27

Es hora, compañeros Homo sapiens, de que vayamos a Marte…


«Esto tiene que ser tremendamente amargo para él», pensó Ponter Boddit, que disfrutaba cada segundo de la incomodidad del consejero Bedros.

Después de todo, Bedros les había ordenado a él y a la embajadora Tukana Prat que regresaran de la versión de Mare de la Tierra como preludio al cierre del portal interuniversal. Pero Ponter no sólo se había negado a volver, sino que Tukana Prat había convencido a diez eminentes neanderthales (incluido Lonwis Trob) para que cruzaran a la otra realidad.

Y ahora Bedros tenía que recibir al contingente gliksin de ese mundo. Ponter había estado esperando en la sala de cálculo cuántico mientras los delegados cruzaban; no era conveniente que lo más parecido que los divididos gliksins tenían a un líder mundial quedara cortado en dos porque el fluctuante portal se cerrara de pronto mientras recorría el tubo de Derkers.

Bedros no había bajado a las profundidades de la mina de níquel Debral. Esperaba en la superficie a que aparecieran el secretario general y los otros representantes de las Naciones Unidas.

Cosa que acababan de hacer. Habían hecho falta dos viajes en el ascensor circular de la mina para subirlos, pero allí estaban. Cuatro exhibicionistas vestidos de plateado estaban también presentes para que el público viera lo que sucedía. El líder de piel oscura de las Naciones Unidas había salido el primero del ascensor, seguido de Ponter y de tres hombres y dos mujeres de piel más clara; a continuación salió Jock Kricger, el más alto del grupo.

—Bienvenidos a Jantar —dijo Bedros. Obviamente había instruido a su Acompañante para que no tradujera el nombre barast de su planeta. Por su parte, los siete gliksins no llevaban ningún Acompañante, ni siquiera unidades temporales. Al parecer, habían debatido mucho al respecto, pero esa extraña «inmunidad diplomática» suya les había permitido quedar exentos de tener que grabar para los archivos de coartadas todo lo que hacían y decían. Lo cierto era que, si no lo entendía mal, Jock ni siquiera tenía derecho a un tratamiento de cortesía, pero tampoco llevaba Acompañante.

—Les damos la bienvenida con grandes esperanzas para el futuro —continuó Bedros. Ponter tuvo que esforzarse por contener una mueca; Bedros había tenido que ser instruido por Tukana Prat (la embajadora que había desafiado su autoridad) en lo que constituía un discurso adecuado según los baremos gliksins. Continuó durante lo que parecieron diadécimos, y el secretario general respondió del mismo modo.

Jock Krieger debía ser barast de corazón, pensó Ponter. Mientras los otros gliksins parecían disfrutar de la pompa, él la ignoraba claramente, y contemplaba los árboles y las montañas, cada pájaro que volaba, el cielo azul.

Finalmente, los discursos terminaron. Ponter se situó junto a Jock, que llevaba un largo abrigo beige sujeto a la cintura por una tira beige, guantes de cuero y sombrero de ala ancha; los gliksins habían esperado en la mina a que descontaminaran su ropa.

—Bueno, ¿qué te parece nuestro mundo?

Jock meneó lentamente la cabeza adelante y atrás, y su voz sonó llena de asombro.

—Es precioso …


El mirador de la casa de Bandra estaba conectado a la pared del salón, y su superficie seguía suavemente la curvatura de la habitación redondeada. El gran cuadrado estaba dividido en otros cuatro más pequeños: cada uno mostraba la perspectiva de uno de los cuatro exhibicionistas presentes en la mina de níquel Debral cuando aparecieron los delegados de las Naciones Unidas. Nadie podía ver a Bandra todavía, así que Mary y ella se habían quedado en casa con la excusa de ver en el mirador la llegada de los otros gliksins.

—¡Oh, mira! —dijo Bandra—. Allí está Ponter.

Mary esperaba verlo, de refilón al menos … y, por desgracia, parecía que eso sería todo lo que iba a conseguir. Los exhibicionistas no tenían ningún interés en un compañero barast. Centraban toda su atención en el grupo de gliksins.

—Dime, ¿quién es quién? —preguntó Bandra.

—Ese hombre de ahí —Mary tenía el típico miedo canadiense a que la tacharan de racista; evitaba decir «el hombre negro» o «el hombre de piel oscura», aunque ésa fuera la diferencia más evidente entre Kofi Annan y el resto del grupo— es el secretario general de las Naciones Unidas.

—¿Cuál?

—Ése. El de la izquierda.

—¿El de la piel marrón?

—Bueno, sí.

—¿Entonces ése es el líder de vuestro mundo?

—Bueno, no. En realidad no. Pero ostenta el cargo más alto de la ONU.

