1

Veintisiete años más tarde: agosto de 2045

Había unas cien personas en el salón de baile del hotel Fairmont Royal York de Toronto, y a menos de la mitad le quedaba muy poco tiempo de vida.

Naturalmente, siendo ricos, aquellos que estaban cerca de la muerte se habían procurado los mejores tratamientos de estética: liftings faciales, reconstrucciones fisonómicas, incluso unos cuantos trasplantes de cara. Me resultaba inquietante ver rostros veinteañeros en cuerpos encorvados, pero al menos los trasplantes parecían mejor que la espectral tensión de quienes se hacen demasiados liftings.

Con todo, me recordé, eso no eran más que tratamientos cosméticos. Los falsos rostros juveniles correspondían a cuerpos viejos y decrépitos…, cuerpos completamente gastados. De los ancianos presentes, la mayoría estaba de pie, unos cuantos iban en silla de ruedas motorizada, algunos llevaban andador, y uno tenía las piernas metidas en armaduras de energía mientras que otro llevaba un exoesqueleto corporal completo.

Ser viejo ya no es lo que era, pensé, sacudiendo la cabeza. No es que yo fuera viejo: sólo tenía cuarenta y cuatro años. Tristemente, había agotado mis quince minutos de fama al principio, sin darme cuenta de ello. Fui el primer bebé nacido en Toronto el 1 de enero de 2001: el primer niño del nuevo milenio. Se formó un alboroto muchísimo mayor con la niña que nació justo después de la medianoche del 1 de enero de 2000, un año que no tenía ningún significado aparte de terminar en tres ceros. Pero no importaba: lo último que quería era ser un año más viejo, porque dentro de un año podría estar bien muerto. Recordé el viejo chiste una vez más.

—Me temo que tengo que darle una mala noticia —dice el médico—. No le queda mucho tiempo de vida.

El joven traga saliva.

—¿Cuánto me queda de vida?

El médico sacude tristemente la cabeza.

—Diez.

—¿Diez qué?¿Diez años?¿Diez meses?¿Diez…?

—Nueve… ocho…

Sacudí la cabeza para descartar el pensamiento y miré alrededor. El Fairmont Royal York era un hotel magnífico que databa de los primeros días de gloria del viaje en tren. Estaba disfrutando un revival ahora que los trenes de levitación magnética volaban siguiendo las viejas vías. El hotel estaba al otro lado de la calle de la Union Station, justo al norte de la orilla del lago de Toronto… y a unos buenos veinticinco kilómetros al este de donde todavía se alzaba la casa de mis padres. Colgaban arañas del techo del salón de baile y óleos originales adornaban las paredes tapizadas. Camareros de esmoquin ofrecían vasos de vino. Me acerqué a la barra y pedí un zumo de tomate bien cargado de Worcestershire; quería tener la cabeza despejada esa noche.

Cuando me retiré de la barra con mi bebida, me encontré de pie junto a una dama bastante mayor: rostro arrugado, pelo blanco. Entre tanta negación y falsedad como nos rodeaba, resultaba refrescante.

La mujer me sonrió, aunque la suya fue una sonrisa un poco torcida: era evidente que había sufrido una embolia en algún momento.

—¿Está solo? —preguntó. Su agradable voz quedó atenuada por un acento sureño, y también por el temblor que a menudo evidencia la gente mayor.

Asentí.

—Yo también —dijo. Llevaba una chaqueta oscura sobre una blusa más clara, y pantalones oscuros a juego—. Mi hijo se negó a traerme.

La mayoría de la gente mayor iba acompañada: hijos de mediana edad, o abogados, o cuidadores pagados. La observé y advertí que llevaba anillo de boda. Al parecer, ella se dio cuenta de lo que yo miraba.

—Soy viuda.

—Ah.

—Bueno —dijo—, ¿viene a verificar el proceso para un ser querido?

Sentí que mi expresión se torcía.

—Podríamos decir que sí.

Ella me miró con gesto extraño; sentí que había visto más allá de mi comentario, pero, aunque curiosa, fue demasiado amable para seguir presionando.

—Me llamo Karen —dijo al cabo de un momento. Tendió la mano.

—Jake —contesté, aceptándola. La piel de su mano era floja y estaba cubierta de manchas, y tenía los nudillos hinchados. Apreté con mucho cuidado.

—¿De dónde es, Jake?

—De aquí, de Toronto. ¿Y usted?

—De Detroit.

