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Y fue ese espíritu de búsqueda lo que permitió que el Águila y el Columbia, el Intrepid y el Yankee Clipper, Aquarius y Odyssey, Antares y Kitty Hawk, Falcon y Endeavour, Orion y Casper, Challenger y America viajaran a la Luna…


El implante Acompañante permanente tenía que serle implantado a Mary por un cirujano neanderthal. Antes de la operación, Mary regresó a la sala de equipo, sobre la mina Debral, donde le habían colocado su unidad provisional, ya que era el único lugar donde podían abrir sus cierres. Luego, acompañada por dos fornidos controladores neanderthales, se marchó al hospital del Centro de Saldak.

La cirujana, una hembra llamada Korbonon, era miembro de la generación 145, más o menos de la edad de Mary. Korbonon trabajaba en la reconstrucción de miembros severamente dañados, como cuando en ocasiones una caza salía horriblemente mal; su conocimiento de la musculatura y los tejidos nerviosos no tenía parangón.

—Esto va a ser un poco difícil —dijo Korbonon. El Acompañante provisional estaba colocado en una mesita, conectado a una fuente externa de energía; aun desconectado de Mary, seguía traduciendo para ella a través de su altavoz externo. Korbonon no estaba acostumbrada, y se notaba, a que tradujeran sus palabras: hablaba fuerte, como si Mary pudiera entender su idioma neanderthal. Su antebrazo es mucho menos musculoso que el de los barast, lo cual puede hacer difícil el anclaje del Acompañante. Pero veo que lo que decían de las proporciones gliksins es cierto: su brazo y su antebrazo tienen la misma longitud; eso debería damos un poco de campo añadido para trabajar.

Los antebrazos barasts eran considerablemente más cortos que el brazo; sus espinillas eran también más cortas que sus muslos.

—Yo creía que ésta era una operación rutinaria —dijo Mary. La ceja de Korbonon era de un rubio rojizo claro. Se alzó. —¿Rutinaria? No, añadir un primer Acompañante a un brazo adulto no lo es. Naturalmente, cuando los Acompañantes se introdujeron por primera vez, hace casi mil meses, se implantaron principalmente en adultos… pero esos cirujanos llevan mucho tiempo muertos. No, esta operación sólo se ha realizado ocasionalmente desde entonces, principalmente en quienes han perdido el brazo con el implante que recibieron en su infancia.

—Ah —dijo Mary. Estaba tendida en algo que recordaba el sillón de un dentista, con estribos: al parecer era una plataforma para operaciones de todo tipo. Su brazo izquierdo reposaba en la mesita que sobresalía de un lado del sillón. Le habían frotado la cara interna del brazo no con alcohol sino con un líquido rosa de olor agrio pero que al parecer desinfectaba la piel. A pesar de todo, a Mary le sorprendió que Korbonon no llevara mascarilla.

—Nuestros cirujanos suelen cubrirse la nariz y la boca —dijo Mary, un poco preocupada.

—¿Por qué? —preguntó Korbonon.

—Para no infectar al paciente, y que el paciente no los infecte a ellos.

—¡Preferiría operar con los ojos vendados! —declaró Korbonon.

Mary estuvo a punto de preguntar por qué, pero luego cayó: en la cuenta de lo que quería decir la cirujana: el fino sentido del olfato neanderthal proporcionaba una parte crucial de la percepción.

—¿Qué usan ustedes como anestésico? —preguntó Mary. Por primera vez agradeció que Ponter no estuviera. Conociendo su sentido del humor, sin duda hubiese dicho: «¿Anestesia? ¿Qué es eso?», para añadir después de una pausa: «Era broma». Ya estaba bastante nerviosa sin necesidad de bromitas.

—Usamos un interruptor neural —respondió Korbonon.

—¿De verdad? —dijo Mary; la científica que había en ella reaccionaba a pesar de su aprensión por la operación—. Nosotros empleamos agentes químicos.

La cirujana asintió.

—Nosotros los usábamos, pero tardan en hacer efecto y en dejar de hacerlo. Además, cuesta restringir su campo de acción y algunas personas son alérgicas a los anestesiantes químicos.

—Otra técnica que sin duda mi gente querrá intercambiar —dijo Mary.

Entró una segunda mujer. Mary no sabía nada de las jerarquías médicas barasts; podía ser una enfermera, otra doctora o cualquier cosa sin equivalente en el mundo gliksin. En cualquier caso, colocó una banda elástica metal izada alrededor del antebrazo de Mary, justo bajo el codo, y otra sobre la muñeca. Luego, para sorpresa de Mary, sacó lo que parecía un grueso rotulador fluorescente y empezó a dibujar complejas líneas entre las dos bandas. Sin embargo, en vez de tinta, surgió algo que parecía metal líquido. Pero no estaba caliente y se secó con rapidez. El acabado era mate. El color era distinto pero parecía chocolate para helado que se cuaja rápidamente.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Mary.

