30

Ojalá hubiese podido ver la Tierra: habría tenido dónde concentrar mis pensamientos cuando pensaba en Rebecca. Pero la Tierra estaba justo debajo, mirar al suelo no saciaba mi necesidad emocional. Naturalmente, nada que no fuera verla podía hacerlo.

Rebecca piensa que el universo le envía mensajes: sutilmente al principio, dice, luego, si no los pilla, el universo empieza a darle palos.

Yo no creía en esas cosas. Sabía que el universo era indiferente a mí. Y, sin embargo, tal vez por respeto a Rebecca, me encontraba mirando, escuchando, observando, prestando atención: si había una salida, tal vez el universo me diera una pista.

Mientras tanto, seguí otra de las sugerencias de Brian Hades, una sugerencia que esperaba que no me dejara después aquella sensación de sordidez. Decidí intentar escalar montañas en la Luna. Nunca había hecho ese tipo de cosas en la Tierra: el este de Canadá no es famoso por sus montañas. Pero parecía que podría ser divertido, y por eso pregunté al respecto en el mostrador de pasatiempos.

Resulta que el tipo que normalmente dirigía las expediciones de montañismo era mi viejo amigo de viaje Quentin Ashburn, el ingeniero de mantenimiento del lunabús. No se permitía a nadie estar a solas en la superficie lunar; las mismas reglas de seguridad que dicta el sentido común que se apliquen al buceo se aplicaban también allí. Así que a Quentin le encantó mi solicitud de ir a escalar.

Me dijeron que antes los trajes espaciales tenían que ser a medida, pero los nuevos tejidos adaptables lo habían hecho innecesario: en Alto Edén había trajes en tres tallas para los hombres y otras tres para las mujeres, y fue bastante fácil ver que la talla mediana de hombre era la que me venía bien.

Quentin me ayudó a vestirme, asegurándose de que todas las conexiones estuvieran bien. Luego sacó el equipo especial de escalada que estaba guardado en estantes abiertos, en el vestuario. Reconocí algunas cosas: la cuerda de nailon, por ejemplo. También había cosas que no había visto nunca. La última pieza era, bueno, algo que parecía una pistola chata y gruesa.

—¿Qué es esto? —pregunté.

—Una pistola de pitones —dijo—. Dispara pitones.

—Bueno, pues esperemos no encontrarnos con ninguno de esos bichos —dije.

Quentin se echó a reír.

—Los pitones son clavos de metal.

Abrió la gruesa recámara de la pistola y me enseñó uno. El clavo medía unos diez centímetros de longitud. Tenía una punta afilada y un ojo en el otro extremo para pasar la cuerda.

—Disparamos a la roca y los usamos como asideros para las manos o los pies, o para sujetar la cuerda. En la Tierra, la gente suele clavar los pitones a mano, pero aquí la roca es bastante dura, y hay demasiado riesgo de romper el guante y quedar expuesto al vacío. Así que usamos pistolas de pitones.

Yo nunca había empuñado ningún arma de ningún tipo y, como buen canadiense, estaba orgulloso de ello. Pero empuñé el artilugio, e imité a Quentin, quien se guardó otro en un gran bolsillo a un lado de su muslo derecho.

Por último nos pusimos los cascos redondos como peceras. Estaban impregnados, según me contó Quentin, con algo similar a tinta electrónica: cualquier porción de ellos podía volverse opaca, bloqueando la luz del sol. Luego atravesamos la cámara estanca, que resultó ser adyacente al lugar donde aterrizaban los lunabuses.

—Tu orgullo y alegría se ha ido —dije por la radio intertrajes, señalando la pista vacía.

—Hace días que se marchó —repuso Quentin—. Va camino de su ruta habitual hacia LS Uno. Pero volverá mañana, para llevar a algunos pasajeros a la instalación del SETI.

La instalación del SETI. Donde escuchaban mensajes del universo.

Yo también trataba de escuchar.

Continuamos caminando sobre el suelo lunar. Aunque el traje pesaba unos veinte kilos, me sentía mucho más ligero de lo que me había sentido jamás en la Tierra. El aire del traje era un poco extraño (carecía por completo de olor o sabor), pero me acostumbré a él rápidamente, aunque…

No, desapareció. Pensé durante un segundo que se avecinaba otro dolor de cabeza, pero la sensación pasó casi de inmediato.