Asentí. Muchos de los clientes potenciales de esa noche eran probablemente estadounidenses. Inmortex había encontrado para sus servicios un clima legal mucho más abierto en el cada vez más liberal Canadá que en los cada vez más conservadores Estados Unidos. Cuando yo era niño, los estudiantes universitarios solían ir a Ontario desde Michigan y Nueva York porque la edad legal para beber era más baja aquí y las strippers podían llegar más lejos. Ahora, la gente de esos dos estados cruza la frontera en busca de hierba legal, putas legales, abortos legales, matrimonios del mismo sexo, suicidios asistidos médicamente y otras cosas que no gustan nada a los religiosos.

—Es gracioso —dijo Karen, contemplando a la envejecida multitud—. Cuando yo tenía diez años, una vez le dije a mi abuela: «¿Quién demonios quiere tener noventa años?» Ella me miró a los ojos y me respondió: «Cualquiera que tenga ochenta y nueve.» —Karen sacudió la cabeza—. Cuánta razón tenía.

Sonreí débilmente.

—Damas y caballeros —llamó una voz masculina justo entonces—. ¿Quieren por favor tomar asiento?

Sin duda nadie era duro de oído; los implantes solucionaban fácilmente ese otro signo de envejecimiento. Había filas de sillas plegables al fondo del salón, ante un atril.

—¿Vamos? —dijo Karen. Había en ella algo encantador: el acento del Sur, tal vez (sin duda no era en Detroit donde había crecido), y estaban, naturalmente, las connotaciones que acompañaban al hecho de estar en un salón de baile. Ofrecí mi brazo y Karen lo aceptó. Caminamos despacio (dejé que ella impusiera el ritmo) y encontramos un par de asientos a un lado, al fondo, junto a un paisaje de A. Y. Jackson enmarcado.

—Gracias —dijo el mismo hombre que había hablado antes. Estaba de pie ante el atril de madera oscura. No recibía luz directa, sólo un poco de iluminación que procedía de una lámpara de lectura sujeta al atril. Era un delgado asiático de unos treinta y cinco años, con el pelo negro peinado hacia atrás sobre una frente que habría enorgullecido al profesor Moriarty. Un micrófono anticuado y sorprendentemente grande le cubría la boca—. Me llamo John Sugiyama y soy vicepresidente de Inmortex. Gracias a todos por venir esta noche. Espero que hayan disfrutado de nuestra hospitalidad hasta el momento.

Miró a la multitud. Advertí que Karen era una de las que murmuraban apreciativamente, lo cual parecía ser lo que Sugiyama quería.

—Bien, bien —dijo—. En todo lo que hacemos, nos esforzamos por conseguir la absoluta satisfacción del cliente. Después de todo, como nos gusta decir: «Cliente de Inmortex una vez, cliente de Inmortex para siempre.»

Sonrió de oreja a oreja, y una vez más esperó las risas de afirmación antes de continuar.

—Ahora bien, estoy seguro de que todos ustedes tienen preguntas que hacer, así que empecemos. Sé que lo que vendemos cuesta un montón de dinero…

—Y que lo diga —murmuró alguien cerca de mí, pero si Sugiyama lo oyó, no dio muestras de haberlo hecho.

—Pero no les pediremos un céntimo hasta que estén convencidos de que lo que les ofrecemos es adecuado para ustedes —continuó. Dejó que su mirada recorriera la multitud, sonriendo tranquilizador y haciendo un montón de contacto visual. Miró directamente a Karen pero a mí me pasó por alto; presumiblemente yo no era un cliente potencial y no merecía la pena malgastar en mí su encanto.

—La mayoría de ustedes —dijo Sugiyama— se ha hecho resonancias magnéticas. Nuestro proceso patentado y exclusivo Mindscan no es más complicado que eso, aunque nuestra resolución es mucho mayor. Nos proporciona un mapa perfecto y completo de la estructura de su cerebro: cada neurona, cada dendrita, cada hendidura sináptica, cada interconexión. También nota los niveles de neurotransmisores de cada sinapsis. No hay ninguna parte de lo que los compone a ustedes que no consigamos registrar.

Eso era cierto. Allá en 1990 un filántropo llamado Hugh Loebner prometió recompensar con una medalla de oro sólido (no chapada en oro como las medallas baratas de las Olimpiadas) y cien mil dólares en efectivo al primer equipo que construyera una máquina que pasara el Test de Turing, ese viejo escollo que decía que un ordenador debería ser declarado verdaderamente inteligente si sus respuestas a las preguntas eran indistinguibles de las de un ser humano. Loebner esperaba que pasarían pocos años antes de tener que soltar la pasta… pero las cosas no salieron así. Hace apenas tres años que concedieron el premio.

