31

Los controles de la compuerta del lunabús estaban situados, con bastante lógica, junto a la puerta. El piloto no había llegado todavía, lo cual era perfecto. Subí a bordo el primero, y esperé a que los otros se reunieran conmigo. En realidad sólo necesitaba a uno, pero… pero, maldición, las dos siguientes personas que subieron a bordo, una mujer blanca y una asiática, lo hicieron juntas. Ah, bien.

Moví los controles de la compuerta y estaba a punto de pulsar el interruptor adecuado cuando vi que Brian Hades, nada menos, bajaba por el pasillo, su coleta sin duda rebotando tras él con la baja gravedad. ¿Estaría mejor con él dentro o fuera? Tuve que tomar una decisión en una décima de segundo, y decidí que tendría más posibilidades si estaba dentro. Esperé a que entrara por la puerta y luego pulsé el control de emergencia que la cerró.

Las dos mujeres ya habían tomado asiento… y no juntas; supuse que, aunque habían estado charlando, en realidad no eran amigas. Hades estaba todavía de pie, y se volvió sorprendido al oír cerrarse la compuerta.

Se dio media vuelta y me miró por primera vez, con los ojos muy abiertos.

—¿Sullivan?

Saqué la pistola de pitones de la pequeña mochila que había colocado en el asiento junto al que me encontraba, luego me aclaré la garganta en el seco aire de la cabina.

—Señor Hades, señoras… por favor, perdónenme, pero… —Hice una pausa; noté una puñalada de dolor en la coronilla. Esperé a que remitiera un poco—. Señor Hades, señoras —repetí, como si mis palabras anteriores no estuvieran todavía flotando en el aire—, esto es un secuestro.

No estoy seguro de qué reacción esperaba: ¿chillidos, gritos? Los tres me miraron desconcertados.

—Está bromeando, ¿no? —dijo Hades por fin.

—No —respondí—. No bromeo.

—No se puede secuestrar un lunabús —dijo la mujer asiática—. No hay ningún sitio a donde llevarlo.

—No voy a llevarlo a ninguna parte. Vamos a quedarnos aquí, conectados al equipo de mantenimiento vital de Alto Edén, hasta que se cumplan mis exigencias.

Ya estaba. No era la barra del Woolworth's, pero valdría.

—¿Y cuáles son sus exigencias? —preguntó la mujer blanca.

—El señor Hades lo sabe… y se lo diré a ustedes dos más tarde. Pero primero, déjenme decir que no quiero hacer daño a nadie: son ellos quienes hacen daño. Mi objetivo es que todos nosotros salgamos de aquí sanos y salvos.

—Señor Sullivan, por favor —dijo Hades.

—«¿Por favor?» —me burlé—. Yo le dije «por favor». Le pedí, le supliqué. Y se negó.

—Tiene que haber un modo mejor —dijo Hades.

—Lo hubo. Usted no lo aceptó. Ahora, lo primero es lo primero. Señor Hades, siéntese… ahí delante, en la primera fila.

—¿O qué? —dijo Hades.

Luché por mantener la voz firme:

—O le mataré. —Alcé la pistola de pitones.

—¿Qué es eso? —preguntó la mujer asiática.

—Es para hacer escalada lunar —contesté—. Le atravesará el pecho con un clavo de metal.

Hades lo consideró un instante, luego acomodó su largo cuerpo en uno de los dos asientos delanteros. Entonces se giró para mirarme.

—Muy bien —dije—. Ya estoy harto de que me espíen. Ustedes dos: vuélvanse a las ventanillas y corran las persianas de vinilo.

Nadie se movió.

—¡Háganlo! —exclamé.

Primero lo hizo la mujer asiática, luego la blanca. Hades hizo amago de intentar bajar la suya y luego se volvió hacia mí y dijo: —Está atascada.

Yo no iba a inclinarme por encima de él para intentar bajarla.

—Está mintiendo —dije simplemente—. Ciérrela.

Hades se lo pensó y luego tiró teatralmente de la persiana hasta que la bajó.

—Eso está mejor —dije. Señalé a la mujer blanca—. Usted, levántese y baje las otras persianas, por favor.

—«¿Por favor?» —dijo ella, burlándose de mi burla hacia Hades—. Lo que quiere decir realmente es: hágalo o la mataré.

Yo no iba a discutir ese punto.

—Soy canadiense —dije, la mano todavía empuñando el arma, pero sin alzarla—. No puedo evitar decir «por favor».

Ella se quedó inmóvil un momento, luego se encogió de hombros y se levantó, recorrió la cabina y fue bajando el resto de las persianas.

