8

Cuando era niño, nunca había pensado que Toronto tendría algún día espaciopuerto. Pero ya casi todas las ciudades lo tenían, al menos potencialmente. Los aviones espaciales podían despegar y aterrizar en cualquier pista que fuera lo bastante grande para un jet jumbo.

Los vuelos espaciales comerciales eran algo curioso desde un punto de vista jurisdiccional. El avión espacial al que estábamos a punto de subir despegaría de Toronto y volvería a aterrizar en Toronto; nunca visitaría ningún otro país, aunque volaría sobre un montón de ellos a una altura de más de 300 kilómetros. Con todo, como técnicamente era un vuelo doméstico, y como nuestro destino final, a bordo de un vehículo diferente, era la Luna, que no tenía gobierno ninguno, no necesitábamos pasaporte. Eso era conveniente, porque los habíamos dejado para nuestros… «sustitutos» me parecía una palabra adecuada.

El finger estaba ya conectado cuando llegamos al vestíbulo de salida. Nuestro avión espacial era una gigantesca ala delta. Los motores iban montados sobre el ala, en vez de debajo: para protegerlos en la reentrada, supuse. La parte superior del casco estaba pintada de blanco y el vientre era negro. El logo de North American Airlines aparecía en varios lugares, y el aparato tenía un nombre grabado en letra cursiva cerca del vértice del triángulo: Icaro. Me pregunté a qué burócrata aficionado a la mitología se le había ocurrido.

Éramos diez las personas relacionadas con Inmortex que íbamos a volar aquel día, más otros dieciocho pasajeros que iban a la órbita por otros motivos (principalmente para hacer turismo, a juzgar por los fragmentos de conversación que oía). De los diez pasajeros de Inmortex, seis éramos pellejos descartados (un término que había captado al vuelo, aunque sospechaba que no tendría que haberlo hecho) y cuatro eran miembros del personal de reemplazo que iban a sustituir a otra gente que ya estaba en Alto Edén.

Subimos a bordo por filas numeradas, igual que en un avión cualquiera. Yo estaba en la fila ocho, asiento de ventanilla. El tipo que tenía al lado resultó ser uno de los miembros de reemplazo. Tenía unos treinta años y esa cara pecosa que suelen tener los pelirrojos, aunque no podía estar seguro de qué color era el suyo.

Mi silla era uno de los asientos especiales de los que había hablado Sugiyama durante su disertación: estaba cubierto de un acolchado esculpido ergonómicamente y relleno de algún tipo de gel para absorber los golpes. Quise protestar. No necesitaba ningún asiento especial (mis huesos no eran quebradizos), pero el vuelo iba completo, así que no hubiese tenido ningún sentido hacerlo.

Tenía entendido que el recitado de las normas de seguridad en los aviones era algo rutinario, pero tuvimos que pasar una hora y cuarenta y cinco minutos escuchando y participando en demostraciones de seguridad, sobre todo referidas a lo que teníamos que hacer una vez estuviéramos en ingravidez. Por ejemplo, había receptáculos con aspirador para echar la pota si nos mareábamos; al parecer, es muy fácil ahogare con tu propio vómito en microgravedad.

Finalmente, llegó el momento del despegue. El avión se separó del finger y se dirigió a la pista. Pude ver que el aire titilaba a causa del calor. Rodamos muy pero que muy rápidamente por la pista y, justo antes de llegar al final, salimos disparados hacia arriba en un ángulo brusco. De repente, me alegré del acolchado de gel.

Miré por la ventanilla. Volábamos hacia el este, lo que significaba que teníamos que pasar por el centro de Toronto. Eché un último vistazo a la Torre CN, el SkyDome, el acuario y las torres de las orillas.

Mi hogar. El lugar donde había crecido. El sitio donde mi madre y mi padre aún vivían.

El lugar…

Los ojos me picaron.

El lugar donde aún vivía Rebecca Chong.

Un lugar que nunca volvería a ver.

El cielo empezaba ya a ennegrecerse.

