25

Una jaula dorada sigue siendo una jaula.

Me encontraba bien, con décadas de vida por delante. Y no quería pasarla allí, en Alto Edén.

Y… me encontraba bien, ¿no? Quiero decir, la técnica de Chandragupta supuestamente me había curado. Pero…

Pero la cabeza seguía doliéndome. Iba y venía, gracias a Dios: no hubiese podido soportarlo de haber sido constante, pero…

Pero nada me ayudaba. No por mucho tiempo, no definitivamente.

Y no me fiaba de los médicos de allí. Quiero decir, ¡mira lo que le había pasado a la pobre Karen! Código Azul, una mierda…

Y, sin embargo…

Y, sin embargo, tenía que hacer algo. Yo no era una máquina, un robot. No era como ese otro yo, ese doble, libre de dolores y achaques. Me dolía la cabeza. Cuando sucedía, dolía un montón, joder.

Salí de mi suite y me fui dando botes en la gravedad lunar al hospital.


Nuestro siguiente testigo fue Andrew Porter, que había venido desde Toronto para unirse a la media docena de ejecutivos de Inmortex que ya estaban presentes.

—Doctor Porter —dijo Deshawn—, ¿cuál es su formación?

El estrado de los testigos se quedaba un poco pequeño para alguien de la estatura de Porter, pero extendió las piernas por los lados.

—Soy doctor en ciencia cognitiva por la Universidad de Carnegie Mellon, además de catedrático en Ingeniería Eléctrica e Informática en CalTech.

—¿Algún nombramiento académico?

Las cejas de Porter se movieron como siempre.

—Varios. Recientemente he sido investigador jefe del Laboratorio de Inteligencia Artificial del Instituto Tecnológico de Massachusetts.

—Me gustó bastante el truco de la señora López con la moneda —dijo Deshawn—. Pero tengo entendido que usted posee un auténtico medallón de oro, ¿no es así?

—Sí, así es. O al menos soy parte del equipo que lo tiene.

—¿Lo ha traído? ¿Podemos verlo?

—Naturalmente.

Porter se sacó una caja del bolsillo de la chaqueta y la mostró.

—Tercera prueba, señoría —dijo Deshawn.

Tras el habitual toma y daca, la prueba fue admitida. Deshawn acercó el medallón a una cámara, mostrando primero un lado y luego el otro; las imágenes se proyectaron en la pantalla mural, detrás de Porter. Un lado mostraba una imagen en tres cuartos de un joven de rasgos delicados con la cita en cursiva «¿Pueden pensar las máquinas?» y el nombre «Alan M. Turing». En la otra cara se veía a un hombre barbudo con gafas y el nombre «Alan M. Turing». En ambos lados aparecía grabado «Premio Loebner» siguiendo la curvatura de la medalla.

—¿Cómo la consiguió? —preguntó Deshawn.

—Nos fue otorgada por ser el primer grupo que pasó el Test de Turing.

—¿Y cómo hicieron eso?

—Copiamos exactamente en un cerebro artificial una mente humana, la de Seymour Wainwright, también antiguo miembro del MIT.

—¿Y sigue usted trabajando en este campo?

—Sigo.

—¿Cuál es su empresa actual?

—Trabajo para Inmortex.

—¿En calidad de qué?

—Soy el científico jefe. Mi título exacto es Director de Tecnologías de Reinstalación.

Deshawn asintió.

—¿Y cómo describiría usted lo que hace en su trabajo?

—Superviso todos los aspectos de transferencia de persona de una mente biológica a una matriz de nanogel.

—¿La matriz de nanogel es el material con el que fabrican los cerebros artificiales? —dijo Deshawn.

—Exacto.

—Entonces es usted uno de los desarrolladores del proceso Mindscan que Inmortex utiliza para transferir conciencias, y sigue supervisando el trabajo de transferencia que Inmortex hace en la actualidad, ¿cierto?

—Sí.

