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Y, como verán, es sólo a nuestro futuro, el futuro del Homo sapiens, al que me dirijo esta noche. Y no solo porque puedo hablar como presidente americano. No, hay algo más. Pues, en este asunto, nuestro futuro y el de los neanderthales no están entrelazados…


Cornelius Ruskin temía que las pesadillas no terminaran nunca: aquel maldito cavernícola lo atacaba, lo derribaba, lo mutilaba. Cada mañana despertaba empapado en sudor.

Cornelius se había pasado la mayor parte del día tras el horrible descubrimiento tendido en la cama, dolorido, encogido sobre sí mismo. El teléfono había sonado en varias ocasiones, y al menos una de ellas era sin duda alguien que lo llamaba desde la Universidad de York para averiguar dónde demonios estaba. Pero no podía hablar con nadie todavía.

Esa noche, tarde, llamó al Departamento de Genética y dejó un mensaje en el contestador de Qaiser Remtulla. Siempre había odiado a aquella mujer, y la odiaba todavía más ahora que le habían hecho aquello. Pero consiguió mantener la voz calmada para decir que estaba enfermo y que no volvería hasta al cabo de varios días.

Cornelius vigilaba atentamente su orina en busca de sangre. Cada mañana, palpaba la herida por si rezumaba, y se tomaba la temperatura repetidamente, para asegurarse de que no tenía fiebre … y no la tenía, a pesar de sus frecuentes arrebatos de calor.

Todavía le costaba creerlo, todavía la idea lo abrumaba. Sentía dolor, pero disminuía día a día, y las tabletas de codeína ayudaban: gracias a Dios en Canadá podían comprarse sin receta médica; siempre tenía algunas a mano, y al principio había empezado a tomarlas de cinco en cinco, pero ahora había pasado a la dosis normal de dos.

Sin embargo, aparte de tomar analgésicos, Cornelius no tenía ni idea de qué hacer. Desde luego, no podía acudir a su médico … ni a ningún médico. Si lo hacía, sería imposible mantener en secreto su herida; alguien podría hablar. Y Ponter Boddit tenía razón: Cornelius no podía arriesgarse a eso.

Finalmente, cuando por fin consiguió hacer acopio de valor, Cornelius encendió su ordenador. Era un viejo Pentium sin marca que tenía desde sus días de estudiante de posgrado. La máquina le servía como procesador de textos y para recibir correo, pero normalmente navegaba por la red en el trabajo: York tenía líneas de alta velocidad, mientras que lo único que él podía permitirse en casa era una conexión telefónica con un servidor local. Pero necesitaba respuestas de inmediato, así que tuvo que soportar la enloquecedoramente lenta carga de páginas.

Tardó veinte minutos, pero finalmente encontró lo que estaba buscando. Ponter había regresado a esta Tierra con un cinturón médico que incluía un escalpelo láser cauterizador. Habían empleado ese aparato para salvarle la vida al neanderthal cuando le dispararon ante la sede de las Naciones Unidas. Sin duda así había sido como …

Cornelius sintió que todos sus músculos se contraían cuando pensó de nuevo en lo que le habían hecho.

Le habían abierto el escroto, presumiblemente con el láser, y luego …

Cornelius cerró los ojos y deglutió con fuerza, tratando de impedir que los ácidos del estómago escalaran de nuevo por su esófago.

De algún modo (posiblemente incluso con las manos desnudas), Ponter le había arrancado a Cornelius los testículos. Y luego debió emplear de nuevo el láser, para cerrar su carne.

Cornelius había buscado sus pelotas frenéticamente por todo el apartamento, con la esperanza de que pudieran reimplantárselas. Pero después de un par de horas, mientras lágrimas de furia y frustración le corrían por la cara, tuvo que aceptar la realidad. Ponter las había arrojado por el retrete, o había desaparecido en la noche con ellas. Fuera como fuese, las había perdido para siempre.

Cornelius estaba furioso. Lo que había hecho era maravillosamente adecuado: aquellas mujeres (Mary Vaughan y Qaiser Remtulla) se habían interpuesto en su camino. Habían conseguido sus puestos simplemente porque eran mujeres. Era él quien tenía un título de Oxford, por el amor de Dios, pero no había ascendido en el escalafón porque York «corregía históricos desequilibrios de género» en sus facultades. lo habían privado de eso, así que les demostraría (a la jefa de departamento, aquella zorra paquistaní; y a Vaughan, que tenía el puesto que a él le correspondía) lo que significaba realmente ser vapuleado.

«Maldición», pensó Cornelius, palpando una vez más entre sus piernas. Tenía el escroto hinchado … pero vacío.