Reconocí pronto las dificultades sociales de estar dentro de un cuerpo artificial. La biología ofrecía excusas: tengo que comer, estoy cansado, necesito ir al cuarto de baño. Todas esas excusas habían desaparecido, al menos con esos cuerpos concretos. De hecho, me pregunté si Inmortex acabaría por añadir esas cosas. Después de todo, ¿quién quería cansarse? Era un inconveniente en el mejor de los casos; algo peligroso en el peor.

Siempre me había considerado un tipo básicamente sincero. Pero de pronto tuve clarísimo que había sido un constante proporcionador de mentirijillas. Me había basado en lo subjetivamente plausible (tal vez estaba cansado de verdad) para librarme de situaciones embarazosas o aburridas; cuando era biológico, tenía un repertorio de frases que me permitían escapar con gracia de una situación social en la que no quería estar. Pero ya ninguna de ellas sonaba a verdadera: sobre todo no para otro descargado. Me sentía humillado por mi incapacidad para caminar, y estaba desesperado por escapar de aquella anciana maternal en su envoltorio de treinta años, pero no conseguía encontrar una salida amable.

Y teníamos que quedarnos allí para tres días de pruebas: era martes, así que estaríamos allí hasta el viernes. Cada uno de nosotros disponía de una habitación pequeña… irónicamente equipada con una cama, aunque era algo que no necesitábamos. Pero yo anhelaba retirarme para quedarme a solas de una puñetera vez.

Seguía vestido con el batín de felpa. Usé el bastón mientras recorríamos el pasillo que acababa de derrotarme. Karen había tratado de echarme una mano para ayudarme, pero yo la había rechazado, y apartaba la mirada de ella y me fijaba en la pared más cercana mientras continuábamos.

Karen estaba evidentemente mirando en la misma dirección, puesto que comentó el panorama.

—Parece que va a llover —dijo—. Me pregunto si nos oxidaremos.

En otra ocasión, el chiste me habría hecho gracia, pero estaba demasiado avergonzado, y demasiado fastidiado conmigo mismo y con Inmortex. Con todo, parecía adecuado dar algún tipo de respuesta.

—Esperemos que no sea una tormenta eléctrica —dije—. No llevo el pararrayos puesto.

Karen se echó a reír, más de lo que merecía mi comentario. Continuamos nuestro camino.

—Me pregunto si podremos nadar —dijo.

—¿Por qué no? —contesté—. Seguro que no nos oxidamos.

—Oh, eso ya lo sé. Hablo de la flotabilidad. Los humanos nadamos tan bien porque flotamos. Pero estos nuevos cuerpos podrían hundirse.

La miré, impresionado. —No se me había ocurrido.

—Va a ser una aventura descubrir cuáles son nuestras nuevas capacidades y limitaciones.

De algún modo emití un gruñido; fue un extraño sonido mecánico.

—¿No le gustan las aventuras? —preguntó Karen.

Continuamos recorriendo el pasillo.

—Yo… no creo que haya corrido jamás una.

—Oh, claro que sí —dijo Karen—. La vida es una aventura.

Pensé en todas las cosas que había hecho en mi juventud: todas las drogas que había probado, las mujeres con las que me había acostado, el único hombre con el que lo había hecho, las inversiones sabias y las alocadas, los miembros y los corazones rotos.

—Supongo que sí.

El pasillo desembocó en un vestíbulo, donde había máquinas expendedoras de refrescos, café y aperitivos. Seguramente eran para el personal, no para los descargados, pero Karen indicó que continuáramos. Tal vez estuviera cansada…

Pero no. Por supuesto que no. A pesar de todo, para cuando me di cuenta de eso ya nos habíamos acercado a la zona de descanso. Había varios sillones acolchados de vinilo y unas cuantas mesas pequeñas. Karen ocupó uno de los sillones, alisando cuidadosamente su vestido floral bajo las piernas al hacerlo. Luego me indicó que ocupara el otro asiento. Usé mi bastón para sujetarme mientras bajaba el cuerpo y sostuve el bastón delante de mí una vez me hube sentado.

—Bien —dije, sintiendo la necesidad de llenar el vacío—, ¿qué aventuras ha tenido usted?

Ella guardó silencio un instante, y me sentí mal. No era mi intención desafiarla, pero supongo que en mis palabras había cierto tonillo de «colabore o calle».

—Lo siento —dije.

