38

Tuvimos que volver a atarnos diez horas más tarde, mientras el cohete deceleraba sus buenos sesenta minutos. Aunque la mayoría de los vuelos tripulados a la Luna al parecer se dirigían a un sitio llamado LS Uno, nosotros íbamos a aterrizar directamente en el cráter de Heaviside.

El aterrizaje se hizo por control remoto y no pudimos ver nada: la bodega de carga no tenía ventanillas. Con todo, sabía que íbamos a posar los alerones de cola. Jesús, en Cabo Kennedy, había dicho: «Tal como Dios y Robert Heinlein pretendieron», pero no lo entendí.

Era casi el final del día lunar, que duraba una quincena. La temperatura de la superficie era de poco más de cien grados centígrados, un calor seco. Según el doctor Porter, a quien Smythe había consultado al respecto, podríamos estar diez o quince minutos expuestos al calor, por no mencionar a la radiación ultravioleta, antes de tener problemas; la falta de aire, naturalmente, no nos afectaba.

El cohete de carga no tenía compuerta, sólo escotilla, pero nos resultó bastante fácil abrirla desde dentro; las mismas reglas de seguridad que se aplicaban a los frigoríficos al parecer se aplicaban también a las naves espaciales. Empujé la puerta hacia afuera y la atmósfera que nos había acompañado escapó formando una nube blanca. Estábamos dentro del cráter de Heaviside, cuyo borde se alzaba en la distancia. La cúpula más cercana de Alto Edén se encontraba a unos cien metros y…

Aquello debía de ser el lunabús. Un ladrillo plateado con un tanque de combustible verdiazul a cada lado estaba posado en una plataforma de aterrizaje circular, conectado al edificio adyacente por medio de un túnel de acceso plegable.

La superficie lunar estaba a unos doce metros bajo mis pies… Aquello era mucho más de lo que hubiese querido caer en gravedad terrestre, pero allí no tenía por qué representar ningún problema. Miré a Karen y sonreí. No podíamos hablar, puesto que no había aire. Pero susurré la palabra «¡Gerónimo!» mientras salía de la escotilla.

La caída fue suave y duró lo que me pareció una eternidad. Cuando golpeé el suelo (probablemente el primer par de Nikes que tocaban directamente el suelo lunar) se levantó una nube de polvo gris. Parte se me pegó a la ropa (electricidad estática, supuse), pero el resto volvió a caer al suelo.

Había pequeñas concavidades producidas por los meteoritos por todas partes dentro del cráter mayor; algunas tenían unos pocos centímetros de diámetro, otras unos cuantos metros. Me di la vuelta y miré a Karen.

Para ser una mujer que había sido débil hacía muy poco tiempo, a la que habían reemplazado una cadera y que sin duda había vivido con el miedo de romperse la otra, fue bastante intrépida. Sin vacilación, imitó lo que yo había hecho, salió de la escotilla e inició el lento descenso hacia el suelo.

Llevaba algo en forma de tubo… ¡Naturalmente! Se había acordado de la portada del New York Times, que había enrollado en un cilindro. Era sorprendente no ver el pelo flotar, ni su ropa agitarse, pero no había resistencia al aire que causara nada de eso. Di unos cuantos saltitos a la derecha para dejarle espacio de sobra para aterrizar, y ella lo hizo, con una gran sonrisa en el rostro.

El cielo era totalmente negro. No había ninguna estrella visible, excepto el sol, que brillaba ferozmente. Tendí una mano y Karen la agarró, y fuimos dando grandes saltos juntos a Alto Edén, el lugar donde supuestamente no se nos vería nunca.


Gabriel Smythe resultó ser un tipo macizo de unos sesenta años, con el pelo rubio platino y la tez florida. Se había instalado en la sala de control de tránsito de Alto Edén, que era un espacio abarrotado, poco iluminado, lleno de pantallas y paneles brillantes. A través de una amplia ventana podíamos ver el lunabús, a sólo veinte metros de distancia, conectado a un finger. Parecía tener todas sus ventanillas cubiertas, así que no podíamos ver lo que había dentro.

—Gracias por venir —dijo Smythe, bombeando mi mano—. Gracias.

Asentí. No quería estar allí… al menos no en esas circunstancias. Pero sentía una responsabilidad moral, supongo… aunque yo no había hecho nada.

—Y veo que ha traído el periódico —continuó Smythe—. ¡Excelente! Muy bien, hay videoconexión con el lunabús. Éste es el micrófono y ésta la cámara. Él ha cubierto todas las cámaras de seguridad del interior de lunabús, pero podemos verlo a través de la del teléfono, cuando se digna a transmitir en vídeo, y puede vernos. Voy a llamarlo ahora para comunicarle que está usted aquí. Al menos se está mostrando parcialmente razonable: ha dejado marchar a una de los rehenes. Chandragupta dice…

—¿Chandragupta? —repetí, sorprendido—. ¿Pandit Chandragupta?

—Sí. ¿Por qué?

—¿Qué tiene que ver con esto?

—Es quien curó a su otro yo —dijo Smythe.

Me dieron ganas de darme una palmada en la frente, pero eso habría sido demasiado teatral.

