El videófono del lunabús volvió a sonar.
—Muy bien —dijo Gabriel Smythe en cuanto contesté—. Muy bien. Viene de camino. Jacob Sullivan viene de camino.
—¿En cohete de carga?
—Eso hará, sí. Ahora está en ruta hacia Florida.
—¿Cuándo llegará?
—Dentro de catorce horas.
—Bien, entonces no tenemos mucho que hacer hasta que llegue, ¿no?
—Puede ver que estamos cooperando —dijo Smythe—. Estamos haciendo todo lo que podemos para ayudarle. Pero catorce horas es mucho tiempo. Tendrá que dormir.
—No lo creo. Todavía puedo pasarme la noche en vela cuando hace falta. Y he tomado algunas píldoras. Pregúnteselo a la doctora Ng. Le dije que sufría de modorra extrema; me recetó algunos estimulantes.
—A pesar de todo, las cosas pueden complicarse en catorce horas —dijo Smythe—. Y controlar a tres retenidos es difícil. ¿No cree que sería más simple si dejara marchar a uno? ¿Como signo de buena voluntad, tal vez?
Pensé en ello. Estrictamente hablando, tal vez no necesitaba rehenes: después de todo, podía cargarme Alto Edén entero simplemente haciendo volar el lunabús. Y Smythe tenía razón: era demasiada gente para controlarla. Pero no quería cambiar ningún parámetro.
—No lo creo —dije.
—Vamos, Jake. Será mucho más fácil para usted si sólo tiene que preocuparse de dos personas. O de una…
—No tiente su suerte, Gabe.
—De acuerdo, de acuerdo. Pero ¿seguro que no puede dejar ir a un rehén?
Maldición, eran demasiados para controlarlos. Además, pronto tendría que darles de comer…
—Probablemente quiere a Brian Hades —dije—. Ni hablar.
—Aceptaremos a cualquiera que quiera enviar, Jake. Usted elige.
Miré a mi tripulación. Hades tenía una expresión retadora en su rostro redondo. Chloé Hansen parecía aterrada; quise decir algo para tranquilizarla. Apagué el teléfono.
—¿Y usted? —le pregunté a Akiko Uchiyama—. ¿Quiere irse?
—¿Quiere que le suplique? —contestó ella—. Vayase al carajo.
Me quedé de una pieza.
—Yo… no pretendía ser rudo.
—Nos está jodiendo, hijo de puta. Por no mencionar a todos nuestros seres queridos.
—Iba a dejarla marchar.
—Iba. El tirano benévolo.
—No, me refería a que si quiere…
—Déjeme ir. O no me deje. Pero no espere que le dé las puñeteras gracias, joder.
—De acuerdo —dije—. Puede marcharse. Pase por la compuerta.
Akiko me miró durante un segundo, sin ningún cambio en su expresión facial.
—Pero cuando vuelva a casa —añadí—, lávese la boca con jabón.
Ella se levantó del asiento que ocupaba y se acercó a la compuerta. La vi pasar y luego volví al videófono.
—Smythe —dije.
Hubo una pausa.
—Smythe no está aquí ahora mismo —dijo la voz de la consoladora de tráfico.
—¿Dónde demonios está?
—En el lavabo.
Hijo de puta afortunado… Aunque me pregunté si era cierto o seguían jugando conmigo.
—Bueno, dígale que acabo de enviarle un regalito.
La bodega del cohete de carga era cilíndrica, de unos tres metros de largo por uno de diámetro. A su lado una almadía parecía elegante.
—¿Cómo, humm, quieren colocarse? —preguntó Jesús Martínez, el hombre calvo y musculoso que supervisaba la carga.
Miré a Karen. Ella alzó las cejas, dejando que yo decidiera.
—Cara a cara —dije—. No hay ventanillas, así que no parece que haya mucho que mirar.
—Tampoco hay luz —respondió Jesús—. No cuando se cierren las escotillas.
—¿No pueden meternos algunas barras de luz? —dije—. ¿Luciferina o algo por el estilo?
—Supongo. Pero cada gramo cuesta dinero.
—Póngalo en mi cuenta —dijo Karen.
Jesús asintió.
—Lo que usted diga, señora Bessarian.
Le dijo a un hombre que estaba a su lado que trajera las luces, luego se volvió hacia nosotros.
—Se darán ustedes cuenta de que tendremos que atarlos durante la primera hora, mientras estén bajo la aceleración constante… aunque podrán soltarse luego si quieren. Como pueden ver, ya hemos acolchado la cámara. Sus cuerpos son duraderos, pero el despegue será duro.
—Muy bien —dije yo.
—De acuerdo. Estamos a T-menos dieciséis minutos. Vamos adentro.
Entré en el cilindro vertical de la bodega y me coloqué contra la pared curva del fondo. Luego abrí los brazos, invitando a Karen a alojarse en ellos. Así lo hizo, y deslizó los suyos a mi alrededor. ¿Por qué no íbamos a viajar abrazados? No podía decirse que nuestros miembros fueran a cansarse.