—Oh, no —respondió Karen—. En absoluto. Es que hay tantas.


He estado en la Antártida y en el Serengueti… cuando todavía se podía cazar. Y en el Valle de los Reyes. —¿De verdad?

—Por supuesto. Me encanta viajar. ¿A usted no?

—Bueno, sí, supongo, pero…

—¿Qué?

—Nunca he salido de Norteamérica. Verá, no puedo… no podía volar. Temían que los cambios de presión en un avión dispararan mi síndrome de Katerinsky. Era una probabilidad remota, pero mi médico dijo que no debía arriesgarme a menos que el viaje fuera absolutamente necesario.

Pensé brevemente en mi otro yo, camino de la Luna; casi con toda certeza sobreviviría al viaje, por supuesto. Los aviones espaciales eran hábitats completamente contenidos en sí mismos: su presión interna no variaba.

—Es una lástima —dijo Karen. Pero luego se animó—. ¡Pero ahora puede viajar a donde quiera! Me reí amargamente.

—¡Viajar! Cristo, si apenas puedo caminar…

El brazo mecánico de Karen tocó brevemente el mío.

—Oh, lo hará. ¡Lo hará! La gente puede hacer cualquier cosa. Recuerdo cuando conocí a Christopher Reeve y…

—¿A quién?

—Interpretó a Superman en cuatro películas. ¡Dios, qué guapo era! Tenía carteles suyos en las paredes de mi dormitorio cuando era adolescente. Años más tarde, se cayó de un caballo y se lastimó la columna vertebral. Dijeron que nunca volvería a respirar por su cuenta, pero lo hizo.

—¿Y usted lo conoció?

—Sí, en efecto. Escribió un libro sobre lo que le sucedió; entonces compartíamos editor y firmamos juntos en la BookExpo America. Qué inspiración era.

—Caramba —dije—. Supongo que siendo una escritora famosa habrá conocido a un montón de gente interesante.

—Bueno, no he mencionado a Christopher Reeve para lucirme.

—Lo sé, lo sé. Pero ¿a quién más ha conocido?

—Vamos a ver… ¿qué nombres significarían algo para una persona de su edad…? Bueno, conocí al rey Carlos de Inglaterra poco antes de que muriera. Al Papa actual, y al anterior. A Tamora Ng. Charlize Theron. Stephen Hawking. Moshe…

—¿Conoció a Hawking?

—Sí. Cuando di una conferencia en Cambridge.

—Caramba —repetí—. ¿Cómo era?

—Muy irónico. Muy ingenioso. Naturalmente, comunicarse era toda una odisea para él, pero…

—¡Pero qué mente! —dije—. Un genio absoluto.

—Sí que lo era. ¿Le gusta la física?

—Me encantan las grandes ideas… física, filosofía, lo que sea.

Karen sonrió.

—¿De verdad? Bueno, pues tengo un chiste para usted. ¿Sabe ese de un policía de tráfico que detiene a Werner Heisenberg?

Negué con la cabeza.

—Bueno —dijo Karen—, el poli dice: «¿Sabe lo rápido que iba?» Y, sin pestañear, Heisenberg responde: «¡No, pero sé dónde estoy!»

Solté una carcajada.

—¡Qué bueno! Espere, espere… yo tengo uno. ¿Sabe el de Einstein en el tren?

Ahora le tocó a Karen el turno de negar con la cabeza.

—Un pasajero se le acerca y dice: «Discúlpeme, doctor Einstein, pero ¿para Nueva York en este tren?»

Karen soltó una carcajada.

—Usted y yo vamos a llevarnos bien —dijo—. ¿Es físico profesional?

—Qué va. Nunca fui lo bastante bueno en matemáticas para conseguirlo. Pero estudié un par de años en la Universidad de Toronto.

—¿Y?

Me encogí un poco de hombros.

—¿Ha estado a menudo en Canadá?

—Alguna que otra vez, a lo largo de los años.

—¿Y bebe cerveza?

—Cuando era más joven —dijo Karen—. Ya no puedo. Quiero decir, que no podía, ni siquiera con mi antiguo cuerpo… no desde hace una década o más.

—¿Ha oído hablar de Sullivan Select? ¿O de la Oíd Sully's Special Dark?