—¡Cristo, naturalmente! También es el que empezó todo este maldito lío con el pleito. Firmó un certificado de defunción de la Karen Bessarian que murió aquí arriba.

—Sí, sí. Lo vimos. Hemos estado siguiendo el juicio, por supuesto. No hace falta decir que no estamos satisfechos. De cualquier forma, dice que su, humm…

—Pellejo —dije—. Conozco el argot. Mi pellejo descartado.

—Eso es. Dice que su pellejo tendrá los niveles de neurotransmisores fluctuando salvajemente en su cerebro durante tal vez un par de días. A veces se mostrará bastante racional y a veces tendrá un temperamento volátil, o será totalmente paranoico.

—Cristo.

Smythe asintió.

—¿Quién hubiese dicho que sería más fácil copiar una mente que curarla? Recuerde, va armado y…

—¿Armado? —dijimos Karen y yo al unísono.

—Sí, sí. Tiene una pistola de pitones… Es para escalar montañas y dispara clavos de metal. Podría matar fácilmente a alguien con ella.

—Dios mío… —dije.

—Ciertamente. Lo pondré al teléfono. No le prometa nada que no podamos darle y haga cuanto sea posible para no molestarlo. ¿De acuerdo?

Asentí.

—Allá va. —Smythe pulsó algunas teclas de un pequeño teclado.

El teléfono sonó varias veces.

—Será mejor que sean buenas noticias, Gabe.

La imagen en la pantalla mostraba a mi antiguo yo, en efecto: había olvidado cuántas canas tenía. Había una expresión salvaje en sus ojos que no creía haber visto antes.

—Lo son, Jake —dijo Gabe. Era extraño oírlo usar mi nombre pero no dirigirse a mí—. Son muy buenas noticias. Su… su otro yo está aquí conmigo, aquí, en la sala de control de tránsito de Alto Edén.

Me hizo un gesto para que entrara en el campo de visión de la cámara, y así lo hice.

—Hola —dije, y mi voz sonó mecánica, incluso para mí. Había olvidado lo rica que era mi voz real… mi voz original.

—Humm —dijo mi otro yo—. ¿Has traído el periódico?

—Sí —contesté. Karen, fuera de la pantalla, me lo entregó. Lo alcé ante la lente del teléfono, para que él pudiera leer la fecha y ver los titulares.

—Querré examinarlo más tarde, por supuesto, pero por ahora está bien: aceptaré que un cohete ha venido realmente de la Tierra hoy, y que tú puedes haber venido a bordo.

—Descubre las ventanillas del lunabús y verás el cohete —dije—. Está a unos cien metros de distancia y… Veamos… debería ser visible a tu izquierda.

—Y tenéis a un francotirador, esperando a que mi cara aparezca en la ventanilla.

Gabe se acercó.

—Sinceramente, Jake, no hay ningún francotirador en la Luna.

—No a menos que uno haya venido con él —dijo el otro Jake, señalándome. Nunca me había oído hablar de esa forma paranoica antes. No me gustó.

Gabe me miró. Se encogió de hombros y alzó levemente las cejas.

—Jake, ¿querías verme? —dije amablemente.

El yo que estaba en la pantalla asintió.

—Pero ¿cómo sé que eres realmente tú?

—Soy yo.

—No. En el mejor de los casos, eres uno de nosotros. Pero podría ser cualquier conciencia cargada en ese cuerpo: el hecho de que el exterior se me parezca no significa que mi Mindscan esté dentro.

—Entonces hazme una pregunta.

Había montones de cosas que podría haberme preguntado, cosas que sólo uno de nosotros podía saber. El nombre del amigo imaginario que tenía de niño, de quien nunca hablaba a nadie. El único artículo que había mangado, cuando era adolescente… un juego de consola que realmente quería.

Y yo habría contestado alegremente esas preguntas. Pero no las hizo. No, escogió la que yo no quería responder. Ya fuera porque perversamente quería humillarme, aunque la revelación presumiblemente le haría daño también a él, o porque quería demostrarme, para que se lo comunicara a Smythe y los otros, hasta dónde estaba dispuesto a llegar.

—¿Exactamente dónde estábamos cuando nuestro padre sufrió el ataque cerebral? —preguntó.

Miré a Karen, luego a la cámara.

—En su despacho.

—¿Y qué estábamos haciendo?

—Jake…

—No lo sabes, ¿eh?

Oh, lo sé. Lo sé.

—Vamos, Jake —dije.

—Smythe, si esto es otro truco, mataré a Hades… Lo juro.

—No lo hagas —dije—. Contestaré, contestaré. —Eché de menos poder tomar una bocanada de aire que me tranquilizara—. Estábamos discutiendo con él.

—¿De qué?

—Vamos, Jake. Has oído lo suficiente para saber que soy realmente yo.

—¿De qué? —exigió saber el otro yo.

Cerré los ojos, y hablé en voz baja, rápidamente, sin abrirlos.

—Me habían pillado usando un carné de identidad falso. Nos estábamos gritando y se desplomó delante de mí. Fue discutir conmigo lo que causó esa hemorragia en su cerebro.

