12

Soy un Mindscan, una conciencia descargada, una persona transferida y, sin embargo, a pesar de tener menos indicadores externos de mi estado mental interno, sigo siendo muy corpóreo.

Durante siglos, los humanos han sostenido haber experimentado experiencias extracorporales. Pero ¿qué es la mente disociada del cuerpo? ¿Qué sería de una grabación de mis pautas cerebrales sin un cuerpo para darles forma?

Siempre he despreciado la idea de las experiencias extracorporales, la idea de que puedes ver tu propio cuerpo desde arriba. Después de todo, ¿con qué miras? Desde luego, no con los ojos, que son parte de tu cuerpo. ¿Podría sentir algo una entidad incorpórea? Los fotones tienen que ser detenidos para ser detectados; tienen que golpear algo… El fondo del ojo para ser vistos como luz, la piel para ser sentidos como calor. Un espíritu sin cuerpo no podría ver.

E incluso, si de algún modo detectara las cosas, nadie ha sostenido jamás haber tenido algo que no fuera una visión normal cuando estaba fuera de su cuerpo. Ven el mundo a su alrededor como siempre lo han hecho antes, sólo que desde un ángulo diferente. No ven infrarrojos; no ven ultravioletas. La visión sin ojos parece exactamente lo mismo que la visión con ojos. Y, sin embargo, si los ojos no son realmente necesarios para ver, ¿por qué arrancártelos (o cubrírtelos), siempre, sin falta, provoca una pérdida de visión? Y si es sólo coincidencia que las percepciones extracorporales se parezcan a lo que ven los ojos, ¿por qué las personas daltónicas, como yo, nunca hablan de un mundo de tonos previamente desconocidos para ellos cuando tienen experiencias extracorporales?

No, no puede existir visión sin cuerpo. «El ojo de la mente» es una metáfora, nada más. No se puede tener un intelecto incorpóreo… al menos, no humano. Nuestro cerebro es parte de nuestro cuerpo, no algo separado.

Y esa mónada que era yo (esa inseparable combinación de cerebro y cuerpo) se alegraba de estar en casa, aunque yo/nosotros tenía que admitir que todo era muy extraño. Todo parecía distinto ahora que veía los colores. No estaba del todo seguro sobre esos asuntos todavía, pero era indiscutible que cosas que yo creía que encajaban bien estaban chocando entre sí.

Más que eso, había cosas que no eran igual. Mi sillón favorito ya no resultaba tan cómodo; la alfombra casi no tenía ninguna textura bajo mis pies descalzos; el rico grano del pasamanos, incluso levemente levantado en algunas zonas, tan delicadamente tallado en otras, se había vuelto de un liso uniforme; la comodidad que sentía tumbado en el sofá ya no tenía su agradable contacto.

Y Clamhead seguía sin reconocerme, aunque, después de mucho olfatearla con recelo, había consentido en comer la comida que le servía. Pero cuando no comía, se pasaba las horas asomada a la ventana del salón, esperando a que su amo volviera a casa.

Al día siguiente, lunes, iría a ver a mi madre. Como de costumbre, era un deber que no anhelaba precisamente. Pero esa noche, una preciosa noche de domingo de otoño, iba a ser divertida: esa noche habría una pequeña fiesta en el ático de Rebecca Chong. Sería magnífico; me vendría bien animarme un poco.

Tomé el metro hasta casa de Rebecca. Aunque no era día laborable, seguía habiendo un montón de gente en el tren, y muchos me miraron abiertamente. Se supone que los canadienses son famosos por su amabilidad, pero esa tendencia parecía completamente ausente.

Aunque había un montón de asientos, decidí quedarme de pie durante el trayecto, de espaldas a todos, e hice como que consultaba un mapa del sistema de metro, que había crecido lenta pero firmemente desde que era niño. Una línea reciente llegaba hasta el aeropuerto y una extensión de otra hasta la Universidad de York.

