17

Hay que pasar por la aduana estadounidense en el aeropuerto Pearson de Toronto antes de poder subir al avión con destino a Estados Unidos. Yo temía que fuera a resultarnos difícil, pero los datos biométricos de nuestros nuevos cuerpos encajaron con los de los antiguos sin ninguna dificultad. Pensaba que Karen tendría problemas porque su rostro actual era mucho más joven que el que aparecía en la foto de su pasaporte, pero el software de reconocimiento facial que usaban debió de basarse en la estructura ósea o algo por el estilo, porque reconoció que la persona de la foto era en efecto ella.

Yo no volaba desde que era adolescente. Mis médicos me habían instado a no hacerlo porque los cambios de presión que acompañaban al vuelo podían disparar mi síndrome de Katerinsky. Naturalmente ya no sentía ningún cambio de presión. Me pregunté si la comida de las líneas aéreas habría mejorado con los años, pero no tenía modo de averiguarlo.

Una de las ventajas de no sudar ya era que no teníamos que llevar tanta ropa cuando viajábamos; sólo llevábamos equipaje de mano. Cuando llegamos a Atlanta nos dirigimos al mostrador de Hertz y alquilamos un coche, un Toyota Deela azul. Como no había ninguna necesidad de que nos pasáramos primero por el hotel para refrescarnos, fuimos directos al tanatorio.

Karen seguía teniendo el carné de conducir vigente, aunque dijo que no conducía desde hacía años porque temía que sus reflejos hubieran menguado demasiado. Pero ahora se alegró de conducir. Yo no recordaba la última vez que había ido de pasajero, pero eso me dio la oportunidad de mirar el paisaje: sí que tienen un montón de melocotoneros en Georgia.

Mientras continuábamos nuestro viaje, Karen me habló de Daron.

—Fue mi primer amor —dijo—. Y cuando es tu primer amor, no tienes nada para compararlo. Yo no tenía ni idea de que no iba a salir bien… aunque supongo que eso no lo sabe nadie.

—¿Por qué rompisteis? —Fue la primera pregunta que se me había ocurrido, y supuse que ya había esperado tiempo suficiente para darle voz.

—Oh, por varios motivos —respondió Karen—. Fundamentalmente, queríamos cosas distintas de la vida. Todavía estábamos en la universidad cuando nos casamos. Él quería ser relaciones públicas de una imprenta (eso fue en la época en que trabajar en la industria editorial parecía una buena carrera) y que yo consiguiera un trabajo pronto. Pero yo quería seguir estudiando y posgraduarme. Él quería una casa con un patio grande en el extrarradio, yo quería viajar y no anclarme. Él quería fundar una familia inmediatamente, yo quise esperar para tener hijos. De hecho…

—¿Qué?

—Nada.

—No. Cuéntamelo.

Karen guardó silencio un rato. Finalmente dijo:

—Aborté. Me había quedado embarazada, qué estupidez, ¿no? No había tenido cuidado con las pastillas. Ni siquiera se lo dije a Daron, ya que habría insistido en tenerlo.

Suprimí conscientemente mi tendencia natural a parpadear. Se habían casado en la década de los ochenta del siglo anterior y estábamos en los años cuarenta del actual. Si Karen no hubiera abortado, su hijo o su hija hubiese tenido ya unos sesenta años… y sería probable que estuviera también de camino hacia el funeral del hombre que habría sido su padre.

Casi pude sentir los arabescos de las líneas del tiempo, la bruma de las vidas que podrían haber sido distintas. Si Karen no hubiera puesto fin a ese embarazo hacía décadas, podría haberse quedado con Daron por el bien de la criatura… lo que significaba que probablemente nunca hubiese escrito MundoDino ni ninguna de sus secuelas: fue su segundo marido quien la animó a escribir. Y eso significaría que nunca habría podido costearse los servicios de Inmortex. Sería tan sólo una señora muy muy anciana, lastrada por los achaques.

Aparcamos en el tanatorio. Había montones de plazas vacías. Karen ocupó una para discapacitados.

—¿Qué estás haciendo? —pregunté.

—¿Qué? Oh. —Dio marcha atrás al coche—. La fuerza de la costumbre. Cuando podía conducir antes podíamos usar estos sitios… Mi pobre Ryan necesitaba un andador.

