Era más de medianoche. El doctor Porter se había marchado a su casa hacía un buen rato, pero había miembros de todo tipo del personal de Inmortex atendiendo nuestras necesidades… aunque no es que tuviéramos muchas.
No comíamos, así que no tenía sentido preparar un bufé apetecible para nosotros. Tendría que haber pensado en tomar una última comida especial antes de descargarme. Naturalmente, Inmortex no había sugerido que lo hiciéramos, supongo que porque una última comida era lo que supuestamente disfrutaban los condenados, no los liberados.
Más aún: no bebíamos, así que no tenía sentido mantener un bar abierto. De hecho, advertí con un retortijón de culpa que no podía recordar la última vez que había tomado una Sullivan's Select… y ya no la volvería a tomar nunca. Mi bisabuelo (Oíd Sully en persona), probablemente se revolvía en la tumba con la idea de que un vastago de su dinastía cambiara su cerveza por otra cosa, aunque fuese la inmortalidad.
Y, lo más sorprendente de todo, no dormíamos. ¡Cuántas veces había dicho que el día no tenía suficientes horas! Pero ahora parecía que había demasiadas.
Nosotros, ese grupito de descargados, íbamos a pasar la noche juntos en aquella sala de fiestas: la primera noche, al parecer, era difícil para un montón de gente. Había a mano dos terapeutas de Inmortex, así como alguien que parecía ser el equivalente en tierra al director de un crucero, encargado de proponer actividades para mantener ocupada a la gente. Estar despierto constantemente, y no cansarse, ni necesitar dormir, ni querer hacerlo: iba a ser todo un ajuste, incluso para aquellos que, en la vejez, dormían poco y necesitaban sólo cuatro o cinco horas de sueño cada noche.
Dos de las mujeres recientemente descargadas charlaban sobre cosas que no me interesaban. La tercera mujer y Draper jugaban a un juego de preguntas que el director había proyectado sobre una pantalla mural, pero las preguntas eran acerca de cosas de su juventud, y yo no conocía ninguna de las respuestas.
Y así acabé pasando más tiempo con Karen. En parte fue por amabilidad suya, estoy seguro: parecía reconocer que yo era un pez fuera del agua. De hecho, me sentí obligado a comentárselo cuando salimos al exterior, a los jardines arbolados de Inmortex, bajo una luna abultada en el cielo.
—Gracias por pasar tanto tiempo conmigo —le dije a Karen mientras caminábamos.
Karen mostró su nueva sonrisa, mejorada y perfectamente simétrica.
—No sea tonto —dijo—. ¿Con quién si no iba a hablar de física o de filosofía? Por cierto, tengo otro chiste para usted. Rene Descartes entra en un bar y pide una bebida. El camarero le sirve. El viejo Rene se entretiene un rato, pero por fin se la bebe. Y entonces el camarero le pregunta: «Eh, Rene, ¿te apetece otra?» A lo cual Descartes responde: «Pienso que no…», y desaparece.
Me reí, y aunque mi nueva risa me sonaba extraña, me hizo sentirme bien. En las noches de agosto los mosquitos son legión, pero enseguida le encontré otra ventaja a tener un cuerpo artificial: los bichos nos dejaban en paz.
—¿Sabe? —dije, mientras seguíamos paseando—. Me sorprende que no necesitemos dormir. Creía que era necesario para la consolidación de la memoria.
—Un error muy difundido —contestó Karen, y con su encantador acento de Georgia las palabras no parecieron condescendientes—. Pero no es cierto. Hace falta tiempo para consolidar los recuerdos y los seres humanos normales no pueden pasarse mucho tiempo sin dormir… pero el hecho de dormir no tiene nada que ver con la consolidación.
—¿De verdad?
—Oh, sí. No tendremos ningún problema.
—Bien.
Caminamos un rato en medio del cómodo silencio, y entonces Karen dijo:
—Por cierto, debería ser yo quien le diera las gracias por pasar el tiempo conmigo.
