Esa noche, a eso de las tres de la madrugada, le conté a Karen lo de la extraña interacción que al parecer estaba teniendo con otras instalaciones mías. Paseábamos por los cuidados jardines de su mansión. Los insectos zumbaban y los murciélagos revoloteaban. La luna era una alta sonrisa que nos miraba; en alguna parte de su cara oculta, naturalmente, estaba el otro yo que se suponía que existía… el original biológico.
—Como estoy seguro de que sabes —dije—, hay un fenómeno en la física cuántica que se llama «enlace». Permite que las partículas cuánticas se conecten simultáneamente a través de cualquier distancia; medir una afecta a la otra, y viceversa.
Karen asintió.
—Aja.
—Y, bueno, ha habido teorías de que la conciencia es de naturaleza mecánico-cuántica desde hace mucho tiempo… La más famosa, supongo, es la obra de Roger Penrose, de los años ochenta del siglo XX.
—Sí —dijo Karen, amistosamente—. ¿Pero?
—Bueno, pienso… no me preguntes exactamente cómo; no estoy seguro de cuál es el mecanismo, pero creo que Inmortex ha hecho copias múltiples de mi mente, y que de algún modo, de vez en cuando, conecto con ellas. Doy por sentado que es un enlace cuántico, pero supongo que podría ser otra cosa. Pero, de todas formas, las oigo, como voces en mi cabeza.
—¿Como… como telepatía?
—Humm, odio esa palabra… tiene extrañas connotaciones psíquicas. Además, no oigo los pensamientos de otras personas; oigo los míos propios… más o menos.
—Perdóname, Jake, pero parece más probable que algo no esté funcionando bien en tu nuevo cerebro. Estoy segura de que si se lo contaras al doctor Porter, él…
—¡No! No. Inmortex está haciendo algo malo. Lo… lo siento.
—Jake…
—Es inherente a la tecnología Mindscan: la habilidad de hacer tantas copias como quieras de la mente fuente.
Karen y yo íbamos de la mano. No proporcionaba la misma sensación de intimidad que cuando éramos de carne y hueso, pero, claro, al menos mis manos no sudaban.
—¿Pero por qué querrían hacer eso? —dijo ella—. ¿A qué propósito podría servir?
—Para robar secretos comerciales. Robar códigos de seguridad personal. Chantajearme.
—¿A santo de qué? ¿Qué has hecho?
—Bueno… nada de lo que me avergüence.
El tono de Karen era burlón.
—¿De verdad?
Yo no quería quedar como un tonto, pero me puse a considerar su pregunta un momento.
—Sí, de verdad; no hay nada en mi pasado por lo que yo pagaría una buena cantidad de dinero por mantenerlo en secreto. Pero ésa no es la cuestión. Podrían estar dando palos de ciego. A ver qué encuentran.
—¿Como la fórmula de la Oíd Sully's Premium Dark?
—Karen, seamos serios. Está pasando algo.
—Oh, estoy segura de que sí —dijo ella—. Pero, sabes, y o oigo voces en mi cabeza todo el tiempo… las voces de mis personajes. Es un hecho vital, siendo escritora. ¿Podría ser eso que estás experimentando algo parecido?
—Yo no soy escritor, Karen.
—Bueno, pues muy bien. Vale. Pero ¿has leído alguna vez a Julián Jaynes?
Negué con la cabeza.
—¡Oh, en la facultad me encantaba! El origen de la conciencia en el colapso de la mente bicameral… un libro sorprendente. ¡Y qué título! Mi editora nunca me dejaría poner un título así. Jaynes dijo que los dos hemisferios son básicamente dos inteligencias separadas, y que las voces de ángeles y demonios que la gente decía oír en la Antigüedad procedían realmente del otro lado de sus propias cabezas. —Me miró— Tal vez la integración de tu nuevo cerebro no funciona del todo bien. Llama al doctor Porter para que afine unas cuantas cosas, y estoy seguro de que desaparecerá.
—No, no. Es real.
—¿Puedes hacerlo ahora? ¿Conectar con otro tú?
—No lo hago a voluntad. Y sólo sucede de vez en cuando.
—Jake… —dijo Karen amablemente, dejando mi nombre flotar en el aire nocturno.
—No, de verdad. Sucede realmente.
—Jake, ¿has oído hablar de la escritura asistida? —Su tono era infinitamente amable—. ¿O de las mesas ouija? ¿O del síndrome de la falsa memoria? La mente humana puede convencerse a sí misma de que todo tipo de cosas tienen una realidad externa, o que proceden de otra parte, cuando las hace ella misma.
—Eso no es lo que está sucediendo en mi caso.
—¿No? ¿Te han dicho esas… voces algo que ya no supieras? ¿Algo que no pudieras saber, pero que pudiéramos comprobar para ver si es cierto?
—Bueno, no, por supuesto que no. Las otras instalaciones están aisladas en alguna parte.
—¿Y por qué? ¿Por qué no detecto yo nada similar?
Me encogí un poco de hombros.
—No lo sé.
—Deberías preguntárselo al doctor Porter.
