9

El avión espacial seguía ascendiendo. Yo había creído que la aceleración constante sería incómoda, pero no lo era. Por la ventanilla podía ver la luz del sol reflejándose en el océano Atlántico, muy por debajo. Volví la cabeza para mirar el interior y el hombre presumiblemente pelirrojo sentado a mi lado aprovechó la oportunidad.

—Bueno, ¿cuál es su trabajo? —preguntó.

Lo miré. En realidad no tenía trabajo ninguno, pero sí una respuesta que parecía veraz.

—Me dedico a las inversiones.

Pero eso hizo que su frente moteada se arrugara.

—¿Inmortex planea inversiones en la Luna?

Entonces me di cuenta de la fuente de su confusión.

—No soy empleado de Inmortex —dije—. Soy un cliente.

Sus ojos claros se abrieron de par en par.

—Oh, disculpe.

—No hay de qué.

—Es que es usted el cliente más joven que he visto jamás. Le dirigí una sonrisa con la esperanza de que no fuera una invitación a más preguntas.

—Siempre he sido muy precoz.

—Ah —dijo el hombre. Me tendió una mano tan pecosa como su cara—. Quentin Ashburn.

Se la estreché.

—Jake Sullivan.

En realidad no quería seguir hablando sobre mí, así que pregunté:

—¿A qué se dedica, Quentin?

—Al mantenimiento del lunabús.

—¿Lunabús?

—Es un vehículo de superficie para largas distancias —dijo Quentin—. Bueno, en realidad, vuela sobre la superficie. Es la mejor manera de cubrir rápidamente un montón de territorio lunar. Subirá a uno cuando lleguemos a la Luna: el viaje desde la Tierra sólo nos lleva hasta la cara visible.

—Cierto. Lo he leído.

—Oh, los lunabuses son fascinantes —dijo Quentin.

—Estoy seguro de que sí.

—No se pueden usar aviones en la Luna, porque…

—Porque no hay aire —dije.

Quentin pareció un poco chasqueado porque le había robado la sorpresa, pero continuó de todas formas.

—Así que hace falta un tipo diferente de vehículo para pasar del punto A al punto B.

—Eso imaginaba.

—Eso es. Ahora bien, el lunabús… está impulsado por cohetes, ¿sabe? Es curioso, porque en vez de contaminar la atmósfera, le estamos dando a la Luna una… una atmósfera infinitésima, ciertamente, y toda por los gases de expulsión de los cohetes. Para el lunabús, usamos monohidrazina…

Me di cuenta de que iba a ser un viaje muy largo.


Estaba pillándole poco a poco el tranquillo a caminar con mis piernas nuevas gracias a la ayuda de Karen Bessarian. Siempre había sido impaciente: supongo que pensar que no tienes mucho tiempo por delante era parte de la causa. Naturalmente, Karen, a sus ochenta y tantos años, debía de haber sentido igualmente que sus días estaban contados. Pero al parecer se había adaptado de inmediato a la idea de ser más o menos inmortal, mientras que yo seguía atascado en el esquema mental de que el tiempo se me agotaba.

Ah, bien. Seguro que haría la transición. Después de todo, se supone que son los ancianos los que están apegados a sus modos y costumbres, no tipos como yo. Pero no… eso era injusto. Dicen que eres tan joven como te sientes, y Karen desde luego no parecía vieja, tal vez no lo hubiese sido nunca.

Otras cuatro personas además de nosotros habían recibido ese día cuerpos nuevos. Estoy seguro de que todos habían asistido al mismo acto de presentación que yo, pero no me había fijado en nadie más que en Karen, y aquellas personas tenían ahora rostros mucho más jóvenes que aquellos que presumiblemente había visto entonces, así que no reconocí a ninguno. Todos íbamos a pasar allí los siguientes tres días, sometidos a pruebas físicas y psicológicas («diagnosis de hardware y software», había oído que le decía uno de los empleados de Inmortex al doctor Porter, quien dirigió al joven una mirada muy severa).

Me alegró ver que no era el único que tenía problemas para caminar. Una chica (sí, maldición, parecía una chica de unos dieciséis años), iba en silla de ruedas. Los clientes de Inmortex podían elegir la edad que quisieran, por supuesto. Esa reconstrucción debió de basarse en fotos en 2D: si la chica hubiera sido Karen habría tenido dieciséis años a mitad de la década de los setenta del siglo pasado… cuando, creo, los peinados eran ahuecados y la sombra de ojos estaba de moda. Pero quienquiera que fuese no pretendía una regresión. Su pelo era corto y rizado, a la moda actual, y llevaba una banda de rosa brillante de una sien a otra, sobre el puente de la nariz, el tipo de maquillaje de las chicas modernas.

