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Lo dije durante mi campaña y vuelvo a decirlo ahora: un presidente debe mirar hacia el futuro, no sólo a las siguientes elecciones sino a las décadas y generaciones por venir. y es con esa visión a largo plazo en mente con lo que vengo a hablarles esta noche…


Cornelius Ruskin estaba tendido en su cama empapada de sudor. Vivía en un pequeño ático en el sucio distrito de Driftwood, en Toronto: «su ático en los suburbios», como lo llamaba cuando estaba de humor para hacer chistes. La luz del sol se filtraba a través de las ajadas cortinas. Cornelius no había puesto en hora el despertador (no desde hacía varios días) y no se sentía con fuerzas para volverse y mirar la hora.

Pero el mundo real se entrometería pronto. No recordaba los detalles del seguro médico del que disponía como sustituto temporal, pero fueran cuales fuesen, sin duda, después de varios días, la universidad, el sindicato, el seguro del sindicato, o los tres, exigirían un certificado médico. Y si no volvía a impartir sus clases, no cobraría, y si no cobraba…

Bueno, tenía suficiente para el alquiler del mes siguiente, y, por supuesto, había tenido que pagar dos meses por adelantado como señal, así que podría quedarse hasta final de año.

Cornelius se obligó a no buscarse las pelotas con la mano una vez más. Habían desaparecido; sabía que habían desaparecido. Estaba empezando a aceptar que habían desaparecido.

Naturalmente, había tratamientos: muchos hombres perdían sus testículos a causa del cáncer. Cornelius podía recurrir a suplementos de testosterona. Nadie (en su vida social al menos) tendría por qué enterarse de que los estaba tomando.

¿Y su vida privada? No tenía… ya no, no desde que Melody había roto con él hacía dos años. Se había quedado destrozado, incluso al borde del suicidio durante unos cuantos días. Pero ella se graduó en Osgoode Hall (la Facultad de Derecho de la Universidad de York), terminó sus estudios y estaba a punto de conseguir un puesto de asociada en Cooper Jaeger con un salario de 180.000 dólares al año. Él nunca podría haber sido el tipo de marido poderoso que ella necesitaba, y ahora…

Y ahora. Cornelius miró al techo, aturdido.

Mary no había visto a Colm desde hacía muchos meses, pero parecía unos cinco años más viejo de como lo recordaba. Naturalmente, solía recordarlo tal como era cuando vivían juntos, cuando planeaban jubilarse juntos y ya habían puesto el corazón en una casita en el campo en la isla de Salt Spring, en la Columbia Británica…

Colm se levantó mientras Mary se acercaba y se adelantó para besarla. Ella volvió la cabeza, ofreciéndole sólo la mejilla.

—Hola, Mary —dijo, y tomó asiento. Había algo surrealista en un asador a la hora del almuerzo: la madera oscura, las lámparas Tiffany de imitación y la ausencia de ventanas hacían que pareciera de noche. Colm ya había pedido vino, L'ambiance, el favorito de ambos. Sirvió un poco en la copa de Mary.

Ella intentó acomodarse en lo posible y se sentó frente a Colm, mientras una vela en un recipiente de cristal fluctuaba entre los dos. Colm, como Mary, era un poquitín grueso. Había continuado perdiendo cabello, y sus sienes eran grises. Tenía la boca y la nariz pequeñas … incluso para un gliksin.

—Has salido mucho en las noticias últimamente —dijo Colm. Mary estaba ya a la defensiva y abrió la boca para contestar de manera cortante, pero antes de que pudiera hacerlo, Colm alzó una mano, la palma hacia afuera, y dijo—: Me alegro por ti.

Mary trató de conservar la calma. Aquello iba a ser ya bastante difícil sin ponerse emotiva.

—Gracias.

—¿Cómo es? —preguntó Colm—. El mundo neanderthal, quiero decir.

Mary se encogió un poco de hombros.

—Como dicen en la tele. Más limpio que el nuestro. Menos abarrotado.