La pared del cráter estaba lejos, ante nosotros. Mientras caminábamos, el sol desapareció por detrás y las estrellas se hicieron visibles. Yo seguía buscando la Tierra en el cielo negro, negrísimo, pero naturalmente no era visible desde allí. Con todo…

—¿Eso es Marte? —pregunté, señalando un punto brillante de luz que tenía una forma diferente de los demás. Era o rojo o verde, pero yo nunca había oído hablar de ningún «planeta verde».

—Claro que sí —respondió Quentin.

Tardamos unos diez minutos en ir medio caminando medio saltando hasta la pared del cráter, que era afilada y empinada y se alzaba muy por encima de nosotros. Como estábamos a oscuras, Quentin encendió una luz en el centro de su pecho y luego extendió la mano y pulsó un interruptor en mi traje, activando una luz similar.

—Caramba —dije, contemplando la pared negra—. Eso parece… difícil.

—Lo es —contestó Quentin amigablemente—. ¿Dónde estaría la diversión si fuera fácil?

No esperó ninguna respuesta, lo cual era bueno, porque yo no tenía ninguna. En lugar de eso abrió el bolsillo de su muslo y sacó su pistola de pitones.

—¿Ves? —dijo, señalando con la otra mano—. Tú apunta a una hendidura en la roca.

Asentí.

Apuntó y disparó. No hubo ningún sonido, pero la pistola obviamente descargó con fuerza apreciable, a juzgar por la manera en que la mano de Quentin retrocedió de una sacudida. Un clavo de metal voló silenciosamente hacia la roca. Quentin comprobó que se hubiera hundido firmemente y le enhebró una cuerda.

—Así de simple —dijo.

—¿Cuántos pitones contiene?

—Ocho. Pero hay repuestos en cada bolsillo, no te preocupes.

—Humm… Parece que tiene mucha fuerza —dije, indicando la pistola.

—Depende de los parámetros que indiques —respondió Quentin—. Pero, al máximo, que hay que aplicar para el granito y similares…

Ajustó el control del arma y disparó al otro lado de la pared del cráter. El clavo cruzó el vacío y levantó una nube de polvo lunar allí donde golpeó.

Asentí.

—¿Todo en orden? —preguntó Quentin—. ¡Vamos!

Empezamos a escalar la superficie rocosa, ascendiendo cada vez más, hacia la luz.

Fue maravilloso. Me encontraba al aire libre y la ausencia de paredes me hacía sentir que, al menos durante un tiempo, no era prisionero. Llegamos hasta el borde del cráter y…

Y la feroz luz del sol me taladró los ojos, desencadenándome otro dolor de cabeza antes de que el casco se oscureciera. Dios, cómo deseaba que dejara de dolerme el cerebro…

Caminamos un rato por la superficie gris, que se curvaba en un horizonte demasiado cercano. «Magnífica desolación», había dicho Chandragupta, citando a no sé quién. Era cierto. Me regocijé en aquella belleza pelada mientras trataba de ignorar el dolor entre mis oídos.

Al cabo de un rato, una señal de alarma empezó a sonar por los altavoces del casco, un contrapunto al agónico dolor: pronto nos quedaríamos sin aire.

—Vamos —dijo Quentin—. Es hora de volver a casa.

A casa, pensé. Sí, tenía razón. El maldito ingeniero del lunabús tenía razón. Era hora de volver a casa, de una vez por todas.


Deshawn y Malcolm se habían pasado todo el descanso investigando y conversando; cuando regresamos a la sala, oí a Deshawn decirle a Karen que estaba «todo lo preparado que podía estar». En cuanto llegó el juez Herrington y todos estuvimos sentados de nuevo, Deshawn llevó a cabo su interrogatorio a la especialista en bioética de Yale, Alyssa Neruda.

—Doctora Neruda —dijo—, estoy seguro de que el jurado se ha sentido fascinado por su disertación acerca del «gerrymandeo», del establecimiento de la línea divisoria entre persona y no persona.

—Difícilmente podría yo acusar al más alto tribunal del estado de gerrymandear —respondió ella con frialdad.

—Tal vez. Pero hay una flagrante omisión en su comentario de que la gente se vuelve más de un individuo, ¿no es así?

Neruda lo miró.

—¿Sí?

—Bueno, sí —contestó Deshawn—. Quiero decir, la clonación humana ha sido técnicamente posible desde… ¿cuándo? ¿2012 o por ahí?

—Creo que el primer clon humano nació en 2013 —dijo Neruda.

