16

El restaurante americano de Alto Edén estaba casi vacío: un par de ancianos blancos cenando cerca de lo que supuse que era una chimenea holográfica, y un negro cenando solo. El negro tenía el pelo blanco y lo llevaba muy corto. Se parecía un poco a Will Smith, que había ganado un Oscar el año anterior por su interpretación de Willy Loman en la nueva versión de Muerte de un viajante. Para ese papel, Smith había tenido que suprimir el brillo natural de sus ojos, pero aquel tipo que se le parecía no tenía que hacerlo, e incluso sentado allí solo tenía un rostro vivaracho y alerta. Por impulso, me acerqué a su mesa.

—Hola —dije—. ¿Le apetece un poco de compañía?

El hombre sonrió.

—Si quisiera cenar solo, me habría quedado en casa.

Acerqué una silla y me senté. Al hacerlo, fui brevemente consciente del hecho de que las patas de la silla debían de pesar mucho: supuse que la gente tenía tendencia a tirar de las sillas y hacerlas volar en baja gravedad.

—Jake Sullivan —dije, tendiendo la mano.

—Malcolm Draper —me respondió el hombre. Advertí que llevaba un anillo Tafford en el índice derecho, pero a causa de mi daltonismo no pude distinguir si era rojo o verde; no importaba, no iba a declararme. Yo había dejado mi Tafford en la suite; no podía imaginar que lo fuera a necesitar allí arriba, entre toda esa gente mayor. Había sido célibe durante un par de años seguidos en el pasado, y de hecho no había tenido sexo con nadie desde aquella maravillosa y punzante ocasión con Rebecca Chong en Nochevieja. Así que podía ciertamente conseguir ser célibe durante el par de años que quedaba antes de que mi Katerinsky me matara o hiciera que mi declaración jurada fuera llevada a cabo. De todas formas, que no llevara Tafford desanimaría a los depredadores. Naturalmente, mi Tafford era verde, o eso me habían dicho, lo que significaba que yo era hetero. Con todo, la suerte que tenía con las mujeres a veces me hacía pensar que el vendedor se había aprovechado de mi daltonismo y me había vendido uno rojo.

—Encantado de conocerte, Jake —dijo Malcolm después de que nos diéramos la mano.

—Malcolm Draper —dije, repitiendo el nombre que había pronunciado. Algo tintineó al fondo de mi cerebro—. ¿Debería conocerte?

El hombre pareció alerta.

—¿Eres un federal?

—¿Cómo?

—¿Agente de una de mis ex esposas?

—No. Lo siento. No pretendía incordiar.

Una sonrisa burlona.

—Oh, no, sólo estoy bromeando. Algunas personas han oído hablar de mí, sí. Era catedrático de Leyes de Libertades Civiles en Harvard.

—¡Eso es! Eso es. Casos importantes. Ese laboratorio de investigación de primates, ¿no?

—Ése fui yo. Puse fin a la vivisección de los grandes simios en todo Estados Unidos, y a su ilegítimo confinamiento.

—Me acuerdo de eso. Bien por usted.

Él se encogió amistosamente de hombros.

—Gracias.

—No parece tan viejo —dije.

—Tengo setenta y cuatro años. Demonios, todavía podría estar en el Tribunal Supremo… aunque no es que un liberal negro haya tenido posibilidades de estar en él desde… bueno, desde siempre.

—Humm —dije yo, a falta de mejor respuesta—. ¿Argumentó alguna vez ante él?

—¿Ante quién?

—El Tribunal Supremo. El de Estados Unidos, quiero decir. Soy canadiense, ¿sabe?

—Eras canadiense —me corrigió Draper—. Ahora no eres nada.

—Bueno.

—Pero, respondiendo a tu pregunta, sí. Argumenté varias veces ante el Tribunal Supremo. Recientemente en McCharles contra Maslankowski.

—¿Fue usted?

—Sí.

—Vaya. Es un placer conocerle, señor Draper.