—Me gustaría visitarlo algún día —dijo Colm. Pero luego frunció el ceño y añadió—: Aunque supongo que nunca tendré la oportunidad. No me los imagino invitando a nadie con mi especialidad académica.

Eso era probablemente cierto. Colm enseñaba lengua inglesa en la Universidad de Toronto; investigaba las obras atribuidas a Shakespeare cuya autoría estaba en duda.

—Nunca se sabe —respondió Mary. Se había pasado seis meses de su matrimonio en China, con un permiso sabático, y ella nunca hubiese dicho que a los chinos les importara Shakespeare.

Colm era casi tan eminente en su campo como Mary en el suyo: nadie escribía sobre Dos hidalgos de Verona sin citarlo. Pero a pesar de sus vidas en torres de marfil, las preocupaciones del mundo real habían aparecido pronto. Tanto la Universidad de York como la de Toronto retribuían a los profesores según la demanda del mercado: los catedráticos de derecho ganaban mucho más que los de historia porque tenían muchas otras oportunidades de trabajo. Del mismo modo, en la actualidad (sobre todo en la más reciente), un genetista era una buena inversión, mientras que había pocas perspectivas de empleo fuera de los círculos académicos para los expertos en literatura inglesa. De hecho, una de las amigas de Mary solía adjuntar al final de sus e-mails el siguiente texto:

El licenciado en ciencias pregunta: «¿Por qué funciona?» El licenciado en ingeniería pregunta: «¿Cómo funciona?» El economista pregunta: «¿Cuánto costará?» El licenciado en lengua pregunta: «¿Quiere la hamburguesa con patatas fritas?»

El hecho de que Mary hubiera sido quien sostenía económicamente el matrimonio fue sólo una de las causas de fricción. Aun así, se estremeció al pensar en cómo reaccionaría él si le dijera cuánto le estaba pagando el Grupo Sinergia.

Llegó una camarera y pidieron la comida: friles de filete para Colm, perca para Mary.

—¿Cómo te va en Nueva York? —preguntó Colm.

Durante medio segundo, Mary pensó que se refería a la ciudad de Nueva York, donde Ponter había recibido un disparo en el hombro en septiembre. Pero no, naturalmente se refería a Rochester, Nueva York… el supuesto hogar de Mary ahora que trabajaba para el Grupo Sinergía.

—Está bien. Mi despacho está justo en el lago Ontario, y tengo un gran apartamento en uno de los lagos Finger.

—Qué bien. —Colm tomó un sorbo de vino y la miró expectante.

Por su parte, Mary inspiró profundamente. Ella había propuesto el encuentro, después de todo.

—Colm… —empezó.

Él soltó la copa. Habían estado casados siete años: sabía que no iba a gustarle lo que ella tenía que decir si empleaba ese tono. —Colm —repitió Mary—. Creo que es hora de que… de que acabemos con el asunto que tenemos sin terminar.

Colm frunció el ceño.

—¿Sí? Creía que habíamos cancelado todas las cuentas…

—Me refiero a que es hora de que hagamos nuestra separación… permanente.

La camarera aprovechó ese inoportuno momento para llegar con las ensaladas: César para Colm, mixta con vinagreta de grosellas para Mary. Colm despidió a la camarera cuando ésta le ofreció pimienta molida y dijo, en voz baja:

—¿Te refieres a una anulación?

—Creo… que preferiría el divorcio.

—Bien —dijo Colm. Apartó la mirada, contemplando la chimenea al otro lado del comedor, su frío revestimiento de piedra—. Bien, bien.

—Me parece que ya es hora, eso es todo.

—¿Sí? ¿Por qué ahora?

Mary frunció el ceño, apenada. Si una cosa enseñaba estudiar a Shakespeare es que siempre hay segundas intenciones y planes ocultos; nunca suceden las cosas porque sí, sin más. Pero no estaba segura de cómo expresarlo.

No… no, eso no era cierto. Había ensayado lo que iba a decir una y otra vez, mientras iba de camino. Era la reacción de Colm lo que la inquietaba.

