19

Me sentía tan fastidiado por tener que estar atrapado en la Luna que resultó sorprendente conocer a otra persona de mi edad que estuviera entusiasmada por ello. Pero el doctor Pandit Chandragupta era exactamente eso.

—Gracias —no paraba de decir una y otra vez, en el despacho de Brian Hades—. Gracias, gracias. Siempre he deseado salir al espacio… ¡Qué emoción!

Yo estaba sentado en una silla. Brian Hades ocupaba la suya, más grande, al otro lado del escritorio en forma de riñón. Por su parte, Chandragupta estaba de pie junto a la ventana redonda, contemplando el paisaje lunar.

—Me alegro de que haya podido venir, doctor —dije.

Se volvió hacia mí. Tenía un rostro delgado y cincelado, de piel oscura, pelo oscuro, ojos oscuros y barba oscura.

—¡Oh, y yo también! ¡Yo también!

—Sí —dije, y naturalmente me abstuve de añadir que creía que había quedado claro.

—¡Y usted debe estar contento también! —dijo Chandragupta—. Su enfermedad es bastante rara, pero ya he llevado a cabo este proceso dos veces y ha sido un completo éxito.

—¿Hay algo especial que debamos hacer después con el señor Sullivan? —preguntó Hades.

Enviarme a casa, pensé.

Chandragupta negó con la cabeza.

—En realidad no. Naturalmente, se trata de cirugía cerebral, aunque sin cortes. Hay que tener cuidado: el cerebro es la más delicada de las creaciones.

—Entiendo —dijo Hades.

Chandragupta contempló de nuevo la superficie lunar.

—¿Qué fue lo que dijo Aldrin? —preguntó…, fuera quien fuese Aldrin—. «Magnífica desolación.» —Sacudió la cabeza—. Exactamente eso. Exactamente.

Dio despacio la espalda a la ventana y su voz sonó triste.

—Pero supongo que debemos ponernos a trabajar, ¿no? La cura requerirá muchas horas. ¿Quiere venir conmigo al quirófano?

La cura. Sentí que mi corazón latía con fuerza.


Karen estaba en su despacho respondiendo los e-mails de sus fans: recibía docenas de mensajes cada día de gente que amaba sus libros, y aunque tenía un programita que componía una breve respuesta a cada mensaje, siempre las repasaba y a menudo las modificaba personalmente.

Yo estaba en el salón, viendo un partido de béisbol en la pantalla mural de Karen: los Blue Jays en el Yankee Stadium. Pero cuando el partido terminó (los Jays tendrían de verdad que hacer algo con sus bases) apagué la pantalla y me encontré mirando la nada, y…

¿Qué quiere decir con que no me puedo ir a casa?

La voz carecía de sonido, pero era perfectamente clara.

Me dijeron después de las pruebas iniciales que podría irme a casa.

—¿Jake? —Pronuncié mi nombre en voz alta de un modo que no creo haber hecho antes.

¿Quién es?

—¿Jake? —repetí.

¿Sí?¿Quién es?

La respuesta fue inmediata: no hubo lapso temporal. —¿Estás en la Luna?

¿La Luna? No, por supuesto que no. Allí está el original biológico.

—¿Entonces dónde estás tú? ¿Quién eres?

Yo…

Pero entonces Karen entró en la habitación y la extraña voz-que-no-era-una-voz desapareció.

—Oh, querido, tienes que oír esto —dijo, enseñándome un e-mail impreso—. Es de una niña de ocho años de Venezuela. Dice…

Me desperté en la sala de recuperación de Alto Edén, con unas fuertes luces fluorescentes enfocándome los ojos… Al menos no las veía desde arriba…

Me dolía la cabeza horriblemente y necesitaba orinar, pero estaba decididamente vivo. Pensé brevemente en mi otro yo, allá en la Tierra, en el mundo real… A él posiblemente nunca le dolería la cabeza, y desde luego nunca tendría que orinar.