—¿Y por qué?
—Bueno, uno de los motivos por los que decidí descargarme fue para escapar de los viejos. ¿Puede imaginarme en un hogar de ancianos? Me eché a reír.
—No, me parece que no.
—Las otras personas de aquí que tienen mi edad —dijo, sacudiendo la cabeza—. Su objetivo en la vida era hacerse ricas. Hay algo implacable en eso, y algo egoísta también. Yo nunca pretendí hacerme rica… Sucedió sin más, y nadie se sorprendió más que yo. Y usted tampoco pretendió ser rico.
—Pero si no fuera por el dinero los dos estaríamos pronto muertos o peor.
—¡Oh, lo sé! Pero es algo que tiene que cambiar. Inmortex es caro ahora, pero su precio acabará por bajar: pasa siempre con la tecnología. ¿Puede imaginarse un mundo en donde lo único que importara fuera lo rico que eres?
—No parece muy…
¡Maldición! Otro pensamiento que pretendía guardarme que se me escapaba en parte.
—¿Muy qué? —preguntó Karen—. ¿Muy americana? ¿Muy capitalista? —Negó con la cabeza—. No creo que ningún escritor serio pueda ser capitalista. Míreme: para mi propia sorpresa soy una de las autoras más vendidas de todos los tiempos. ¿Pero soy una de las mejores escritoras que ha habido? Ni de lejos. Trabaja en un campo donde la recompensa financiera no tiene ninguna correlación con el valor real y no podrás ser capitalista. No digo que haya una correlación negativa: hay grandes escritores que venden muy bien. Pero no hay ninguna correlación significativa. Es sólo una casualidad.
—¿Va a volver a escribir ahora que es una Mindscan? —pregunté. Habían pasado años desde el último libro publicado de Karen Bessarian.
—Sí, eso pretendo. De hecho, seguir escribiendo es el motivo principal por el que me descargué. Verá, amo a mis personajes… el príncipe Escamas, el doctor Susurro. Los amo a todos. Y, como le dije antes, los creé. Salieron de aquí. —Se dio un golpecito en la sien.
—Sí. ¿Y?
—Pues que he observado las idas y venidas de la legislación sobre los derechos de autor a lo largo de toda mi vida. Ha sido una batalla entre facciones en conflicto: aquellos que quieren que las obras sean protegidas eternamente y los que creen que las obras deberían pasar a dominio público lo antes posible. Cuando yo era joven, las obras conservaban su copyright hasta cincuenta años después de la muerte del autor. Luego ese plazo se amplió a setenta años, y así sigue siendo, pero no es suficiente.
—¿Por qué?
—Bueno, porque si yo tuviera un hijo hoy (y no es que pudiera) y me muriese mañana (no es que vaya a hacerlo), ese niño recibiría los royalties de mis libros hasta que tuviera setenta años. Y de pronto, mi hijo (a esas alturas ya sería un anciano o una anciana) se quedaría sin nada; mi obra sería declarada de dominio público, y no habría que pagarle más royalties. Se le negarían al hijo de mi cuerpo los beneficios de los hijos de mi mente. Y eso no es justo.
—Pero bueno, ¿no se enriquece la cultura cuando el material pasa a dominio público? —pregunté—. Sin duda no querrá que Shakespeare o Dickens queden protegidos por un copyright.
—¿Por qué no? J. K. Rowling sigue teniendo su copyright; igual que Stephen King y Marcos Donnelly… Y todos ellos han tenido, y siguen teniendo, un gran impacto en nuestra cultura.
—Supongo… —dije, todavía inseguro.
—Mire —dijo Karen amablemente—, uno de sus antepasados fundó una compañía cervecera, ¿no es así?
Asentí.
—Mi bisabuelo, Reuben Sullivan… Oíd Sully, lo llamaban.