Cuando el tren llegó a Eglinton, me bajé y busqué el pasillo que conducía a la entrada del edificio de Rebecca. Allí, me presenté al conserje que, hay que reconocérselo, ni pestañeó al verme mientras llamaba al apartamento de Rebecca para confirmar mi admisión.

Subí en el ascensor hasta la última planta y recorrí el estrecho pasillo hasta la puerta de Rebecca. Me quedé allí de pie unos instantes, haciendo acopio de valor, y luego llamé a la puerta con los nudillos. Poco después la puerta se abrió, y me encontré cara a cara con la hermosa Rebecca Chong.

—Hola, Becks —dije. Estaba a punto de inclinarme hacia delante para darle el beso en los labios habitual cuando ella retrocedió medio paso.

—Oh, Dios mío —dijo Rebecca—. Tú… Dios mío, lo has hecho de verdad. Dijiste que ibas a hacerlo, pero…

—Rebecca se quedó allí, con la boca abierta. Por una vez, me alegré de que no hubiera ningún signo externo de mis sentimientos internos.

—¿Puedo pasar? —dije por fin.

—Oh, claro —respondió Rebecca. Entré en el apartamento: fabulosas vistas reales y virtuales llenaban las paredes.

—Hola a todos —dije, pasando de la entrada de mármol a la alfombra beréber.

Sabrina Bondarchuk, alta, delgada, con un cabello que yo ahora veía rubio, como suponía que había sido siempre, estaba de pie junto a la chimenea, con un vaso de vino blanco en la mano. Jadeó de sorpresa.

Yo sonreí… plenamente consciente de que la mía ya no era la sonrisa con el hoyuelo a la que ellos estaban acostumbrados. —Hola, Sabrina.

Sabrina siempre me abrazaba cuando me veía; sin embargo, no hizo ningún amago esta vez, y sin ninguna señal por su parte yo no iba a iniciarlo.

—Es… es sorprendente —dijo el calvo Rudy Ackerman, otro viejo amigo; recorrimos juntos el este de Canadá y Nueva Inglaterra el verano de nuestro primer año en la universidad. Lo que le sorprendía era mi nuevo cuerpo.

Intenté hablar en tono ligero.

—La tecnología punta del momento —dije—. Estoy seguro de que será un poco más parecido a la vida a medida que pase el tiempo.

—He de decir que es bastante curioso tal como está —contestó Rudy—. ¿Tienes… tienes superfuerza?

Rebecca todavía parecía horrorizada, pero Sabrina imitó un anuncio de televisión.

—Él es un descargado. Ella es una rabí vegetariana. Juntos, combaten el crimen.

Me eché a reír.

—No, tengo fuerza normal. La superfuerza es una opción extra. Pero ya me conoces: lo mío es el amor, no la guerra.

—Es tan… extraño —dijo Rebecca por fin.

La miré y le sonreí tan cálida (y humanamente) como pude.

—«Extraño», pero no hace daño —dije, pero ella no se rió del chiste.

—¿Cómo es? —preguntó Sabrina.

Si todavía hubiera sido biológico, naturalmente, habría inspirado como parte del gesto para ordenar mis pensamientos.

—Es diferente —contesté—. Todavía me estoy acostumbrando. Hay cosas que están muy bien. Ya no tengo dolores de cabeza… Al menos no los he tenido hasta ahora. Y ese maldito dolor en el tobillo izquierdo ha desaparecido. Pero…

—¿Qué? —preguntó Rudy.

—Bueno, me siento un poco bajo de forma, supongo. No recibo los mismos impulsos sensoriales que antes. Mi visión está bien y ya no soy daltónico, aunque sí que percibo levemente los píxeles que componen las imágenes. Pero no tengo sentido del olfato.

—Con Rudy cerca, no es mala cosa —dijo Sabrina.

Rudy le sacó la lengua.

Yo seguía intentando mirar a Rebecca a los ojos, pero cada vez que lo conseguía ella apartaba la mirada. Vivía para sus pequeñas caricias, su mano en mi antebrazo, una pierna apretada contra la mía cuando nos sentábamos en el sofá. Pero en toda la noche no me tocó ni una sola vez. Apenas me miró siquiera.