Jesús y dos ayudantes nos colocaron bien y luego nos ataron.
—Gente como ustedes… con cuerpos artificiales, puede que sean el futuro de los viajes espaciales tripulados —dijo Jesús mientras trabajaba—. No necesitan mantenimiento vital, ni tienen que preocuparse por la exposición prolongada a ges altas.
La persona que Jesús había enviado a buscar algunas barras de luz apareció minutos más tarde trayéndolas.
—Proporcionan cuatro horas cada pieza —dijo, rompiendo una, agitándola y dejando que la luz… verde, supongo que era un tono de verde, iluminara la cámara—. ¿Tienen ustedes visión normal?
—Mejor que normal.
—Entonces con una barra cada vez será suficiente, pero aquí tienen las otras. —Las puso en una bolsita de red sujeta a la pared, donde Karen podía alcanzarlas fácilmente.
—Oh, y una cosa más —dijo Jesús. Me entregó algo que no había visto desde hacía mucho tiempo.
—¿Un periódico?
—El New York Times de hoy —respondió—. Bueno, la primera plana, al menos. Publican un millar de ejemplares cada día, para depósito en la Biblioteca del Congreso y para unos cuantos viejos suscriptores excéntricos dispuestos a pagar más de mil pavos por una copia impresa.
—Sí —dije—. He oído decirlo. Pero ¿para qué es?
—Son instrucciones de la gente de la Luna. Esto ayudará a demostrar que procede usted de la Tierra, hoy: no hay otro modo, excepto por cohete exprés, de que un ejemplar llegue a la Luna en las próximas doce horas.
—Ah.
Jesús metió el periódico en otra bolsa.
—¿Todo preparado? —preguntó.
Asentí.
—Sí —dijo Karen.
Él sonrió.
—Mi consejo: no hablen de política, religión, ni sexo. No tiene sentido discutir cuando ninguno de ustedes puede librarse del otro.
Y dicho esto cerró la puerta curva, dejándonos sellados dentro.
—¿Estás bien? —le pregunté a Karen. Mis ojos artificiales se ajustaron a la semipenumbra más rápido de lo que lo habrían hecho mis ojos biológicos; otra diferencia, supongo, entre una reacción química y una electrónica.
—Estoy bien —respondió ella, y parecía sincera.
—Oye, ¿has salido al espacio antes?
—No, aunque siempre he querido hacerlo. Pero para cuando empezaron a hacer viajes turísticos en masa, yo ya tenía sesenta años, y mis médicos me lo desaconsejaron. —Una pausa—. Es bueno no tener que seguir preocupándose de esas cosas.
—Doce horas —dije—. Va a parecer una eternidad sin poder dormir. Y ni siquiera puedo relajarme emocionalmente. Quiero decir, ¿qué demonios está pasando ahí arriba, en la Luna?
—Han curado la enfermedad de tu otro yo. Si no hubieras tenido esa enfermedad, ese…
Moví levemente la cabeza.
—Ese defecto de nacimiento. Llamemos al pan, pan, y al vino, vino.
—Bueno, si no lo hubieras tenido, no te habrías descargado tan joven.
—Yo… perdóname, Karen. No estoy criticando tu decisión, pero, bueno, si no hubiera tenido ese defecto de nacimiento no sé si me habría descargado alguna vez. No pretendía burlar a la muerte. Simplemente no quería que me quitaran una vida normal.
—Yo tampoco pensaba mucho en vivir eternamente cuando tenía tu edad —dijo Karen. Y entonces su cuerpo se movió un poco, como si se envarara—. Lo siento, no tendría que usar esa frase, ¿no? Quiero decir, no quiero que te sientas incómodo por nuestra diferencia de edad. Pero es verdad. Cuando tienes décadas por delante, parece que es mucho tiempo. Todo es relativo. ¿Has leído alguna vez a Ray Bradbury?
—¿Quién?
—Suspiro. —Dijo la palabra, en vez de emitir el sonido—. Fue uno de mis escritores favoritos cuando era joven. Uno de sus relatos comienza con él (o su personaje, como escritora debería saber que no hay que confundir autor y personaje) recordando cuando era un niño en edad escolar. Dice: «Imagina un verano que no termina nunca.» ¡El verano de un niño sin ir al colegio! Sólo dos breves meses, pero parece una eternidad cuando eres joven. Cuando llegas a los ochenta años, sin embargo, y los médicos te dicen que sólo te quedan unos pocos, entonces los años, e incluso las décadas, no parecen tiempo suficiente para hacer todas las cosas que querías hacer.
—Bueno, yo… ¡Crrris-to!