—Bien. Y usted se beneficia financieramente de eso hasta el día de hoy. ¿Debería el Gobierno haber confiscado todos los barriles de la Sullivan Brewing, o de como se llame la compañía, en el septuagésimo aniversario de la muerte de Oíd Sully? La propiedad intelectual sigue siendo propiedad, y debería ser tratada igual que cualquier otra cosa que los seres humanos construyen o crean.
Esto me cayó mal: nunca usaba nada más que software de libre acceso, y había una diferencia entre un edificio y una idea; había, de hecho, una diferencia material.
—¿Así que se descargó usted para asegurarse de que seguiría recibiendo royalties de MundoDino eternamente?
—No sólo por eso. De hecho, ni siquiera por eso principalmente. Cuando algo pasa a dominio público, cualquiera puede hacer lo que se le antoje con el material. ¿Quiere hacer una película porno con mis personajes? ¿Quiere escribir malos libros con mis personajes? Puede hacerlo, en cuanto mis obras pasen a dominio público. Y eso no está bien: son mías.
—¿Pero al vivir para siempre puede protegerlas?
—Exactamente. Si no muero, nunca pasarán a dominio público.
Continuamos caminando. Yo empezaba a pillarle el tranquillo y el motor de mi vientre podría mantenerme en marcha semanas seguidas, o eso me había dicho Porten Eran casi las cinco de la madrugada; no podía recordar la última vez que había estado levantado hasta tan tarde. No me había dado cuenta de que Orion era visible en verano si permanecías despierto tanto tiempo. Clamhead debía de estar echándome muchísimo de menos, aunque la robococina le estaría dando de comer, y mi vecino había accedido a sacarla a pasear.
Pasamos bajo una farola y, para mi sorpresa, advertí que mi brazo estaba mojado: pude verlo brillando a la luz. Sólo poco después experimenté una sensación física de humedad. Me pasé un dedo por el brazo.
—¡Santo cielo! —dije—. Es rocío.
Karen se echó a reír, sin molestarse en lo más mínimo.
—Sí que lo es.
—Se toma usted todo esto tan bien…
—Intento tomármelo todo así —respondió Karen—. Todo es material.
—¿Qué?
—Lo siento. Un mantra de escritores. «Todo es material.» Todo entra en el saco. Todo lo que experimentas es alimento para futuros escritos.
—Es una forma extraña de ir por la vida.
—Habla usted como Daron. Cuando íbamos a cenar él y yo, se quedaba cortado cuando la pareja de la mesa de al lado iniciaba una discusión. Yo siempre intentaba pegar la oreja y enterarme de lo que decían, pensando: «Oh, esto es magnífico; es oro puro.»
—Hmpb —dije. Estaba mejorando a la hora de decir todos esos sonidos que no son palabras pero siguen teniendo significado.
—Y con estos nuevos oídos… ¡Dios, sí que son sensibles! Podré oír aún más. El pobre Daron lo odiaría.
—¿Quién es Daron?
—Oh, lo siento. Mi primer marido, Daron Bessarian, y el último cuyo apellido adopté: mi apellido de soltera era Cohen. Daron era un agradable muchacho armenio de mi instituto. Éramos una pareja curiosa. Discutíamos qué pueblo había sufrido el peor holocausto.
No supe qué contestar a eso, así que en cambio dije:
—Tal vez deberíamos entrar antes de que nos empapemos demasiado.
Ella asintió, y regresamos a la sala de fiestas. Draper (el abogado negro) estaba jugando al ajedrez con una de las mujeres; una segunda mujer (la de los falsos dieciséis años) estaba leyendo algo en un datapad; la tercera mujer, para mi asombro, estaba dando volteretas bajo la supervisión de un entrenador personal de Inmortex. Me pareció un absurdo increíble: la forma artificial de una descarga no necesitaba ejercicio. Pero luego caí en la cuenta de que debía de ser un lujo sentirse de pronto ágil y esbelta después de años atrapada en un cuerpo anciano y deteriorado.
—¿Quiere oír las noticias de las cinco? —le pregunté a Karen.