—Ah. ¿Y ese tipo alto quién es?

—Ése es Jock Krieger. Mi jefe.

—Tiene … parece … un depredador.

Mary reflexionó sobre esto. Bandra tenía razón.

—Tiene un aspecto famélico, ansioso.

—Ooooh! —dijo Bandra complacida—. ¿Es eso una expresión?

—Es una cita de una obra de teatro.

—Bueno, pues le va a la perfección. —Asintió con decisión—. No me gusta. No hay ninguna alegría en su expresión.

Pero entonces Bandra pareció darse cuenta de que quizás estuviera ofendiendo a Mary.

—¡Lo siento! No tendría que hablar así de tu amigo.

—No es mi amigo —respondió Mary. Para ella un amigo era alguien en cuya casa has estado o que ha estado en tu casa—. Sólo trabajamos juntos.

—¡Y mira! —dijo Bandra—. ¡No lleva Acompañante!

Mary escrutó la pantalla.

—No, no lo lleva. —Estudió otras partes de las cuatro imágenes—. Ningún gliksin lo lleva.

—¿Cómo puede ser?

Mary frunció el ceño.

—Por inmunidad diplomática, supongo. Lo que significa …

—¿Sí?

El corazón de Mary latía con fuera.

—Significa que un diplomático puede viajar sin que examinen su equipaje. Si consigo entregarle a Jock el escritor de codones podría llevarlo a mi mundo sin ninguna dificultad.

—Perfecto —dijo Bandra—. ¡Oh, mira! ¡Ahí está Ponter otra vez!


El vuelo desde Saldak a la isla de Donakat duró dos diadécimos. Como Ponter sabía, eso era mucho más de lo que duraba el mismo viaje en el mundo de Mare. Se pasó todo el tiempo pensando en ella y en el aparato de Vissan que les ayudaría a concebir un bebé, pero Jock, que estaba sentado a su lado en la ancha cabina del helicóptero, lo sacó su ensimismamiento.

—Nunca habéis inventado el avión? —preguntó.

—No —respondió Pontel—. Eso me estaba preguntando yo mismo. Desde luego, muchos de nosotros se han sentido fascinados por las aves y el vuelo, pero he visto las largas … ¿«pistas de aterrizaje», las llamáis?

Jock asintió.

—He visto las largas pistas de aterrizaje que requieren vuestros aviones. Creo que sólo una especie que ya esté acostumbrada a despejar grandes zonas de tierra con la agricultura habría considerado natural hacer lo mismo para construir las pistas de aterrizaje, o las carreteras, sin ir más lejos.

—Nunca me lo había planteado de ese modo.

—Bueno —continuó Ponter—, desde luego nosotros no tenemos carreteras como vosotros. La mayoría somos … ¿cómo lo diría. tú? Tipos caseros. No viajamos mucho y preferimos tener la comida justo delante de nuestra puerta.

Jock contempló el helicóptero.

De todas formas, aquí se está muy cómodo. Hay un montón de espacio entre los asientos. Nosotros tendemos a abarrotar de gente los aviones … y los trenes y los autobuses también, por cierto.

—No es un asunto de comodidad —dijo Ponter—. Se trata más bien de mantener las feromonas de los otros lejos de tu nariz. Me ha resultado difícil volar en vuestros grandes aviones, sobre todo con las cabinas presurizadas. Uno de los motivos por los que no volamos tan alto como vosotros es para que nuestras cabinas no tengan que estar selladas; necesitamos aire fresco constantemente para evitar la acumulación de feromonas y …

Ponter dejó de hablar y ladeó la cabeza.

—Ah, gracias, Hak.

Miró a Jock.

—Le había pedido a Hak que me avisara cuando pasáramos por el lugar que se corresponde con Rochester, Nueva York. Si te asomas ahora a la ventanilla …

Jock apretó la cara contra un cuadrado de cristal. Ponter se acercó a otra ventanilla. Vio la orilla meridional de lo que sabía que para Jock era el lago Ontario.

—No hay más que bosque —dijo Jock, asombrado, volviéndose hacia Ponter.

El neanderthal asintió.

—Hay algunos cotos de caza, pero no hay habitáculos en masa.

—Es difícil incluso reconocer la orografía sin las carreteras.

—Pasaremos dentro de poco por los lagos Finger … nosotros los llamamos igual: es evidente que parecen dedos. No te costará reconocerlos.

Jock se asomó de nuevo a la ventanilla, hipnotizado.

Los exhibicionistas no volaron hacia el sur con el contingente de las Naciones Unidas, aunque Bandra dijo que habría otros cuando llegaran a la isla de Donakat. En el ínterin, Bandra le dijo al mirador que se apagara. Entonces se volvió hacia Mary.

