39

Dos yoes.

Era jodidamente confuso, pero me encontré pensando en él como en Jacob, y en mí como en Jake. Era uno de esos truquitos mentales que vamos necesitando a medida que nos hacemos mayores. Él era Jacob, con la «o» de «original». Y yo era Jake, con la «e» de «electrónico».

Descubrí que yo, Jake, no podía apartar los ojos de la pantalla del videófono y su imagen de Jacob, mi pellejo descartado. Hasta hacía unas pocas semanas, habíamos sido la misma persona y…

Y antes de eso yo no existía. Él, Jacob, era quien había tenido realmente todas las experiencias que yo sólo creía haber tenido. Era él quien tenía la cicatriz en el brazo derecho por haberse caído de un árbol a los doce años, el que se había lastimado los ligamentos del tobillo izquierdo al caerse por unas escaleras, el que tuvo la malformación arteriovenosa, el que había visto a mi padre desplomarse, el que había hecho el amor con Rebecca, el que había visto el mundo con la limitada paleta con la que estaban pintados nuestros recuerdos compartidos.

—Voy a ir para allá —le dije al videófono.

—¿Para dónde? —replicó Jacob.

—Al lunabús. Para verte.

—No —dijo Jacob—. No lo hagas. Quédate donde estás.

—¿Por qué? —repliqué—. ¿Porque es más fácil negar mi persona, y mis derechos, cuando sólo soy un puñado de píxeles en una pantalla diminuta?

—No soy idiota —dijo Jacob—, así que no me trates como a tal. Tengo la situación controlada. Tu venida la desestabilizará.

—Creo que no tienes otra opción.

—Claro que sí. No abrir la compuerta.

—Muy bien —dije, cediendo—, puedes dejarme fuera. Pero vamos, que si sólo vas a hablar conmigo por teléfono, bien podría no haber salido de la Tierra.

Hubo una pausa y entonces Jacob dijo:

—De acuerdo. Las cartas sobre la mesa, hermanito. Estás aquí porque quiero que accedas a quedarte aquí, en mi lugar.

Me quedé de una pieza, pero estoy seguro de que nada en mi fisiología artificial lo traicionó. Dije, lo más calmadamente que pude:

—Sabes que no puedo hacer eso.

—Escúchame —dijo Jacob, alzando una mano—. No te estoy pidiendo nada horrible. Mira, ¿cuánto tiempo vas a vivir?

—No lo sé —respondí—. Mucho tiempo.

—Muchísimo tiempo. Siglos, como mínimo.

—A menos que suceda algo malo, sí.

—¿Y cuánto me queda a mí?

—No lo sé.

—Claro que sí —dijo Jacob—. Ya no sufro del síndrome de Katerinsky, así que probablemente me queda tanto tiempo como a cualquier varón nacido en Canadá en 2001… Otros cincuenta años, si tengo suerte. Es todo lo que me queda… y para ti no es nada. Tendrás diez veces esa edad, cien veces, tal vez más. Todo lo que te pido es que me dejes vivir esos cincuenta años… o menos, podrían ser muchos menos, en la Tierra.

—¿Y… qué pasaría conmigo?

—Quédate aquí, en este maravilloso paraíso de Alto Edén. —Me miró, buscando mi reacción—. Pasa cincuenta años de vacaciones — Cristo, seamos sinceros, eso es lo que hacemos aquí la mayor parte del tiempo, ¿no? Es como el strip de Las Vegas, como el mejor crucero que jamás haya existido. —Hizo una pausa—. Mira, he visto parte de las noticias del juicio. Sé que no va bien. ¿Quieres pasarte el siguiente número x de años librando batallas legales, o quieres relajarte aquí y dejar que todo se resuelva? Sabes que tarde o temprano los descargados tendrán plenos derechos como persona… ¿Por qué no tomarse unas vacaciones aquí hasta que ése sea el caso, y luego regresar a la Tierra triunfante?

Lo miré, a mi… mi progenitor.

—No quiero ser injusto contigo —dije despacio—, pero…

—Por favor —dijo mi otro yo, con una nota implorante en la voz—. No es mucho pedir, ¿no? Tú seguirás teniendo la inmortalidad y yo el puñado de décadas que me han robado.

Miré a Karen. Ella me devolvió la mirada. Dudé que ninguno de los dos pudiera leer la expresión del otro. Me volví hacia la pantalla, pensando.

Mi madre sería feliz: nunca accedería a descargarse, no con su creencia en el alma, pero de este modo recuperaría a su hijo durante el resto de su vida. Y mi padre… Bueno, ya no iba a visitarlo. Jacob podría volver a verlo, a tratar con todas las emociones mezcladas, todo el dolor, toda la culpa. Y para cuando yo regresara a la Tierra, al cabo de décadas, mi padre habría muerto también. Además, si el Jacob en carne y hueso regresaba a la Tierra, Clamhead sería feliz. Tal vez, incluso Rebecca sería feliz.

Abrí mis labios artificiales para hablar, pero antes de que lo hiciera, intervino Karen.

—¡Absolutamente no! —dijo con aquel acento sureño suyo—. Yo tengo una vida allá abajo y ningún yo que quiera regresar desde aquí. Hay libros que quiero escribir, propiedades intelectuales que tengo que luchar para proteger y lugares a los que quiero ir… y quiero a Jake conmigo.

No me señaló de ningún modo, pero el simple uso de mi nombre como si yo fuera la única entidad posible a la que referirse de esa forma hizo que mi otro yo frunciera el ceño. Dejé que las palabras de Karen flotaran en el aire un momento, y luego le dije a la cámara:

—Ya has oído a la dama. No hay trato.

—No quieras presionarme —dijo Jacob.

—No, pero tampoco voy a seguir hablando así. Voy a acercarme al lunabús para verte. Cara a cara. —Hice una pausa, y luego, tras asentir con la cabeza, añadí—: De hombre a hombre.

—No —dijo mi otro yo—. No te dejaré entrar.

—Sí que lo harás —dije—. Te conozco.

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