—Becks —dije por fin, cuando Rudy fue al cuarto de baño y Sabrina se servía otra bebida—. Sigo siendo yo.

—¿Qué? —dijo ella, como si no tuviera ni idea de lo que yo le estaba hablando.

—Soy yo.

—Sí. Claro.

En la vida cotidiana, uno apenas pronuncia nombres, ni el suyo propio ni el de los demás. «Soy yo», decimos cuando nos identificamos al teléfono. «Mira tú por dónde» cuando nos topamos con alguien. Así que a lo mejor me estaba poniendo paranoico. Pero al final de la velada no pude recordar que nadie, menos que nadie mi querida Rebecca, me hubiera llamado Jake.

Me fui a casa de mal humor. Clamhead me gruñó cuando entré por la puerta, y yo le devolví el gruñido.


—Hola, Hannah —dije a la asistenta cuando entré por la puerta de la casa de mi madre a la tarde siguiente.

Los ojillos de Hannah se abrieron de par en par, pero se recuperó rápidamente.

—Hola, señor Sullivan.

De repente, me encontré diciendo lo que nunca había dicho antes:

—Llámeme Jake.

Hannah pareció sobresaltarse, pero accedió.

—Hola, Jake.

Prácticamente la besé.

—¿Cómo está mi madre?

—Me temo que no muy bien. Tiene uno de sus momentos.

Mi madre y sus momentos. Asentí y subí las escaleras. Lo hice sin ningún esfuerzo, por supuesto. Eso sí que era un cambio agradable.

Me detuve para asomarme a la habitación que había sido mía, en parte para ver qué aspecto tenía con mi nueva visión, y en parte para ganar tiempo, para hacer acopio de valor. Las paredes que yo siempre había visto grises eran en realidad de un verde claro. Estaba descubriendo tanto, de tantas cosas. Continué pasillo abajo.

—Hola, mamá —dije—. ¿Cómo te encuentras?

Ella estaba en su habitación, cepillándose el pelo.

—¿Y a ti qué te importa?

Cómo añoré ser capaz de suspirar.

—Me importa. Mamá, sabes que me importa.

—¿Crees que no reconozco a un robot cuando lo veo?

—No soy un robot.

—No eres mi Jake. ¿Qué le ha pasado a Jake?

—Soy Jake.

—El original. ¿Qué le ha pasado al original?

Curioso. No había pensado en mi otro yo desde hacía días.

—Ahora debe de estar ya en la Luna —dije—. Sólo hay tres días de viaje, y se marchó el martes pasado. Debería salir hoy de la descontaminación lunar.

—La Luna —dijo mi madre, sacudiendo la cabeza—. La Luna, vaya.

—Tendríamos que salir ya —dije.

—¿Qué clase de hijo deja atrás a un padre postrado para irse a la Luna?

—No lo he dejado. Estoy aquí.

Ella me estaba mirando indirectamente: miraba al espejo de la cómoda y conversaba con mi reflejo en él.

—Es como lo que haces, lo que el tú real hace con Clamhead cuando estás fuera de la ciudad. Encargas a la maldita robococina que la alimente. Y ahora vienes aquí, una robococina ambulante y parlante, en lugar de tu yo real, para que cumpla con los deberes que tu yo real debería estar cumpliendo.

—Mamá, por favor…

Ella le sacudió la cabeza a mi reflejo.

—No tienes por qué volver aquí jamás.

—Por el amor de Dios, mamá, ¿no te alegras por mí? Ya no corro peligro… ¿No lo ves? Lo que le pasó a papá ya no puede pasarme a mí.

—No ha cambiado nada —dijo mi madre—. No ha cambiado nada para el tú real. Mi hijo sigue teniendo esa cosa en la cabeza, esa M AV. Mi hijo todavía corre peligro.

—Yo…

—Márchate.

—¿Y la visita a papá?

—Hannah me llevará.

—Pero…

—Márchate —dijo mi madre—. Y no vuelvas.

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