—No —dije—. Y no le hables del asunto tú tampoco… No hasta que descubra qué está pasando.
Al día siguiente, a las diez de la mañana, María López se enfrentó a Karen, que había vuelto a subir al estrado.
—Buenos días, señora Bessarian.
—Buenos días.
—¿Ha tenido un agradable… un agradable interregnum desde nuestra última sesión? —preguntó López.
—Sí.
—¿Qué ha estado haciendo, si puedo preguntarlo?
Deshawn alzó la voz.
—¡Protesto, señoría! ¡Irrelevante!
—Déme un poco de margen, señoría —dijo López.
—Muy bien —dijo Herrington—. Señora Bessarian, conteste a la pregunta.
—Bueno, veamos. He leído, visto una película, escrito parte de una nueva novela, navegado por la Red. He ido a dar un agradable paseo.
—Muy bien. Muy bien. ¿Algo más?
—Todo tipo de cosas insignificantes. En realidad no estoy segura de adonde quiere ir a parar, señora López.
—Bueno, entonces déjeme que se lo pregunte directamente: ¿durmió anoche?
—No.
—No durmió. Entonces, podemos decir que no soñó tampoco, ¿no es así?
—Obviamente.
—¿Por qué no durmió?
—Mi cuerpo artificial no lo necesita.
—¿Pero podría usted dormir, si lo quisiera?
—Yo… no estoy segura de por qué nadie desearía dormir si no fuera necesario.
—Está esquivando la pregunta. ¿Puede dormir?
Karen guardó silencio unos instantes.
—No. Aparentemente, no.
—No ha dormido desde que fue reinstalada en esta forma, ¿correcto?
—Es correcto, sí.
—Y por tanto no ha soñado, ¿no?
—No he soñado.
Deshawn se puso en pie.
—Señoría, esto no es un interrogatorio.
—Lo siento —dijo López—. Sólo unas cuantas galanterías para empezar el día. —Tomó un gran libro de papel de la mesa y se puso en pie—. Hemos estado discutiendo sus parámetros físicos, señora Bessarian. Empecemos con algo sencillo. Su edad.
—Tengo ochenta y cinco años.
—¿Y su fecha de nacimiento?
—29 de mayo de 1960.
—¿Y cómo nació?
—Yo… ¿Cómo dice?
—¿Fue un parto normal? ¿Una cesárea? ¿Algún otro procedí miento?
—Un parto normal, al menos para los haremos de la época. Administraron anestesia a mi madre, se le provocó el parto y no permitieron entrar a mi padre en el paritorio. —Karen miró directamente al banco del jurado, esperando ganarse un punto—. Hemos progresado mucho desde entonces.
—Un parto normal —dijo López—. A través del canal dilatado, la luz del día, una palmadita en el culito… Imagino que eso estaba todavía de moda entonces.
—Sí, eso creo.
—Un primer llanto.
—Sí.
—Y, naturalmente, el corte del cordón umbilical.
—Eso es.
—El cordón umbilical, a través del cual su madre le transmitió nutrientes al embrión en desarrollo, ¿correcto?
—Sí.
—Un cordón cuya eliminación deja una cicatriz, algo que llamamos ombligo, ¿no?
—Eso es correcto.
—Y esas cicatrices son de dos formas… Hacia dentro y hacia fuera, ¿no es así?
—Sí.
—¿Y cómo la tiene usted, señora Bessarian?
—¡Protesto! —dijo Deshawn—. ¡Irrelevante!
—El señor Draper sacó el tema de los datos biométricos —dijo López, abriendo los brazos—. Sin duda se me permitirá explorarlos todos, no sólo aquellos con los que el señor Draper pueda hacer trucos de salón.
El rostro alargado del juez se agitó arriba y abajo.
—Denegada.
—Señora Bessarian —dijo López—, ¿cómo la tiene…, hacia dentro o hacia fuera?
—Hacia dentro.
—¿Podemos verlo?
—No.
—¿Y por qué no?
Karen alzó el brazo.
—Porque no tendría sentido ninguno y, como estoy segura que el juez comprenderá, beneficiará escasamente la dignidad de este tribunal. Espera usted que yo no tenga ombligo ninguno, para poder marcarse un tanto. Pero, naturalmente, lo tengo: mi cuerpo es anatómicamente correcto. Y así, con mi vientre expuesto, usted intentaría entonces recalcar que mi ombligo no está hecho de tejido cicatrizado sino que es una marca esculpida. Déjeme ahorrarle la molestia. Le concedo que en efecto es esculpido. Pero puesto que los ombligos no sirven de nada, eso difícilmente es significativo. El mío es tan bueno como el de cualquiera. —Miró directamente al jurado de nuevo, con una sonrisa triunfal—. Hasta cría pelusa.
Los miembros del jurado, incluso el juez, se rieron.
—Continúe —dijo Herrington.
—Muy bien —dijo López, algo chasqueada—. Señoría, ¿puedo presentar la primera prueba del demandado, una copia en papel del manual de funcionamiento del terminal de transacciones que el señor Draper presentó ayer?
—¿Señor Draper? —preguntó el juez Herrington.
—Ninguna objeción.
