7

Estaba sentado en una silla de ruedas en la consulta del doctor Porter, esperando que regresara. Según dijo, yo no era el primer Mindscan que tenía problemas para caminar. Tal vez no. Pero probablemente odiaba estar en una silla de ruedas más que ninguno: después de todo, así era como trasladaban a mi padre. Había estado intentando evitar ese destino, y en cambio había acabado repitiéndolo.

Pero no reflexionaba mucho al respecto. De hecho, la excitación combinada de conseguir un cuerpo nuevo y ver colores nuevos era abrumadora, tanto que sólo era tenuemente consciente del hecho de que mi yo original debía de haber iniciado ya su viaje a la Luna. Le deseé buen viaje. Pero se suponía que no debía pensar en él, e intenté no hacerlo.

En algunos aspectos, naturalmente, habría sido más sencillo desconectar ese otro yo mío. Una curiosa forma de expresarlo: el otro era la versión biológica, no ésta. Pero «desconectarlo» había sido la expresión que se me había ocurrido. Al fin y al cabo, todo aquel jaleo de la comunidad de retiro en la cara oculta de la Luna habría sido innecesario si el original hubiese podido ser eliminado ahora que ya no resultaba necesario.

Pero la ley no lo permitiría nunca, ni siquiera en Canadá, mucho menos al sur de la frontera. Ah, bueno, nunca volvería a ver a mi otro yo, ¿qué importaba ya? Yo (este yo, el nuevo, mejorado y a todo color Jacob Paul Sullivan) era el yo único y real a partir de ahora, hasta el final de los tiempos.

Porter regresó por fin.

—Aquí hay alguien que podría ayudarle —dijo—. Tenemos técnicos, naturalmente, que podrían trabajar con usted para ayudarle a caminar, Jake, pero se me ocurrió que ella podría echarle mejor una mano. Creo que ya se conocen.

Desde mi posición en la silla de ruedas miré a la mujer que acababa de entrar en la habitación, pero no pude situarla. Era pequeña, de unos treinta años, con el pelo oscuro muy corto y…

Y era artificial. No me di cuenta hasta que ella movió un poco la cabeza y la luz la iluminó de una manera concreta.

—Hola, Jake —dijo, con un encantador acento de Georgia. Su voz era más fuerte que antes, sin temblor. Llevaba un hermoso vestido de verano con estampado de flores; yo todavía llevaba mi batín de felpa.

—¿Karen? —exclamé—. ¡Santo Dios, mírese!

Ella se dio la vuelta: al parecer no tenía ningún problema para controlar su nuevo cuerpo.

—¿Le gusta?

Sonreí.

—Está fabulosa.

Se echó a reír; sonó un poco forzado, pero eso seguramente se debía a que la risa estaba generada por un chip de voz, no porque no fuera sincera.

—Oh, nunca he sido fabulosa. —Extendió los brazos—. Éste es el aspecto que tenía en 1990. Pensé en ser más joven, pero eso habría sido una tontería.

—Mil novecientos noventa —repetí—. Entonces tendría unos…

—Treinta años —dijo Karen, sin vacilación. Pero me sorprendí sabía que no está bien visto preguntarle a una mujer su edad; mi intención era mantener en privado mis cálculos.

—Me pareció un compromiso sensato entre la juventud y la madurez —continuó ella—. Dudo que pudiera falsear lo vacía que era a los veinte años.

—Tiene un aspecto magnífico.

—Gracias —dijo ella—. Usted también.

Dudaba que mi carne sintética fuera capaz de ruborizarse, pero eso es lo que pensé que hacía.

—Sólo unos cuantos retoques aquí y allá.

—Le he pedido a la señora Bessarian si puede trabajar un poco con usted —dijo el doctor Porter—. Verá, ella ha pasado por esto de un modo que ni siquiera han vivido nuestros técnicos.

—¿Pasado por qué? —pregunté.

—Aprender a caminar de nuevo como adulto —dijo Karen.

La miré, sin comprender.