Encontró otro sitio para aparcar y bajamos del coche. Yo creía que en Toronto hacía calor en agosto; aquello era como un horno y la humedad sofocante.

Otra pareja (¡ah, esa palabra tan cargada de significado!) se dirigía hacia el edificio también. Oyeron nuestros pasos y el hombre nos mantuvo abierta la puerta, girándose al hacerlo.

Se quedó boquiabierto. Maldición, estaba cansándome de que miraran siempre. Forcé lo que esperaba que fuese una sonrisa particularmente teatral, y sujeté la puerta. Karen y yo entramos. Había tres familias de duelo; un cartel en el vestíbulo nos dirigió a la sala correcta.

El ataúd estaba abierto. Incluso desde esta distancia, pude ver el cadáver, tratando de fingir el aspecto de la vida.

Vaya. Como si yo hubiese podido hablar.

Naturalmente, pronto todos los ojos se fijaron en nosotros. Una mujer que debía de tener ochenta y tantos años (la misma edad de Karen) se levantó de un banco y se nos acercó.

—¿Quién es usted? —preguntó, mirándome. Su voz era gangosa y tenía los ojos enrojecidos.

La pregunta, por supuesto, ocupaba gran parte de mis pensamientos aquellos días. Antes de que yo pudiera responder, Karen dijo:

—Viene conmigo.

La cabeza permanentada se volvió a mirar a Karen.

—¿Y usted quién es?

—Soy Karen.

—¿Sí? —instó la mujer, con una única sílaba seca y exigente.

Karen parecía reacia a utilizar su apellido. Allí, rodeada por Bessarians auténticos (Bessarians de nacimiento y de matrimonios duraderos), quizá no se sentía con derecho a emplearlo. Pero por fin volvió a hablar.

—Soy Karen Bessarian.

—Dios… mío —dijo la mujer, entornando los ojos mientras estudiaba el rostro juvenil y sintético de Karen.

—¿Y usted es…? —preguntó Karen.

—Julie. Julie Bessarian.

No supe si era la hermana de Daron u otra de sus viudas, aunque al parecer Karen sí; sin duda recordaba los nombres de sus ex cuñadas, si las había.

Karen tendió la mano como para dar el pésame a Julie, pero ésta se la quedó mirando.

—Siempre me había preguntado qué aspecto tenía —dijo, dirigiendo la mirada al rostro de Karen.

Otra viuda, entonces. Karen echó la cabeza atrás, levemente, desafiante.

—Ahora lo sabe —replicó—. De hecho, así no soy muy distinta de como era cuando Daron y yo estábamos juntos.

—Yo… lo siento —dijo Julie—. Perdóneme. —Miró a su marido muerto, luego de nuevo a Karen—. Quiero que sepa que en los cincuenta y dos años que estuvimos casados Daron nunca dijo una mala palabra sobre usted.

Karen sonrió.

—Y se alegraba mucho de su éxito. Karen asintió levemente.

—Gracias. ¿Quién ha venido de la familia de Daron?

—Nuestras hijas —respondió Julie—, pero no las conoce, creo. Tuvimos dos. Volverán dentro de poco.

—¿Y su hermano? ¿Su hermana?

—Grigor murió hace dos años. Esa de ahí es Narine.

Karen volvió la cabeza para mirar a otra anciana que, apoyada en un andador, charlaba con un hombre de mediana edad.

—Yo… Me gustaría saludarla —dijo—. Ofrecerle mis condolencias.

—Por supuesto —dijo Julie. Las dos se marcharon y yo me encontré caminando hacia la parte delantera de la sala y contemplando el rostro del muerto. No había pensado conscientemente en hacer eso, pero cuando quedó claro adonde se dirigía mi cuerpo no veté la acción.

No digo que todos mis pensamientos sean caritativos o apropiados, y a menudo deseo que nunca se me hubieran ocurrido. Pero lo hacen, y debo reconocerlos. Ese hombre del ataúd había hecho lo que yo nunca haría: sentir la carne de Karen, unirse a ella en una auténtica pasión animal. Sí, había sido hacía sesenta años… mucho antes de que yo naciera. Y no se lo reprochaba: lo envidiaba.

Parecía tranquilo, allí tendido, los brazos cruzados sobre el pecho.