—Claro.
Recorrimos un pasillo y encontramos una sala en la que había reparado antes, donde había una pantalla mural.
—¿Le importa que ponga la CBC? —dije.
—En absoluto. La veo siempre desde Detroit. Es la única forma de averiguar qué pasa de verdad en mi país… o en el resto del mundo.
Le dije a la tele que se encendiera. Lo hizo. Yo había visto noticiarios en ese canal cientos de veces, pero aquél me pareció completamente diferente, porque lo veía a todo color. Me pregunté de dónde habían salido las conexiones en mi cerebro que me permitían percibir los colores que nunca había visto.
El presentador (un sij con turbante cuyo turno, lo sabía, duraba hasta las nueve de la mañana), estaba hablando mientras las imágenes aparecían detrás.
—«A pesar de otra protesta en Parliament Hill ayer por la tarde, parece casi seguro que Canadá seguirá adelante y legalizará los matrimonios múltiples a finales de este mes. El primer ministro Chen celebrará una conferencia de prensa esta mañana y…»
Karen sacudió la cabeza, y el movimiento llamó mi atención.
—¿No lo aprueba? —pregunté.
—No.
—¿Por qué no? —dije lo más amablemente que pude, tratando de impedir que mi tono fuera beligerante.
—No lo sé —respondió ella, con bastante amabilidad.
—¿Le molestan los matrimonios homosexuales? Ella pareció ligeramente molesta.
—No. No soy tan vieja.
—Lo siento.
—No, es una pregunta justa. Tenía cuarenta y tantos años cuando Canadá legalizó los matrimonios homosexuales. Vine a Toronto en el verano de… ¿Cuándo fue? ¿Dos mil tres? Vine para asistir a la boda de una pareja de lesbianas americanas que conocía, y que habían venido aquí para casarse.
—Pero en Estados Unidos no se permiten los matrimonios homosexuales… Recuerdo cuando se aprobó la enmienda constitucional que los prohibió.
Karen asintió.
—Estados Unidos no permite muchas cosas. Créame, muchos de nosotros nos sentimos incómodos con el continuo giro a la derecha.
—Pero está usted en contra de los matrimonios múltiples.
—Sí, supongo que sí. Pero no estoy segura de poder explicar por qué. Quiero decir, he visto a un montón de madres solteras hacerlo bien, incluida mi hermana, Dios la tenga en su gloria. Así que desde luego mi definición de familia no se limita a dos progenitores.
—¿Y los padres solteros? ¿Y los padres gay solteros?
—Sí, claro, está bien.
Asentí aliviado: la gente mayor puede ser tan conservadora.
—¿Entonces qué tienen de malo los matrimonios múltiples?
—Supongo que pienso que sólo puedes confiar en el grado de compromiso que constituye el matrimonio de una pareja. Todo lo que sea más amplio lo reduce.
—Oh, no sé. La mayoría de la gente tiene un suministro infinito de amor: pregúntele a cualquiera que proceda de una familia numerosa.
—Supongo —dijo ella—. ¿He de entender que está usted a favor de los matrimonios múltiples?
—Claro. Quiero decir, no tengo ningún interés personal, pero ésa no es la cuestión. He conocido a dos tríos durante años, y dos cuartetos. Todos están sinceramente enamorados: tienen relaciones estables y duraderas. ¿Por qué no deberían tener derecho a llamar matrimonio a lo que tienen?
—Porque no lo es. No lo es.
No quería empezar una discusión, así que no insistí. Al volverme hacia la tele, vi que presentaban un reportaje sobre la muerte del ex presidente americano Pat Buchanan, que había fallecido el día anterior a los ciento seis años.
—Buen viaje —dijo Karen, mirando la pantalla.
—¿Se alegra?
—¿Usted no?
—Oh, no sé. Desde luego no era amigo de Canadá pero, ya sabe, su mote de «Canadistán soviético» fue un grito de guerra para mi generación. «Hagamos realidad ese nombre» y todo eso. Creo que Canadá se volvió más izquierdista sólo para fastidiarlo.