Maldición.


Jock Krieger regresó a su despacho, situado en la planta baja de la mansión del Grupo Sinergía. Su enorme ventanal daba al paseo marítimo, al sur, en vez de al norte, al lago Ontario: la mansión se hallaba en la franja de tierra que va de este a oeste en Rochester, Seabreeze.

La especialidad de Jock era la teoría de juegos; había estudiado con John Nash en Princeton, y había pasado tres décadas en la Corporación RA ND, el lugar perfecto para él. Fundada por las Fuerzas Aéreas, fue el principal núcleo de pensamiento estadounidense durante la Guerra Fría. Allí se llevaron a cabo los estudios sobre el conflicto nuclear. Incluso en la actualidad, cuando Jock leía las iniciales M.M. pensaba en megamuerte, un millón de bajas civiles, en vez de en un nombre propio.

El Pentágono estaba furioso por la manera en que se había llevado el encuentro inicial con Neanderthal Prima, el primer neanderthal llegado a esta realidad desde la otra. La historia de un cavernícola moderno que aparecía de buenas a primeras en una mina de níquel en el norte de Ontario parecía material de revista sensacionalista, similar a los encuentros con extraterrestres, avistamientos de yetis y ese tipo de cosas. Para cuando en el Gobierno estadounidense (o en el canadiense) se tomaron el asunto en serio, Neanderthal Prima ya era intocable y del dominio público, lo que hizo imposible contener y controlar la situación.

Y de pronto había aparecido el dinero (parte del INS, aunque la mayoría del Departamento de Defensa) para crear el Grupo Sinergía, La idea del nombre era de algún político; Jock lo habría llamado Fuerza de Emergencia para la Repetición del Encuentro con los Barasts, o BERET, las siglas en inglés, boina. Pero el nombre (y aquel estúpido logotipo de dos mundos uniéndose) estaba decidido antes de que le encargaran dirigir la organización.

De todas maneras, no se había elegido por accidente a un teórico de juegos. Estaba claro que si el contacto volvía a establecerse alguna vez, los neanderthales y los humanos (Jock todavía reservaba esa palabra, al menos en privado, para las personas de verdad) tendrían intereses distintos, y la teoría de juegos se encargaba de dilucidar el resultado más provechoso que podía esperarse razonablemente en ese tipo de situaciones.

—¿Jock?

Jock normalmente dejaba su puerta abierta: era una buena estrategia directiva, ¿no? ¿Política de puertas abiertas? De todos modos, se sobresaltó al ver un rostro neanderthal (ancho, de frente inclinada, barbudo) asomado.

—¿Sí, Ponter?

—Lonwis Trob ha traído unos informes de Nueva York.

Lonwis y los otros nueve neanderthales famosos, además de la embajadora neanderthal, Tukana Prat, se habían pasado casi todo el tiempo en las Naciones Unidas.

—¿Conoces el viaje de Puntos-Correspondientes? Jock negó con la cabeza.

—Bueno —dijo Ponter-; ya sabes que hay planes para abrir un portal más grande y permanente, a ras de suelo, entre nuestros mundos. Al parecer vuestras Naciones Unidas han tomado la decisión de que el portal debe ser entre la sede de las Naciones Unidas y el punto correspondiente en mi mundo.

Jock frunció el ceño. ¿Por qué demonios recibía informes de inteligencia de un maldito neanderthal? Pero claro, todavía no había leído su correo electrónico; tal vez le habían mandado un comunicado. Naturalmente, sabía que se estaba barajando la opción de Nueva York. Por lo que a Jock se refería, era una tontería: obviamente el nuevo portal tenía que estar en suelo estadounidense; colocado en la plaza de las Naciones Unidas (técnicamente territorio internacional) complacería al resto del mundo.

—Lonwis dice que están planeando llevar a un grupo de funcionarios de las Naciones Unidas al otro lado … a mi lado —continuó Ponter—. Adikor y yo vamos a ir con ellos a la isla de Donakat, nuestra versión de Manhattan, para estudiar el terreno; hay asuntos de importancia que debemos tener en cuenta para proteger cualquier ordenador cuántico de tamaño grande de la radiación solar, cósmica y terrestre, para que no se produzca decoherencia.

—¿Sí? ¿Y qué?

—Bueno, he pensado que tal vez te gustaría venir, Diriges este instituto dedicado a establecer buenas relaciones con mi mundo, pero todavía no lo has visto.

Jock se sorprendió. Ya le parecía que tener a dos neanderthales en Sinergía era bastante extraño: se le antojaban trolls. No estaba seguro de querer ir a un sitio donde estaría rodeado de ellos.

