—Damas y caballeros —dijo una voz por el intercomunicador del lunabús—, como pueden ver en los monitores, estamos a punto de pasar a la cara oculta de la Luna. Así que, por favor, dediquen un momento a mirar por las ventanillas y disfrutar de su última visión de la Tierra, que no será visible desde su nuevo hogar.
Me di la vuelta y miré al planeta en forma de media luna, hermoso y azul. Era una imagen que conocía de toda la vida, pero cuando Karen y el resto de aquellos ancianos eran niños, nadie había visto jamás la Tierra así.
Karen estaba sentada junto a mí en ese momento; Quentin Ashburn, mi antiguo compañero de asiento del avión espacial, estaba charlando con el piloto del lunabús sobre su orgullo y placer compartido. Karen había nacido en 1960, y hasta diciembre de 1968 el Apolo VIII no se alejó lo suficiente de la Tierra para sacar una foto del conjunto. Naturalmente, yo no recordaba una fecha tan lejana como diciembre de 1968, pero todo el mundo sabe que el hombre llegó por primera vez a la Luna en 1969, y yo sabía que el Apolo VIII (el primer cohete tripulado que abandonó la órbita terrestre), había llegado hasta allí la Navidad del año anterior: mi profesor de la escuela dominical nos puso una vez una grabación chirriante de uno de aquellos astronautas leyendo el Génesis para conmemorar ese hecho.
Ahora, tanto Karen como yo veíamos por última vez el planeta que nos había dado a luz, a nosotros dos y a todos nuestros antepasados. Bueno, no, por supuesto, eso no era cierto del todo. La vida se había originado sólo una vez en el Sistema Solar, pero en Marte, no en la Tierra: la semilla del tercer planeta había llegado del cuarto unos cuatro mil millones de años antes, transportada por meteoritos. Y aunque la Tierra, a menos de 400.000 kilómetros de distancia, sería siempre invisible desde el otro lado de la Luna, Marte (fácil de divisar, brillante con el color de la sangre, de la vida) sería frecuentemente visible en el cielo nocturno desde Alto Edén, aunque estuviera mil veces más lejos que la Tierra.
Vi cómo la parte nocturna de la Tierra (lenticular desde esa perspectiva, como la pupila de un gato negro abultando la medialuna azul de la parte diurna) besaba el gris horizonte lunar.
Ah, bien. Una cosa que no echaría de menos sería la gravedad de la Tierra, la pequeña puñalada de dolor cada vez que apoyara el peso en mi pie izquierdo.
Pero ¿a qué personas echaría de menos? A mi madre, desde luego; aunque, naturalmente, ella tendría al nuevo él, al él durable, por compañía. Y echaría de menos a algunos de mis amigos; aunque, ahora que lo pensaba, tampoco a tantos como había supuesto; al parecer había aceptado que nunca volvería a tener contacto con la mayoría de ellos, aunque, con muchos, las últimas palabras que les había dirigido o me habían dirigido ellos habían sido sin duda «ya nos veremos». Cristo, me preguntaba qué pensarían mis amigos de mi nuevo yo. Me preguntaba qué…
Sí, sí, había alguien a quien echaría de menos. Una amiga muy especial.
Contemplé la Tierra, contemplé a Rebecca.
Una parte mayor del planeta quedaba ya bajo el horizonte, y el lunabús continuó acelerando.
Traté de distinguir qué parte del globo tenía delante, pero fue imposible con todas aquellas nubes. Tantas cosas ocultas, incluso antes de llegar a la superficie.
Miré a Karen Bessarian, que estaba mirando por la ventana situada junto a nuestra fila de asientos. Su mejilla profundamente arrugada estaba húmeda.
—Va a echarlo de menos —le dije.
Ella asintió.
—¿Usted no?
—No, al planeta no —dije. Más bien a una persona.
Toda la parte sin iluminar del globo quedó bajo el horizonte: sólo era visible un pequeño segmento azul. Durante un segundo, pensé que veía la brillante blancura del polo norte; ciertamente había destacado desde la órbita baja terrestre, aunque, como dijo Karen, su tamaño era mucho más reducido que en su infancia. Pero, naturalmente, la orientación estaba equivocada: volábamos en paralelo y no muy al sur del ecuador lunar, así que la Tierra estaba de costado, con su eje norte-sur en horizontal. Ambos polos estaban por debajo del horizonte.
—Se va… —Era Karen, a mi lado, hablando en voz baja.
La Tierra brillaba ferozmente contra el cielo negro: si la Luna tuviera atmósfera, las puestas de Tierra (sólo visibles desde un vehículo en movimiento, ya que desde todos los emplazamientos la Tierra flotaba inmóvil en el cielo) habrían sido espectaculares. Aunque yo era daltónico, y comprendía que me había estado perdiendo algunos de los aspectos del espectáculo que veían los otros, siempre me habían gustado las puestas de sol.