—Ahora, cierre también la puerta de la cabina.

Ella así lo hizo: el parabrisas curvo delantero ya no era visible desde la cabina, lo que significaba que ya no nos veían a través de él.

—Gracias —dije—. Ahora, vuelva a sentarse en su sitio.

Hubo una serie de ruidos al otro lado de la compuerta: alguien intentando que abriéramos. Los ignoré y me acerqué al panel de comunicaciones de al lado. Tenía una videopantalla de veinte centímetros.

Apareció una atractiva morena de ojos oscuros.

—Control de Tránsito de Heaviside a Lunabús Cuatro —dijo—. ¿Qué ocurre? ¿Funciona mal su compuerta? ¿Tiene una filtración?

—Heaviside, aquí Lunabús Cuatro —le dije a la cámara—. Jacob Sullivan al habla. Hay otras tres personas a bordo, incluyendo a Brian Hades, así que hagan exactamente lo que digo. Nadie debe intentar entrar en el lunabús. Entiendo perfectamente las operaciones del lunabús: pregúntenle a Quentin Ashburn, él lo confirmará. Si no consigo lo que quiero, abriré el tanque de combustible de estribor. La mono-hidrazina se sublimará en una nube de vapor explosivo y dispararé al motor principal, encendiendo esa nube. La explosión se llevará por delante medio Alto Edén.

La morena abrió mucho los ojos.

—Y a usted también —dijo—. ¡Venga… morirá!

—Ya estoy muerto —grité. Maldición, estaba intentando controlarme, pero el martilleo en mi cabeza aumentaba—. Soy un pellejo descartado, una rémora. No tengo ninguna identidad, no soy ninguna persona. —Inspiré profundamente y tragué saliva—. No tengo nada que perder.

—Señor Sullivan…

—No. Por ahora nada más. No quiero tratar con una controladora del tráfico. Ponga en línea a alguien que tenga poder para negociar. Hasta entonces… —Pulsé el botón de desconexión.

Deseé que no hubiera necesidad de implicar a otra gente. Pero la había. Podían evacuar Alto Edén, o descubrir algún modo de lanzar el lunabús por control remoto. Necesitaba que hubiera en juego algo más que equipo, no importaba lo caro que fuera.

—Ahora —dije, mirando a las dos mujeres y a Hades—, es hora de hacer las presentaciones. Me llamo Jacob Sullivan y soy de Toronto. Copié mi conciencia a un cuerpo artificial porque tenía una enfermedad devastadora. Pero esa enfermedad se ha curado y quiero volver a casa… ésa es mi única exigencia. Sinceramente, no quiero hacer daño a ninguno de ustedes.

Hice un gesto a la mujer asiática. Me aseguré de hacérselo con la mano izquierda, vacía, en vez de con la derecha, que empuñaba la pistola de pitones.

—Ahora usted —dije.

La mujer me miró retadora un momento, luego pareció decidir que cooperar no le haría daño.

—Me llamo Akiko Uchiyama —dijo. Era pequeña, delgada, con el pelo corto teñido de un color claro—. Soy radioastrónoma de la institución SETI en Chernyshov. —Hizo una pausa, luego añadió—: Y tengo un marido y unas gemelas de seis años, y quiero volver con ellos.

—Y yo espero que lo haga —dije. Me volví hacia la mujer blanca, que era bonita, de ojos grandes y pelo abundante y oscuro—. Usted.

—Soy Chloé Hansen. Soy la nutricionista y dietista jefa de Alto Edén.

—Así que es usted —dije.

—¿Yo?

—La que juguetea con mi comida.

Era buena actriz, tengo que reconocerlo.

—¿De qué está hablando?

La ignoré y me volví hacia Hades:

—Sin duda Chloé le conoce, igual que yo, pero puede que estemos aquí mucho tiempo, así que bien puede presentarse a Akiko.

Hades se cruzó de brazos y frunció el ceño, pero obedeció.

—Soy Brian Hades, administrador jefe de Alto Edén.

Akiko entornó los ojos.

—Así que su queja es con usted —dijo, señalándome—. Dele lo que quiere y esto se acabará, ¿no?

—No puedo hacer eso —dijo Hades—. Firmó un contrato. Además, todo nuestro modelo de empresa…

—¡A la mierda su modelo de empresa! —exclamó Akiko—. Haga lo que dice.

—No. La nueva versión suya que está en la Tierra tiene derechos, y…

—¡Y yo tengo derechos también! —dijo Akiko—. Y también los tiene… Chloé, ¿no es así? ¡Tenemos derechos!

—Sí, los tienen —dije—. Y yo no, de momento. De eso se trata. Cuando recupere mis derechos, esto se acabará.