—¿Cuándo va a hacerse ese viaje?

—Después del próximo Dos que se convierten en Uno.

—Ah, sí —dijo Jock, tratando de mantener una fachada agradable—. Creo que la frase con que lo describe nuestra Louise es «¡Fiesta!».

—Es mucho más que eso, aunque no podrás verlo en este viaje.

¿Vendrás entonces?

—Tengo mucho trabajo que hacer.

Ponter sonrió con aquella repulsiva sonrisa suya de un palmo. —Se supone que es mi especie la que carece del deseo de ver más allá de la colina, no la tuya. Deberías visitar el mundo con el que estás tratando.

Ponter entró en el despacho de Mary y cerró la puerta. Envolvió a Mary en sus enormes brazos, y se estrecharon con fuerza. Él le lamió la cara y ella besó la suya. Pero por fin se soltaron, y Ponter dijo, con voz apesadumbrada:

—Sabes que he de volver a mi mundo pronto.

Mary trató de asentir con solemnidad, pero al parecer no pudo contener la sonrisa.

—¿Por qué sonríes? —preguntó Ponter.

—¡Jock me ha pedido que vaya contigo!

—¿De verdad? ¡Eso es maravilloso! —Hizo una pausa—. Pero, naturalmente…

Mary asintió y alzó la mano.

—Lo sé, lo sé. Sólo nos veremos cuatro días al mes.

Los varones y las hembras vivían en ciudades separadas en el mundo de Ponter: las mujeres ocupaban el centro de las ciudades y los hombres vivían en las afueras.

—Pero al menos estaremos en el mismo mundo … y yo tendré algo útil que hacer. Jock quiere que estudie la biotecnología neanderthal durante un mes, y que aprenda todo lo que pueda. —Excelente —contestó Ponter—. Cuanto más intercambio cultural, mejor.

Miró brevemente por la ventana al lago Ontario, quizás imaginando el viaje que pronto tendría que hacer.

—Tendremos que ir a Sudbury, entonces.

—Todavía faltan diez días hasta que Dos se conviertan en Uno, ¿no?

Ponter no tuvo que consultar con su Acompañante: naturalmente, conocía las fechas. Su mujer-compañera, Klast, había muerto de leucemia hacía dos años, pero él sólo podía ver a sus hijas cuando Dos se convierten en Uno. Asintió.

—Y después tendré que ir de nuevo al sur, pero en mi mundo … , hasta el lugar que se corresponde con la sede de vuestras Naciones Unidas.

Ponter nunca decía ONU; los neanderthales nunca habían desarrollado un alfabeto fonético, y por eso la idea de referirse a algo por sus iniciales les resultaba completamente extraña.

—El nuevo portal se construirá allí.

—Ah —dijo Mary.

Ponter alzó una mano.

—No partiré a Donakat hasta que este próximo Dos que se convierten en Uno haya pasado, por supuesto, y volveré mucho antes de que Dos se conviertan en Uno otra vez.

El entusiasmo de Mary se enfrió un poco. Sabía que, aunque estuviera en el mundo neanderthal, pasarían veinticinco días antes de poder estar en brazos de Ponter, pero le resultaba difícil acostumbrarse a esa idea. Deseó que hubiera una solución, en alguna parte, en algún mundo, para que Ponter y ella pudieran estar siempre juntos. —Si vas a regresar —dijo Ponter—, podemos atravesar el portal juntos. Iba a hacer el viaje con Lou, pero …

—¿Louise? ¿Ella también va?

—No, no. Pero irá a Sudbury pasado mañana para visitar a Reuben.

Louise Benoit y Reuben Montego se habían hecho amantes mientras estaban en cuarentena juntos, y su relación había continuado desde entonces.

—Oye —dijo Ponter—, si los cuatro vamos a estar en Sudbury al mismo tiempo, tal vez podamos comer juntos. Me encantan esas barbacoas de Reuben …

Mary Vaughan tenía dos casas en su versión de la Tierra: un piso alquilado en la bahía de Bristol, en el estado de Nueva York, y un apartamento propio en Richmond Hill, al norte de Toronto. Ponter y ella se dirigían a este último lugar: un trayecto de tres horas y media desde la sede del Grupo Sinergía. Por el camino, una vez que dejaron atrás la interestatal en Búfalo, se pararon en un Kentucky Fried Chicken. A Ponter le parecía la mejor comida del mundo, una opinión con la que Mary no estaba en completo desacuerdo, en detrimento de su cintura. Las especias eran un producto de los climas cálidos, para enmascarar el sabor de la carne pasada: el pueblo de Ponter, que vivía en latitudes altas, las utilizaba mucho corno aliño, y la combinación de doce hierbas y especias distintas no se parecía a nada que hubiera probado antes.

