No hubo nada de especial en aquella bronca. Lo juro por Dios, no lo hubo. Mi padre y yo habíamos discutido un millón de veces antes, pero no había sucedido nada horrible. Oh, me había echado de casa en un par de ocasiones, y cuando yo era más joven solía enviarme a mi cuarto o dejarme sin paga. Pero nunca había sucedido nada como esto. Sigo reviviendo mentalmente ese momento, acosado por él. No es ningún consuelo que él no sienta el mismo agobio, que probablemente ni siquiera lo recuerde. Ningún consuelo en absoluto.
Los abuelos de mi padre habían amasado una fortuna en la industria cervecera. Si conocen Canadá, conocen la Sullivan's Select y la Oíd Sully's Premium Dark. Siempre hemos tenido una burrada de dinero.
«Burrada.» Así lo decía entonces; supongo que recordarlo es recuperar mi antiguo vocabulario. Cuando era adolescente, no me preocupaba el dinero. De hecho, estaba de acuerdo con la mayoría de los canadienses en que los beneficios que obtenían las grandes corporaciones eran obscenos. Incluso en el supuestamente igualitario Canadá, los ricos se hacían más ricos y los pobres más pobres, y yo lo odiaba. Entonces, odiaba un montón de cosas.
—¿De dónde demonios has sacado esto? —gritó mi padre, blandiendo el carné de identidad falso que yo había utilizado para comprar maría en el Mac's local. Estaba de pie: siempre se ponía de pie cuando nos peleábamos. Papá era delgado, pero supongo que sus dos metros de altura me intimidaban.
Estábamos en su despacho en la casa de Port Credit. Se llegaba a Port Credit siguiendo hacia el oeste a lo largo del lago Ontario desde Toronto; era un barrio con clase, e incluso entonces (¿cuándo debió de ser? En 2018, supongo) seguía estando habitado mayoritariamente por blancos. Ricos y blancos. La ventana daba al lago, que ese día estaba gris y picado.
—Lo hizo un amigo mío —respondí, sin mirar siquiera el carné de identidad.
—Bueno, pues no vas a volver a ver a ese amigo. Por el amor de Dios, Jake, sólo tienes diecisiete años.
La edad legal para comprar alcohol y marihuana en Ontario, entonces y ahora, era de diecinueve años; la edad legal para comprar tabaco son los dieciocho. Ustedes mismos.
—No puedes decirme a quién puedo ver o no —dije, mirando por la ventana. Las gaviotas revoloteaban sobre las olas. Si ellas podían subirse hasta las nubes, no veía por qué yo no.
—Un carajo que no puedo —replicó mi padre. Tenía el rostro alargado y una buena mata de pelo oscuro, gris en las sienes. Si esto fue en 2018, pongamos que tuviera treinta y nueve años—. Mientras vivas bajo mi techo, harás lo que yo diga. Jesús, Jacob, ¿en qué estabas pensando? Presentar un carné de identidad falso es un delito grave.
—Es un delito grave si eres terrorista o ladrón de identidades —contesté, mirándolo desde el otro lado del ancho escritorio de teca—. Pillan a los chavales comprando maría a todas horas; a nadie le importa un pito.
—A mí sí que me importa un pito. Y a tu madre también.
Mamá estaba fuera jugando al tenis. Era domingo, el único día en que papá no solía estar en el trabajo, y había recibido una llamada de la comisaría de policía.
—Sigue cagándola así, muchacho, y…
—¿Y qué? ¿Y nunca acabaré como tú? Rezo por eso.
Supe que le había hecho daño. Una vena vertical en mitad de su frente se hinchaba cada vez que se sofocaba. Me encantaba ver aquella vena.
Le temblaba la voz.
—Pequeño hijo de puta desagradecido.
—No necesito esta mierda —dije, volviéndome hacia la puerta, dispuesto para largarme.
—¡Maldito seas, chaval! ¡Vas a escucharme! Si no…
—Al carajo —dije.
—… dejas de actuar…
—Odio este lugar de todas formas.
—… como un idiota, te…
—¡Y te odio!
No hubo respuesta. Me volví y lo vi desplomarse de espaldas en el sillón de cuero negro. Cuando lo golpeó, la silla dio media vuelta.
—¡Papá!
Corrí hacia detrás del escritorio y lo sacudí.
