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Algunos científicos han sugerido que, puesto que hubo, al parecer, sólo un universo hasta hace cuarenta mil años, cuando la conciencia surgió en la Tierra, entonces no hay ninguna conciencia más en este vasto universo nuestro … o, al menos, ninguna más antigua que la nuestra. Si eso es cierto, explorar el espacio no es únicamente nuestro destino, es nuestra obligación, puesto que sólo el Homo sapiens tiene el deseo y los medios para hacerlo…


De momento, Ponter parecía estar bien; ningún virus actúa tan rápido. Arrancó tiras de piel de mamut del abrigo de Reuben, y Louise y Reuben las utilizaron para atar los brazos y piernas del inconsciente Jock. En cuanto estuvo inmovilizado, Reuben y Ponter lo llevaron al edificio más cercano … probablemente el mismo en el que había entrado Dekan Dorst, aunque era de esperar que se hubiera marchado hacía rato. El sol se había puesto y hacía mucho frío, pero a pesar de todo no podían dejarlo a merced de los elementos.

Reuben cerró la puerta del edificio, y luego Ponter y él regresaron junto a Mary y Louise.

—Vamos, grandullón —dijo Reuben—. Tenemos que llevarte a la mina … allí podremos usar los láseres descontaminantes.

Ponter alzó la cabeza, y su ceja se arqueó. No había pensado en eso.

—¿Crees que existe una posibilidad? —dijo Mary, mirando ahora a Reuben con los ojos enrojecidos, desesperada en busca de un milagro.

—No veo por qué no —respondió Reuben—. Si esos láseres funcionan como dices, deberían destruir las moléculas del virus, ¿no? Será una solución para Ponter al menos … aunque tal vez haya unas instalaciones descontaminadoras mejores aquí, en el Centro.

—Miró a Ponter—. ¿No es aquí donde están vuestros hospitales?

Ponter sacudió la cabeza.

—Sí, pero la unidad de descontaminación más sofisticada es la del portal.

—Entonces vamos a llevarte allí —dijo Reuben.

—Debemos sacar primero a todo el mundo de la mina y la cámara de cálculo cuántico —dijo Ponter—. No podemos arriesgarnos a infectar a nadie más.

—Déjame llamar un cubo de viaje —propuso Mary, y empezó a hablarle a su Acompañante.

Pero Reuben le tocó el brazo.

—¿Quién lo pilotaría? No podemos arriesgarnos a exponer a otros neanderthales.

—Entonces … ¡entonces lo llevaremos hasta allí nosotros! —dijo Mary.

Ce n'est pas possible —dijo Louise—. Está a kilómetros de distancia.

—Puedo ir caminando.

Pero Reuben negó con la cabeza.

—Quiero analizarte lo antes posible. No tenemos horas para hacerlo.

—¡Maldita sea! —dijo Mary, los puños cerrados—. ¡Esto es ridículo! ¡Tiene que haber un medio de llevarlo a la mina!

Y entonces, de pronto, se le ocurrió.

—Hak, tú eres el Acompañante más experimentado que tenemos. Sin duda podrás guiar a Ponter mientras conduce un cubo de Viaje.

—Puedo acceder a los procedimientos y explicárselos, sí —respondió la voz de Hak desde el antebrazo de Ponter.

—¡Bien, demonios! — dijo Mary—. Hemos pasado junto a un montón de cubos de camino aquí. ¡Vamos!


Llegaron rápidamente al sitio donde estaban apilados los cubos de viaje. Había una unidad de control cilíndrica junto al grupo, y Ponter hizo algo que consiguió que una especie de máquina levantadora de piezas alzara el cubo superior y lo depositara en el suelo. Los costados transparentes del cubo se abrieron hacia arriba.

Ponter ocupó el asiento de horcajadas delantero, y Mary se sentó junto a él. Reuben y Louise se sentaron atrás.

—Muy bien —dijo Ponter—. Hak, dime cómo conducir este aparato.

—Para activar el sistema de energía, tira de la clavija de control ámbar —instruyó Hak a través de su altavoz externo.

Mary contempló el panel de control. Era mucho más simple que el salpicadero de su propio coche: los cubos de viaje tenían bastantes menos prestaciones.

—¡Ése! —dijo. Ponter extendió la mano y tiró del control.

—La palanca de la derecha controla el movimiento vertical —continuó Hak—. La palanca de la izquierda controla el movimiento horizontal.

—Pero las dos son palancas para subir y bajar —dijo Reuben, confuso.

—Exactamente —dijo Hak—. Es mucho más fácil para los movimientos del hombro del conductor. Ahora, para poner en marcha los motores de suelo, usa el grupo de controles que hay entre las palancas. ¿Los ves?

Ponter asintió.

—El grande determina la velocidad de giro del rotar principal. Ahora …

—Hak! —gritó Reuben desde atrás—. No tenemos mucho tiempo. ¡Dile qué botones tiene que pulsar!