Mary puso el reproductor de CD's del coche; era mejor que ir cambiando continuamente de emisora según iban avanzando. Empezaron con los Grandes Éxitos de Martina McBride, y ahora escuchaban el Come On Over de Shania Twain. A Mary le gustaban la mayoría de las canciones de Shania, pero no podía soportar The Woman In Me, carente del sonido característico de la Twain. Suponía que algún día se armaría de valor y haría una copia en CD del álbum, saltándose esa canción.

Mientras seguía su camino con la música sonando y el sol poniéndose (lo hacía temprano en esa época del año) , Mary dejó correr sus pensamientos. Eliminar una canción de un disco era fácil. Corregir una vida, no. Cierto, sólo había unas cuantas cosas de su pasado que deseaba poder cambiar. La violación, desde luego. ¿Realmente había sucedido hacía sólo tres meses? Algunos atolladeros financieros, desde luego. Aparte de un puñado de meteduras de pata.

Pero ¿y su matrimonio con Colm O'Casey?

Ella sabía lo que quería Colm: que ella declarara, delante de su Iglesia y su Dios, que su matrimonio nunca había existido realmente. Eso era en realidad una anulación: una negación del matrimonio, una negativa de que hubiera existido alguna vez.

Sin duda algún día la Iglesia católica acabaría por aceptar el divorcio. Hasta que Mary había conocido a Ponter no tenía ningún motivo para poner punto final a su relación con Colm, pero ahora sí que quería acabar con eso. Y sus opciones eran la hipocresía (buscar una anulación) o la excomunión, el castigo por conseguir el divorcio.

Resultaba irónico: los católicos podían librarse de cualquier pecado venial simplemente confesándose. Pero si tenías la mala suerte de casarte con la persona equivocada, no había una salida fácil. La Iglesia quería que fuese hasta que la muerte os separe… a menos que estuvieras dispuesta a mentir sobre el hecho mismo del matrimonio.

Y, maldición, su matrimonio con Colm no merecía ser anulado, borrado, erradicado de los archivos.

Oh, ella no estaba segura al ciento por cien cuando aceptó su propuesta de matrimonio, y no se sentía completamente confiada cuando recorrió el pasillo de la iglesia del brazo de su padre. Pero su matrimonio había funcionado bien durante los primeros años, y cuando se estropeó fue debido al cambio de intereses y objetivos.

Se hablaba mucho últimamente del Gran Salto Adelante, cuando la verdadera conciencia surgió en este mundo, hacía cuarenta mil años. Bueno, Mary había experimentado su propio Gran Salto Adelante, al comprender que sus deseos y ambiciones laborales no tenían que ir por detrás de los de su marido. Y, a partir de ese momento, sus vidas habían divergido… y ahora estaban a mundos de distancia.

No, ella nunca negaría su matrimonio. Y eso significaba…

Eso significaba que había que recurrir al divorcio, no a una anulación. Sí, no había ninguna ley que dijera que una gliksin (así llamaban los neanderthales a los Homo sapiens) que estaba todavía legalmente casada con otro gliksin no pudiera realizar la ceremonia de unión con un barast del sexo opuesto, pero algún día, sin duda, esa ley existiría. Mary quería comprometerse de todo corazón con Ponter como su mujer-compañera, y hacerlo significaba resolver de una vez por todas su situación con Colm.

Mary adelantó a un coche, y luego miró a Ponter. —¿Cariño? —dijo.

Ponter frunció levemente el ceño. Era un término afectivo que Mary empleaba de manera natural, pero a él no le gustaba: porque la palabra inglesa contenía el fonema «i» largo que su boca era incapaz de pronunciar.

—¿Sí?

—Sabes que vamos a pasar la noche en mi casa de Richmond Hill, ¿verdad?

Ponter asintió.

—Y, Bueno, también sabes que sigo estando legalmente unida a mi… a mi hombre-compañero aquí, en este mundo.

Ponter volvió a asentir.

—Me… me gustaría verlo, si puedo, antes de ir a Sudbury. Desayunar con él, o almorzar temprano.

—Siento curiosidad por conocerlo —dijo Ponter—. Por saber qué tipo de gliksin elegiste…

El disco pasó a una nueva canción: ¿Hay vida después del amor? —No —respondió Mary—. Quiero decir que necesito vedo a solas.

Ella lo miró y vio que la ceja continua de Ponter subía hacia su frente.

—Oh —dijo, usando la palabra inglesa directamente. Mary volvió a mirar la carretera que tenía delante.

—Ya es hora de que aclare las cosas con él.

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