—Claro. Son… ¡oh! ¡Oh, vaya! Se llama Jacob Sullivan, ¿verdad? ¿Ésa es su familia?

Asentí.

—Vaya, vaya, vaya. Así que no soy la única que tiene una identidad secreta.

Sonreí débilmente.

—Karen Bessarian se labró su fortuna. Yo tan sólo heredé la mía.

—De todas formas, debe de haber estado bien —dijo Karen—. Cuando yo era joven, siempre me preocupaba el dinero. Incluso tenía que ir a la casa de empeños de vez en cuando. Debe de haber sido relajante saber que nunca vas a tener problemas en ese campo.

Me encogí de hombros un poco.

—Era una espada de doble filo. Por un lado, cuando fui a la universidad pude estudiar lo que quise, sin preocuparme de si iba a conseguir trabajo. Probablemente fui el único tipo del campus que eligió física cuántica, historia del teatro, e introducción a los presocráticos.

Karen se rió amablemente.

—Sí —dije—. Fue divertido… un poco de esto, un poco de aquello. Pero la pega de tener todo ese dinero era que no aceptaba que me trataran como a una basura. Los graduados de la Universidad de Toronto tienen muy buena reputación, pero es una fábrica de estudiantes. Digámoslo de otra forma: si pasas todos los días por delante de la Biblioteca Sullivan y tu apellido es Sullivan, no te gusta que te empujen.

—Supongo —dijo Karen—. Nunca me gusta usar la palabra «rica» en relación a mí misma; parece alardear. Pero, bueno, todos los clientes de Inmortex son ricos, así que supongo que no importa. Pero, naturalmente, nunca pensé que fuera a ser rica. Quiero decir, la mayoría de los escritores no lo son; es una vida muy dura, y yo he tenido mucha, mucha suerte. —Hizo una pausa, y en su ojo artificial volvió a aparecer aquella chispa—. De hecho, ¿sabe cuál es la diferencia entre una pizza grande de pepperoni y la mayoría de los escritores?

—¿Cuál?

—Con una pizza grande de pepperoni come una familia de cuatro.

Me reí, y ella hizo otro tanto.

—De todas formas, no empecé a hacerme rica hasta que anduve rondando la cincuentena. Fue entonces cuando mis libros empezaron a despegar.

Me encogí de hombros.

—Si yo hubiera tenido que esperar hasta los cincuenta años para ser rico, no estaría aquí. Sólo tengo cuarenta y cuatro.

Sólo. Oh, Cristo, nunca lo había pensado en esos términos antes.

—Yo… por favor, no se lo tome a mal pero, en retrospectiva, me alegro de haber empezado siendo pobre —dijo Karen.

—Supongo que crea carácter —contesté—. Pero yo no pedí ser rico. De hecho, hubo ocasiones en que lo odié, y a todo lo que representaba mi familia. ¡Cerveza! Por el amor de Dios, ¿cuál es la conciencia social de fabricar cerveza?

—Pero ha dicho que su familia donó esa biblioteca a la universidad.

—Claro. Comprar la inmortalidad. Es…

Hice una pausa, y Karen me miró expectante.

Después de un instante, volví a encogerme de hombros.

—Es exactamente lo que he hecho, ¿no? —Sacudí la cabeza—. Ah, bien. De todas formas, tener todo ese dinero cuando eres joven a veces se te sube a la cabeza. Yo, humm, no fui la mejor de las personas cuando era joven.

—Paris la Heredera —dijo Karen.

—¿Quién?

—Paris Hilton, la nieta del magnate hotelero. Debía de ser usted un bebé cuando ella fue brevemente famosa. Era… bueno, supongo que era como usted: heredó una fortuna, tuvo miles de millones a los veinte años. Vivió lo que los escritores llamamos una vida disipada.

—Paris la Heredera —repetí—. Está bien.

—Y usted fue Jake el Disoluto.

Me eché a reír.

—Sí, supongo que lo fui. Montones de fiestas, montones de chicas. Pero…

—¿Qué?

—Bueno, es muy difícil saber si una chica siente de verdad atracción por ti cuando eres rico.

—Y a mí me lo cuenta. Mi tercer marido era así.

—¿Dé veras?

