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Estaba en el fondo del pasillo central del lunabús, observando a mis tres rehenes. ¡Maldición, cómo odiaba esa palabra!

—Sinceramente, no quiero hacerle daño a nadie —dije.

—Pero lo hará si es necesario —contestó Brian Hades—. Eso es lo que le dijo a Smythe.

—Smythe no dejará que la cosa llegue tan lejos. Sé que no lo hará.

Pero Hades sacudió la cabeza y su pelo blanco destelló bajo las luces del techo.

—Tiene que dejar que llegue tan lejos. Inmortex tiene cientos de miles de millones invertidos en esta tecnología de descarga… y todo se basa en la asunción de que la copia duradera se convierte en el yo real. No podemos dejar que ese… ese concepto sea desafiado con éxito. Ni por usted aquí ni por nadie allá en la Tierra. Hay fortunas en juego. Hay vidas, vidas descargadas en juego.

Hades se levantó de su asiento, pero parecía que sólo para estirar sus largas piernas. Miró a Akiko y Chloé, y luego se volvió hacia mí.

—Mire, aquí no hay leyes… ni policía, ni gobiernos. Así que no ha cometido ningún delito. Y ya sabe lo que ha dicho Smythe: hay circunstancias atenuantes. Su operación…

—¡Apuesto a que desearía que me hubieran matado en el quirófano!

Hades se encogió de hombros.

—No es culpa suya —dijo—. Usted no es responsable. Sólo entrégueme la pistola de pitones y salgamos de aquí. Inmortex no le hará nada: no habrá ninguna represalia. Puede acabar con esto ahora mismo.

—No puedo hacerlo. Me gustaría, pero no conozco ningún otro modo de conseguir lo que quiero… Lo que me merezco.

—Dios, es tan egoísta —dijo Akiko—. No puedo creer que le escogieran.

Noté que mis ojos se entornaban.

—¿Escogerme? ¿Escogerme para qué?

Pero Akiko me ignoró.

—¿Qué hay de nosotros? ¡Mire lo que nos está haciendo!

—No van a forzar una situación cuando hay gente que puede resultar herida —dije.

—¿No? ¿Cuánto tiempo piensa que le dejarán mantener como rehén a todo Alto Edén? ¿Cuánto tiempo cree que pasará antes de que los otros residentes empiecen a sentir pánico? Tienen que poner fin a esto.

—Va a salir bien —dije—. Lo prometo.

—¿Lo promete? —intervino ahora Chloé—. ¿Qué demonios vale eso?

Me acerqué un poco a las dos mujeres; quería calmarlas, tranquilizarlas.

De repente, Hades saltó. Es falso que la gente se mueve a cámara lenta en la Luna: los objetos caen a cámara lenta, pero si te impulsas desde el suelo con toda tu fuerza, sales volando como un murciélago de Filadelfia. Hades se encontraba a cinco metros de distancia, pero con su salto cubrió fácilmente esa distancia y, cuando chocó conmigo, me hizo volar hacia atrás y darme contra el mamparo trasero del lunabús.

De repente, las dos mujeres se pusieron en movimiento. Akiko se levantó de su asiento y también saltó hacia nosotros. Chloé agarró un maletín de metal y vino dando saltos, como si intentara saltarme los sesos con él.

Yo todavía aferraba la pistola con la mano derecha. Pero Hades me sujetaba el brazo contra el mamparo, impidiéndome que pudiera dispararle a él o a cualquiera de las mujeres.

Tiempos desesperados exigen medidas desesperadas…

Giré la muñeca tanto como pude y disparé un pitón. Allí, en la cabina, el estampido de la pistola fue ensordecedor. Casi instantáneamente el pitón alcanzó su objetivo. Yo quería hacer un agujero en el casco exterior, pero no había podido apuntar bien. El pitón alcanzó una ventanilla, atravesó la persiana de vinilo que la cubría como si fuera de papel de seda y rompió el cristal. El aire empezó a salir siseando de la cabina y una alarma empezó a sonar: whoop-whoop-whoop. La persiana, con un pequeño agujerito, empezó a combarse hacia fuera. Por e] sonido, el cristal templado que había detrás se había hecho añicos p0r completo, y lo único que impedía que la atmósfera saliera como un torrente era el agujerito de la persiana por el que tenía que pasar.