—¡Papá!
Nada.
—Oh, Cristo. Oh, no. Oh, Dios…
Lo levanté de la silla; había tanta adrenalina corriendo por mis venas que ni siquiera sentí su peso. Tras extender sus largos miembros en el suelo de madera, grité:
—¡Papá! ¡Vamos, papá!
Aparté de una patada una papelera con destructora de documentos; diamantes de papel se desperdigaron por todas partes. Me agaché junto a él y le busqué el pulso. Todavía tenía… y parecía que respiraba. Pero no respondía a nada de lo que le decía.
—¡Papá!
Totalmente vacío de ideas, traté de abofetearlo levemente en cada mejilla. Un hilillo de baba colgaba de la comisura de su boca.
Me levanté rápidamente, me volví hacia el escritorio, pulsé el botón del teléfono-altavoz y marqué el 911. Luego volví a agacharme junto a él.
El teléfono sonó tres atormentadoras veces.
—¿Bomberos, policía o ambulancia? —dijo entonces una operadora femenina, con una vocecita lejana.
—¡Ambulancia!
—Su dirección es… —dijo la operadora, y la leyó—. ¿Correcto? Le alcé a mi padre el párpado derecho. Su ojo trató de seguir el mío, gracias a Dios.
—Sí, sí, eso es. ¡Deprisa! ¡Mi padre ha sufrido un colapso!
—¿Respira?
—Sí.
—¿Pulso?
—Sí, tiene pulso, pero se ha desplomado, y no responde a nada de lo que le digo.
—Una ambulancia va de camino —dijo la mujer—. ¿Hay alguien más con usted?
Las manos me temblaban.
—No, estoy solo.
—No lo deje.
—No lo voy a dejar. Oh, Cristo, ¿qué le ocurre?
La operadora ignoró la pregunta.
—La ayuda va de camino.
—¡Papá! —dije. Él emitió un borboteo, pero no creo que fuera para responderme. Le limpié la baba y le ladeé un poco la cabeza para asegurarme de que recibía bien aire—. ¡Papá!
—No se deje llevar por el pánico —dijo la mujer—. Conserve la calma.
—Cristo, oh, Cristo, buen Cristo…
La ambulancia nos llevó a mi padre y a mí al Trillium Health Centre, el hospital más cercano. En cuanto llegamos allí lo trasladaron a una camilla y sus largas piernas quedaron colgando por un extremo. Un médico blanco apareció rápidamente, le iluminó los ojos con una linternita y le dio un golpecito en la rodilla con un martillo. Recibió la respuesta refleja habitual. Trató de hablarle a mi padre unas cuantas veces, luego ordenó:
—¡Hay que hacerle a este hombre un TAG cerebral, inmediatamente!
Un camillero se llevó a mi padre. Todavía no había dicho ni una sola palabra coherente, aunque de vez en cuando emitía soniditos.
Para cuando llegó mi madre, habían trasladado a papá a una cama. La seguridad social estándar te asegura un espacio en una habitación. Papá tenía un seguro complementario y por eso disponía de una habitación privada. Naturalmente.
—Oh, Dios —no paraba de decir mi madre, una y otra vez, llevándose las manos a la cara—. Oh, mi pobre Cliff. Mi querido, mi pobre…
Mi madre tenía la misma edad que mi padre, la cabeza redonda y el pelo artificialmente rubio. Todavía llevaba puesta la ropa de tenis: camisa blanca, faldita blanca. Jugaba mucho al tenis y estaba en buena forma; para mi vergüenza, algunos de mis amigos pensaban que estaba buena.
Poco después vino a vernos una doctora. Era una mujer vietnamita de unos cincuenta años. Su placa la identificaba como doctora Thanh. Antes de que pudiera abrir la boca, mi madre dijo:
—¿Qué ocurre? ¿Qué le pasa?
La doctora fue infinitamente amable: siempre la recordaré. Cogió la mano de mi madre y la acompañó para que se sentara. Y entonces la mujer se agachó, para quedar al nivel de sus ojos.
—Señora Sullivan —dijo—. Lo siento mucho. No son buenas noticias.
Yo estaba de pie detrás de mi madre, con una mano apoyada en su hombro.
—¿Qué es? —preguntó mi madre—. ¿Una embolia? Por el amor de Dios, Cliff sólo tiene treinta y nueve años. Es demasiado joven para una embolia.