—Malcolm, por favor.

Parecía tan alegre, que no pude creer que estuviera cerca de la muerte.

—Entonces… ¿estás de visita?

—No. No, soy residente. Transferí mi conciencia también. El Malcolm Draper legal sigue practicando la abogacía en la Tierra. Hay muchas batallas que librar todavía, y muchas grandes mentes jóvenes que formar para ser juristas, pero me estaba cansando demasiado. Los médicos dijeron que probablemente me quedaban fácilmente otros veinte años, pero no me quedaban fuerzas para seguir trabajando tan duro. Así que me retiré aquí arriba… Ahora me dicen que puedo vivir otros treinta años en esta amable gravedad.

—Treinta años…

Me miró, pero fue demasiado amable para hacer la pregunta. Me pregunté cómo los abogados eran capaces de hacer cualquier pregunta pertinente, no importaba lo directa o personal que fuera, en el tribunal, pero se contenían como cualquiera de nosotros fuera de ella. Decidí que no había ningún motivo para no decírselo.

—A mí probablemente me queda poco tiempo.

—¿Un joven como tú? Vamos, señor Sullivan, está bajo juramento…

—Es la verdad. Tengo venas malformadas en el cerebro. Lo detectan, pero no pueden encontrar nada para repararlo. Podría morirme en cualquier momento, o peor todavía, acabar en estado vegetativo.

—Ah —dijo Draper—. Ah.

—Da igual. Al menos una versión de mí continuará viviendo.

—Exactamente —dijo Draper—. Igual que yo. Y estoy seguro de que los dos nos harán sentirnos orgullosos. —Hizo una pausa—. Bueno, ¿buscando compañía aquí?

Sorprendido por su franqueza, no dije nada.

—Te he visto con esa escritora… Karen Bessarian.

—Sí. ¿Y?

—Parece que le gustas.

—No es mi tipo.

—No es de tu edad, querrás decir.

No respondí.

—Bueno —dijo Malcolm—, aquí tienen unas putas magníficas.

—Lo sé. Leí el folleto.

—Yo solía escribir una columna sobre libertades civiles para Penthouse. Igual que Alan Dershowitz antes que yo.

—¿De veras?

—Claro. El eslogan era: «La revista del sexo, la política y el poder.»

—Y de las mujeres meando.

—Eso también —dijo Malcolm, sonriendo. Yo había echado alguna ojeada ocasional, cuando era adolescente, antes de que Penthouse y Playboy cayeran en bancarrota, incapaces de competir con las alternativas de la red—. ¿Qué pasa? —continuó Malcolm—. ¿No te gusta pagar por hacerlo?

—No lo he hecho nunca.

—Creía que esas cosas eran legales en Canadá.

—Lo son, pero…

—Además, míralo de esta manera. Tú no vas a pagar por eso. El que va a pagar las facturas es el Jake Sullivan que está en la Tierra. ¿Qué plan de mantenimiento sigues?

—Oro.

—Bien, entonces las furcias están incluidas.

—No sé…

—Confía en mí —dijo Malcolm, con aquel brillito en los ojos—, no podrás decir que has hecho el amor hasta que lo hayas practicado en un sexto de gravedad.


Ahora que tengo un cuerpo nuevo, no echo de menos sudar, ni estornudar, ni cansarme, ni tener hambre. No echo de menos los callos de mis pies, ni las quemaduras del sol, ni las narices goteantes, ni los dolores de cabeza. No echo de menos el dolor en mi tobillo izquierdo, ni la diarrea, ni la caspa, ni las agujetas, ni la necesidad tan fuerte de orinar que duele. Y no echo de menos tener que afeitarme o cortarme las uñas o ponerme desodorante. No echo de menos los padrastros, ni los pedos, ni las espinillas, ni la tortícolis.

