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Fue ese espíritu aventurero el que hizo que algunos de nosotros recorriéramos miles de kilómetros para atravesar el estrecho de Bering, que unía Siberia y Alaska durante la Edad del Hielo…


Mary quería echarle un vistazo rápido a la librería de la Universidad Laurentian antes de dirigirse al portal. Se había olvidado de traerse libros de casa, y naturalmente no podría encontrar material de lectura en el universo neanderthal.

Además, la verdad fuera dicha, Mary quería estar unos minutos a solas para intentar digerir lo que había sucedido en el laboratorio de Verónica Shannon, así que se excusó, dejó a Ponter con Verónica y se encaminó por el «callejón de los bolos», el largo y estrecho pasillo de cristal que comunicaba el edificio de las aulas de la Laurentian con el salón de actos Vio que hacia ella venía una atractiva joven negra. Mary nunca había sido buena fisonomista pero vio en la expresión de la otra mujer una breve reacción de reconocimiento, y luego, casi de inmediato, de disimulo.

Mary ya se había acostumbrado mas o menos a eso. Había aparecido mucho en los medios de comunicación últimamente, desde que a principios de agosto confirmara que el hombre que habían encontrado medio ahogado en el Observatorio de neutrinos de Sudbury era Neanderthal. Continuó caminando y entonces cayó en la cuenta …

—¡Keisha! —dijo, girando sobre sus talones, pues la joven negra ya la había dejado atrás

Keisha se volvió y sonrió. —Hola, Mary.

—Casi no te he reconocido.

Keisha pareció un poco culpable.

—Yo sí que te he reconocido. —Bajó la voz—. Pero se supone que no debemos saludar a nadie que hayamos conocido en el Centro, a menos que nos salude primero. Así se asegura la confidencialidad …

Mary asintió. El «Centro» era el Centro de Crisis por Violación de la Universidad Laurentian. Mary había acudido allí en busca de consejo después de lo sucedido en York.

—¿Cómo te va, Mary?

Un poco más lejos había un puesto de café y bollería de la cadena Tim Hortons.

—¿Tienes un momento? —preguntó Mary—. Me encantaría invitarte a un café.

Keisha miró la hora.

—Claro. O … ¿quieres subir, ya sabes, al Centro?

Pero Mary negó con la cabeza.

—No. No, no es necesario.

A pesar de todo permaneció en silencio mientras salvaban la distancia que las separaba del Tim Hortons, reflexionando sobre la pregunta de Mary. ¿Cómo le iba?

La cadena Tim Hortons era uno de los pocos sitios donde Mary encontraba a veces su bebida favorita, café con batido de chocolate, ya que solían tener cartones abiertos de leche y de batido. Lo pidió, y se lo sirvieron. Por su parte, Keisha pidió zumo de manzana, y Mary lo pagó todo. Se sentaron en una de las dos mesitas inundadas de la luz del pasillo de cristal: normalmente, la gente recogía los cafés allí y se los tomaba en otra parte.

—Quería darte las gracias —dijo Mary—. Fuiste tan amable conmigo cuando…

Keisha llevaba una pequeña joya en la nariz. Agachó la cabeza y la joyita captó la luz, destellando. —Para eso estamos.

Mary asintió.

—Me has preguntado cómo me iba —dijo—. Ahora hay un hombre en mi vida.

Keisha sonrió.

—Ponter Boddit. Lo he leído en People.

Mary sintió que el corazón le daba un brinco. —¿People ha publicado un artículo sobre nosotros?

La joven asintió.

—La semana pasada. Una bonita foto con Ponter en la ONU. «Santo cielo», pensó Mary.

—Ha sido muy bueno conmigo.

—¿Va a aceptar esa oferta para posar para Playgirl?