La barast del rotulador no contestó, pero la cirujana dijo: —Está marcando los nódulos nerviosos de su antebrazo. Las líneas establecen conexiones eléctricas entre los dos desestabilizadores.

Al cabo de unos minutos, la segunda hembra asintió, al parecer para sí misma, y se acercó a una pequeña consola de control. Tiró de una serie de clavijas y Mary notó que el antebrazo se le dormía.

—¡Caramba! —dijo.

—Muy bien. Allá vamos.

y antes de que se diera cuenta de lo que pasaba, la cirujana practicó una larga incisión paralela al radio de Mary, quien estuvo a punto de vomitar al ver su propia sangre manar y manchar la pequeña mesita, que tenía un pequeño reborde elevado alrededor.

Mary temió hiperventilar. En su mundo, se procuraba por todos los medios que los pacientes no pudieran verse durante las intervenciones. Pero a los neanderthales no les importaba. Tal vez tener que matar para comer, incluso ocasionalmente, era suficiente para poner fin a esos remilgos. Mary tragó con dificultad e intentó calmarse. En realidad, no era tanta sangre,… ¿verdad?

Se preguntó qué sucedería durante la cirugía torácica. A los cirujanos gliksins les presentaban a los pacientes con el rostro cubierto y sólo un diminuto campo quirúrgico expuesto. ¿Lo hacían así también los barasts? El motivo principal, después de todo, no era impedir que el paciente se manchara de sangre, sino, según le había contado a Mary una de sus amigas médicas, una ayuda psicológica para el cirujano, una forma de mantenerlo concentrado en el problema de cortar y separar, en vez de pensar que estaban hurgando en el hogar de otra alma humana. Pero los barasts, con su completa falta de dualidad cartesiana y su indiferencia por la sangre, tal vez no tuvieran esa necesidad.

Korbonon colocó varios objetos parecidos a pequeños muelles en la herida, al parecer para que realizaran la misma función que los fórceps, manteniéndola abierta. Otros pequeños clips y artilugios fueron fijados a arterias, venas y nervios. Mary veía claramente la incisión en su piel, la grasa y la carne hasta la lisa solidez grisácea de su radio.

Momentos después, la otra barast, la que había pintado las líneas para aturdir los nervios del antebrazo de Mary, intervino. Las doctoras barasts llevaban camisas amarillas de manga corta y largos guantes azules que les llegaban por encima del codo. Mary supuso que eran tan largos para impedir que la sangre salpicara sus velludos antebrazos.

La segunda barast tomó el nuevo Acompañante de Mary y lo sacó de su envoltorio esterilizado. Mary se había acostumbrado al aspecto de las placas, pero nunca había visto el otro lado de los implantes. Estaba esculpido como una maqueta topográfica, con prominencias y depresiones y canales, presumiblemente para acomodar las venas. Inquieta y fascinada, Mary vio cómo le cortaban un segmento de arteria radial, la favorita de los suicidas. Rápidamente la suturaron por ambos extremos, pero no antes de que escapara un chorro de sangre de un palmo de largo.

Mary dio un respingo y se preguntó cómo Vissan Lennet, la creadora del escritor de codones, había conseguido quitarse sola su Acompañante: debía de haber sido terriblemente difícil.

La cirujana utilizó a continuación un escalpelo láser, similar al que la propia Mary había tenido que emplear cuando dispararon a Ponter ante las Naciones Unidas. Los dos extremos de la arteria radial de Mary fueron empalmados a dos orificios de la parte inferior del Acompañante. Mary sabía que los Acompañantes no tenían ninguna fuente de energía propia: los impulsaban los procesos corporales. Bueno, la fuerza del bombeo de la sangre a través de la arteria radial era sin duda una buena fuente de energía; al parecer el Acompañante llevaba incorporada una célula hidroeléctrica … ¿o sería sanguinoeléctrica?

Mary quería apartar la mirada, igual que hacía siempre que veía alguna serie de televisión de médicos y operaciones mientras hacía zapping. Pero era interesante, en cierto horrible sentido. Vio cómo se completó la instalación del Acompañante, cómo cauterizaban las venas y sellaban su piel con diminutas descargas láser. Finalmente untaron los bordes de su Acompañante con una pasta, al parecer para potenciar la cicatrización.

En comparación, el resto de la operación (insertar los dos implantes en su oído) fue más sencillo, o eso le pareció a Mary, aunque pudo deberse a que no podía ver esa parte.

Por fin se terminó. Limpiaron de sangre el brazo de Mary, retiraron la película protectora de la placa del Acompañante y los implantes del oído fueron equilibrados y sintonizados.