Yo lo vi por la tele: un panel de cinco inquisidores (un sacerdote, un filósofo, un científico cognitivo, una mujer que dirigía un pequeño negocio y un cómico especializado en monólogos) fueron presentados a dos entidades tras sendas cortinas negras. Los interrogadores podían preguntar a ambas entidades cualquier cosa: acerca de asuntos morales, cultura general, incluso cosas sobre el amor y la educación de los hijos; además, el cómico hizo lo posible por hacer reír a ambas entidades y les preguntó por qué ciertos chistes eran graciosos o no. No sólo eso, sino que las dos entidades se enzarzaron en un diálogo entre sí, haciéndose mutuamente preguntas mientras el jurado estaba allí delante. Al final, los jurados votaron, y acordaron por unanimidad que no podían decir en qué cortina se escondía el ser humano real y dónde estaba la máquina.

Después de la publicidad, se levantaron las cortinas. A la izquierda había un negro cincuentón, calvete y barbudo llamado Sampson Wainwright. Y a la derecha había un robot muy simple y en forma de caja. El equipo recogió sus cien mil pavos (calderilla ya desde el punto de vista económico, pero todavía enormemente simbólicos) y su medalla de oro. La entidad ganadora, revelaron, era un escáner exacto de la mente de Sampson Wainwright, y en efecto, como todo el mundo podía ver claramente, había elaborado pensamientos indistinguibles en todos los aspectos de los producidos por el original. Tres semanas más tarde, el mismo equipo hizo una oferta pública inicial por su pequeña compañía llamada Inmortex; de la noche a la mañana, se convirtieron en multimillonarios.

Sugiyama continuó con su venta.

—Naturalmente, no podemos volver a meter la copia en el cerebro biológico original… pero podemos transferirla a un cerebro artificial, que es precisamente lo que hace nuestro proceso. Nuestros cerebros artificiales se forman de niebla cuántica, un nanogel que duplica exactamente la estructura del original biológico. Esta nueva versión es usted… su mente instalada en un cerebro artificial hecho de componentes sintéticos duraderos. No se agotará. No sufrirá embolias ni aneurismas. No desarrollará demencia ni senilidad. Y… —Hizo una pausa, asegurándose de que contaba con la atención de todo el mundo—. No morirá. El nuevo usted vivirá potencialmente para siempre.

Aunque todos sabían lo que se vendía, hubo murmullos de asombro: «para siempre» tenía mucho peso cuando se pronunciaba en voz alta. Por mi parte, no me importaba la inmortalidad: sospechaba que me aburriría cuando llegara, bueno, a la edad de Karen. Pero había estado caminando sobre cascaras de huevo durante veintisiete años, temeroso de que las venas de mi cerebro reventaran. Morir no sería demasiado malo, pero la idea de acabar convertido en un vegetal como mi padre me resultaba aterradora. Por fortuna, los cerebros artificiales de Inmortex se cargaban eléctricamente; no requerían nutrientes químicos y no tenían venas. Yo dudaba que ésta fuera la cura que la doctora Thanh tenía en mente, pero la aprovecharía en un abrir y cerrar de ojos.

—Naturalmente —continuó Sugiyama—, el cerebro artificial tiene que estar alojado dentro de un cuerpo.

Miré a Karen, preguntándome si se había informado sobre ese aspecto antes de asistir a la presentación. Al parecer, los científicos que habían creado los cerebros artificiales no se habían molestado en preinstalarlos en cuerpos robóticos, lo cual, para la personalidad representada por la mente recreada, resultaba una experiencia horrible: sorda, ciega, incapaz de comunicarse, incapaz de moverse, existiendo en un vacío sensorial más allá incluso de la oscuridad y el silencio, carente incluso de la sensación propioceptiva de cómo se extienden los propios miembros y del contacto del aire o la ropa contra la piel. Según los artículos que yo había logrado encontrar, esas redes neuronales transcritas se reconfiguraban rápidamente en pautas indicadoras de terror y locura.

—Y por eso —dijo Sugiyama— les proporcionaremos un cuerpo artificial… un cuerpo infinitamente mantenible, infinitamente reparable, e infinitamente mejorable. —Extendió una mano de largos dedos—. No les voy a mentir, ni ahora ni nunca: esos componentes todavía no son perfectos. Pero son tremendamente buenos.

Sugiyama sonrió de nuevo a la multitud, y un pequeño foco lo iluminó, aumentando lentamente de intensidad. Tras él, igual que en un concierto de rock, flotaba una gigantesca versión holográfica de su rostro delgado.

