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El lunabús, como había visto antes de subir a bordo, era un aparato de aspecto sencillo: una unidad central en forma de ladrillo y dos tanques cilíndricos de combustible, uno a cada lado. El bus era blanco plateado, y los tanques, me dijeron, estaban pintados de un color llamado aguamarina, al parecer una mezcla de azul y verde. Mostraba el logo de Hyundai en varios sitios y una bandera de las Naciones Unidas a cada lado, en la parte trasera.

Había un amplio ventanal en la parte frontal del ladrillo para el piloto (al parecer no le gustaba que le llamaran conductor). El bus tenía capacidad para catorce pasajeros; había ocho asientos giratorios a un lado y seis al otro; un hueco tras el segundo asiento dejaba espacio para colgar los trajes espaciales. Junto a cada asiento había una ventanilla del tamaño de las de los aviones; cada ventanilla tenía incluso una de esas persianas de vinilo que pueden echarse. Tras las dos últimas filas había un pequeño cuarto de baño a un lado y un diminuto cubículo estanco al otro. «Pobre del que los confunda», había dicho el piloto durante sus indicaciones orientativas.

La cabina de pasajeros sólo ocupaba la mitad del ladrillo; la otra mitad estaba destinada a la bodega de carga, los motores y el equipo de mantenimiento vital.

El trayecto normal del bus era desde LS Uno, en la cara visible, a Alto Edén, y luego hasta el cráter Chernyshov, ambos en el lado oculto. En Chernyshov había unas instalaciones del SETI, donde grandes telescopios escrutaban los cielos en busca de charla radiada de formas de vida alienígenas. Inmortex alquilaba espacio en Alto Edén para el grupo del SETI, y había permitido que construyeran allí un radiotelescopio auxiliar, dando a los investigadores del SETI una base de mil cien kilómetros para su interferometría. Siempre había unos cuantos investigadores del SETI en Alto Edén y, de hecho, dos de los pasajeros del lunabús eran radioastrónomos.

Nos acercábamos a Alto Edén según lo indicado en los monitores que colgaban del techo. La superficie gris y horadada de la Luna continuaba extendiéndose bajo nosotros mientras una canción que nunca había oído sonaba a través de los altavoces del lunabús. Era bastante agradable.

Karen, la anciana que estaba sentada a mi lado, alzó la cabeza y sonrió.

—Una elección perfecta.

—¿Qué?

—La música. Es de Cats.

—¿Qué es eso?

—Un musical… de antes de que usted naciera. Se basaba en el Libro de los Gatos Prácticos de T. S. Eliot.

—¿Sí?

—Sabe adónde vamos, ¿no?

—A Alto Edén.

—Sí. Pero ¿dónde está?

—En la cara oculta de la Luna.

—Sí, pero más concretamente, en un cráter llamado Heaviside.

—¿Y?

Ella cantó:

—«Up up up past the Russel Hotel/ Up up up to the Heaviside layer…»

—¿Qué es Heaviside layer?—.

Karen sonrió.

—No se apure, mi querido muchacho. Imagino que la mayor parte de la gente que vio el musical no sabía tampoco qué era. En el musical, era la versión gatuna del cielo. Pero Heaviside layer es en realidad un viejo término para la ionosfera.

Me sorprendió al oír a una dama anciana hablar de la ionosfera, pero claro, tuve que recordarme que se trataba de la autora de MundoDino.

—Verá —continuó ella—, cuando se descubrió que las transmisiones de radio funcionaban a larga distancia, incluso más allá de la curva del horizonte de la Tierra, la gente se maravilló: después de todo, la radiación electromagnética funciona en línea recta. Bueno, un físico británico llamado Oliver Heaviside descubrió que debía de haber una capa cargada en la atmósfera donde rebotaban las señales de radio. Y tenía razón.

—¿Y por eso le pusieron su nombre a un cráter?

—A dos, en realidad. Uno está aquí en la Luna, el otro en Marte. Pero verá, nosotros no sólo vamos al cráter de Heaviside. Vamos al mejor lugar que ha existido jamás… a la comunidad de retiro ideal. El cielo perfecto para los gatos viejos.

—El cielo —repetí. Sentí un escalofrío en la espalda.


Toronto. Agosto. Una cálida brisa soplaba del lago.

La obra había sido magnífica (quizá la mejor de Widdicombe), y la noche era agradablemente cálida.

Y Karen estaba… Bueno, no preciosa; eso habría sido exagerar. Era una mujer corriente de treinta años, pero se había vestido de un modo muy elegante. Naturalmente, algunas personas se nos quedaron mirando, pero Karen les devolvió la mirada. De hecho, le había dicho a un hombre que la miraba boquiabierto que si no dejaba de hacerlo conectaría su visión calorífica.

En cualquier caso, yo difícilmente podía quejarme del aspecto de Karen. No fui gran cosa cuando era de carne: demasiado flaco, lo sabía, los ojos demasiado juntos, las orejas demasiado grandes y…

Y…

Curioso. Sólo recordaba esas cosas porque Trista, aquella chica cruel, las había enumerado en el instituto, repasando mis defectos cuando le pedí salir. Otro de los grandes momentos en la vida amorosa de Jake. Podía recordar sus palabras, pero…

Pero me costaba trabajo hacerme una imagen mental de mi yo actual. Los psicólogos de Inmortex nos habían aconsejado que nos deshiciéramos de todas las fotos de nuestros antiguos yoes que tuviéramos en casa, pero yo no tenía ninguna. Con todo, habían pasado días desde la última vez que me había mirado a un espejo, y (ahora que ya no tenía que afeitarme) sólo habían sido vistazos de pasada. ¿Podía estar olvidándome de qué aspecto tenía?