—Muy bien —dijo la cirujana, extendiendo la mano hacia el antebrazo de Mary y tirando de un pequeño control en forma de perla, uno de seis, cada uno de distinto color—. Allá vamos.

—Hola, Mary —dijo una voz sintética. Sonaba como si surgiera del centro de su cabeza, exactamente entre sus oídos. La voz era Neanderthaloide (grave, vibrante, probablemente femenina), pero consiguió pronunciar el fonema de la i larga del nombre de Mary perfectamente; estaba claro que el problema había sido abordado y resuelto.

—Hola —respondió Mary—. Um, ¿cómo debo llamarte?

—Como quieras.

Mary frunció el ceño.

—¿Qué tal Christine? —Así se llamaba la hermana de Mary.

—Está bien —dijo la voz en su cabeza—. Naturalmente, si cambias de opinión, eres libre de cambiarme el nombre tantas veces como quieras.

—Muy bien. Dime, ¿Cómo es que puedes pronunciar sonidos que el Acompañante de Ponter no puede articular?

—No ha sido un problema de programación difícil —contestó Christine—, una vez comprendida la carencia subyacente.

Mary se sobresaltó cuando notó un golpecito en el hombro. Se había aislado del mundo exterior mientras hablaba con el Acompañante: se preguntó si habría ladeado la cabeza como hacían por rutina los neanderthales, si eso era un comportamiento natural o una conducta aprendida, una cortesía para que los demás supieran que uno estaba momentáneamente ocupado.

—Bien —dijo la cirujana, sonriéndole a Mary, que seguía sentada en el sillón—. Supongo que el Acompañante funciona.

Por primera vez, Mary oyó una traducción tal como lo hacía Ponter: no a través de un altavoz externo, sino como palabras formándose y fluyendo en su cabeza. El Acompañante era un buen imitador, aunque hablaba inglés con una entonación extraña (como William Shatner), su voz era muy parecida a la de la cirujana.

—Sí, en efecto —respondió Mary … y en cuanto terminó, el altavoz externo de su Acompañante pronunció lo que Mary reconoció como el equivalente neanderthal: «]a pan ka.»

Muy bien, pues —dijo la mujer, todavía sonriendo—. Ya está.

—¿Está transmitiendo mi Acompañante a mi archivo de coartadas?

—Sí —respondió la cirujana.

—Lo estoy —dijo Christine con su propia voz después de traducir el «Ka» de la cirujana.

Mary se levantó del sillón, dio las gracias a la cirujana y su colega, y se puso en camino. En el vestíbulo de las instalaciones médicas vio a cuatro varones neanderthales, cada uno de ellos con un brazo o una pierna rotos. Uno iba vestido de plateado, un exhibicionista. Mary supuso que una persona semejante no se ofendería si le preguntaba algo, así que se le acercó y le dijo:

—¿Qué les ha ocurrido?

—¿A nosotros? —preguntó el exhibicionista—. Lo habitual: heridas de caza.

Mary recordó a Erik Trinkaus y su observación de que los antiguos neanderthales tenían a menudo heridas similares a los participantes en los rodeos.

—¿Qué estaban cazando?

—Alces.

A Mary la decepcionó que no se tratara de un bicho más exótico. —¿Merecen la pena? —preguntó—. Las heridas, quiero decir. El exhibicionista se encogió de hombros.

—Poder comer alce la merece. Uno se harta de palomos y búfalos.

—Bueno, espero que los curen pronto.

—Oh, lo harán —dijo el exhibicionista con una sonrisa.

Mary se despidió y dejó el hospital para salir al sol de la tarde.

Probablemente le había dado toda una alegría al público del exhibicionista.

Y entonces se dio cuenta de que acababa de entrar en una sala en la que había cuatro varones a los que no conocía, y en vez de sentirse aterrada, como le habría sucedido en su mundo incluso después de conocer la identidad de su violador, no había sentido ninguna aprensión. De hecho, se había acercado con osadía a uno de los hombres y había entablado conversación con él.

Contempló asombrada su antebrazo, a su Acompañante, a Christine. La idea de que las actividades de todos estaban siendo grabadas no le había parecido real hasta que su propio Acompañante permanente formó parte de ella. Pero ahora comprendía lo liberador que era. Allí, estaba a salvo. Oh, podía haber montones de personas de mala voluntad a su alrededor, pero nunca intentarían nada… porque nunca podrían salirse con la suya.

Mary podría haber pedido a Christine que llamara un cubo de viaje para que la llevara de regreso a casa de Lurt, pero hacía un maravilloso día de otoño, así que decidió caminar. Y, por primera vez en aquel mundo, se encontró mirando con tranquilidad a los ojos de los otros neanderthales, como si fueran vecinos de una ciudad pequeña, como si perteneciera al lugar, como si estuviera en casa.

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