Tranquilo… Un rostro viejo, ajado, profundamente arrugado, la cabeza casi completamente calva. Traté de imaginar su aspecto, para ver si había sido guapo en su juventud, preguntándome si esas efímeras consideraciones le habían importado alguna vez a Karen. Pero en realidad no podía decir qué aspecto habría tenido a los veintiún años, la edad en la que se casó con ella. Ah, bueno, tal vez era mejor no saberlo.

De todas formas, no podía apartar los ojos de su cara, el tipo de cara que yo nunca tendría ya. Pero nos separaba algo más que el aspecto, pues este hombre, este Daron Bessarian, estaba muerto y (todavía intentaba hallarle el sentido) probablemente yo no lo estaría nunca.

—¿Jake?

Salí de mi ensimismamiento. Karen se acercaba dando pasitos cortos: Julie se había apoyado en su brazo artificial, al parecer más cómoda ahora con ella.

—Jake —repitió Karen mientras se acercaba—, perdóname por no haberte presentado antes. Es Julie, la esposa de Daron.

Fue muy amable al no decir «segunda esposa».

—Lamento muchísimo su pérdida —dije.

—Era un buen hombre —dijo Julie.

—Estoy seguro de que sí.

Julie guardó silencio un momento.

—Karen me ha contado lo que les han hecho. —Me señaló con un dedo fino y retorcido—. Había oído hablar de esas cosas, por supuesto. Sigo viendo las noticias, aunque casi todas me deprimen. Pero, bueno, nunca pensé que fuera a conocer a nadie que tuviera suficiente dinero para…

Guardó silencio, y yo no supe qué responderle, así que esperé a que continuara, cosa que finalmente hizo.

—Lo siento —dijo Julie. Miró el ataúd, luego de nuevo a mí—. No querría lo que ustedes tienen, de todas formas…, no sin mi Daron. —Tocó mi antebrazo sintético con el suyo, de carne—. Pero les envidio. Daron y yo sólo estuvimos cincuenta y dos años juntos. ¡Pero ustedes dos! ¡Todavía tienen tanto tiempo por delante!

Sus ojos volvieron a humedecerse y miró otra vez a su marido muerto.

—Oh, cómo los envidio…


Poco después de llegar a la Luna oí decir a alguien que una de las ventajas de vivir allí era que no había abogados. Pero, naturalmente, eso no era cierto del todo: mi nuevo amigo Malcolm Draper era abogado, aunque estuviera retirado, según su propio testimonio. Con todo, era la persona más adecuada a quien pedir consejo sobre mi situación. Lo llamé por el sistema telefónico interno de Alto Edén, al que sólo teníamos acceso los residentes.

—Hola, Malcolm —dije, cuando su distinguido rostro apareció en la pantalla—. Necesito hablar contigo. ¿Tienes un minuto?

Él alzó sus tupidas cejas.

—¿Qué ocurre?

—¿Podemos vernos en alguna parte?

—Claro —dijo Malcolm—. ¿Qué te parece el invernadero?

—Perfecto.

El invernadero era una habitación de cincuenta metros de lado y diez de altura, lleno de árboles y plantas tropicales. Era el único lugar en Alto Edén donde el aire era húmedo. La profusión de flores estaba llena de colorido incluso para mí; no podía imaginarme la amalgama de tonos y matices que Malcolm debía de ver. Naturalmente, las plantas no estaban allí sólo para que los residentes sintieran menos nostalgia del hogar: también eran parte integral del sistema de reciclado de aire.

Por mis ocasionales visitas a los invernaderos de Toronto (Alian Gardens era mi favorito), estaba acostumbrado a moverme despacio, en silencio, casi igual que cuando se visita un museo, pasando de rótulo en rótulo. Pero caminar por la Luna era diferente. Yo había visto imágenes de los astronautas del Apolo dando saltitos al andar… y llevaban trajes espaciales que pesaban tanto como ellos mismos. Malcolm y yo, con pantalones cortos y camisetas anchas, no podíamos evitar volar a cada paso. Sin duda parecía cómico, pero yo no estaba de humor.

—¿Qué pasa? —preguntó Malcolm—. ¿Por qué la cara larga?

—Han encontrado una cura para mi enfermedad —dije, mirando un puñado de enredaderas.