—Después de mi embolia —informó Karen, sonriendo.

—Ah, bien —dije. Su sonrisa ya no era una mueca torcida; el daño de la embolia habría sido copiado fielmente en el nanogel de su nuevo cerebro, supuse, pero tal vez tenían algún truco electrónico que simplemente hacía que el lado izquierdo de su boca ejecutara un gesto reflejado de lo que estaba haciendo la mitad derecha.

—Se lo dejo entonces —dijo Porter. Se frotó la barriga—. Tal vez consiga almorzar algo… ustedes tienen suerte de no tener que comer ya, pero a mí me está entrando hambre.

—Y además, dejar que un Mindscan ayude a otro es probablemente bueno para ambos, ¿no? —repuso Karen, y juro que había un tintineo en uno de sus ojos verdes sintéticos—. Permite que ambos sepan que hay otros como ellos, y los distrae de la sensación alienante de ser hurgados y pinchados por los científicos.

Porter puso cara de haberse impresionado.

—Podría haber jurado que no le incluimos la visión de rayos equis —dijo—, pero me ha calado bien, señora Bessarian. Es una psicóloga nata.

—Soy novelista. Es lo mismo.

Porter sonrió.

—Si me disculpan…

Se marchó de la habitación, y Karen me observó, las manos en las caderas.

—Bien, así que tiene problemas para caminar.

Era razonablemente pequeña, pero así y todo tuve que levantar la mirada desde la silla de ruedas.

—Sí —dije, mezclando en la sílaba vergüenza y frustración.

—No se preocupe por eso. Se pondrá bien. Puede enseñar a su mente a hacer que su cuerpo la obedezca. Créame, lo sé… no sólo tuve que superar una embolia, sino que cuando era niña, allá en Atlanta, bailaba ballet: una aprende a controlar el cuerpo haciendo eso. Bien, ¿empezamos?

Toda mi vida había tenido problemas a la hora de pedir ayuda; a veces pensaba que era un signo de debilidad. Pero no estaba pidiendo nada: se me ofrecía libremente. Y, tenía que admitirlo, la necesitaba.

—Humm, claro —dije.

Karen dio una palmada, uniendo las manos delante de su pecho. Recordé lo hinchadas que estaban antes sus articulaciones, lo translúcida que era su piel. Pero ahora sus manos eran preciosas, jóvenes.

—¡Maravilloso! —exclamó—. Le haremos volver a la vida normal en un santiamén.

Me tendió la mano derecha, yo la agarré, y ella me ayudó a ponerme en pie. Porter me había dado un bastón de madera marrón oscuro. Estaba apoyado contra la pared: lo indiqué. Karen me lo tendió, y conseguí salir de la habitación hasta un largo pasillo. Paneles de luces fluorescentes cubrían los techos, y también divisé diminutas cámaras colgando a intervalos. Sin duda el doctor Porter o uno de sus ayudantes estaban observando.

—Muy bien —dijo Karen, colocándose ante mí, de cara—. Recuerde, no puede hacerse daño al caer; ahora es demasiado duradero para eso. Así que intentémoslo sin bastón.

Apoyé el bastón contra la pared del pasillo, pero en cuanto lo hice, cayó al suelo. No era un buen augurio.

—Déjelo —dijo Karen.

Alcé el pie izquierdo, y de inmediato lo hice avanzar hacia delante, golpeando el suelo. Alcé rápidamente la pierna derecha, girándola envarado, como si me faltara la rodilla.

—Preste atención a la manera exacta en que responde su cuerpo —dijo Karen—. Sé que caminar es algo que normalmente hacemos de manera inconsciente, pero trate de reconocer con exactitud qué efecto consigue con cada orden mental.

Conseguí dar un par de pasos más. Si todavía hubiera sido biológico, habría estado respirando entrecortadamente y sudando, pero estoy seguro de que no había ninguna señal externa de mi esfuerzo. Con todo, fue un trabajo enormemente difícil y me pareció que iba a desplomarme. Me detuve y me quedé inmóvil, tratando de recuperar el equilibrio.