Vi al doctor Chandragupta y una médica que se llamaba Ng al otro lado de la sala, charlando. Chandragupta parecía estar contando un chiste; no entendí las palabras, pero Ng tenía la típica expresión de es-pero-que-sea-bueno que tiene quien está soportando una narración demasiado larga antes del golpe de gracia. Supuse que eso era un signo positivo: un cirujano que hubiera acabado una operación sin éxito no tendría ganas de broma. Esperé a que Chandragupta terminara. La gracia al parecer fue suficiente: Ng se rió con ganas, le dio un golpecito a Chandragupta en el antebrazo y declaró:

—¡Es malísimo!

Chandragupta sonrió de oreja a oreja, aparentemente encantado con su propio sentido del humor. Traté de hablar, pero tenía la garganta demasiado seca: no pude decir nada. Tragué saliva que pareció papel de lija y lo intenté de nuevo.

—Yo…

Ng miró primero hacia mí y luego Chandragupta hizo otro tanto. Cruzaron la habitación, se inclinaron sobre mí.

—Bueno, hola —dijo Chandragupta, sonriendo, sus ojos oscuros encogiéndose al hacerlo—. ¿Cómo se encuentra?

—Tengo sed.

—Naturalmente.

Chandragupta buscó un grifo, pero era el hospital de Ng: ella sí sabía dónde estaba. Me trajo rápidamente un vaso de papel lleno de agua fría. Me obligué a levantar la cabeza de la almohada; no me pesaba mucho, pero sentía como si me estuvieran dando martillazos en las sienes. Tomé un sorbo, luego otro.

—Gracias —le dije, y luego miré a Chandragupta—. ¿Bien?

—Sí. ¿Y usted?

—No, no. Quiero decir, ¿cómo ha salido?

—Muy bien, casi todo. Hubo un pequeño problema… El nidus estaba muy retorcido; aislarlo fue difícil. Pero al final… éxito.

Me sentí aliviado.

—¿Entonces estoy curado?

—Oh, sí, desde luego.

—¿No hay ninguna posibilidad de una cascada de venas rotas?

Él sonrió.

—No más de la que tiene cualquiera, así que… cuidado con el colesterol.

Sentí no sólo la liviandad de la gravedad lunar: me sentí flotar ingrávido.

—Lo haré.

—Bien. Su doble…

Se detuvo. Había estado a punto de decir que mi doble no tendría que preocuparse por esas cosas, pero yo sí.

—¡Código Azul! ¡Emergencia! —tronó una voz femenina por el altavoz mural.

—¿Qué dem…? —dije yo. Ng ya había echado a correr.

El doctor Chandragupta prácticamente se dio de cabeza contra el techo cuando saltó hacia la puerta.

—Doctor, ¿qué pasa? —le llamé—. ¿Qué está pasando?

—¡Código Azul! ¡Emergencia!

—¡Doctor!


Yo creía que una escritora de éxito se pasaría todo el día dictando a su ordenador. En cambio, Karen parecía pasar casi la mayor parte de su tiempo al teléfono, hablando con su agente literario en Nueva York, su agente cinematográfico en Hollywood, su editora americana, también en Nueva York, y su editor británico en Londres.

Hablaron de muchas cosas: Karen los informó a todos de su nuevo estatus como Mindscan. No pude evitar oír parte de las conversaciones; no es que quisiera ser chismoso, pero los nuevos oídos eran tan condenadamente buenos… Todos aquellos con quienes habló parecían entusiasmados, no sólo porque Karen estaba pensando en escribir una nueva novela (no se había sentido tan llena de energía desde hacía años, dijo), sino porque todos parecían pensar que habría una publicidad enorme si lo hacía: Karen era la primera novelista que transfería su conciencia.

Deambulé por la casa, que era enorme. Karen me la había mostrado el primer día, pero había demasiadas cosas que asimilar. Con todo me dijo que husmeara cuanto quisiera, y eso hice, y me puse a contemplar los cuadros de las paredes (todos originales, por supuesto), y los miles de libros impresos, y sus muebles de premios… sí, en plural. Trofeos, certificados, medallas, una cosa de aspecto grande y fálico llamada Hugo, otra cosa llamada Newbery, docenas más, y…

… no estoy seguro de que esto sea…

Me detuve en seco y me esforcé por escuchar.