—Una embolia puede darse a cualquier edad —dijo la doctora Thanh—. Pero, aunque técnicamente esto ha sido una forma de embolia, no es lo que usted está pensando.
—¿Qué, entonces?
—Su esposo tiene una especie de lesión congénita que llamamos MAV: malformación arteriovenosa. Es una maraña de arterias y venas sin ningún capilar intermedio: normalmente, los capilares proporcionan resistencia, reduciendo el flujo sanguíneo. En casos como éste, las venas tienen paredes muy finas y tienden a reventar. Y, cuando lo hacen, la sangre se esparce como un torrente por el cerebro. En la forma de MAV que tiene su marido (se llama síndrome de Katerinsky) las venas pueden romperse en cascada, estallando como mangueras.
—Pero Cliff nunca mencionó…
—No, no. Probablemente no lo sabía. Una resonancia magnética lo habría revelado, pero la mayoría de la gente no se somete a resonancias por rutina hasta los cuarenta años.
—Maldición —dijo mi madre, que casi nunca maldecía—. ¡Habríamos pagado la prueba! Nosotros…
La doctora Thanh me miró y luego miró a mi madre a los ojos.
—Señora Sullivan, créame, no habría supuesto ninguna diferencia. El estado de su esposo es inoperable. La MAV en general sólo afecta a una de cada mil personas, y el síndrome de Katerinsky sólo a uno de cada mil de esos casos. La triste verdad es que la principal forma de diagnosis para el síndrome de Katerinsky es la autopsia. Su marido es uno de los afortunados.
Miré a mi padre, en la cama, con un tubo metido por la nariz, otro en el brazo, el pelo recogido en una redecilla, la boca abierta.
—¿Entonces va a ponerse bien? —dijo mi madre—. ¿Mejorará?
La doctora Thanh pareció verdaderamente apenada.
—No, me temo que no. Cuando las venas se rompieron, las partes adyacentes de su cerebro fueron destruidas por el chorro de sangre que entró en el tejido. Está…
—¿Está qué? —exigió saber mi madre, la voz llena de pánico—. No va a convertirse en un vegetal, ¿verdad? Oh, Dios, mi pobre Cliff. Oh, Jesús, Dios mío…
Miré a mi padre, e hice algo que no había hecho desde hacía cinco años. Empecé a llorar. Los ojos se me nublaron y la mente también. Mientras la doctora continuaba hablando con mi madre, oí las palabras «severo retraso», «afasia completa» y «hospitalizar».
No iba a volver. No se marchaba, pero no iba a regresar. Y mis últimas palabras que quedarían grabadas para siempre en su conciencia eran…
—Jake.
La doctora Thanh me llamaba por mi nombre. Me sequé los ojos. Ella se había puesto de pie y me estaba mirando.
—Jake, ¿qué edad tienes?
Soy lo bastante mayor, pensé. Soy lo bastante mayor para ser el hombre de la casa. Me encargaré de esto, cuidaré a mi madre.
—Diecisiete.
Ella asintió.
—Deberías hacerte una resonancia tú también, Jake.
—¿Qué? —dije, y mi corazón empezó de pronto a redoblar—. ¿Por qué?
La doctora Thanh alzó sus delicadas cejas y habló en voz muy muy baja.
—El síndrome de Katerinsky es hereditario.
Sentí que volvía a dejarme llevar por el pánico.
—¿Quiere… quiere decir que yo podría acabar como papá?
—Hazte esa resonancia —dijo ella—. No tienes por qué tener necesariamente el Katerinsky, pero podrías.
No lo soportaría, pensé. No podría soportar vivir como un vegetal. O tal vez hice más que pensarlo: la mujer me sonrió amable, sabiamente, como si me hubiera oído decir esas palabras en voz alta.
—No te preocupes.
—¿Que no me preocupe? —Sentía la boca seca—. Ha dicho que esta… esta enfermedad es incurable.
—Es cierto. El síndrome de Katerinsky implica defectos tan profundos en el cerebro que no pueden ser reparados quirúrgicamente… todavía. Pero sólo tienes diecisiete años y la ciencia médica va al galope. ¡Los progresos que hemos hecho desde que yo empecé a ejercer! ¿Quién sabe qué podrán hacer dentro de otros veinte o treinta años?