—He conocido a alguien —dijo—. Vamos a intentar iniciar una nueva vida juntos.

Colm alzó su copa, dio un nuevo sorbo, y tomó una rebanada de pan de la cesta que la camarera había traído con las ensaladas. Una referencia burlona a la comunión; lo decía todo. Pero Colm subrayó el mensaje con palabras, de todas formas:

—El divorcio implica la excomunión.

—Lo sé —respondió Mary con el corazón encogido—. Pero la anulación me parece una hipocresía.

—No quiero dejar la Iglesia, Mary. Ya he perdido suficiente estabilidad en mi vida.

Mary acusó la pulla: era ella quien lo había abandonado después de todo. De cualquier forma, tal vez tuviera razón. Tal vez le debía al menos eso.

—Pero no quiero declarar que nuestro matrimonio nunca existió. Eso aplacó a Colm y por un instante Mary pensó que iba a extender la mano sobre el mantel de lino y tomar las suyas.

—¿Es alguien que yo conozca… ese nuevo tipo que has conocido? Mary negó con la cabeza.

—Algún americano, supongo —continuó Colm—. Te ha hecho levitar, ¿eh?

—No es americano —dijo Mary, a la defensiva—. Es ciudadano canadiense. —Entonces, sorprendida por su propia crueldad, añadió—: Pero sí, literalmente me ha hecho levitar.

—¿Cómo se llama?

Mary sabía por qué lo preguntaba Colm: no porque esperara conocerlo, sino porque un apellido, según su punto de vista, podía revelar mucho. Si Colm tenía un defecto, es que era hijo de su padre, un hombre testarudo que hablaba sin pelos en la lengua y dividía el mundo en grupos étnicos. Sin duda Colm ya estaba repasando mentalmente su léxico de respuestas. Si Mary mencionaba un apellido italiano, Colm supondría que era un gigoló. Si era un apellido judío, que tenía montones de dinero, y diría algo acerca de que Mary nunca había estado satisfecha con un humilde académico por marido.

—No lo conoces —dijo Mary.

—Eso ya lo has dicho. Pero me gustaría saber cómo se llama.

Mary cerró los ojos. Ingenuamente, había esperado evitar aquel tema, pero naturalmente tenía que surgir tarde o temprano. Se sirvió la ensalada, tomándose su tiempo, y luego, mirando el plato, incapaz de enfrentarse a los ojos de Colm, susurró:

—Ponter Boddit.

Oyó cómo el tenedor de Colm chocaba contra su plato cuando lo soltó bruscamente.

—Oh, Cristo, Mary. ¿El neanderthal?

Mary Saltó en defensa de Ponter, un reflejo que deseó inmediatamente haber podido reprimir.

—Es un buen hombre, Colm. Amable, inteligente, cariñoso.

—¿Y cómo va eso? —preguntó Colm, su tono no tan burlón como sus palabras—. ¿Vuelves a jugar a los nombres musicales? ¿Cómo va a ser esta vez, Mary Boddit? ¿Y vas a vivir aquí, o estableceréis los dos casa en su mundo, y…?

—De repente, Colm guardó silencio, y alzó las cejas—. No … no, no podéis hacer eso, ¿verdad? He leído algunos de los artículos en los periódicos. Los varones y las hembras no viven juntos en su mundo. Dios, Mary, ¿qué extraña crisis de los cuarenta es ésta?

Las respuestas lucharon dentro de la cabeza de Mary. Sólo tenía treinta y nueve años, por el amor de Dios, quizá fuera una cuarentona matemáticamente, pero desde luego no desde un punto de vista emocional. Y había sido Colm, no ella, quien se había buscado a otra persona cuando dejaron de vivir juntos, aunque su relación con Lynda hubiese terminado hacía más de un año. Mary volvió a la coletilla que tanto había utilizado durante su matrimonio:

—No lo comprendes.