Todos mirábamos la persiana de vinilo, viendo cómo se combaba más y más hacia fuera. De un momento a otro se soltaría por la vaharada de atmósfera que escapaba, revelando el marco vacío de la ventana; cuando eso sucediera, la cabina perdería todo el aire en cuestión de segundos.

Hades parecía completamente furioso y su coleta se agitaba en horizontal tras su cabeza. Seguía queriendo inmovilizarme, pero sabía que si no hacía algo pronto moriríamos todos.

—¡Maldición! —Me soltó con un grito de frustración y llamó a las mujeres—. ¡Rápido! ¡Busquen algo para cubrir la ventanilla!

La persiana de vinilo se estaba rompiendo visiblemente por los bordes, y el aire escapaba cada vez con más rapidez. Chloé, vacilando momentáneamente entre matarme de un golpe con la caja de metal y salvarse, soltó la caja, que cayó a cámara lenta antes de chocar contra el suelo, rebotar medio metro y volver a caer. Se acercó al asiento más próximo y trató de sacar el cojín… pero, naturalmente, los lunabuses nunca volaban sobre el agua, así que los cojines no eran salvavidas extraíbles.

Akiko, mientras tanto, se había hecho con el maletín de primeros auxilios que colgaba de la pared, junto a la entrada de la cabina del piloto. Lo abrió como pudo y encontró un paquete de vendas. Sin duda era menos sólido de lo que le hubiese gustado, pero lo metió en el agujero de la persiana de vinilo.

Aunque el rugido del aire que escapaba disminuyó un poco, eso no impidió que el vinilo siguiera soltándose por los bordes. Pensé en meter a todo el mundo en la cabina del piloto, cuya puerta era estanca. De hecho, Hades ya se había metido allí dentro. Por un momento, tuve miedo que fuera a cerrar la puerta tras él para salvarse y dejar que nos asfixiáramos. Pero salió al cabo de un momento con un enorme mapa laminado de la luna. Corrió a la ventana y, justo cuando la persiana de vinilo salía volando, desplegó el mapa y lo colocó con toda la fuerza que pudo contra el mamparo curvo. El aire seguía escapando, porque no encajaba bien y era absorbido hacia fuera.

Akiko encontró cinta adhesiva en el maletín de primeros auxilios y empezó a sellar los bordes del mapa. Mientras tanto, yo agarré todos los tubos de crema reparatrajes y se los lancé a Chloé, quien empezó a rociar también los bordes del mapa. Hades seguía con los brazos extendidos, sujetando el mapa.

El videófono indicaba una llamada. Dios sabe cuánto tiempo llevaba así; hasta que el rugido de la atmósfera que escapaba remitió, no pudimos oírlo. Apuntando con la pistola a la espalda de Hades, me acerqué y acepté la llamada.

—Sullivan.

—Señor Sullivan, por Dios, ¿están todos bien? —Era la voz de Smythe, el pánico asomaba en su tono cultivado.

—Sí —dije—. Todo va bien… por el momento. Hemos tenido… un escape.

Otra voz, una que yo conocía, intervino.

—Jacob, soy Quentin Ashburn. Seguís conectados al sistema de mantenimiento de Alto Edén. No está diseñado para represurizar rápidamente un lunabús, pero vuestra presión de aire debería volver a la normalidad dentro de aproximadamente una hora, suponiendo que el escape esté contenido.

Miré más allá de Hades. Chloé había terminado y el mapa parecía aguantar en su sitio.

—Lo está.

Oí a Quentin exhalar ruidosamente.

—Bien.

Smythe volvió a ponerse al teléfono.

—¿Qué ha pasado, por Dios?

—Su amigo Hades ha intentado reducirme y he tenido que disparar.

Hubo un rato de silencio.

—Oh —dijo Smythe por fin—. ¿Está… está bien Brian?

—Sí, sí, todo el mundo está bien. Pero espero que ahora sepan que hablo en serio. ¿Qué demonios pasa con mi otro yo?

—Seguimos intentando localizarlo. No está en su casa de Toronto.

—Tiene teléfono móvil, por el amor de Dios. El número es…

Y se lo di.

—Lo intentaremos —dijo Smythe.

—Háganlo —dije, frotándome las sienes—. El reloj sigue corriendo.

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