… podría ser un error…

Había un leve zumbido producido por el aire acondicionado de la casa, e incluso un ruidito más leve de algún que otro mecanismo dentro de mi cuerpo, pero de todas formas, justo en el umbral de la percepción, también había palabras.

… si ve lo que quiero decir…

—¿Hola? —dije, sintiéndome raro por hablar en voz alta cuando no había nadie cerca—. ¿Hola?

¿Qué dem… ? ¿Quién es?

—Soy yo. Jake Sullivan.

Yo soy Jake Sullivan.

—Aparentemente. Y no eres el biológico original, ¿verdad?

¿Qué? No, no. El está en la Luna.

—Pero se supone que sólo hay uno de nosotros… Una descarga.

Eso es. ¿Entonces quién demonios eres?

—Humm, soy la copia legal.

¿Sí? ¿Cómo sabes que no lo soy yo?

—Bueno, ¿dónde estás tú?

En Toronto… creo. Al menos, no recuerdo haber ido a ninguna parte.

—¿Pero dónde estás exactamente?

Bueno, supongo que en las instalaciones de Inmortex. Pero nunca he visto esta sala antes.

—¿Qué aspecto tiene?

Paredes azules… Eh, por cierto, ya no soy daltónico. ¿Y tú?

—Tampoco.

Sorprendente, ¿verdad?

—¿Qué más hay en esa sala?

Una mesa. Una cama, es como una consulta del médico. Un diagrama de un cerebro en una pared.

—¿Alguna ventana? ¿Puedes ver el exterior?

No. Sólo una puerta.

—¿Puedes ir y venir a donde quieras?

Yo… no lo sé.

—Bueno, ¿dónde has pasado esta última noche?

No lo recuerdo. Aquí, supongo…

—¿Dónde estás instalado? ¿En un cuerpo sintético?

Sí., exactamente en el que ordené.

—Yo también. ¿Hay alguien más cerca? ¿Algún otro Mindscan?

No que yo pueda ver. ¿Y tú? ¿Dónde estás tú?

—En Detroit.

¿Qué demonios estás haciendo allí?

—No importa. —Es curioso: no sé por qué no quise abundar en el tema… sobre todo conmigo mismo—. Pero he estado en nuestra casa en Toronto.

¿Entonces tú eres la instalación original y reconocida, pues?

—Sí.

Y yo soy una… una especie de copia pirata…

—Eso parece.

Pero ¿por qué?

—No tengo ni idea. Pero esto no está bien. Se suponía que sólo iba a haber una instalación.

¿Qué… qué harías conmigo, si me encontraras?

—¿Perdona?

Quieres desconectarme, ¿verdad? Soy una afrenta a tu sentido del yo.

—Humm, bueno…

No estoy seguro de querer ayudarte. Quiero decir, no me gusta estar aquí atrapado, pero es mejor que la alternativa que propondrías.

—Mira, sea lo que sea que esté haciendo Inmortex, hay que impedirlo.

Yo… tal vez… si tú…

—Te estoy perdiendo. Estás alejándote…

Viene alguien. Yo…

Y se fue. Esperé que tuviera el buen juicio de no decir adiós con la mano… por muy electrónica e impulsada por baterías que fuera.


La muerte de Karen Bessarian fue una sorpresa para todos los que estábamos en la Luna. Quiero decir, yo sabía intelectualmente que todos esos pellejos descartados iban a morir pronto, pero el hecho de que uno de ellos expirara provocó una conmoción en toda la comunidad.

Me caía bien Karen, y me gustaban sus libros. La mayoría de los que estábamos en la Luna no habíamos forjado lazos todavía: no nos conocíamos desde hacía lo suficiente. Pero Karen sin duda había causado impacto en un montón de vidas, aunque no podía decir cuántas lágrimas fueron por ella y cuántas más egoístas, porque había demostrado la mortalidad de esa gente. Me sentí doblemente angustiado, porque la muerte de Karen se produjo inmediatamente después de mi propia cura. No soy dado a pensamientos espirituales, pero fue casi como si hubiera actuado algún tipo de fuerza para conservar la vida en acción.