—Pues claro que no lo comprendo —dijo Colm, claramente luchando por mantener la voz baja para que los otros pocos clientes del restaurante no pudieran oírlo. Esto es… esto es repugnante. Ni siquiera es humano.

—Sí que lo es —respondió Mary con firmeza.

—Vi ese reportaje en la CTV sobre tu gran descubrimiento. Los neanderthales ni siquiera tienen el mismo número de cromosomas que nosotros.

—Eso no importa.

— Y una mierda que no. Puede que yo no sea más que profesor de lengua, pero sé que eso significa que son una especie distinta a la nuestra. Y sé que eso significa también que tú y él no podéis tener hijos.

«Hijos», pensó Mary, con el corazón latiéndole con fuerza. Cierto, de joven quería ser madre. Pero cuando terminó los estudios, y ella y Colm finalmente empezaron a ganar un poco de dinero, el matrimonio había empezado a tambalearse. Mary había hecho unas cuantas locuras en su vida, pero al menos había sido consciente de que no era conveniente traer una criatura al mundo para intentar resolver una relación problemática.

y ahora los cuarenta se acercaban. Cristo, le llegaría la menopausia antes de darse cuenta. Y además, Ponter ya tenía dos hijas propias.

Sin embargo …

Sin embargo hasta aquel momento, hasta que Colm lo recalcó, Mary ni siquiera había pensado en tener un hijo con Ponter. Pero lo que Colm decía era cierto. Romeo y Julieta eran simplemente Montesco y Capuleto; las barreras entre ellos no eran nada comparadas con las que había entre Boddit y Vaughan, neanderthal y gliksin. ¡Destinos distintos, en efecto! Ponter y Mary estaban separados por universos, por líneas temporales.

—No hemos hablado de tener hijos —dijo Mary—. Ponter tiene ya dos hijas… de hecho, dentro de dos años, será abuelo.

Mary vio que Colm entornaba sus ojos grises, quizá preguntándose cómo podía predecir nadie una cosa semejante.

—Se supone que los matrimonios deben tener hijos.

Mary cerró los ojos. Ella había insistido en que esperaran hasta terminar su licenciatura; ése había sido el motivo por el que había tomado la píldora, y al diablo con la prohibición del Papa. Colm nunca había comprendido realmente que ella necesitaba esperar, que sus estudios se hubiesen resentido de haber sido madre y estudiante de postgrado simultáneamente. Lo conocía lo bastante bien, incluso en aquella primera etapa de su matrimonio, para saber que la carga de criar a un hijo hubiese recaído sobre ella.

—Los matrimonios neanderthales no son como los nuestros. Pero eso no satisfizo a Colm.

—Claro quieres casarte con él. No necesitarías divorciarte de mi, si no.

Pero luego se suavizó, y durante un instante Mary recordó por qué se había sentido atraída por Colm al principio.

—Debes amarlo mucho para enfrentarte a la excomunión sólo por estar con él-dijo.

—Así es —respondió Mary, y entonces, como si esas dos palabras hubieran sido un lejano eco de su ahora lejano pasado, reformuló la frase—: Sí, le quiero mucho.

La camarera llegó con los platos. Mary miró su pescado, posiblemente la última comida que compartiría con el hombre que había sido su marido. Y de repente descubrió que queda conceder al menos algo de felicidad a Colm. Había querido permanecer firme en su deseo de obtener el divorcio, pero él tenía razón: eso significaría la excomunión.

—Accederé a una anulación, si eso es lo que quieres.

—Sí —dijo Colm—. Gracias.

Un momento después, se dedicó a su filete.

—Supongo que no tiene sentido retrasar las cosas. Bien podemos ponerlo ya todo en marcha. —Gracias.

—Sólo tengo una petición.

El corazón de Mary latía con fuerza. —¿Cuál?

—Dile a él… dile a Ponter, que no todo fue culpa mía. Dile que era… que soy una buena persona.

Mary extendió el brazo e hizo lo que había creído que Colm iba a hacer antes: le tocó la mano.

—Con mucho gusto.

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