—¿De verdad? ¡Eso es maravilloso!

—Lo es, pero…

—¿Pero qué? Tendrías que estar dando botes. —Sonrió—. Bueno, cierto, tienes bastante impulso en el paso, pero no pareces muy feliz.

—Oh, me alegro por la cura. No sabes lo que ha sido todos estos años. Pero, bueno, he hablado con Brian Hades.

—¿Sí? —dijo Malcolm—. ¿Y qué te dijo el de la coleta?

—No me dejará ir a casa, ni siquiera después de curarme.

Seguimos dando saltos de un sitio a otro. Malcolm extendía de vez en cuando los brazos para sujetarse, pero su rostro estaba tenso, y estaba considerando claramente qué decir a continuación. Finalmente habló:

—Estás en casa, Jake.

—Cristo, ¿tú también? Las condiciones bajo las que accedí a venir aquí han cambiado. Sé que no es tu especialidad legal, pero debe de haber algo que se pueda hacer.

—¿Como qué? ¿Cómo volver a la Tierra? Todavía estás allí; tu nueva versión está allí, viviendo en tu casa, siguiendo tu vida.

—Pero yo soy el original. Soy más importante.

Malcolm negó con la cabeza.

—Los dos Jakes —dijo.

Lo miré, mientras él apartaba el follaje de su camino.

—¿Qué?

—¿No la has visto nunca? Es la secuela de Chinatown, una de mis películas favoritas. La original era fabulosa, pero Los dos Jakes es una película horrible.

No oculté mi irritación.

—¿De qué estás hablando?

—Que ahora hay dos Jakes, ¿ves? Y tal vez tengas razón: tal vez el original sea más importante que la secuela. Pero va a costarte trabajo demostrárselo a nadie excepto a ti y a mí.

—¿No puedes ayudarme? Ya sabes, en tu capacidad profesional.

—Un abogado sólo es útil dentro de una infraestructura que permite los litigios. Esto es el Viejo Oeste; esto es la frontera. No hay policía, ni tribunales, ni jueces, ni cárceles. Tu sustituto allá en la Tierra podría cambiar las cosas (no es que vea ningún motivo para que quiera hacerlo), pero no hay nada que tú puedas hacer aquí arriba.

—Pero yo voy a vivir décadas ahora.

Malcolm se encogió de hombros.

—Y yo también. Nos lo pasaremos bien juntos. —Indicó el jardín que nos rodeaba—. Es un lugar maravilloso, ¿no?

—Pero… pero hay alguien, allá en la Tierra. Una mujer. Las cosas son distintas ahora… o lo serán, en cuanto me someta a la operación. Tengo que salir de aquí, tengo que ir a casa… volver con ella.

Seguimos caminando un poco más.

—Greensboro —dijo Malcolm en voz baja, casi para sí.

Yo seguía irritado.

—¿Otra película que nunca he visto?

—No es una película. Historia. La historia de mi pueblo. En el sur de Estados Unidos estábamos segregados y, naturalmente, las buenas instalaciones eran para los blancos. Bueno, en 1960, cuatro estudiantes se sentaron en la sección sólo para blancos de la barra de Woolsworth's (que era una cadena de restaurantes) y pidieron que les sirvieran de comer. Los rechazaron y les dijeron que salieran del local. No lo hicieron, iniciaron una sentada y se extendió a otras barras sólo para blancos por todo el Sur.

—¿Y?

Malcolm suspiró, supongo que horrorizado por mi ignorancia.

—Ganaron por medio de protestas pacíficas. En las barras para almorzar dejó de haber segregación, y los negros tuvieron los mismos derechos que la otra gente. Los manifestantes obligaron a los que estaban en el poder a reconocer que no puedes despreciar a nadie por su piel. Bueno, tú no eres nada más que una piel, amigo mío… un pellejo descartado. Y tal vez te mereces tener derechos. Pero, como esos valientes jóvenes, si los quieres, vas a tener que exigirlos.

—¿Cómo?

—Encuentra un sitio que ocupar y niégate a ceder hasta conseguir lo que quieres.

—¿Crees que eso funcionaría?

—Ha funcionado antes. Naturalmente, no hagas nada violento.

—¿Yo? Ni en un millón de años.

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