Otros dos sujetos eran también mujeres, y tres eran blancos. Como Karen, habían optado por tener unos treinta años… lo que significaba, irónicamente, que todas esas mentes, que eran mucho más viejas que la mía, estaban alojadas en cuerpos que parecían notablemente más jóvenes incluso que mi nuevo cuerpo. El otro descargado era un varón negro. Había adoptado un rostro sereno de unos cincuenta años. De hecho, ahora que lo pensaba, se parecía a Will Smith; me pregunté si era así originalmente o si había optado por un rostro nuevo.

Karen charlaba con las otras mujeres. Al parecer conocía al menos a una de sus círculos filantrópicos. Supongo que era natural que las cuatro ancianas pasaran el tiempo juntas. Y, consecuentemente, acabé hablando con el otro hombre.

—Malcolm Draper —dijo, tendiendo una manaza.

—Jake Sullivan —respondí, aceptándola. Ninguno de los dos se sintió inclinado a ese tonto juego masculino de demostrar lo fuerte que eres apretando demasiado: probablemente era lo mejor, dadas nuestras nuevas manos robóticas.

—¿De dónde eres, Jake?

—De aquí, de Toronto.

Malcolm asintió.

—Yo vivo en Nueva York. Manhattan. Pero naturalmente no se puede conseguir este servicio allá abajo. Bueno, ¿a qué te dedicas, Jake?

La pregunta que siempre odiaba. No me dedicaba a nada… no para vivir.

—A las inversiones. ¿Y tú?

—Soy abogado. ¿Los llaman letrados aquí arriba?

—Sólo en contextos formales. Abogado, picapleitos.

—Bueno, eso es lo que soy.

—¿Qué especialidad?

—Libertades civiles.

Di la orden mental que usaba para reconfigurar mis rasgos en un gesto impresionado, pero en realidad no tenía ni idea de cómo afectaba eso a mi rostro en aquel momento.

—¿Qué tal el negocio?

—¿En el actual clima político? Montones de casos, poquísimas victorias. Puedo ver la Estatua de la Libertad desde la ventana de mi bufete… pero tendrían que llamarla ahora la estatua de haz exactamente lo que el Gobierno dice que debes hacer. —Sacudió la cabeza—. Por eso me descargué, ¿sabes? No quedan muchos de mi generación… gente que recuerde de verdad cómo era tener libertades civiles, antes de Seguridad Nacional, antes de Littler contra Carvey, antes de que cada billete de dólar y cada producto a la venta tuvieran un chip de seguimiento. Si dejamos que pasen los buenos tiempos sin recordarlos, nunca podremos recuperarlos.

—¿Entonces vas a seguir practicando la ley?

—Sí, en efecto… Cuando aparezcan casos interesantes, claro. —Se metió la mano en el bolsillo—. Mira, voy a dejarte mi tarjeta… por si acaso.


¡La ingravidez era maravillosa!

Algunos de los ancianos tenían miedo y permanecieron atados a sus ergosillones. Pero yo me desabroché el cinturón y floté por la cabina, rebotando suavemente en las paredes, el suelo y el techo. Todos habíamos recibido inyecciones antimareo antes del despegue, y al menos en mi caso la medicina funcionaba a la perfección. Descubrí que podía dar volteretas a gran velocidad y no marearme. El asistente de vuelo nos mostró algunas cosas curiosas, incluida el agua que se convertía en una bola flotante. También nos enseñó lo difícil que era lanzarle algo a otra persona: el cerebro se negaba a creer que lanzarlo en línea recta era la manera adecuada de hacerlo, y seguíamos enviando las cosas hacia arriba, para trazar trayectorias parabólicas contra la gravedad.

Karen Bessarian disfrutaba también de la ingravidez. Las paredes de la cabina estaban completamente cubiertas de pequeñas pirámides negras de espuma, que al principio confundí con aislante acústico pero que luego me di cuenta de que estaban allí para evitar que nos hiriéramos al chocar contra ellas. Con todo, Karen se lo tomaba con calma, sin intentar movimientos atléticos ni atrevidos como yo.

—Si miran por las ventanillas de la derecha —dijo el asistente de vuelo—, podrán ver la Estación Espacial Internacional.

Yo estaba boca abajo en ese momento, así que me solté de la pared y empecé a flotar hacia el lado izquierdo. El asistente de vuelo no perdió la compostura.

—El otro lado izquierdo, señor Sullivan.

Sonreí tímidamente y me propulsé de nuevo con la palma de la mano. Encontré un sitio junto a una de las ventanillas y miré al exterior. La Estación Espacial Internacional (toda cilindros y ángulos rectos) llevaba décadas abandonada. Como era demasiado grande para estrellarse a salvo en el océano, de vez en cuando le daban un empujoncito para mantenerla en órbita. El último astronauta en marcharse había dejado los dos brazos manipuladores por control remoto, construidos en Canadá, estrechándose la mano.

—Dentro de unos diez minutos —dijo el asistente de vuelo— enlazaremos con la nave lunar. Deben estar ustedes atados para la conexión… Pero no se preocupen, disfrutarán de tres días enteros de ingravidez camino de la Luna.

Camino de la Luna…

Sacudí la cabeza.

Camino de la puñetera Luna.

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