—Sé que es difícil. Pero se vuelve más fácil. Todo es cuestión de aprender un nuevo vocabulario: este pensamiento produce esa acción, y… ¡ah! Mire: su pierna se ha movido bien esta vez. Trate de reproducir con exactitud esa orden mental.

Intenté de nuevo mover hacia delante la pierna izquierda, apoyando el peso en ella, y luego intenté mover la derecha. Esta vez conseguí doblar un poco la rodilla, pero seguía trazando un arco amplio al avanzar.

—Eso es —dijo Karen—. Muy bien. Su cuerpo quiere hacer las cosas adecuadas; sólo tiene que decirle cómo.

Me hubiera gustado gruñir, pero tampoco sabía cómo hacer que mi nuevo cuerpo hiciera eso. El pasillo parecía aterradoramente largo, y sus lados convergían en lo que podrían haber sido kilómetros de distancia.

—Ahora intente dar otro paso —dijo Karen—. Concéntrese… a ver si puede controlar mejor esa pierna derecha.

—Estoy intentándolo —dije, avanzando una vez más.

Su acento era agradable.

—Sé que lo está haciendo, Jake.

Fue un trabajo duro mentalmente: como la frustración que se siente cuando tratas de recordar algo que tienes en la punta de la lengua, pero multiplicado por mil.

—Lo está haciendo muy bien —dijo ella—. De verdad que sí.

Karen caminaba de espaldas, medio pasito cada vez. Me pregunté brevemente cuántos años habían pasado desde la última vez que caminó hacia atrás; una anciana, desesperadamente temerosa de romperse una cadera o una pierna, sin duda daba pasitos cortos casi siempre, y hacia delante… siempre hacia delante.

Me obligué a dar otro paso, y luego otro más. A pesar de los mejores esfuerzos de Inmortex para copiar exactamente las dimensiones de mis miembros, fui consciente de que el centro de gravedad de mi torso estaba más alto, quizá debido a mi falta de pulmones huecos. No era gran cosa, pero me hacía aún más proclive a caerme de bruces.

Y, en ese momento, me di cuenta de que hasta entonces había estado pensando en otra cosa distinta a colocar un pie delante del otro, que mi subconsciente y mi consciente habían llegado por fin a una especie de acuerdo sobre la mecánica de caminar.

—¡Bravo! —dijo Karen—. Lo está haciendo muy bien.

Bajo las luces fluorescentes, parecía particularmente artificial: su Piel tenía un acabado seco y plástico; sus ojos, no realmente húmedos, Parecían también de plástico… aunque, como pude apreciar ahora, tenían un hermoso tono verde.

Continuamos, pasito a pasito. Imaginé que si miraba hacia atrás por encima del hombro vería a los aldeanos persiguiéndome con antorchas.

—¡Eso es! —dijo Karen—. ¡Perfecto!

Otro paso y…

Mi pierna izquierda no se movió exactamente como yo pretendía…

—¡Mal…

El tobillo izquierdo se me torció…

—… di…

El torso se me inclinó más y más hacia delante…

—… ción!

Karen se abalanzó hacia mí y me agarró con facilidad antes de que pudiera caerme de bruces.

—Tranquilo, tranquilo —dijo, calmándome; su nuevo cuerpo no tenía ningún problema para soportar mi peso—. Tranquilo, tranquilo, no pasa nada.

Me sentí humillado y furioso: con Inmortex y conmigo mismo. Me apoyé con fuerza en los brazos de Karen, obligándome a recuperar la posición erguida. No me gustaba pedir ayuda… pero aún me gustaba menos caerme cuando había alguien mirando; de hecho, era aún peor, porque estaba seguro de que también me observaban por circuito cerrado.

—Ya es suficiente por hoy —dijo ella, situándose a mi lado, y pasando un brazo por mi cintura. Me ayudó a dar media vuelta, y con su apoyo, retrocedí y recuperé mi bastón.

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