—No hablamos mucho anoche sobre … sobre mi problema con Herb.

Mary asintió.

—¿Fue por eso … por lo que se marchó tu mujer-compañera? Bandra se levantó y echó atrás la cabeza, mirando al techo. Había centenares de pájaros pintados en él, de docenas de especies, cada uno meticulosamente representado por ella.

—Sí. No podía soportar ver lo que me hacía. Pero … pero en cierto modo, es mejor que se haya ido.

—¿Porqué?

—Es más fácil esconder tu vergüenza cuando no hay nadie cerca.

Mary se levantó, colocó una mano sobre cada hombro de Bandra y se apartó un paso para mirarla a la cara.

—Escúchame, Bandra. No tienes que avergonzarte de nada. No has hecho nada malo.

Bandra logró forzar una sonrisa.

—Lo sé, pero…

—Pero nada. Encontraremos un modo de salir de ésta.

—No hay ningún modo —dijo Bandra, y se secó los ojos con una mano.

—Tiene que haberlo. Y lo encontraremos. Juntas.

—No tienes que hacer esto —dijo Bandra en voz baja, negando con la cabeza.

—Sí que tengo.

—¿Porqué?

Mary se encogió un poco de hombros …

—Digamos que tengo una deuda con la causa femenina.


—Y aquí estamos, damas y caballeros —dijo el consejero Bedros—. La isla de Donakat … lo que ustedes llaman Manhattan.

Jock no daba crédito a sus ojos. Conocía Nueva York como la palma de su mano … ¡pero aquello!

Aquello era maravilloso.

Sobrevolaban el sur del Bronx … pero todo eran viejos bosques de castaños, nogales, cedros, arces y robles de hojas teñidas con los colores del otoño.

—¡Miren! —gritó Kofi Annan—. ¡La isla de Rikers!

Y, en efecto, allí estaba, sin centro penitenciario, naturalmente. Tenía sólo un tercio de tamaño ampliado artificialmente que Jock conocía. Mientras el helicóptero la sobrevolaba, Jock vio que no había ningún puente que conectara el sur con Queens. Ni, por supuesto, ningún aeropuerto a la izquierda, donde estaba La Guardia en su mundo. En cambio, había una bahía. Joek se sorprendió cuando divisó lo que parecía un portaaviones: creía que los neanderthales no tenían esas cosas. Odiaba tener que provocar que el neanderthal que los acompañaba reiniciara su interminable cháchara, pero tenía que saberlo.

—¿Qué es eso?

—Un barco —dijo Ponter, en un tono que dejaba claro que la respuesta era obvia.

—Sé que es un barco —repuso Jock, picado—. Pero ¿por qué tiene esa ancha cubierta plana?

—Esos son recolectores solares que suministran energía a sus turbinas.

Estaba claro que le habían dicho al piloto que se acercara para que el espectáculo fuera completo. Ahora se dirigían al oeste, hacia la isla de Wards, cuya periferia estaba salpicada de edificios que parecían casitas de campo.

El helicóptero continuó. Era como si Central Park hubiera invadido todo Manhattan, desde East River Drive hasta Henry Hudson Parkway.

—La isla de Donakat constituye el Centro de la ciudad que llamamos Pepraldak —dijo Ponter—. En otras palabras, es territorio femenino. En Saldak hay muchos kilómetros de campo que separan el Borde del Centro. Los de Pepraldak están separados solamente por lo que llamáis río Hudson.

—¿Así que los hombres viven en Nueva Jersey? Ponter asintió.

—¿Cómo cruzan? No veo ningún puente.

—Los cubos de viaje pueden volar sobre el agua —dijo Ponter—, así que los usan en verano. En invierno el río se congela y lo cruzan simplemente andando.

—El río Hudson no se congela.

Ponter se encogió de hombros.

—En este mundo sí. Vuestras actividades modifican vuestro clima más de lo que creéis.

El helicóptero había girado hacia el sur y volaba a lo largo del río. No tardaron en llegar a un leve desvío en su curso, lo que significa que sobrevolaban la salvaje espesura de Hoboken. Jock miró a la izquierda. La isla estaba allí, en efecto: con elevaciones (¿no significaba Manhattan «isla de las colinas»?), salpicada de lagos … y completamente libre de rascacielos. En algunos claros había edificios de ladrillo, pero ninguno de más de tres pisos. Jock se volvió hacia la derecha. Lo que habría sido Liberty State Park era todo bosque. La isla de Ellis estaba allí, igual que la isla de la Libertad, pero naturalmente sin ninguna estatua. Menos mal, pensó Jock: en realidad no le apetecía ver a ninguna neanderthal de cuarenta y cinco metros de altura, aunque …

Jock oyó los gritos de quienes lo rodeaban cuando divisaron lo mismo que él: dos ballenas en la bahía. Debían de haber llegado desde los estrechos. Medían unos doce metros y tenían el lomo gris oscuro.