—Bien, pues —dijo Deshawn—, ¿puede explicarnos cómo crea la conciencia el cerebro humano?

Porter sacudió su larga cabeza.

—No.

El juez Herrington frunció el ceño.

—Doctor Porter, se le pide una respuesta. No quiero oír ninguna tontería sobre secretos comerciales ni…

Porter trató de girarse en la silla, pero no pudo.

—En absoluto, señoría. No puedo contestar a la pregunta porque no sé cuál es la respuesta. En mi opinión, no lo sabe nadie.

—Déjeme aclarar esto, doctor Porter —preguntó Deshawn—. No sabe usted cómo funciona la conciencia.

—Así es.

—Pero ¿puede duplicarla de todas formas?

Porter asintió.

—Y eso es todo lo que puedo hacer.

—¿Qué quiere decir?

Porter hizo un buen trabajo comportándose como si intentara decidir por dónde empezar, aunque, naturalmente, habíamos ensayado su testimonio una y otra vez.

—Desde hace más de un siglo ya, los programadores informáticos han intentado duplicar la mente humana. Algunos pensaron que era cuestión de conseguir los algoritmos adecuados, algunos pensaron que era cuestión de simular matemáticamente redes neuronales, algunos pensaron que tenía algo que ver con la computación cuántica. Ninguno tuvo éxito. Oh, hay montones de ordenadores que pueden hacer cosas muy inteligentes, pero nadie ha construido de la nada uno autoconsciente como lo somos usted y yo, señor Draper. Ni una sola vez, por ejemplo, ha dicho espontáneamente un ordenador fabricado: «Por favor, no me desconecte.» Nunca un ordenador ha reflexionado espontáneamente sobre el significado de la vida. Nunca ha escrito un ordenador un éxito de ventas. Creíamos que podríamos conseguir que las máquinas hicieran esas cosas, pero, hasta ahora, no podemos.

Miró al jurado, luego a Deshawn.

—Pero las transferencias de mentes biológicas que hemos producido pueden hacer todas esas cosas, y más. Son capaces de todas las hazañas mentales que pueden realizar los otros humanos.

—¿Dice usted otros humanos? —preguntó Deshawn—. ¿Considera humanas esas copias?

—Absolutamente. Como demuestra este medallón, pasan de manera total, completa e infalible el Test de Turing: no hay ninguna pregunta que se les pueda hacer que no respondan indistinguiblemente de cómo la responden otros humanos. Son personas.

—¿Y son conscientes?

—Absolutamente. Tan conscientes como usted y como yo. De hecho, aunque los voltajes difieren, la firma eléctrica de un cerebro copiado y un cerebro original son la misma en los EEG adecuadamente calibrados.

—Pero… perdóneme, doctor, no pretendo ser obtuso…, pero si no sabe usted qué causa la conciencia, ¿cómo puede reproducirla? ¿Cómo sabe qué hay que reproducir?

Porter asintió.

—Considérelo de esta forma: no sé nada de música. Cuando estaba en el colegio, pensaban que sería una amenaza para cualquiera que me escuchase si me dieran un instrumento musical para tocar, de modo que me asignaron a la clase vocal, con la otra gente que no tenía oído. Así que no sé nada sobre lo que convierte a la Quinta de Beethoven en una gran pieza musical. Pero, como ingeniero, si me trajeran ustedes una grabación en CD y me pidieran que la copiase en una MemOblea, no habría ningún problema… podría hacerlo. No busco la materia «musical» del CD, no busco el «genio» en el CD. Sólo copio todo lo que hay en el nuevo medio. Y eso es exactamente lo que hacemos cuando transferimos la conciencia.

—Pero si no saben qué están buscando, ¿no es posible que pasen por alto algo fundamental?

—No. La mayoría de los psicólogos diría que aunque lo único que transferimos fuera un mapa de las interconexiones entre neuronas, y los diversos niveles de neurotransmisores, habríamos capturado todo lo que es significativo en el cerebro. Y en efecto lo hacemos.