—Absolutamente. Gracias a Dios que existen los contratos prenupciales. —Su tono era ligero. Si se había sentido amargada en el pasado, al parecer había pasado tiempo suficiente para que ya pudiera bromear al respecto—. Sólo tendrá que salir con mujeres que sean ricas por propio derecho.

—Supongo. Pero, ya sabe, incluso…

Maldición, no pretendía decirlo en voz alta.

—¿Qué?

—Bueno, nunca se sabe con la gente… nunca se sabe lo que está pensando. Incluso antes de que supiera que era rico, yo… Había una chica llamada Trista, y yo pensaba que ella… pensaba que nosotros…

Karen alzó sus cejas artificiales, pero no dijo nada. Quedó claro que yo podía continuar, o no, según deseara.

Y, para mi gran sorpresa, lo deseé.

—Parecía que yo le gustaba de verdad. Y estaba completamente enamorado de ella. Fue cuando tenía, no sé, dieciséis años. Pero cuando le pedí que saliera conmigo se echó a reír. Se me rió en la cara.

La mano de Karen tocó un instante mi antebrazo.

—Pobrecillo —dijo—. ¿Está casado?

—No.

—¿Lo ha estado alguna vez?

—No.

—¿Nunca encontró a la persona adecuada?

—Yo, humm, no es exactamente así.

—¿No?

Una vez más, para mi sorpresa, continué.

—Quiero decir, hubo… hay, una mujer. Rebecca Chong. Pero, ya sabe, con mi estado, yo…

Karen asintió, comprensiva. Pero entonces supongo que decidió aligerar el tono.

—De todas formas —dijo—, no hay que esperar necesariamente a la persona adecuada para tirar adelante. Si yo lo hubiera hecho, me habría perdido a mis primeros tres maridos.

No estoy seguro de que mis cejas artificiales no se alzaran involuntariamente por la sorpresa; desde luego, si hubiera estado en mi antiguo cuerpo, las naturales lo habrían hecho.

—¿Cuántas veces se ha casado?

—Cuatro. Mi difunto esposo, Ryan, falleció hace dos años.

—Lo siento.

Su voz se tiñó de tristeza.

—Yo también.

—¿Tiene hijos?

—Humm… —Hizo una pausa—. Sólo uno. —Otra pausa—. Sólo uno vivo.

—Lo siento muchísimo.

Ella asintió, aceptando mis condolencias.

—Supongo que no tiene usted hijos.

Negué con la cabeza e indiqué mi cuerpo artificial.

—No, y supongo que nunca los tendré.

Karen sonrió.

—Estoy segura de que habría sido un buen padre.

—Nosotros nunca…

¡Malditos cuerpos nuevos! Había tenido el obvio pensamiento autocompasivo, pero no pretendía expresarlo en voz alta. Como antes, no conseguí abortarlo hasta que ya había pronunciado un par de palabras.

—Gracias —dije—. Gracias.

Un par de empleados de Inmortex entraron en el vestíbulo: una mujer blanca y un hombre asiático. Parecieron sorprenderse de encontrarnos allí.

—No les molestamos —dijo Karen mientras se levantaba—. Ya nos marchábamos.

Tendió una mano para ayudarme a levantarme. La acepté sin pensar y me puse de pie en cuestión de segundos. Karen me aupó sin esfuerzo.

—Ha sido un día muy largo —me dijo—. Estoy segura de que querrá volver a su habitación. —Hizo una pausa, como si de pronto se hubiera dado cuenta de que, naturalmente, yo no podía cansarme, y entonces añadió—: Ya sabe, para cambiarse ese batín y todo eso.

Ahí estaba: la ruta de escape que yo había estado buscando antes, la forma amable de huir que me negaban la falta de necesidad de sueño o alimento. Pero ya no la quería.

—Lo cierto es que me gustaría seguir practicando —dije, mirándola—. Si, ah, está usted dispuesta a ayudarme.

Karen sonrió de oreja a oreja, con una sonrisa tan ancha que sin duda se habría lastimado si su cara hubiera sido de carne.

—Me encantaría —dijo.

—Magnífico —respondí, mientras salíamos del vestíbulo—. Así tendremos ocasión de charlar un poco más.

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