Mary sonrió. Casi lo había olvidado: la oferta se la habían hecho a Ponter durante su primera visita, cuando estaban en cuarentena. Por una parte a Mary le hubiese encantado enseñar el físico de su hombre a todas las nenitas sexy que había soportado en el instituto, las que salían con los jugadores de fútbol, que parecían todos debiluchos en comparación con Ponter. Y por otra parte estaba encantada con la idea de que era imposible que Colm se resistiera a echarle un vistazo en un kiosco, preguntándose qué tenía ese neanderthal que no tuviera él…

—No lo sé —dijo Mary—. Ponter se echó a reír cuando se lo propusieron y no lo ha vuelto a mencionar desde entonces.

—Bueno, pues si alguna vez acepta —contestó Keisha, sonriendo—, quiero un ejemplar firmado.

—No hay problema —dijo Mary. Y se dio cuenta de que hablaba en serio. Nunca superaría la violación (ni, sospechaba, Keisha superaría la suya tampoco), pero el hecho de que pudieran bromear sobre un hombre que posaba desnudo para diversión de las mujeres significaba que habían recorrido un largo camino.

—Me preguntaste cómo me iba —dijo Mary. Hizo una pausa—. Mejor-dijo con una sonrisa, y extendió la mano y dio una palmadita en el dorso de la de Keisha—. Mejor cada día.

Cuando terminaron sus bebidas, Mary corrió a la librería. Compró rápidamente cuatro libros en rústica y regresó al aula C002B para recoger a Ponter. Se encaminaron hacia la planta baja y salieron al aparcamiento. Era un claro día de otoño, y allí, a cuatro cientos kilómetros al norte de Toronto, casi todas las hojas habían caído.

—Dran —exclamó Pomer, y Hak lo tradujo por «¡Asombro!» a través de su altavoz externo.

—¿Qué? —preguntó Mary.

—¿Qué es eso? —dijo el neanderthal, señalando.

Mary miró hacia delante, tratando de averiguar qué había llamado la atención de Ponter, y luego se echó a reír.

—Es una perra.

—¡Mi Pabo es una perra! —declaró Ponter—. Y he visto otras criaturas perrunas antes. ¡Pero eso! ¡Eso no se parece a nada que haya visto antes!

La perra y su dueña se acercaban hacia ellos. Ponter se agachó, las manos sobre las rodillas, para examinar al pequeño animal, que iba sujetado por una correa de cuero que sostenía una atractiva joven blanca.

—¡Parece una salchicha! —declaró Ponter.

—Es un dachshund —dijo la mujer, algo molesta. Mary pensó que estaba ocultando muy bien la sorpresa que debía sentir al verse en presencia de un neanderthal.

—Es … —empezó a decir Ponter—. Perdóneme, ¿es un defecto de nacimiento?

La mujer pareció aún más molesta.

—No se supone que es así.

—¡Pero sus patas! ¡Sus orejas! ¡Su cuerpo! —Ponter se incorporó y sacudió la cabeza—. Los perros son cazadores —declaró, como si el animal que tenía delante fuera una afrenta para toda la especie.

—Los dachshund son cazadores —dijo con brusquedad la joven—, Fueron criados en Alemania para cazar tejones. Dachs significa «tejón» en alemán. ¿Ve? Su forma les permite seguir al tejón a su madriguera.

—Oh —dijo Ponter—. Ah, um, mis disculpas. La mujer pareció aplacarse.

—Los perros de aguas —dijo, con un gesto despectivo—, ésos sí que son ridículos.

A medida que iba pasando el tiempo, Cornelius Ruskin no podía negar que se sentía diferente: y mucho más rápido de lo que hubiese creído posible. Sentado en su ático en los suburbios, iba buscando datos en Google; sus resultados mejoraron después de descubrir que el término médico para castración era «orquiectomía» y empezó a excluir específicamente los términos «perro», «gato» y «caballo».