Es bueno saber que nunca necesitaré puntos de sutura, ni angioplastia, ni una operación de hernia, ni cirugía láser para arreglar mi retina: el daño que Clamhead me hizo en el brazo se arregló en cuestión de minutos, como nuevo; del mismo modo, cualquier daño físico puede ser reparado, sin anestesia, sin cicatrices. Y, como dijeron en la presentación, es reconfortante no tener que preocuparte por la diabetes ni el cáncer ni el Alzheimer ni los ataques cardíacos ni la artritis reumática… ni del maldito síndrome de Katerinsky.

Además puedo leer durante horas. Sigo aburriéndome tan fácilmente como antes; el libro tiene que mantener mi interés. Pero ni siquiera tengo que dejar de leer porque se me canse la vista, no porque intentar distinguir las palabras con luz tenue me provoque dolor de cabeza. De hecho, no había leído tanto desde que era estudiante.

¿Hay cosas que echo de menos? Por supuesto. Todas mis comidas favoritas: jalapeños y palomitas y gelatina y pizza de cuatro quesos. Echo de menos cómo me sentía después de un buen bostezo, o la sensación reconfortante de echarme agua fría en la cara. Echo de menos tener cosquillas y el tacto de la seda y reírme tan fuerte que acabe por resultar doloroso.

Pero esas cosas no han desaparecido para siempre. Dentro de una década o así, existirá la tecnología para proporcionarme de nuevo todas esas sensaciones. Puedo esperar. Puedo esperar eternamente.

Y, sin embargo, a pesar de todo ese tiempo, algunas cosas parecían progresar de manera horriblemente rápida. Karen había dejado su suite en el Royal York y se había mudado a mi casa. Era provisional, por supuesto: sólo por conveniencia, ya que tenía que quedarse más tiempo en Toronto para que Porter hiciera comprobaciones y ajustes dos o tres veces por semana.

Yo seguía teniendo previsto vivir allí en North York por el momento. Por eso intentaba constantemente decidir qué hacer con la cocina. Parecía absurdo dedicarle tanto espacio a algo que yo, que nosotros no usaríamos nunca y, sinceramente, era un desagradable recordatorio de los placeres a los que habíamos renunciado. Naturalmente, tenía que tener cuartos de baño para los visitantes, pero un bar y una cafetera eran todo lo que necesitaba para atenderlos, y bueno, la cocina era enorme y tenía unas ventanas maravillosas que daban al patio. Era una habitación demasiado agradable para evitarla. Tal vez la convirtiera en sala de billar. Siempre había querido tener una.

Mientras reflexionaba sobre eso, Karen, como hacía a menudo, estaba sentada en un sillón, leyendo un datapad. Prefería los libros en papel, pero para ponerse al día en las noticias no le importaba usar un datapad y…

Y de repente la oí hacer el sonido que sustituía un jadeo.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

—Daron ha muerto.

No reconocí el nombre de inmediato.

—¿Quién?

—Daron Bessarian. Mi primer marido.

—Oh, Dios mío —dije—. Lo siento.

—No lo veía desde… Dios, han pasado treinta años. Desde la muerte de su madre. Ella fue siempre muy buena conmigo, y nos mantuvimos en contacto, incluso después de que Daron y yo nos divorciáramos. Asistí a su funeral. —Karen hizo una pausa, y luego dijo con decisión—. Y quiero ir al funeral de Daron.

—¿Cuándo es?

Ella examinó el datapad.

—Pasado mañana. En Atlanta.

—¿Quieres… quieres que vaya contigo?

Karen se lo pensó.

—Sí. Si no te importa.

Lo cierto es que yo odiaba los funerales, pero nunca había estado en uno de alguien a quien no conocía; tal vez eso no fuese tan malo.

—Humm, claro. Claro, me… —Encantará no parecía la forma adecuada de terminar la frase, y por una vez detuve mi primer pensamiento antes de expresarlo en palabras—. Me apunto.

Karen asintió con decisión.

—Hecho, entonces.