Parece que hay de por medio una enorme cantidad de datos —dijo Deshawn.

—No es tanto como pudiera parecer —respondió Porter—. Hemos encontrado resonancias fractales en gran parte… Eso significa que las mismas pautas se repiten una y otra vez a distintos niveles de resolución. Los datos se comprimirían muy fácilmente si quisiéramos llevar un registro.

Me enderecé en mi asiento cuando dijo esto, pero, como estaba detrás de Karen, me resultó imposible mirarla a los ojos.

—¿Y al copiar esta información han copiado también la conciencia? —preguntó Deshawn—. ¿Copiando simplemente las redes neuronales y los niveles de neurotransmisores?

—Bueno, algunos discuten que estas cosas no son verdaderas correlaciones fisiológicas de la conciencia… es decir, que no son en sí mismas las indicaciones físicas del pensamiento consciente, y señalan los paramecios como prueba.

—¿Los paramecios? —repitió Deshawn.

—Sí. Humm, señoría, ¿puedo…?

Herrington asintió y Porter se levantó del estrado, con aspecto aliviado por no estar ya apretujado en él. Sacó un pequeño mando a distancia del otro bolsillo de su chaqueta y empezaron a aparecer imágenes en la pantalla mural.

—Un paramecio es una especie de protozoo, una forma de vida unicelular —dijo Porter—. Los paramecios no tienen sistema nervioso, ya que los sistemas nerviosos están compuestos por células nerviosas especializadas, y obviamente una forma de vida unicelular no puede tener células especializadas. Sin embargo, sin neuronas ni neurotransmisores, un paramecio puede aprender. No mucho, se lo aseguro… pero puede aprender. Puede enseñársele que si llega a una bifurcación, ir a la izquierda provocará una leve descarga e ir a la derecha siempre le hará conseguir comida. —Las imágenes de la pared fueron ilustrando todo esto—. De algún modo, el paramecio aprende esto a pesar de no tener sistema nervioso. Y eso al menos sugiere la posibilidad de que las redes neuronales no sean en realidad las responsables de nuestra conciencia.

—Bueno, entonces, ¿cómo se produce la conciencia? —preguntó Deshawn.

En la pantalla aparecieron imágenes diferentes.

—Un argumento es que es en los microtúbulos que componen el citoesqueleto de una célula donde reside la conciencia, la infinitésima conciencia de un paramecio… o un humano —respondió Porter—. Los microtúbulos son como mazorcas huecas de maíz; tienen un centro vacío, pero están cubiertas de granos. Y, al igual que en las mazorcas de maíz, el grano forma pautas. Algunos argumentan que estas pautas se mueven y replican como autómatas celulares y…

—¿Autómatas celulares?

Más imágenes, como crucigramas animados.

—Sí, así es —dijo Porter—. Considere la superficie del micro túbulo como un trazado de cuadrados enrollado en un tubo. Imagine que algunos de los cuadrados son blancos y otros son negros: ése es el aspecto de mazorca de maíz al que me refería hace un momento. Imagine, también, que los cuadrados responden a reglas sencillas, como ésta: si eres un cuadrado negro, y al menos tres de los ocho cuadrados que te rodean son negros también, entonces deberías volverte blanco.

La imagen ilustró todo esto.

—¿Ve? —dijo Porter—. Una regla muy simple. Pero de estas reglas surge una pauta compleja. Por ejemplo, se pueden obtener pautas en bumerán compuestas de una pauta consistente de cuadrados que se mueven por todo el trazado… cada vez que se aplica la regla básica, todo el conjunto puede moverse un espacio a la izquierda. También hay formas que devoran otras formas, y formas grandes que se dividen en dos más pequeñas, pero que por lo demás son idénticas.

Todos vimos estas cosas suceder en la pantalla.