—Muy bien, Ponter —dijo Hak—. Despeja tu mente y trata de no pensar. Haz exactamente lo que yo te diga. Tira de la clavija verde. Ahora de la azul. Agarra las dos palancas. Cuando yo diga «ya», nueve la palanca de la derecha el quince por ciento de un círculo y, simultáneamente, mueve la palanca de la izquierda un cinco por ciento. ¿De acuerdo?

Ponter asintió.

—¿Preparado? —dijo Hak. Ponter volvió a asentir.

—¡Ya!

El cubo de viaje se estremeció violentamente, pero se elevó del suelo.

—Ahora, empuja el control verde —dijo Hak—. Sí. Mueve la palanca de la derecha hasta donde llegue.

El cubo aceleró, aunque se mantenía muy ladeado.

—No vamos rectos —dijo Mary.

—No te preocupes por eso —respondió Hak—. Ponter, un octavo de giro con la palanca derecha. Si, ahora …

Sólo tardaron unos minutos en salir del Centro de Saldak, pero todavía les quedaba un largo trayecto hasta la mina … y era terriblemente complicado manejar un vehículo volador. Mary nunca se había creído aquello de las películas de televisión de que los controladores de vuelo guiaran a los pasajeros para hacer aterrizar un avión si el piloto estaba inconsciente y …

—¡No, Ponter! —dijo Hak, a todo volumen—. ¡Al revés!

Ponter tiró hacia sí del control horizontal, pero demasiado tarde. El lado derecho del cubo de viaje chocó contra un árbol. Ponter y Mary salieron despedidos hacia delante. Las palancas de control se plegaron en el salpicadero, como telescopios al cerrarse, al parecer una medida de seguridad para impedir que empalaran al conductor. El cubo volcó de lado.

—¿Hay alguien herido? —gritó Mary.

—No —respondió Reuben.

—No —respondió Louise.

—¿Ponter?

No hubo respuesta. Mary se volvió hacia él.

—¿Ponter?

Ponter miraba el implante Acompañante de su antebrazo izquierdo. Obviamente, había chocado con algo. Abrió la placa de Hak, aunque le costó trabajo: estaba deformada por el golpe.

Ponter alzó la cabeza, los ojos dorados húmedos.

—Hak está malherido —dijo. Christine lo tradujo.

—Tenemos que continuar —dijo Mary amablemente.

Ponter miró unos segundos más su dañado Acompañante y asintió. Se giró, luego tiró del control en forma de estrella de mar de la puerta, y el costado del cubo de viaje se abrió. Reuben salió y luego saltó al suelo. Louise lo siguió. Ponter se levantó sin problemas del compartimento delantero, y luego echó una mano a Mary para salir. Entonces volvió su atención al vientre descubierto del cubo de viaje. Mary siguió su mirada y vio que los rotores gemelos estaban muy dañados.

—No volverá a volar, ¿verdad?

—Ponter negó con la cabeza e hizo un triste gesto de «míralo» con el brazo derecho.

—¿A que distancia estamos de La mina de Debral? —pregunto Mary.

A veintiún kilómetros —contestó Christine.

—¿Y dónde está el cubo de viaje más próximo?

—Un momento —dijo Christine—. A siete kilómetros al oeste.

—Merde —dijo Louise.

—Muy bien. Vamos.

Oscurecía y se encontraban en pleno campo. Mary había visto bastantes animales salvajes allí de día; la aterraba pensar qué criaturas habría de noche. Avanzaron por la nieve unos diez kilómetros. Cinco horas de caminata en aquellas difíciles condiciones. Las largas piernas de Louise le permitían ir delante.

En el cielo se veían las estrellas: las constelaciones polares que los barasts llamaban el Hielo Resquebrajado y la Cabeza del Mamut. Siguieron avanzando más y más. Mary sentía las orejas entumecidas de frío hasta que …

—¡Cartílagos! —dijo Ponter.

Mary se dio la vuelta. Estaba apoyado contra Reuben. Ponter alzó las manos y …

Mary sintió que se le encogía el corazón y oyó a Louise soltar un grito horrorizado. Había sangre en las manos de Ponter, negra a la luz de la luna. Era demasiado tarde: la fiebre hemorrágica, con su tiempo de incubación acelerado artificialmente, había hecho su aparición. Mary miró la cara de Ponter, temiendo antes de tiempo lo que iba a ver, pero, excepto por la expresión de sobresalto, no tenía mal aspecto.

Mary se acercó rápidamente a Ponter y lo agarró por el otro brazo, tratando de sujetarlo. Y fue entonces cuando se dio cuenta de no era Reuben quien ayudaba a Ponter, sino al contrario.

A la tenue luz y contra su piel oscura, Mary no lo había visto al principio; había sangre en la cara de Reuben. Corrió hacia él y casi vomitó. La sangre manaba de los ojos y los oídos y la nariz y la comisura de la boca de Reuben.

Louise alcanzó a su novio en dos largas zancadas y empezó a limpiarle la sangre, primero con la manga del abrigo, luego con las manos desnudas, pero brotaba con tanta profusión que no lo consiguió. Ponter ayudó a colocar a Reuben sobre la nieve, y la sangre salpicó con fuerza el blanco suelo y se hundió en él.