Los motores se ponían en marcha. Karen y yo sentimos la presión hacia el suelo de la cámara de carga. El rugido del cohete era demasiado fuerte para poder hablar, así que simplemente escuchamos. Nuestros oídos artificiales tenían insertados inhibidores: el ruido no iba a lastimarnos. A pesar de todo el volumen era increíble y las sacudidas de la nave brutales. Después de un rato, se produjo un gran golpeteo cuando, supuse, el cohete se liberó de su armazón contenedor y pudo iniciar su viaje hacia arriba. Karen y yo ascendíamos hacia la órbita más rápido de lo que ningún ser humano había hecho antes.
Me agarré a ella con fuerza y ella me abrazó con la misma firmeza. Fui consciente de aquellas partes de mi anatomía artificial a la que le faltaban sensores. Estaba seguro de que tendrían que haberme castañeteado los dientes, pero no lo hacían. Y sin duda la espalda tendría que haberme dolido cuando los anillos de nailon que separaban mis vértebras de titanio se comprimían, pero no hubo tampoco ninguna sensación asociada con eso.
Pero el rugido era ineludible y notaba una gran sensación de peso y presión desde arriba. Empezaba a hacer calor, aunque no demasiado: la cámara estaba bien aislada. Y todo seguía bañado en la luz verdosa de la barra.
El rugido del motor continuó una hora entera: enormes cantidades de combustible se quemaban para enviarnos por la vía rápida a la Luna. Pero finalmente el motor se apagó y todo quedó en silencio y, por primera vez, comprendí lo que significa la frase «silencio ensordecedor». El contraste fue absoluto: entre el ruido más fuerte que mis oídos pudieran captar y la nada.
Podía ver el rostro de Karen a escasos centímetros del mío propio. Lo veía enfocado: los ojos artificiales tienen más flexibilidad que los naturales. Ella asintió, como para indicar que se encontraba bien, y los dos disfrutamos del silencio un rato más.
Pero había más de lo que disfrutar que de sólo estar libres del ruido. Tal vez si hubiera sido todavía biológico habría sido consciente inmediatamente de ello: la comida intentando subir por el esófago, un desequilibrio en el oído interno. Imaginaba que las personas biológicas a menudo se mareaban en esas circunstancias. Pero para mí fue sólo cuestión de no seguir registrando la presión desde arriba. No había mucho espacio para moverse, pero claro, estoy seguro de que a los astronautas del Apolo les habría parecido que apenas tenían espacio hasta que la gravedad desapareció. Solté las hebillas de las correas que nos sujetaban, me impulsé y floté lentamente un metro hasta el techo.
Karen se rió con deleite, moviéndose sin esfuerzo dentro de tan pequeño espacio.
—¡Es maravilloso!
—¡Dios mío, sí que lo es! —dije yo, consiguiendo alzar un brazo para impedir que mi cabeza chocara contra el techo acolchado… aun que advertí rápidamente que términos como suelo y techo ya no tenían ningún significado.
Karen consiguió darse la vuelta; su cuerpo sintético era más bajo que el mío y, después de todo, había sido en tiempos bailarina de ballet: sabía cómo ejecutar movimientos complejos. Por mi parte, conseguí girarme en la pared interior del tubo, quedando esencialmente en perpendicular a mi posición en el despegue.
Fue magnífico. Pensé en lo que el asistente de lanzamiento había dicho: las personas con cuerpos artificiales son perfectas para la exploración espacial. Tal vez tuviera razón y…
Algo me golpeó en la cara, suave, crujiente.
—¿Qué de…?
Tardé un instante en distinguir nada a la tenue luz verde, sobre todo ahora que la barra de luz estaba al otro lado de Karen, haciendo que su cuerpo proyectara extrañas sombras sobre mi campo de visión. Lo que me había golpeado la cara era la camisa de Karen.
La miré, sin saber muy bien si estaba arriba, o abajo, o enfrente.
—Vamos, Jake —dijo—. Puede que nunca tengamos otra oportunidad como ésta.
Pensé en la otra vez que habíamos hecho aquello: con la tensión del juicio, no habíamos vuelto a intentarlo.
—Pero…
—Sin duda regresaremos a casa en un transporte regular —dijo Karen—, lleno de otra gente. Pero ahora mismo tenemos una oportunidad que puede no volver a darse jamás. Además, al contrario de la mayoría de la gente, no tenemos que preocuparnos por hacernos rozaduras.
Su sujetador volaba hacia mí, una gaviota en aquel crepúsculo esmeralda. Fue… estimulante verla moverse mientras se giraba y retorcía para quitarse los pantalones.
Capturé el sujetador, hice una pelota con él y lo envié en una trayectoria que lo quitara de en medio. Luego empecé a quitarme la camisa yo también, que enseguida flotó a mi alrededor mientras soltaba los botones. Siguió el cinturón, una anguila plana en el aire. Después mis pantalones se unieron a los de Karen, flotando libremente.
—Muy bien —le dije—. Veamos si podemos ejecutar una maniobra de atraque…