—Acepto la corrección —dijo Deshawn—. ¿Pero clonar no es tomar a un individuo y convertirlo en dos? El original y la copia son genéticamente idénticos, después de todo, y sin duda ambos tienen derechos y son personas, ¿no?

—Debería seguir usted mi curso, señor Draper. Ése es en efecto un fascinante tema teórico, pero no es relevante para las leyes de Estados Unidos. Primero, naturalmente, nadie sensato diría que son la misma persona. Y, segundo, la clonación humana siempre ha estado prohibida aquí (está prohibida incluso en Canadá), y por eso la ley americana no ha tenido ninguna necesidad de incorporar el concepto de clones humanos a sus definiciones de persona. —Cruzó los brazos en un gesto «ahí queda eso»—. La individualización sigue siendo la jurisprudencia.

Si Deshawn se sintió abatido, lo ocultó bien.

—Gracias, doctora —dijo—. No hay más preguntas.

—Y podemos dar por concluida la sesión —dijo el juez Herrington—. Déjenme que recuerde una vez más a los miembros del jurado…


Había pasado algún tiempo desde la última vez que conecté con otra instalación mía, pero sucedió esa noche, mientras veía jugar a los Blue Jays. Lo hacían tan mal que supongo que dejé mi mente divagar.

Tal vez mi zombi estaba dispuesto a ver cómo los masacraban, pero mi yo consciente no podía soportarlo y…

Y de repente hubo otra versión de mí dentro de mi cabeza. Le dije a la pantalla mural que se apagara y me esforcé por escuchar.

Qué extraño…

—¡Hola! —dije—. Hola, ¿estás ahí?

¿Qué? ¿Quién?

Suspiré y seguí todo el ritual de explicarle quién era yo, y acabé con:

—Y sé que crees que estamos en 2034, pero no es así. En realidad estamos en 2045.

¿De qué estás hablando?

—En realidad estamos en 2045 —repetí.

Pues claro que sí. Lo sé.

—¿Lo sabes?

Por supuesto.

Así que no era la misma instalación con el problema de memoria que había conocido antes. Cristo, me pregunté cuántos de nosotros había.

—Has empezado diciendo que había algo extraño.

¿Qué? Oh, sí. Sí, lo es.

—¿Qué?

Se me ha caído un boli que estaba usando.

—¿Y?

Que he conseguido atraparlo antes de que llegara al suelo.

—Bueno, ya no hay ningún componente químico lento en tu tiempo de reacción —dije—. Ahora todo es eléctrico… Sucede a la velocidad de la luz.

No es eso. He visto caer el boli, he podido verlo claramente mientras bajaba.

—Yo no he advertido que mis sentidos se hayan ampliado de esa forma.

No creo que sean sentidos ampliados… Ya está. Acabo de atraparlo y volver a dejarlo caer. Lo hace en cámara lenta.

—¿Cae en cámara…? ¿Cómo es posible?

No lo sé, a menos…

—Oh, Cristo.

Cristo, en efecto.

—Estás en la Luna. Bueno, supongo que podrías estar en cualquier parte con gravedad reducida, incluso en una estación espacial que girara demasiado despacio para llegar a simular un g terrestre. Pero puesto que ya sabemos que Inmortex tiene una instalación en la Luna…

Sí. Pero si estoy en la Luna, ¿no debería haber un retraso temporal mientras me comunico contigo? La Luna está a… ¿cuánto? ¿Cuatrocientos mil kilómetros de la Tierra?

—Algo así. Y la luz viaja a trescientos mil kilómetros por segundo, así que, veamos…, debería haber un segundo y un tercio de retraso, más o menos.

Tal vez lo hay. Tal vez.

—Vamos a comprobarlo. Yo contaré hasta cinco; cuando me oigas decir cinco, sigue la cuenta, y llega hasta diez, luego yo contaré hasta quince. ¿De acuerdo?

De acuerdo.

—Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco.

Seis. Siete. Ocho. Nueve. Diez.

—Once. Doce. Trece. Catorce. Quince.

No he detectado ningún retraso.

—Yo tampoco.

¿Entonces cómo…?

—Andrew Porter dijo algo de usar niebla cuántica para escanear el cerebro del Jake Sullivan original de manera no invasiva…

¿Crees que todos los duplicados están cuantoenlazados?

—«Cuánticamente.» Se dice «enlazados cuánticamente».

Lo sé.

—Ya sé que lo sabes.

Enlazados cuánticamente. Así que estamos conectados de manera instantánea.