—Dios —dijo Mary en voz baja.

—Reuben, mon cher… —dijo Louise, agachada en la nieve junto a él. Colocó una mano sobre su nuca, sin duda palpando el vello que había crecido.

—Louise —dijo él en voz baja—. Querida, yo …

Tosió, y la sangre manó por su boca. Y entonces, como Mary sabía que hacía siempre cuando pronunciaba las palabras mágicas, Reuben pasó al francés:

—Jet'aime.

Los ojos de Louise se llenaron de lágrimas mientras el peso de la cabeza de Reuben caía hacia atrás, contra su mano. Mary le estaba buscando el pulso en el brazo derecho; Ponter hacía lo mismo con el izquierdo. Intercambiaron un gesto negativo con la cabeza.

El rostro de Louise se contrajo. Empezó a llorar y llorar. Mary se acercó a ella, arrodillada en la nieve, y la rodeó con un brazo y la atrajo hacia sí.

—Lo siento —dijo Mary, una y otra vez, acariciando el pelo de Louise—. Lo siento, lo siento, lo siento …

Al cabo de unos instantes, Ponter tocó amablemente el hombro de Louise, y ella alzó la cabeza.

—No podemos quedarnos aquí —dijo, y de nuevo Christine tradujo sus palabras.

—Ponter tiene razón, Louise. Hace demasiado frío. Tenemos que empezar a andar.

Pero Louise seguía llorando, los puños cerrados con fuerza.

—Ese hijo de puta —dijo, y todo su cuerpo temblaba—. ¡Ese puñetero monstruo!

—Louise —dijo Mary suavemente—. Yo…

—¿No lo ves? —Louise miró a Mary—. ¿No ves lo que ha hecho Krieger? ¡No se ha contentado con matar… a los neanderthales! ¡Ha hecho que su virus mate también a los negros. Sacudió la cabeza—. Pero … pero no sabía que un virus pudiera actuar tan rápido.

Mary se encogió de hombros.

—La mayoría de las infecciones víricas son causadas sólo por unas cuantos virus, introducidos en un solo punto del cuerpo. Gran parte del periodo de incubación consiste en la copia de esas pocas partículas iniciales hasta que la población de virus es lo bastante grande para hacer el trabajo sucio. Pero nosotros estuvimos literalmente empapados en una niebla de virus, inhalando y absorbiendo miles de millones de partículas virales. —Miró el cielo oscuro y luego de nuevo a Louise—. Tenemos que encontrar refugio.

—¿Y Reuben? —preguntó Louise—. No podemos dejarlo aquí. Mary miró a Ponter, suplicándole con los ojos que permaneciera en silencio. Lo último que Louise necesitaba oír ahora era «Reuben ya no existe».

— Volveremos por él mañana —dijo Mary—, pero ahora tenemos que buscar refugio.

Louise vaciló unos segundos y Mary tuvo el buen sentido de no acuciada. Finalmente, la joven asintió y Mary la ayudó a ponerse en pie.

Soplaba un viento recio que levantaba la nieve. De todas formas, vieron las huellas que habían dejado al venir.

—Christine, ¿hay algún refugio por aquí? —preguntó Mary.

—Déjame comprobarlo —respondió Christine—. Según la base de datos central, hay un albergue de caza no lejos de donde se estrelló el cubo de viaje. Será más fácil llegar allí que al Centro de la ciudad.

—Id vosotras dos —dijo Ponter—. Yo voy a intentar llegar a las instalaciones descontaminadoras. Perdonadme, pero me retrasaríais.

A Mary el Corazón le dio un vuelco. Había tantas cosas que deseaba decirle, pero …

—Estaré bien —dijo Ponter—. No te preocupes.

Mary inspiró profundamente, asintió, y dejó que Ponter la envolviera en un abrazo de despedida, mientras todo su cuerpo temblaba. Él la soltó y se perdió en la fría noche. Mary siguió a Louise, y ambas avanzaron siguiendo las indicaciones de Christine.

Al cabo de un rato, Louise tropezó y cayó de bruces sobre la nieve.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Mary, ayudándola a levantarse.

—Oui —respondió Louise—. Yo … mi mente sigue vagando. Era un hombre tan maravilloso …

Tardaron casi una hora en llegar al refugio. Mary tiritaba, pero por fin lo consiguió. El refugio era muy parecido a la cabaña de Vissan, pero más grande. Entraron y activaron las costillas de iluminación, que llenaron el interior de un frío brillo verde. Había una pequeña unidad calefactora, que consiguieron encender al cabo de un rato. Mary consultó el reloj y sacudió la cabeza. Ni siquiera Ponter habría llegado ya a la mina y sus instalaciones descontaminadoras.

Las dos estaban exhaustas, física y emocionalmente. Louise se tumbó en un sofá, se acurrucó y empezó a llorar quedamente. Mary se tendió en el sucio cubierto de cojines, y descubrió que también estaba llorando, agotada, dolorida, abrumada por la pena y la culpa, acosada por la imagen de un hombre bueno que lloraba sangre.

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