—Se admite la prueba —dijo el juez.
—Gracias —contestó López. Cruzó el pozo, se acercó al estrado y le tendió el manual a Karen—. Como puede ver, he marcado una página concreta. ¿Quiere abrir el manual por esa página?
Karen así lo hizo.
—¿Y quiere leer el párrafo señalado?
Karen se aclaró la garganta (un poco de teatro mecánicamente innecesario) y leyó:
—«Este escáner usa datos biométricos para asegurar la seguridad de las transacciones. Se ejecuta el escaneo de una huella dactilar o un escaneo retinal para verificar la identidad del usuario. No hay dos seres humanos que tengan las huellas dactilares idénticas, ni dos individuos comparten las mismas pautas retinales. Al medir ambas características físicas, la seguridad de la transacción queda asegurada.» Así que ya ve…
—Suena impresionante, ¿verdad?
—Sí. Y es exactamente lo que hizo el terminal…
Perdóneme, señora Bessarian, sólo puede responder a las preguntas que yo le plantee. —López hizo una pausa— No, lo siento, no deseo ser ruda. ¿Hay algún comentario que quiera añadir?
Bueno, sólo que el escáner me reconoció como Karen Bessarian.
Sí, lo hizo. En áreas biométricas clave, al parecer es usted idéntica (o al menos tanto como es necesario) a la Karen Bessarian original.
—Eso es.
—Ahora, con la venia, me gustaría probar algo. Señoría, pruebas del demandado dos, tres y cuatro. La número dos es una mano artificial, y la número tres es un ojo artificial; ambas (como atestigua la número cuatro, el certificado de procedencia), producidas por Morrell GmbH de Dusseldorf, una importante fábrica de prótesis corporales. De hecho, Morrell es la compañía que contrata Inmortex para fabricar los repuestos que usa.
Hubo unos quince minutos de objeciones y argumentos antes de que el juez aceptara las pruebas. Finalmente, continuamos la vista, y López le tendió a Karen la mano artificial.
—¿Quiere por favor pulsar el pulgar de la mano artificial contra la placa escaneadora del terminal?
Karen así lo hizo, reacia. Se encendió una luz verde. Yo antes odiaba estas cosas, porque no podía distinguir si la luz era roja o verde.
Entonces le tendió a Karen el ojo artificial.
—¿Y quiere acercar esto a la lente del terminal?
Karen así lo hizo también, y una segunda pantalla verde cobró vida.
—Ahora, señora Bessarian, ¿quiere ser tan amable de leer a este tribunal lo que dice la pantalla?
Le mostró el aparato. Karen lo leyó.
—Di…
—¿Sí, señora Bessarian?
—Dice: «Identidad confirmada: Bessarian, Karen C.»
—Gracias, señora Bessarian.
Retiró el aparato de la mano flácida de Karen y pulsó algunas teclas con lenta deliberación. Cuando terminó, volvió a entregarle a Karen el aparato.
—Me gustaría que ahora hiciera por mí lo que hizo por el señor Draper: transferir diez dólares a mi propia cuenta bancaria. Naturalmente, para hacerlo, necesitaremos su número PIN.
Karen frunció el ceño.
—Es sólo PIN —dijo.
López pareció momentáneamente confundida.
—¿Cómo dice?
—PIN significa «Número de Identificación Personal». Sólo la gente que trabaja para el Departamento de Redundancia Departamental lo llama número PIN.
La boquita del juez Herrington sonrió.
—Bien —dijo López—. Lo que necesitamos ahora es su PIN, para poder completar la transacción.
Karen se cruzó de brazos sobre el pecho.
—No creo que el tribunal pueda obligarme a divulgarlo.
—No, no, por supuesto que no. La intimidad es importante. ¿Puedo?
López extendió la mano para hacerse con el terminal, y Karen se lo entregó. Pulsó algunos números de la unidad y luego se la devolvió a Karen.
—¿Quiere leer lo que dice?
El rostro de plástico de Karen no era tan expresivo como uno de carne, pero pude ver su consternación.
—Dice: «PIN válido.»
—¡Vaya, quién lo iba a decir! —declaró López—. Sin usar su huella dactilar, ni su pauta retinal, o ningún conocimiento exclusivo suyo, hemos conseguido acceder a su cuenta, ¿no?
Karen no dijo nada.
—¿No, señora Bessarian?
—Aparentemente.
—Bueno, en ese caso, ¿por qué no continuamos y transferimos diez dólares a mi cuenta, igual que hizo con el señor Draper?
—Prefiero no hacerlo.
—¿Qué? —dijo López—. Oh, ya veo. Sí, por supuesto, tiene usted razón. Esto es totalmente injusto. Después de todo, el señor Draper le dio diez dólares primero. Así que supongo que yo también debería darle un reagan.
Rebuscó de nuevo en el bolsillo de la chaqueta, sacó la mano y ofreció una moneda.
Karen se cruzó de brazos y se negó a aceptarla.
—Ah, bueno —dijo López, pelando el envoltorio dorado y revelando el disco de chocolate con leche de dentro. Se lo metió en la boca, y masticó—. Este es falso, de todas formas.