El helicóptero viró al este, sobrevolando el agua entre Governors Island y Battery Park, para remontar después el río East. Jock distinguió centenares de casas de arboricultura a lo largo de la ribera y …

—¿Qué es eso?

—Un observatorio —dijo Ponter—. Sé que vosotros ponéis vuestros grandes telescopios en recintos semiesféricos, pero nosotros preferimos esas estructuras cúbicas.

Jock sacudió la cabeza. ¡Un Greenwich Village tan oscuro que se podían contemplar las estrellas!

—¿Hay muchos animales salvajes?

—Oh, sí. Castores, osos, lobos, zorros, mofetas, ciervos, nutrias … por no mencionar las aves: codornices, perdices, cisnes, gansos, pavos y, por supuesto, millones de palomos migratorios. —Ponter hizo una pausa—. Lástima que sea otoño. En primavera verías rosas y muchas otras flores silvestres.

El helicóptero volaba bajo remontando el río; las aguas azules· se agitaban con el efecto de las aspas. Llegaron a un punto donde el río giraba al norte y el piloto siguió su curso otro par de kilómetros y luego se dispuso a aterrizar en una amplia zona despejada, rodeada de huertos de manzanos y perales. El consejero Bedros bajó él primero, luego Ponter y Adikor, después el secretario general. Jock lo siguió, y el resto del equipo siguió a Jock. El aire era dulce y limpio, radiante, fresco; el cielo tenía un color azul que Jock había visto en los veranos de Arizona, pero nunca en la Gran Manzana.

Un contingente de representantes locales femeninas y dos exhibicionistas vestidas de plata estaban cerca; de nuevo se pronunciaron discursos, incluido el de una mujer que se presentó como la presidenta del Consejo Gris local. Jock supuso que tendría más o menos su misma edad … Parte de la generación 142, supuso. Se había afeitado todo el pelo de la cabeza a excepción de una larga coleta plateada en su moño occipital; a Jock le pareció repelente, incluso para una neanderthal.

Ella concluyó su discurso mencionando la comida que iban a disfrutar más tarde, con enormes ostras y langostas aún más enormes. Luego llamó a Ponter Boddit para que dijera algo más.

—Gracias —dijo Ponter, acercándose al estrado delante de todo el mundo. Jock tuvo problemas para oído: los neanderthales no se preocupaban de los micrófonos o los altavoces para los discursos, ya que sus voces eran captadas y transmitidas por los Acompañantes sin necesidad de equipo de amplificación.

—Hemos trabajado duro —continuó Ponter— para intentar encontrar el lugar exacto de nuestra versión de la Tierra que se corresponde con el emplazamiento de su sede de las Naciones Unidas. Como saben, nosotros no tenemos satélites … y por eso no tenemos nada tan eficaz como su sistema mundial de localización. Nuestros investigadores siguen discutiendo … puede que nos hayamos desviado varias decenas de Inetros, aunque esperamos resolver ese tema. De todas formas …

Se dio la vuelta y señaló.

—¿Ven en esos árboles de allí? Creemos que coinciden con el emplazamiento de la entrada principal al edificio. —Se volvió—. ¿Y ese pantano de allí? Es donde se sitúa la Asamblea General.

Jock miró asombrado. Aquello era la ciudad de Nueva York. … sin los millones de personas, sin el aire que te picaba en los ojos, sin el colapso de tráfico, los miles de taxis, las multitudes hacinadas, el hedor, el ruido. Aquello era Manhattan … tal como había sido unos cuantos cientos de años antes, como era en 1626, cuando Peter Minuit lo compró a los indios por veinticuatro dólares, como era antes de ser pavimentado y edificado y contaminado.

Los demás miembros de la delegación charlaban entre sí; los que hablaban inglés parecían compartir los pensamientos de Jock.

Ponter echó a andar hacia la orilla del río East. Estaba más cerca de lo que … pero claro, gran parte del Manhattan moderno era tierra ganada al agua. El neanderthal se arrodilló junto a la orilla, sumergió las manos y se salpicó varias veces el ancho rostro de agua.

Jock advirtió que unos cuantos miembros de su grupo no demostraban ninguna reacción, porque no captaban el significado de aquello. Pero a él no se le pasó por alto.

Ponter Boddit acababa de lavarse la cara con las aguas sin tratar, sin procesar, sin filtrar, sin contaminar del río East.

Jock sacudió la cabeza. Odiaba lo que su gente le había hecho a su mundo y deseaba que hubiera un modo de empezar de nuevo, de partir de cero sobre una pizarra en blanco.

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