necesario, nuestros labios se apretaban unos contra otros durante unos pocos segundos intensos.

Yo había disfrutado de montones de sexo en la vida, pero esos besos me excitaban más. Y sin embargo…

Y sin embargo, Rebecca y yo nunca habíamos llegado más allá. Oh, su mano ocasionalmente se posaba en mi brazo, o incluso en mi muslo: caricias cálidas y amables en respuesta a un chiste o un comentario o, a veces, lo mejor de todo, por ningún motivo.

Yo la deseaba y creo (no, lo sabía; lo sabía más allá de ninguna duda) que ella también me deseaba.

Pero luego…

Pero luego iba con mi madre a ver de nuevo a mi padre.

Y me rompía el corazón. No porque la vida de mi madre hubiera quedado destrozada por lo que le había sucedido a él. Sino porque era probable que a mí fuera a pasarme lo mismo… y no podía permitir que entre Rebecca y yo se desarrollara una situación que la llevara a ella a acabar como mi madre, lastrada por alguien cuya mente estaba dañada, y que tuviera que poner en suspenso su vida maravillosa y vibrante para cuidar del cascarón que una vez hubiese sido yo.

¿No se trata el amor de eso, después de todo? ¿De poner las necesidades de la otra persona por encima de las tuyas propias?

Y sin embargo, la última Nochevieja, cuando la hierba era abundante y el vino corría libremente, Rebecca y yo nos acariciamos más que de costumbre en el sofá. Naturalmente, la noche de fin de año siempre es especial para mí (marca exactamente mi cumpleaños, después de todo), pero ésta fue fabulosa. Nuestros labios se entrelazaron con la duodécima campanada, y seguimos besándonos y acariciándonos mucho rato después de eso, y cuando todos los otros invitados de Rebecca se marcharon, nos fuimos a su dormitorio y finalmente, después de años de flirteos y fantasías, hicimos el amor.

Fue espectacular, todo lo que había imaginado que sería: besarla, tocarla, acariciarla, penetrarla. Incluso en enero, en Toronto ya no hace frío, y yacimos abrazados con la ventana abierta, escuchando a la gente que festejaba en la calle muy por debajo, y por primera y única vez en mi vida tuve una ligera sensación de cómo debe de ser el cielo.

Este año, el día de Año Nuevo cayó en domingo. El lunes fui con mi madre a ver a mi padre, y fue muy parecida a la visita de esa tarde.

Y aunque, desde enero, pensaba constantemente en Rebecca y la deseaba más de lo que hubiese creído posible, había dejado que las cosas se enfriaran entre nosotros.

Porque eso es lo que se supone que uno tiene que hacer, ¿no? Preocuparse más por la felicidad de la otra persona.

Eso es lo que se supone que uno tiene que hacer.

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