Sin embargo, pese a las apariencias, sin duda era más sencillo para una mujer de ochenta y cinco años poner la mano en la rodilla de un hombre de cuarenta y cuatro que al revés.

Y, para mi sorpresa, Karen hizo justamente eso, en su suite del hotel, después de la obra, cuando los dos estábamos sentados juntos en el lujoso sofá tapizado en seda del salón. Alzó la mano del regazo, la movió despacio, dándome tiempo de sobra para indicar con mi lenguaje corporal o mi expresión facial o mis palabras que no quería que completara su obvia trayectoria… y la posó sobre mi muslo derecho, justo por encima de la rodilla.

Sentí el calor de su contacto. No llegaba a 37 grados Celsius, pero desde luego era más que la temperatura ambiente.

Y sentí también la presión: el suave apretón de sus dedos sobre el plástico cambiante que recubría los componentes mecánicos e hidráulicos de mi rodilla.

La mano de la Karen biológica habría tenido las manchas propias de la edad, la piel floja y translúcida, las articulaciones hinchadas y artríticas.

Pero esa mano…

Esa mano era juvenil, de piel limpia y tersa, y uñas blancas plateadas. Advertí que no llevaba el anillo de bodas; todavía lo llevaba en la presentación de Inmortex. Supuse que tal vez había dejado que el original biológico se lo llevara a la Luna.

De todas formas, aquella mano…

Sacudí levemente la cabeza, intentando dispersar la imagen de su antiguo apéndice biológico que mi mente seguía superponiendo al nuevo, esbelto y sintético.

Recordé un curso de psicología que había seguido años antes, en el que el profesor había hablado de la intencionalidad: la habilidad de la mente para afectar a la realidad externa.

—No pienso en mover el brazo —dijo ella—. No doy los pasos para contraer los músculos. ¡Sólo muevo el brazo!

Y, sin embargo, advertí que lo que hiciera a continuación tendría enormes consecuencias, definiría un camino, un rumbo, un futuro. Sentí que vacilaba y…

Entonces mi brazo se movió. Lo vi sacudirse levemente. Pero debí de abortar el movimiento, anulando mi impulso inicial, ejercitando ese veto consciente del que había hablado Porter, pues mi brazo se quedó quieto casi de inmediato.

¡Mueve el brazo!

Y, por fin, lo hice, girándolo a la altura del hombro, doblándolo por el codo, haciendo rotar la muñeca, curvando suavemente los dedos hasta colocar mi mano sobre la de ella.

Pude sentir calor en la palma y…

¿Electricidad? ¿No se llama así? El cosquilleo, la respuesta al contacto de (sí, maldición, sí) otro ser humano.

Karen me miró, sus cámaras (sus ojos, sus hermosos ojos verdes) concentrándose en los míos.

—Gracias —dijo.

Pude verme reflejado en sus lentes. Mis cejas se alzaron, uniéndose un poco, como siempre cuando lo hacían.

—¿Por qué?

—Por ver a mi verdadero yo.

Sonreí, pero entonces ella apartó la mirada.

—¿Qué?

Guardó silencio varios segundos.

—Yo… no hace tanto tiempo que soy viuda. Sólo dos años, pero Ryan… Ryan tenía Alzheimer. No podía… —Hizo una pausa—. Ha pasado mucho tiempo.

—Es como montar en bicicleta, supongo.

—¿Eso crees?

Sonreí.

—Estoy seguro.

Y Karen me sonrió con su sonrisa perfectamente simétrica. Tenía una lujosa suite de dos habitaciones. Nos dirigimos al dormitorio y…

Y no lo encontré nada sexy, maldición. Quería que fuese sexy, pero fue sólo plástico y teflón frotándose, chips de silicio y lubricantes sintéticos.

Por su parte, Karen parecía estar disfrutándolo. Yo conocía el viejo chiste de tomarse un helado de fresa cada día durante años y de repente no poder tomar ninguno más; uno quería de veras tomarse otro helado. Bueno, después de varios años, supongo que cualquier helado de fresa sabía bien…

Al cabo de un rato, Karen se corrió… si el término tenía alguna validez en aquel contexto. Cerró los párpados de plastipiel sobre sus ojos de cristal y emitió una serie de sonidos guturales cada vez más agudos mientras todo su cuerpo mecánico se volvía más rígido de lo que era normalmente.

Me sentí a punto de correrme mientras Karen lo hacía: siempre me había sentido más excitado, más sexy y sexual, cuando alguien tenía un orgasmo gracias a mí. Pero no subió, no remontó, no duró. Me retiré, con el miembro prostético aún rígido.

—Hola, desconocido —dijo Karen, amablemente, mirándome a los ojos.

—Hola —respondí. Y sonreí, dudando que fuera fácil distinguir una sonrisa forzada de una verdadera en aquellos rostros artificiales.

—Ha estado… —dijo ella, y su voz se apagó mientras buscaba una palabra—. Ha estado bien.

—¿De verdad?

Ella asintió.

—No solía correrme durante la relación. Tardaba… Humm, ya sabes. —Hizo un sonido contenido—. Debe de haber algunas mujeres trabajando en el equipo de diseños corporales de Inmortex.

Me alegré por ella. Pero también supe que el viejo dicho era cierto. El sexo no tenía lugar entre las piernas, sino entre las orejas.

—¿Y tú? —preguntó Karen—. ¿Cómo te encuentras?

—Es sólo… —Me callé—. Es, ah, voy a tardar algún tiempo en acostumbrarme.

Cerré los ojos y escuché la voz de Karen, la cual, tengo que admitirlo, sonaba cálida y viva y humana.

—No importa —dijo, apretando su cuerpo contra el mío—. Tenemos todo el tiempo del mundo.

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