—Exacto. Lo que Albert Einstein llamó «acción fantasmal a distancia».

Supongo que es posible.

—Pero ¿por qué iba Inmortex a crear otro duplicado mío en la Luna?

No lo sé, dijo la voz en mi cabeza. Pero no me gusta estar aquí.

—Bueno, pues no puedes bajar a la Tierra. Aquí sólo puede haber uno de nosotros.

Lo sé. Hijo de puta afortunado.

Pensé en eso.

—Supongo que lo soy.


Karen volvió al estrado, esta vez como testigo de María López y no de Deshawn.

—Antes —dijo López—, cuando interrogaba a la profesora Alyssa Neruda, su abogado, el señor Draper, usó el término «gerrymandear» para definir la línea entre la vida y la muerte. ¿Lo recuerda?

Karen asintió.

—Lo recuerdo.

—Usted es escritora profesional; estoy segura de que tiene un amplio vocabulario. ¿Podría explicarnos lo que significa esa extraña palabra… «gerrymandear»?

Karen ladeó la cabeza.

—Significa redefinir las fronteras para aprovecharse políticamente.

—De hecho —dijo López—, procede de una ley de Elbridge Gerry, ¿no es así?, que redefinió los distritos políticos de Massachusetts cuando era gobernador de ese estado para que su partido resultara beneficiado en las siguientes elecciones, ¿no es así?

—Gerry —dijo Karen—, pronunciado como gato, no Jerry. Hemos acabado por decir gerrymandear con sonido jota, pero el gobernador (y más tarde vicepresidente) lo pronunciaba con «gue» de «ceguera».

Sonreí ante la manera que tenía Karen de encontrar un modo amable de decir: «Y ahora vete a hacer puñetas, listilla.»

—Ah, bueno, sí —dijo López—. En cualquier caso, el gobernador acabó redefiniendo las fronteras del condado de Essex hasta que pareció una salamandra. Así pues, gerrymandear es mover de manera flagrante líneas o fronteras por conveniencia política o personal, ¿no?

—Podríamos decir que así es.

—Y el abogado de la demanda acusó al Tribunal Supremo de gerrymandear la línea entre la vida y la muerte hasta dar con algo políticamente favorable, ¿no?

—Eso era lo que estaba dando a entender el señor Draper, sí.

—Pero, naturalmente, usted quiere que los hombres y mujeres que componen este jurado gerrymandeen otra línea, la clara y obvia demarcación que es la muerte cerebral, hasta otro punto, por su conveniencia personal, ¿no es así?

—Yo no lo expresaría de esa manera —dijo Karen, envarada.

—Y, de hecho, usted tiene una historia personal de haber jugado a éste juego de gerrymandear, ¿no?

—No que yo sepa.

—¿No? Señora Bessarian, ¿tiene usted hijos?

—Sí, por supuesto. Tengo un hijo, Tyler.

—El demandado en este caso, ¿es correcto?

—Sí.

—¿Algún otro hijo?

Karen parecía… bueno, no sabría decirlo: en su rostro de plástico había una contorsión que no había visto nunca, por eso no sabía con qué emoción relacionarla.

—Tyler es mi único hijo —dijo Karen por fin.

—Su único hijo vivo, ¿correcto?

A veces se lee en las novelas que la boca de la gente forma una O perfecta de sorpresa; los rostros humanos de carne y hueso no pueden hacerlo realmente, pero el semblante sintético de Karen lo consiguió a la perfección cuando López le hizo la pregunta. Pero esa expresión pronto fue sustituida por una de furia.

—Es usted mujer —dijo Karen—. ¿Cómo puede ser tan cruel? ¿Qué tiene que ver el hecho de que yo perdiera una hija en la cuna con el tema que nos ocupa? ¿Cree que no sigo llorando por ella a veces?

Por una vez, María López pareció completamente aturdida.

—Señora Bessarian, yo…

Karen continuó.

—Por el amor de Dios, señora López, sacar ese tema…

—Sinceramente, señora Bessarian —exclamó López—. ¡No tenía ni idea! No lo sabía.

Karen se había cruzado de brazos. Miré al jurado: todos parecí odiar a López en ese momento.

—De verdad, señora Bessarian. Yo… lamento terriblemente su perdida. Sinceramente, Karen… yo… por favor, perdóneme.

Karen siguió sin decir nada.

López se volvió hacia el juez Herrington.

—Señoría, tal vez un breve receso…

—Veinte minutos —dijo Herrington, y golpeó con la maza.

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