Me alegró ver que se celebraba un servicio religioso por Karen. Sabía que Inmortex no notificaría su muerte a nadie en la Tierra, pero la compañía era consciente de la necesidad de dejar las cosas descansar, literal y figuradamente.

La religión no tenía demasiada relevancia en el cielo gatuno de Heaviside. Supongo que no era sorprendente: no era probable que la gente que creía en la otra vida transfiriera su conciencia. A pesar de todo, un hombrecito muy simpático llamado Gabriel Smythe, que tenía el pelo platino, la tez florida y un cultivado acento británico, celebró un precioso servicio seglar. La mayoría de los ancianos asistieron: en conjunto, seríamos unos veinte. Me senté junto a Malcolm Draper.

La ceremonia tuvo lugar en un pequeño salón con una docena de mesas redondas, cada una de ellas lo bastante grande para cuatro personas. Se usaba para juegos de mesa, pequeñas conferencias y esas cosas. No había ningún ataúd, sino una sucesión de imágenes de Karen, y su sonrisa torcida, en todas las paredes. Había montones de flores en un extremo de la sala, pero yo llegué pronto y vi que sólo unos cuantos ramos eran de verdad, traídos, imagino, del invernadero; el resto (cientos de flores) eran hologramas que el técnico no conectó hasta después de que yo entrara.

Smythe, vestido con un jersey de cuello alto negro y una chaqueta gris oscuro, se situó en un extremo de la sala.

—Karen Bessarian sigue viva —dijo. Llevaba gafas de montura al aire. Miró por encima del borde y continuó—: Sigue viva en los corazones y las mentes de los millones de personas que disfrutaron sus libros, o las películas y los juegos basados en ellos.

En silencio, una pareja de camareros fue sirviendo tandas de copas de vino tinto, cosa que me sorprendió. Karen era judía, pero yo sólo había visto vino litúrgico en las ceremonias católicas. Acepté la copa que se me ofrecía, aunque todavía me dolía la cabeza; me preguntaba cuándo se me pasaría.

—Pero, más que eso —dijo Smythe—, ella sigue viviendo en cuerpo, allá en la Tierra. Deberíamos sentir algo de pena por lo que ha sucedido aquí, pero también deberíamos sentir alegría: alegría porque Karen se transfirió a tiempo, alegría porque continúa viva.

Hubo unos cuantos murmullos de apreciación por parte del público, pero también unos cuantos sollozos apagados.

Y Smythe los reconoció.

—Sí —dijo—, es triste que ya no tengamos a Karen con nosotros. Todos echaremos de menos su inteligencia y su valor, su fuerza y su encanto sureño. —Hizo una pausa mientras los camareros terminaban de servir las últimas copas—. Karen no era muy religiosa, pero sí se sentía ferozmente orgullosa de su herencia judía, y por eso me gustaría proponer un brindis del Talmud. Damas y caballeros, el vino que tienen en la mano es kosher, naturalmente. Si quieren alzar sus copas…

Todos lo hicimos.

Smythe se volvió hacia la pared que tenía más cerca, donde se mostraba el rostro de Karen y su tranquila semisonrisa. Hizo un gesto a la imagen con la copa, y antes de dar un sorbo proclamó:

—¡L'chayim!

—¡L'chayim! —repetimos todos, bebiendo también.

¡L'chayim! ¡Por la vida!


Estábamos en el salón de la casa de Karen en Detroit, viendo la televisión en la pantalla mural. Sonó el teléfono. Karen miró el indicador de llamada.

—Humm —fue todo lo que dijo antes de tocar un control. La señal del videófono estaba conectada con el monitor de televisión, que ampliaba la imagen más de lo que permitía su resolución; tal vez con sus antiguos ojos biológicos Karen no se había dado cuenta de eso.

—Austin —dijo ella, reconociendo al hombre de rostro de halcón que apareció en la pantalla—. ¿Qué ocurre?

—Hola, Karen. Um, ¿quién te acompaña?

—Austin Steiner, te presento a Jacob Sullivan.