—Entonces tal vez está a favor de los matrimonios múltiples porque será otra diferencia entre nuestros dos países —dijo Karen.
—En absoluto. Ya le he dicho por qué estoy a favor.
—Lo siento.
Ella miró la pantalla. El reportaje sobre la muerte de Buchanan se había terminado, pero al parecer ella seguía pensando en él.
—Me alegro de que haya muerto, porque lo veo como el final de una época. Después de todo, fueron los jueces que nombró para el Tribunal Supremo los que fallaron en contra de Roe contra Wade, y no puedo perdonarlo por eso. Pero era veinte años mayor que yo… sus valores procedían de otra generación. Y ahora ha muerto, y pienso que tal vez haya alguna esperanza de cambio. Pero…
—¿Sí?
—Pero yo no voy a morirme, ¿no? Sus amigos, esos que quieren que su relación sea reconocida como un matrimonio grupal, tendrán que enfrentarse a gente como yo, fija en sus ideas, estorbando siempre, en medio del camino al progreso. —Me miró—. Y es progreso, ¿no? Mis padres nunca entendieron el matrimonio homosexual. Sus padres nunca entendieron la integración racial.
La miré con otros ojos… figurativa y, por supuesto, literalmente.
—Es usted una filósofa de corazón.
—Tal vez. Todos los buenos escritores lo son, supongo.
—Pero supongo que tiene razón, hasta cierto punto, de todas formas. En la academia lo llaman el factor retira-o-expira.
—«¿Retira o expira?» —dijo Karen—. ¡Oh, me encanta! Y desde luego pasó algo similar en Georgia, donde crecí, en relación con los derechos civiles: no se daban grandes pasos para cambiar la mentalidad de la gente, nadie se da una palmada en la frente y dice: «¡Qué necio he sido todos estos años!» Más bien se logró el progreso porque los peores racistas, aquellos que recordaban los buenos viejos tiempos de la segregación e incluso la esclavitud, se murieron.
—Exactamente.
—Pero, ya sabe, las creencias de la gente sí que cambian con el tiempo. Se da el hecho largamente establecido de que nos volvemos más conservadores al ir envejeciendo… No es que me haya pasado a mí, gracias a Dios. Cuando descubrí cuáles eran las ideas políticas de Tom Selleck, me quedé de una pieza.
—¿Quién es Tom Selleck?
—Ay —dijo Karen. Al parecer no había aprendido a suspirar todavía—. Era un actor la mar de macizo: interpretaba Magnum P.I. Tenía carteles suyos en mi cuarto cuando era adolescente.
—Creía que los tenía de… ¿cómo se llamaba? El de Superman.
Karen sonrió.
—De él también.
Los dos habíamos estado ignorando la tele, pero empezaron los deportes.
—¡Oooh! —dijo Karen—. Han ganado los Yankees. ¡Magnífico!
—¿Le gusta el béisbol? —dije, sintiendo que mis cejas se alzaban esta vez: noté claramente un tirón cuando lo hicieron. Tendría que hacer que Porter lo anotara cada vez que lo lograse.
—¡Por supuesto!
—A mí también —dije—. Quise ser pitcher cuando era niño. No me tocaba serlo, pero…
—¿Era fan de los Blue Jays? —preguntó Karen. Sonreí.
—¿De quiénes si no?
—Recuerdo cuando ganaron dos campeonatos mundiales seguidos.
—¿De veras? Caramba.
—Sí. Daron y yo acabábamos de casarnos. Veíamos juntos los campeonatos todos los años. Grandes cuencos de palomitas, montones de refresco, toda la pesca.
—¿Cómo fue… esas dos veces que ganó Toronto? ¿Cómo reaccionó la gente?
Estaba saliendo el sol; la luz iluminó la habitación. Karen sonrió.
—Déjeme que se lo cuente…