—Se va… —repitió Karen. Sólo quedaba una perla diminuta visible.
—Se ha ido.
Y lo hizo, total y absolutamente. Todas las personas que había conocido, cada lugar en el que había estado.
Mi madre.
Mi padre.
Rebecca.
Fuera de la vista.
Fuera de la mente.
El lunabús aceleró.
Después de la desastrosa visita a casa de mi madre, volví a la mía. Clamhead continuaba asomada a la ventana, esperando el regreso de otra persona.
No podía acordarme de la última vez que había llorado y ahora era completamente incapaz de hacerlo. Pero quería. Llorar es una catarsis: te ayuda a sacar las cosas de tu sistema.
Mi sistema. Mi puñetero sistema.
Me tumbé en la cama, no porque estuviera cansado, ya no me cansaría nunca más, sino porque siempre había sido mi costumbre cuando pensaba. Miré el techo. El antiguo yo se habría tomado una píldora en ese punto. Pero el nuevo yo no podía hacerlo.
Naturalmente, podía subir al coche y conducir hasta las oficinas de Inmortex en Markham. Tal vez el doctor Porter pudiera hacer algo, ajustar algún maldito potenciómetro, pero…
Pero de nuevo se trataba de lo mucho que detestaba tener que pedir ayuda: estúpido, testarudo, pero forma parte de quien soy, y lo último que quería en aquel momento era comportarme de otra manera, no fuera a empezar a pensar como mi madre y mi perra y la única mujer que había amado que yo era una especie de réplica falsa, una pálida imitación, un impostor, un fraude.
Además, de todas formas tenía cita con el doctor Porter para el día siguiente. Todos los nuevos descargados teníamos que visitarlo para revisiones y puestas a punto frecuentes y…
Karen.
Karen tenía que hacerlo también.
Naturalmente, ella podría haberse vuelto a Detroit, pero ¿hasta qué punto era práctico ir y venir de un país a otro cada pocos días? No, no, Karen era una mujer sensata. Sin duda se alojaría allí, en Toronto.
Pero ¿dónde exactamente?
En el Fairmont Royal York.
El pensamiento ardió en mi cabeza, sintética. El lugar donde había tenido lugar la presentación. Justo enfrente de la estación de trenes.
Miré el teléfono.
—Teléfono, llama al hotel Fairmont Royal York. Sólo audio.
—Conectando —dijo el teléfono.
Se puso otra voz, femenina, animosa.
—Royal York. ¿Cómo puedo dirigir su llamada?
—Hola —dije—. ¿Tienen registrada a Karen Bessarian?
—Me temo que no.
Oh, bien. Sólo había sido una idea.
—Gracias… Espere. Espere.
Ella era famosa: probablemente usaba un nombre distinto al conocido.
—La señora Cohen —dije, recordando de pronto su apellido de soltera—. ¿Tienen registrada a la señora Karen Cohen?
—Le paso la llamada.
Sin duda Karen sabría quién llamaba; el teléfono de la habitación del hotel la informaría. Por supuesto, era posible que estuviera fuera, pero…
—Hola —dijo aquella voz de acento sureño.
En ese momento me di cuenta de que ella no podía haber tenido la misma experiencia que yo había tenido, no si no había vuelto a casa para enfrentarse a su familia y sus amigos. Pero, como decía, tenía que saber que era yo: no podía colgar.
—Hola, Karen.
—Hola, Jake.
Jake.
Mi nombre.
—Hola, Karen. Yo… —No tenía ni idea de qué decir, pero entonces se me ocurrió—. He supuesto que a lo mejor estaba aún en la ciudad. He pensado que podía sentirse sola.
—¡Qué amable por su parte! —declaró Karen—. ¿Qué tenía en mente?
—Humm… —Ella estaba en el centro de Toronto. Justo en el distrito teatral. Las palabras salieron atropelladamente—. ¿Le gustaría ir a ver una obra?
—Me encantaría.
Me volví hacia mi pantalla de pared.
—Buscador, muéstrame los teatros del centro de Toronto, a ver qué buenos asientos hay disponibles todavía.
Una lista de obras y localidades apareció en la pantalla.
—¿Conoce a David Widdicombe? —dije.
—¿Bromea? —respondió Karen—. Es uno de mis dramaturgos favoritos.
—Representan su Gato de Schrodinger en el Royal Alex.
—Me parece magnífico.
—Maravilloso. La recogeré a las siete y media.
—Perfecto —dijo ella—. Es… perfecto.
Iba a decir «es una cita», estoy seguro, pero naturalmente no era nada por el estilo.