—Ahora consideren que las pautas responden a estímulos en la forma de la regla que se está aplicando. La respuesta a los estímulos es uno de los criterios estándar para la vida. Las pautas se mueven y, una vez más, el movimiento es uno de los criterios estándar para la vida. Las pautas devoran otras pautas y, de nuevo, comer es el tercer criterio estándar para la vida. Y las pautas se reproducen y, naturalmente, hacer eso es también uno de los criterios estándar para la vida. De hecho, los autómatas celulares son una forma de lo que se llama vida artificial, aunque personalmente pienso que la palabra «artificial» es innecesaria. Son vida.

—¿Y por eso su proceso Mindscan copia las pautas de los autómatas celulares? —dijo Deshawn.

—Indirectamente, sí.

—¿Indirectamente? Si existe la posibilidad de que hayan pasado algo por alto…

—No, no. Copiamos la información con fidelidad absoluta, pero es físicamente imposible escanear la configuración de los autómatas celulares.

—¿Por qué?

—Bueno, como decía, grabamos la configuración de las redes neuronales, las posiciones e interconexiones de todas las neuronas del cerebro, pero no grabamos las pautas de autómatas celulares en la superficie de los microtúbulos que hay dentro de esas neuronas. Verán, los tubulinos (los pequeños granos que componen la mazorca de microtúbulos) pueden oscilar entre dos estados, que he estado mostrando como blanco y negro en las gráficas, para que compongan las pautas animadas complejas que han visto en la superficie del microtúbulo. Pero los dos estados no son en realidad blanco y negro. Más bien, se definen por dónde está un electrón: en la subunidad alfa del bolsillo tubulino o en la beta. —Sonrió al jurado—. Lo sé, lo sé… parece un galimatías. Pero el argumento es que se trata de un proceso mecánico-cuántico, y eso significa que ni siquiera podemos medir teóricamente los estados sin perturbarlos.

Porter se volvió hacia Deshawn.

—Pero cuando nuestra niebla cuántica se condensa en el nanogel del cerebro, enlaza cuánticamente de manera muy breve con el original biológico, y por eso las pautas de autómatas celulares encajan a la perfección. Y, si los microtúbulos son en efecto la fuente de la conciencia, es entonces cuando la conciencia se transfiere al duplicado. Naturalmente, el enlace se rompe fácilmente, pero para cuando lo hace las reglas han vuelto a aplicarse de nuevo en el nuevo autómata celular, así que, volviendo a nuestra anterior metáfora, los cuadrados se mueven de un lado a otro de estado en estado.

Porter miró ahora a Karen, sentada a la mesa del demandante.

—Así que sea lo que sea que compone la conciencia, redes neuronales o incluso autómatas celulares en la superficie de microtúbulos, no importa: nosotros hacemos una perfecta, total y completa transferencia de ella. El nuevo cerebro artificial es tan autoconsciente, tan real, tan consciente como el antiguo… y es en todo detalle la misma persona. Esa mujer encantadora que está ahí sentada es, sin ninguna duda, Karen Bessarian.

Deshawn asintió.

—Gracias, doctor Porter. No hay más preguntas.


Me habían dicho que nunca nos permitirían ningún contacto con la gente de la Tierra, pero por una vez Inmortex cedía en sus férreas normas. Mientras yo estaba sentado en el despacho de la doctora Ng, el rostro cincelado y barbudo de Pandit Chandragupta me miraba desde un monitor de mesa. Ya estaba de vuelta en Baltimore (en la Tierra, hijo de perra afortunado), mientras que yo seguía atrapado en la superficie de la Luna.

—Debería haberlo dicho antes, señor Sullivan. Sólo podemos tratar aquello que conocemos.

—Acabo de someterme a una operación cerebral —repliqué, exasperado—. Creía que los dolores de cabeza eran algo normal.

Esperé a que mis palabras alcanzaran la Tierra y las suyas llegaran a mí.