—Señor Steiner —dije yo.

—Austin es mi abogado —me informó Karen—. Bueno, uno de ellos, al menos. ¿Qué pasa, Austin?

—Mmm, es un…

—¿Asunto privado? —dije. Me levanté—. Iré a…

Iba a decir «prepararme una taza de café», pero era ridículo.

—Me iré a otra parte.

Karen sonrió.

—Gracias, querido.

Me marché, sintiendo los ojos de Steiner sobre mí. Me fui a otra habitación, dedicada a la afición de Ryan, los restos de cosas muertas hacía muchísimo tiempo. Estaba allí entretenido, vagamente consciente de las voces que sonaban en la puerta de al lado, cuando oí a Karen llamarme por mi nombre.

—¡Jake!

Corrí de vuelta al salón.

—Jake —repitió Karen, en voz más baja—. Creo que tendrías que oír esto. Austin, cuéntale lo que me acabas de decir.

El rostro de Steiner se retorció aún más, como si acabara de probar algo desagradable.

—Muy bien. El hijo de la señora Bessarian, Tyler Horowitz, ha contactado conmigo para impugnar el testamento de la señora Bessarian.

—¿El testamento? —dije yo—. Pero Karen no está muerta.

—Tyler parece pensar que la versión biológica de Karen ha fallecido —dijo Steiner.

Miré a Karen. Los rostros artificiales no siempre reflejaban bien las emociones; me pregunté en qué estaría pensando. Sin embargo, al cabo de un instante, me volví hacia Steiner.

—Incluso así, Karen sigue viva… Está aquí, en Detroit. Y la Karen biológica quiso que esta Karen tuviera sus derechos legales de persona.

Steiner tenía cejas finas y oscuras. Las alzó.

—Al parecer Tyler quiere que el tribunal decida si esa transferencia es válida.

Sacudí la cabeza.

—Pero aunque Karen sea… un…

—¿Un pellejo? —dijo Steiner—. ¿No es ése el término? ¿Pellejo descartado?

Asentí.

—Aunque su pellejo haya muerto, ¿cómo lo averiguó Tyler? Inmortex no comunica ese tipo de información.

—Un soborno, tal vez —dijo Steiner—. ¿Cuánto podría haber hecho falta para que alguien de Alto Edén estuviera de acuerdo en avisarle cuando muriera el pellejo? Dada la cantidad de dinero que está en juego…

—¿Es mucho? —pregunté—. No me refiero a todas las posesiones… sino a la porción que dejaste específicamente para Tyler.

—Oh, sí —respondió Karen—. ¿Austin?

—Aunque Karen ha contribuido generosamente a varias obras de caridad, Tyler y sus dos hijas son los únicos beneficiarios de su testamento. Habrán de heredar algo más de cuarenta mil millones de dólares.

—Oh, Dios —dije. No estoy seguro de por qué precio vendería a mi propia madre, pero nos estábamos acercando…

—No querrás que esto vaya a los tribunales, Karen —dijo Steiner—. Es demasiado arriesgado.

—Entonces ¿qué debo hacer?

—Negócialo. Ofrécele una cifra a cuenta de, digamos, el veinte por ciento de la cantidad que heredará. Será lo bastante rico.

—¿Un acuerdo? —dijo Karen—. Nos han demandado injustamente antes, Austin. —Me miró—. Les sucede a todos los escritores de éxito. Y mi política es no llegar a ningún acuerdo sólo por hacer desaparecer las cosas.

Steiner frunció el ceño.

—Es más seguro que ir a juicio. Toda la base legal de tu persona transferida es un castillo de naipes: es un concepto completamente nuevo y no hay ningún precedente legal todavía. Si pierdes… —La mirada de Steiner se posó sobre mí—. Todos los que son como tú pierden. —Sacudió la cabeza—. Sigue mi consejo, Karen: corta esto de raíz. Compra a Tyler.

Miré a Karen. Ella guardó silencio un rato, pero luego negó con la cabeza.

—No —dijo—. Yo soy Karen Bessarian. Y si tengo que demostrarlo, lo haré.

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