Tenía que hacer algo con Clamhead. Necesitaba compañía humana y al parecer no importaba lo mucho que lo intentara, no iba a aceptarme (ni tampoco a Karen) como a tal. Además, Karen y yo nos marchábamos a Georgia, y habíamos decidido quedarnos en su casa de Detroit a la vuelta. No era justo para Clammy dejarla allí sola con una robococina durante mucho tiempo.

Y, bueno, maldición, pero soy idiota. No puedo marcharme sin más. No puedo resistir intentarlo una vez más, sondear de nuevo las aguas.

Y por eso llamé a Rebecca Chong.

Pensé que si tal vez sólo seleccionaba el audio en el teléfono las cosas podrían ir a mejor. Ella oiría mi voz, oiría su calor, su afecto… pero no vería mi rostro de plástico.

Sabía que era yo quien llamaba, por supuesto: el teléfono se lo diría. Y así, el mero hecho de que respondiera…

—Hola —dijo su voz, formal y envarada.

Yo tenía esa sensación puramente mental que solía acompañarme en mis momentos de depresión.

—Hola, Becks —dije, tratando de parecer alegre y jovial.

—Hola —repitió ella, todavía sin emplear mi nombre. Estaba justo allí delante de ella, una cadena de píxeles en su unidad de llamada, una identificación electrónica, pero ella no quería emplearlo.

—Becks, se trata de Clamhead. ¿Puedes… estarías dispuesta a cuidar de ella durante una temporada? Yo… Ella…

Rebecca era inteligente; era uno de los motivos por los que la amaba.

—No te reconoce, ¿verdad?

Guardé silencio más tiempo de lo que es de esperar en las conversaciones telefónicas.

—No. No, no me reconoce. —Hice una nueva pausa—. Sé que siempre has querido a Clamhead. ¿Permiten animales en tu edificio?

—Sí —respondió ella—. Y sí, me gustará cuidar de Clamhead.

—Gracias.

Tal vez toda esta charla sobre la perra la había impulsado a lanzarme un hueso.

—¿Para qué están los amigos?


Yo estaba sentado en el salón de mi apartamento lunar, leyendo las noticias en mi datapad. Naturalmente, la selección de artículos mostrados se basaba en mis palabras clave y…

Jesús.

Jesucristo.

¿Podía ser cierto?

Abrí el artículo y lo leí… y luego volví a leerlo.

Chandragupta. Era un nombre que no había escuchado antes; no podía ser su área, o si no…

Hipervínculos; su biografía. No, no, es auténtico. Y por eso…

Tenía el corazón desbocado y se me nubló la vista.

Oh, Dios mío. Oh, Dios mío.

Tal vez debiera enviarle un e-mail, pero…

Pero, maldición, no podía. Allí se nos permitía seguir las noticias de la Tierra (nunca hubiese ido si no hubiera podido seguir a los Blue Jays), pero no se nos permitía ningún tipo de comunicación con la gente de la Tierra.

Cristo, ¿por qué no podía haber sucedido eso hacía unas cuantas semanas, antes de gastarme todo mi dinero en el proceso Mindscan y marcharme a la Luna? ¡Qué desperdicio!

Pero eso era irrelevante. Era sólo dinero. Aquello era mucho más importante.

Era una enormidad.

Eso lo cambiaba todo.

Releí la noticia para asegurarme de que no estaba confundido. Y no lo estaba. Era real.

Estaba emocionado y excitado y eufórico. Salí de mi apartamento y llegué prácticamente dando botes a las oficinas de Inmortex.

El administrador jefe de Alto Edén era un hombre llamado Brian Hades: alto, cincuentón, ojos claros, pelo gris plateado recogido en una coleta, barba blanca. Lo habíamos conocido a nuestra llegada; me había parecido que tenía un nombre cojonudo y, aunque su tono nunca se desviaba de su habitual elegancia tipo el-cliente-siempre-tiene-la-razón, su mandíbula barbuda se había cerrado de un modo que sugería que yo no era el primero en hacer el chiste. De todas formas, allí no había mucha burocracia: entré por la puerta de su despacho y le dije hola.