—Verán —dijo Sugiyama—. Yo mismo soy una descarga, y esto es un cuerpo artificial.

Karen asintió.

—Lo sabía —declaró. Me impresionó su sapiencia: a mí desde luego me había engañado. Naturalmente, lo único visible de Sugiyama era su cabeza y sus manos; el resto quedaba cubierto por el atril o un traje de chaqueta a la moda.

—Nací en 1958 —dijo Sugiyama—. Tengo ochenta y siete años. Me transferí hace seis meses… Fui uno de los primeros civiles descargados en un cuerpo artificial. En el descanso, caminaré entre ustedes y dejaré que me examinen de cerca. Descubrirán que no soy perfecto (lo admito libremente) y que hay ciertos movimientos que no puedo hacer. Pero no me preocupa lo más mínimo, porque, como he dicho, estos cuerpos son infinitamente capaces de ser puestos al día a medida que la tecnología avance. De hecho, ayer mismo me pusieron muñecas nuevas, y son mucho más ágiles que las anteriores. No tengo dudas de que dentro de unas pocas décadas habrá disponibles cuerpos artificiales indistinguibles de los cuerpos biológicos —sonrió de nuevo—. Y, por supuesto, yo (y todos los que se sometan a tratamiento entre ustedes) estaremos por aquí dentro de unas cuantas décadas.

Era un vendedor magistral. Hablar de siglos o milenios de vida adicional habría sido demasiado abstracto: ¿cómo se concibe una cosa así? Pero unas cuantas décadas era algo que los clientes potenciales, la mayoría con siete o más a la espalda ya, podían apreciar. Y cada una de esas personas se había resignado a estar en la última década (si no el último año) de sus vidas. Es decir, hasta que Inmortex había anunciado aquel increíble proceso. Miré de nuevo a Karen: estaba hipnotizada.

Sugiyama alzó la mano una vez más.

—Naturalmente, hay muchas ventajas en los cuerpos artificiales, incluso con el estado actual de la tecnología. Igual que nuestros cerebros artificiales, son virtualmente indestructibles. El cráneo, por ejemplo, es de titanio, reforzado con fibras de nanotubos de carbono. Si deciden que quieren hacer esquí aéreo y el paracaídas no se les abre, su nuevo cerebro no resultará dañado por el impacto. Si (¡Dios no lo quiera!) alguien les dispara o los apuñala… Bueno, casi con toda certeza seguirán bien. —Nuevas imágenes holográficas aparecieron flotando tras él, sustituyendo su rostro—. Pero nuestros cuerpos artificiales no son tan duraderos. Son fuertes… tan fuertes como ustedes quieran que sean.

Yo esperaba ver un vídeo con proezas fantásticas: había oído que Inmortex había desarrollado miembros superpoderosos para los militares, y que esa tecnología estaba ya al alcance de los usuarios civiles también. Pero en cambio la imagen mostró solamente unas manos presumiblemente artificiales abriendo un frasco de cristal. No me entraba en la cabeza lo que debía de sentirse al ser incapaz de hacer algo tan sencillo… pero estaba claro que muchos de los presentes en la sala quedaron asombrados con la demostración.

Y Sugiyama tenía más que ofrecer.

—Naturalmente —dijo—, nunca volverán a necesitar un andador, ni un bastón, ni un exoesqueleto. Y las escaleras ya no supondrán ningún problema. Tendrán perfecta visión y audición, y perfectos reflejos: podrán volver a conducir un coche, si ahora no son capaces.

Incluso yo echaba de menos los reflejos y la coordinación que tenía cuando era más joven. Sugiyama continuó:

—Pueden despedirse para siempre de la artritis, y de todos los males asociados con la vejez. Y si todavía no han contraído Parkinson o Alzheimer, nunca lo harán.

Hubo murmullos a mi alrededor, también de Karen.

—Y olvídense del cáncer o las roturas de cadera. Digan sayonara a la artritis y la degeneración macular. Con nuestro proceso, tendrán un lapso de vida prácticamente ilimitado, con perfecta visión y audición, vitalidad y fuerza, autosuficiencia y dignidad.

Le sonrió a su público, y pude ver que la gente asentía o hablaba en tono positivo con sus vecinos. Sonaba bien, incluso para alguien como yo, cuyos problemas día a día no eran más irritantes que la acidez de estómago y alguna ocasional migraña.

Sugiyama dejó que la multitud charlara un rato antes de volver a levantar la mano.

—Naturalmente —dijo, como si fuera una minucia—, hay una pega…

Загрузка...