—No, esto no debería ocurrir. Sospecho que desaparecerá. La causa, creo, es un desequilibrio de los neurotransmisores. Hemos alterado radicalmente la pauta de flujo sanguíneo de su cerebro, y sospecho que hay interferencias en la nueva conexión. Eso puede causar dolores de cabeza del tipo que describe usted. Su cerebro se ajustará; todo debe volver a la normalidad con el tiempo. Y, por supuesto, estoy seguro de que la doctora Ng le recetará algo para el dolor, aunque eso tratará sólo el síntoma, no la causa subyacente. —Miró a la mujer que estaba sentada junto a mí—. Doctora Ng, ¿qué tienen ustedes ahí?

—Mi idea sería darle toraplaxina, a menos que piense usted que esté contraindicada en este caso.

Una pausa.

—No, no. Eso estará bien. Digamos 200 miligramos para empezar, dos veces al día, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. Llamaré a la farmacia para…

Pero Chandragupta, allá en la Tierra, no pretendía dejar el campo, supongo, porque todavía estaba hablando.

—Ahora bien, señor Sullivan, puede haber otros problemas asociados con las grandes fluctuaciones en los niveles de neurotransmisores. Depresión, por ejemplo. ¿Ha sentido algo de eso?

Más bien era cólera… pero mi cólera, claro, estaba plenamente justificada.

—No.

La pausa de la diferencia temporal, luego un gesto de asentimiento, y más palabras.

—Otra posibilidad son los bruscos cambios de humor. ¿Ha experimentado algún signo de ello?

Negué con la cabeza.

—No.

Otra pausa.

—¿Paranoia?

—No, nada, doctor.

Chandragupta asintió.

—Bien, bien. Háganoslo saber si se desarrolla algo de ese tipo.

—Por supuesto.


El juicio se había interrumpido para almorzar… o al menos para hacer una pausa al mediodía; ni Karen ni Malcolm ni yo comíamos nada, naturalmente, aunque Deshawn se tragó dos hamburguesas con queso y más Coca-Cola de lo que yo había creído posible que cupiera en un estómago humano. Y luego le tocó a María López el turno de sacudirle la badana a Porter.

Porter estaba impecable, aunque, como siempre, sus cejas no paraban de moverse. También tenía la ventaja de medir su buen medio metro más de altura que López: incluso sentado, parecía alzarse sobre ella.

—Señor Porter… —empezó López, pero Porter la interrumpió.

—No es por ser puntillosos —dijo, sonriéndole al juez—, pero es doctor Porter.

—Por supuesto —dijo López—. Mis disculpas. Dijo usted que era empleado de Inmortex, ¿correcto?

—Sí.

—¿Es también accionista?

—Sí.

—¿Cuánto valen las acciones de Inmortex?

—Creo que unos ocho mil millones de dólares.

—Eso es muchísimo dinero.

Porter se encogió de hombros.

—Naturalmente, todo está todavía en papel, ¿verdad? —preguntó López.

—Bueno, sí.

—Y si las acciones de Inmortex se hunden, su riqueza se evaporaría.

—Es una forma de expresarlo.

López miró al jurado.

—Y, por eso, naturalmente, usted quiere que creamos que el proceso de Inmortex hace en efecto lo que usted dice que hace.

—Estoy seguro de que si tiene usted expertos que estén en desacuerdo conmigo, los hará usted subir al estrado —dijo Porter—. Pero, de hecho, creo (como persona, como científico y como ingeniero) en todo lo que he declarado.

—Y, sin embargo, ha declarado también que no sabe lo que es la conciencia.

—Correcto.

—Pero está seguro de que la está copiando.

—Correcto también.

—¿Fielmente?

—Sí.

—¿Precisamente ?

—Sí.

—¿En su totalidad?

—Sí.

—Díganos entonces, doctor Porter, por qué sus robots no duermen.

Porter se enojó visiblemente: sus cejas incluso temblaron un instante.

—No son robots.

—Bien —dijo López—, todas las personas duermen. Pero retiraré el término. ¿Por qué esas reinstalaciones de mentes humanas en sus cerebros artificiales no duermen?