Rápidamente encontró una gráfica en la página web de la Universidad de Plymouth titulada «Efecto de la castración y la sustitución de la testosterona en la conducta sexual masculina» que mostraba un descenso inmediato de esa conducta en los conejillos de indias castrados…

¡Pero Cornelius era un hombre, no un animal! Sin duda lo que se aplicaba a los roedores no podía…

Tras hacer correr el ratón del ordenador hacia abajo, encontró en la misma página un estudio de un par de investigadores llamados IEM y Hursch que demostraba que más del cincuenta por ciento de los violadores castrados «dejaban de exhibir conducta sexual poco después de la castración… similar a los efectos en las ratas».

Naturalmente, cuando él era estudiante, según la retórica feminista la violación era un crimen de violencia, no de sexo. Pero no. Cornelius sentía más que un interés pasajero por el tema y había leído la Historia natural de la violación: bases biológicas de la coacción sexual, de Thornill y Palmer, cuando se publicó en el año 2000. Ese libro sostenía, basándose en la psicología evolutiva, que la violación era realmente una estrategia reproductiva … una estrategia sexual para …

Cornelius odiaba considerarse aquello, pero era cierto; sabía lo que era: una estrategia para los machos que carecían del poder y el estatus para reproducirse de manera normal. No importaba que se le hubiera negado injustamente ese estatus; la realidad era que no lo tenía, y no podía conseguirlo… no en el mundo académico.

Seguía odiando la política que le había impedido progresar. Era tan experto en ADN antiguo como Mary Vaughan… , ¡había estado en el Centro de Biomoléculas Antiguas de Oxford, por el amor de Dios!

Era injusto, total y completamente… como las malditas «reparaciones por los esclavos»: a gente que nunca había hecho nada malo le pedían que soltara enormes cantidades de dinero para otra cuyos antepasado, muertos hacia muchísimo tiempo, habían sido ofendidos. ¿Por qué debía Cornelius sufrir las políticas de discriminación sexual de generaciones pasadas?

Había pasado años furioso por aquello. Pero ahora… Ahora… Ahora, sólo estaba enfadado; sentía un enfado que, por primera vez desde que podía recordar, parecía estar bajo control.

No había ninguna duda sobre por qué se sentía mucho menos furioso. ¿O sí? Después de todo, no había pasado tanto tiempo desde que Ponter le había cortado las pelotas. ¿Era de verdad razonable que Cornelius se sintiera distinto tan rápidamente?

La respuesta, al parecer, era afirmativa. Mientras continuaba navegando por la red, encontró un artículo del New Times de San Luis Obispo. Era una entrevista con Bruce Clotfelter, que había pasado dos décadas encarcelado por abusos infantiles antes de someterse a la castración quirúrgica. «fue como un milagro —decía Clotfelter—. A la mañana siguiente, me di cuenta de que había pasado toda la noche sin aquellos horribles sueños sexuales por primera vez en años.»

A la mañana siguiente …

Jesucristo, ¿cuál era la vida media de la testosterona? Unos cuantos clics con el ratón, y Cornelius obtuvo la respuesta: «La vida media de la testosterona en sangre es de apenas unos minutos», decía un sitio; otro marcaba la cifra en diez minutos.

Un poco más de búsqueda lo llevó a una página de Geocities donde una persona nacida varón se sometió a la castración, sin ningún tratamiento hormonal anterior o posterior durante años. Informaba: «Cuatro días después de mi castración… parecía que esperar a que cambiaran los semáforos y otros pequeños inconvenientes ya no me molestaban tanto… Seis días después de la castración regresé al trabajo. Aquel día fue especialmente agobiante… y sin embargo me sentí absolutamente calmado cuando terminó. Decididamente estaba sintiendo los efectos de la castración y con toda seguridad me sentía mejor sin la testosterona. Diez días después de la castración me sentía como una pluma flotando por todas partes. Cada vez me sentía mejor. Para mí, la serenidad fue el más fuerte de los efectos de la castración, seguido por la disminución de la libido.»

Cambio inmediato.

De la noche a la mañana.

Cambio en cuestión de días.

Cornelius sabía (¡lo sabía!) que tendría que haber estado furioso por lo que le había hecho Ponter.

Pero le resultaba difícil enfurecerse por nada…

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