—Señor Sullivan —respondió él de inmediato, levantándose de detrás de su escritorio en forma de riñón: todavía no éramos tantos pellejos como para que no pudiera llevar la cuenta—. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Tengo que regresar a la Tierra.

Hades alzó las cejas.

—No podemos permitir eso. Conoce usted las reglas.

—No lo entiende. Han encontrado una cura para mi problema.

—¿Qué problema es ése?

—El síndrome de Katerinsky. Una especie de malformación arteriovenosa del cerebro. Por eso estoy aquí. Pero hay una nueva técnica que puede curarlo.

—¿De verdad? —dijo Hades—. Es una noticia maravillosa. ¿Cuál es la cura?

Me conocía el vocabulario de memoria: había vivido con él toda la vida.

—Usando nanotecnología, introducen endovascularmente partículas en la MAV para despejar el nidus: eso elimina por completo la MAV. Como las partículas usan nanofibras basadas en carbono, el cuerpo no las rechaza, ni siquiera repara en ellas.

—Y eso significa… ¿qué? ¿Que viviría un lapso de vida normal?

—¡Sí! ¡Sí! Así que, verá…

—Eso es magnífico. ¿Dónde llevan a cabo el procedimiento?

—En el John Hopkins.

—Ah. Bien, no puede usted ir allí, pero…

—¿Cómo que no puedo? ¡Estamos hablando de salvar mi vida! Sé que tienen ustedes normas, pero…

Hades alzó una mano.

—Y no pueden quebrantarse. Pero no se preocupe. Contactaremos con ellos de su parte, y haremos que venga uno de sus médicos. Tiene beneficios médicos ilimitados, aunque…

Sé lo que estaba pensando. Que mi contable (el bueno de Larry Hancock) se fijaría en los… ¿qué? ¿Millones? Los millones que esto costaría. Pero Hades no me entendía.

—No, no, no lo comprende. Todo es diferente ahora. El estado físico bajo el que accedí a quedarme aquí ya no es pertinente.

La voz de Hades fue infinitamente solícita.

—Señor, lo siento. Puede tener por seguro de que nos encargaremos de que reciba esa cura… e inmediatamente, ya que comprendemos lo precario que es su estado de salud actual. Pero no puede marcharse de aquí.

—Tienen que dejarme ir —dije, mis palabras cargadas de tensión.

—No podemos. No tiene hogar ahí fuera, ni dinero, ni identidad. Nada. Éste es el único sitio para usted.

—No, no comprende…

—Oh, sí que lo comprendo. Mire… ¿qué edad tiene?

—Cuarenta y cuatro años.

—¡Piense en lo afortunado que es! Yo tengo cincuenta y dos, y tendré que trabajar durante muchos años, pero usted ha logrado jubilarse una década o dos antes que la mayoría de la gente, y está disfrutando de un entorno de lujo absoluto.

—Pero…

—¿No es cierto? ¿Le falta algo aquí? Sabe que nos enorgullecemos de nuestro servicio. Si hay algo que no esté a la altura de lo que esperaba, sólo tiene que pedirlo. Lo sabe.

—No, no… Todo es muy agradable, pero…

—Bien, pues entonces, señor Sullivan, no hay nada de lo que preocuparse. Podrá tener aquí todo lo que puede tener en el exterior.

—Todo no.

—Dígame qué es lo que quiere. Haré todo lo que esté en mi mano para asegurarme de que su estancia aquí sea feliz.

—Quiero irme a casa.

Sonó demasiado quejumbroso, como en mis primeros días en el campamento de verano, hacía tantos años. Pero era lo que quería en aquel momento, más que ninguna otra cosa del mundo. Quería irme a casa.

—Lo siento enormemente, señor Sullivan —dijo Hades, sacudiendo lentamente la cabeza de un lado a otro, y la coleta se agitó mientras lo hacía—. De ninguna manera puedo permitirlo.

Загрузка...