Sentí la mano de Karen posarse en mi hombro. Apretó suavemente.

—Bien, bien, bien —dijo el otro yo—. Bienvenido a la Luna, hermano.

—Desearía que fuera en mejores circunstancias —dije, abriendo los ojos por fin.

—Y yo también. —Hizo una pausa—. ¿Quién es? ¿La otra descarga?

—Una amiga.

—Humm. Oh, vaya… es Karen, ¿no? La vi por la tele. Karen Bessarian.

—Hola, Jake —dijo ella.

—Debe saber que su pellejo ha muerto… Eso salió durante el juicio, ¿no? ¿Qué está haciendo aquí?

—He venido con Jake. Él es… Somos…

—¿Qué?

Miré a Karen por encima del hombro. Ella hizo un gesto de indiferencia ante la cámara y dijo, simplemente:

—Somos amantes.

Mi yo biológico pareció desconcertado.

—¿Qué?

—No le cabe en la cabeza, ¿verdad? —dijo Karen—. Una versión suya con una vieja. Sabe, recuerdo cuando nos conocimos, en la exposición de venta.

El otro Jake pareció momentáneamente azorado.

—Cierto. Claro que sí.

—La edad no importa —dijo Karen—. No para mí. Ni para Jake.

—Yo soy Jake —dijo mi yo biológico.

—No, no lo es. No legalmente. No más que la mujer que murió aquí era yo.

Pude ver que Gabe y los otros parecían bastante nerviosos, pero nadie intentó detener a Karen. Y el otro yo pareció complacido.

—Vamos a dejar esto claro: ¿ustedes dos, la Karen Mindscan y el Jake Mindscan están juntos, como pareja?

—Así es.

—¿Entonces eso significa…, eso significa que tú, Jake, no estás con Rebecca?

Me sorprendí.

—¿Rebecca? ¿Rebecca Chong?

—¿Conocemos a otra Rebecca? ¡Sí, claro, Rebecca Chong!

—No, no. Nosotros, yo… ella… no se tomó muy bien que me hubiera descargado. Y, ah, tampoco lo hizo Clamhead… Rebecca la está cuidando.

Una mueca apareció en su cara.

—Excelente. Excelente. —Me miró y luego miró a Karen, y prácticamente se echó a reír—. Espero que los dos seáis muy felices juntos.

—No hay ninguna necesidad de burlarse de nosotros —dijo Karen bruscamente.

—Oh, no me burlo, no me burlo —dijo mi yo original, con alegría—. Soy completamente sincero. —Entonces se puso serio—. He estado siguiendo sus problemas legales, Karen. Tal vez los dos acabéis perdiendo los derechos como persona.

—No los vamos a perder —replicó Karen—. Mi Jake no ha sido sólo un sustituto que cuida de su vida por usted hasta que esté listo para reclamarla. Ha continuado adelante, forjando su propia vida… conmigo. No vamos a echarnos atrás.

Mi yo biológico pareció achantarse ante la fuerza de Karen.

—Yo… Humm…

—Así que, ya ve —dijo Karen—, no se trata sólo de usted y lo que usted quiere. Mi Jake tiene una vida propia ahora. Nuevos amigos. Nuevas relaciones.

—Pero yo soy el real.

—Chorradas —replicó Karen—. ¿Cómo va a reclamar nada?

—Yo soy el que… soy el que tiene…

—¿Qué? ¿Un alma? ¿Cree que se trata de almas? No existe el alma. Viva tanto como yo y lo sabrá. Verá a la gente marchitarse, día a día, año tras año, hasta que no queda nada. ¡Almas! Tonterías cartesianas. No hay ninguna parte mágica e insustancial. Todo lo que uno es, es un proceso físico… proceso que puede y de hecho ha sido reproducido sin tacha. Usted no tiene nada, nada, que no tenga este Jake. ¿Alma? ¡Venga ya!

—Sabes que tiene razón —dije yo, amablemente—. Nunca creíste en el alma. Cuando mamá hablaba de que el alma de papá estaba todavía allí, dentro de aquel cerebro lisiado, sentías lástima por ella, no por lo que le había ocurrido a papá sino porque ella se engañaba. Eso era exactamente lo que pensabas: tú lo sabes y yo lo sé. Se engañaba.

—Sí, pero…

—Pero ¿qué? ¿Vas a tratar de decirme que ahora es diferente? ¿Que has tenido alguna especie de epifanía?

—Tú…

—Si alguien debiera ver las cosas de un modo diferente, soy yo. De hecho, es así: ahora veo todos los colores. Y sé que no me falta nada. Mi mente es una copia perfecta, perfecta, de la tuya.

—No sabrías si falta algo.

—Pues claro que sí —replicó Karen—. Cuando te vas haciendo mayor, eres dolorosamente consciente de las cosas que se te van escapando. Sentidos que se embotan, recuerdos que ya no pueden ser evocados fácilmente. Sabes de manera absoluta cuándo has perdido algo que tenías.

—Ella tiene razón —dije—. Soy totalmente completo. Y, al igual que tú, quiero mi vida.

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