El teléfono trinó. Me acerqué al panel y pulsé el botón de ACEPTAR.

—Hola —dijo una voz masculina con elegante acento británico—. ¿Puede ponerse el señor Sullivan?

—Soy Jacob Sullivan. ¿Con quién hablo?

—Me llamo Gabriel Smythe, y voy a tener el privilegio de ser su principal contacto mientras resolvemos esta pequeña molestia.

Smythe… yo conocía ese nombre. Fruncí el ceño, y luego lo recordé. Era el hombre pequeño y florido de pelo platino que había celebrado el servicio en memoria de Karen Bessarian.

—¿Está en la sala de control de compuertas? —pregunté.

—Sí. Estoy con la señora Bortolotto, con quien ha hablado usted antes.

—Le recuerdo. Celebró usted aquella ceremonia por Karen. Pero no es rabino… ¿no?

—No voy a mentirle, señor Sullivan: eso se lo aseguro. Soy el psicólogo jefe de Inmortex.

Inspiré profundamente el desagradable aire seco del lunabús.

—No estoy loco, doctor Smythe.

—Puede llamarme Gabe.

Pensé en protestar. No éramos colegas. Él era el enemigo: tenía que recordarlo. Con todo, llamándolo «doctor» le daría ventaja.

—Muy bien, Gabe —dije por fin—. No estoy loco.

—Nadie ha dicho que lo esté.

—Entonces ¿por qué está usted hablando conmigo?

—No tenemos a nadie a mano con experiencia en este tipo de situaciones. Alguien tiene que ocuparse de esto y el cocinero no parecía muy apropiado. Y, después de todo, tiene usted al señor Hades como… tiene usted retenido al señor Hades.

Era interesante que se censurara antes de haber dicho «rehén». Probablemente tenía algún manual sobre negociación de rehenes en pantalla delante de él, y probablemente le decía que evitara esa palabra. No era mala idea: a mí tampoco me gustaba esa palabra. Pero necesitaba influencia.

—Ahora, lo primero es lo primero —continuó Smythe—. ¿Tiene alguien necesidades especiales? ¿Algún problema médico?

Sí: definitivamente, estaba siguiendo una lista.

—Todo el mundo está bien.

—¿Seguro?

Los miré a los tres, todos vueltos en sus asientos para mirarme.

—¿Está todo el mundo bien? —pregunté.

Pareció que Akiko iba a decir algo, pero al final decidió no hacerlo. Los otros guardaron silencio.

—Sí —dije—. Todo el mundo está bien. Y no quiero lastimar a nadie.

—Me alegro mucho de oír eso, Jake. Mucho. Ahora, ¿cree que podríamos abrir un enlace de vídeo? A las familias de los… de los… retenidos les gustaría ver sus caras.

—Soy yo quien tiene la sartén por el mango.

—Por supuesto —dijo Smythe—. Por supuesto. Bien, ¿qué… qué puedo hacer por usted?

Exigencias. Sin duda había estado a punto de preguntarme cuáles eran mis exigencias, pero de nuevo se detuvo. Estábamos negociando. Y se trataba de llegar a un consenso, de cambiar posturas: no podía funcionar si había exigencias inflexibles.

Decidí dar otra vuelta de tuerca.

—Sólo tengo una exigencia. Quiero recuperar mi personalidad. Devuélvanme a la Tierra y déjenme continuar con mi antigua vida. Concédanmelo y todo el mundo podrá irse.

—Veré qué puedo hacer.

Bonito y vago: sospecho que el manual le decía que nunca se comprometiera a nada que no estuviera seguro de poder cumplir.

—No me siga la corriente sin más, Gabe. No puede usted devolverme mi personalidad. Pero hay una persona que sí puede: el otro Jacob Sullivan, el duplicado de mi mente dentro de un cuerpo robótico, allá en la Tierra.

—Y ahí está la pega, Jake. Sin duda se da cuenta de eso. La Tierra está muy lejos. Y debe de saber que prometimos no contactar nunca con su sustituto. Él tiene que hacer todo lo posible para apartar de su mente el hecho de que el original todavía existe.

Existe. No vive. Existe.

—Haga una excepción —dije—. Póngame al otro en la radio.

—Estamos en la otra cara de la Luna, Jake.

—Y ustedes pueden hacer rebotar las señales de radio de los satélites de comunicaciones en órbita sincrónica sobre el ecuador de la Luna. No soy estúpido, Gabe, y lo he pensado todo. Llámeme de nuevo cuando tenga una respuesta.

Y dicho eso, cerré el canal.

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