—No es… no es necesario.

—Eso nos ha dicho la señora Bessarian… quien sin duda lo leyó en sus folletos. Pero ¿cuál es el verdadero motivo por el que no duermen?

Porter parecía a la defensiva.

—No… no estoy seguro de comprender.

—¿Por qué sus descargados no tienen sueño de vez en cuando?

—Ya lo he dicho: no necesitan dormir.

—Tal vez sea cierto. Pero tampoco necesitan practicar el sexo… Después de todo, no pueden reproducirse por ese método, ni por ningún otro. Y, sin embargo, sus descargados están preparados para tener relaciones, ¿no?

—Bueno, las personas disfrutan con el sexo y…

—Y algunas personas disfrutan también durmiendo.

Porter sacudió la cabeza.

—No, no es así. Disfrutan recuperando su antiguo estado de vigor, pero el sueño es sólo inconsciencia.

—¿Lo es, doctor? ¿Lo es de verdad? ¿Pero qué hay del acto de soñar? ¿Es un estado inconsciente?

—Bueno…

—Vamos, doctor. No puede ser una pregunta novedosa en su campo. ¿Es soñar un estado inconsciente?

—No, no es generalmente clasificado como tal.

—El sueño profundo y sin sueños con ondas delta firmes y ningún rápido movimiento ocular es un estado inconsciente, ¿no es así? Pero el hecho de soñar no lo es, ¿correcto?

—Bueno, sí.

—Hay una sensación del yo en el acto de soñar: hay conciencia.

—Supongo que sí.

—Usted es el especialista cerebral, doctor Porter, no yo. ¿Es cierto?

—Sí.

—Soñar es una forma de actividad consciente, ¿correcto?

—Bueno, sí.

—Porque hay una sensación identificable del yo, ¿correcto?

—Sí.

—Pero sus robots… perdóneme, sus reinstalaciones, ¿no sueñan?

—No todas las formas de actividad consciente son deseables, señora López. Es mi ferviente esperanza que ninguna de nuestras reinstalaciones experimente terror o tenga un ataque de pánico tampoco…, y ésos son estados conscientes.

—Oh, muy listo, doctor Porter —dijo López, haciendo la pantomima de batir palmas lentamente—. ¡Bravo! Pero, de hecho, está usted evitando la pregunta. Soñar es distinto de otros estados conscientes en tanto que es completamente interno, ¿no es cierto?

—Más o menos.

—Mucho más que menos, creo. Los sueños son la misma esencia de nuestra vida interna, ¿no? La verdadera conciencia, del tipo que tenía la Karen Bessarian biológica, incluía la habilidad de conceptualizar internamente en ausencia de pistas del entorno. Y sus creaciones no tienen ese tipo de conciencia.

—Eso no es…

—¿No es cierto que no los deja usted dormir porque, si lo hicieran, esperarían poder soñar, y cuando despertaran y no recordaran nada de sus sueños, pronto quedaría claro que no soñaron? ¿Que la parte más íntima de nuestra vida interna, soñar, está completamente ausente? ¿No es eso cierto, doctor Porter?

—Yo… no es así.

—Pero si fueran, de hecho, copias exactas, soñarían, ¿no? Ha dicho usted que responderían a cualquier pregunta exactamente igual que cualquier humano… Por eso ganó esa bonita medalla, ¿verdad? Pero ¿y si le preguntaran por sus sueños?

—Está haciendo una montaña de un grano de arena —dijo Porter, cruzándose de brazos.

López sacudió la cabeza.

—Oh, nunca soñaría con hacer una cosa así. Pero soñaría otras cosas… al contrario que ese ser artificial que pretende ser Karen Bessarian.

—¡Protesto! —dijo Deshawn—. ¡Señoría!

—Deje las conclusiones para el alegato final, señora López —dijo Herrington.

López inclinó graciosamente la cabeza ante el estrado.

—Por supuesto, señoría. No hay más preguntas.

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