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Fue ese espíritu de búsqueda lo que hizo que otros pusieran valientemente proa al horizonte, para descubrir nuevas tierras en Australia y Polinesia…


Había un buen motivo para querer establecer un nuevo portal interuniversal en la sede de las Naciones Unidas. El portal existente estaba situado a dos kilómetros bajo tierra, a 1,2 kilómetros en horizontal del ascensor más cercano del lado gliksin, y a tres kilómetros del ascensor más cercano en el lado barast.

Mary y Ponter necesitarían un par de horas para trasladarse desde la superficie del mundo de ella hasta la superficie del mundo de él. Empezaron poniéndose cascos y botas de seguridad y bajando en el ascensor de la mina Creighton de Inco. Los cascos llevaban linterna incorporada y protectores para los oídos para el caso necesario.

Mary había traído dos maletas y Ponter las llevaba sin esfuerzo, una en cada mano.

Cinco mineros los acompañaron durante casi todo el trayecto y se bajaron un nivel por encima de donde Mary y Ponter tenían que bajar. Mary lo agradeció: siempre se sentía incómoda en el ascensor. Le recordaba el embarazoso viaje que había hecho con Ponter, cuando le explicó que, a pesar de la obvia atracción mutua, no había sido capaz de responder a su caricia.

A dos mil metros de profundidad empezaron la larga caminata hasta el campamento del Observatorio de Neutrinos de Sudbury. Mary nunca había sido una buena deportista, pero aquello era aún peor para Ponter, ya que la temperatura, tan lejos de la superficie de la Tierra, era de unos constantes cuarenta grados, demasiado calor para él.

—Me alegro de volver a casa —dijo Ponter—. ¡De vuelta a un aire que pueda respirar!

Mary sabía que no se refería al opresivo aire de la mina, sino al hecho de que anhelaba regresar a un mundo que no quemaba combustibles fósiles, cuyo olor asaltaba su enorme nariz en la mayoría de los sitios a los que iba, aunque la casa de Reuben, en el campo, había resultado, según dijo, bastante tolerable.

Mary recordó la sintonía de uno de sus programas de televisión favoritos: «Yo soy feliz en el edén, el campo a mí me sienta bien … »

Esperaba encajar mejor en el mundo de Ponter que el personaje de Lisa Douglas en Hooterville. Pero no se trataba sólo de cambiar el bullicio y el clamor de un mundo de seis mil millones de almas por otro mundo donde sólo había ciento ochenta y cinco millones… de personas; no se podía usar el término «almas» cuando una se refería a los barasts, ya que no creían tener ninguna.

El día antes de salir de Rochester, habían entrevistado a Ponter en la radio; los neanderthales estaban muy solicitados allá donde fueran. Mary había escuchado con interés mientras Bob Smith hacía preguntas a Ponter sobre las creencias neanderthales en la emisora local de la PBS, la WXXI. Smith había dedicado un buen rato a la práctica neanderthal de esterilizar a los criminales. Mientras recorrían el largo túnel terroso, el tema de la entrevista salió de nuevo a colación.

—Sí —dijo Mary, en respuesta a la pregunta de Ponter—, estuviste bien, pero …

—¿Pero qué?

—Bueno, esas cosas que dijiste … sobre esterilizar a la gente. Yo…

—¿Sí?

—Lo siento, Ponter, pero no puedo aprobado.

Ponter se la quedó mirando. Llevaba un casco naranja especial que la mina de níquel había fabricado para él, de modo que su forma encajara en una cabeza neanderthal.

—¿Por qué no?

—Es… es inhumano. y supongo que empleo la palabra con segundas. No es adecuado que lo hagan los seres humanos.

Ponter guardó silencio durante un rato, contemplando las paredes de la galería, que estaban cubiertas de malla de alambre para impedir desplomes de rocas.

—Sé que hay muchos en esta versión de la Tierra que no creen en la evolución —dijo por fin—, pero los que creen deben comprender que la evolución humana se ha… detenido. Desde que las técnicas médicas permiten que casi cualquier humano viva hasta la edad reproductiva, ya no hay… no hay… no estoy seguro de cuál es la frase que empleáis.

—«Selección natural» —dijo Mary—. Claro, eso lo entiendo; sin la supervivencia selectiva de los genes, no puede haber evolución.

—Exactamente. Y sin embargo la evolución nos hizo lo que somos, convirtiendo las cuatro formas de vida básica originales en las complejas y diversas variedades actuales.

Mary miró a Ponter.

—¿Las cuatro formas de vida originales?

Él parpadeó.

—Sí, claro.

—¿Qué cuatro? —dijo Mary, pensando que tal vez había detectado por fin un atisbo de creacionismo desde el punto de vista del mundo de Ponter. ¿Podrían ser Neander-Adán, Neander-Eva, el hombre-compañero de Neander-Adán y la mujer-compañera de Neander-Eva?

—Las plantas, animales, hongos y … y no sé cómo se llama, ese tipo que incluye los hongos mucosos y algunas algas.

—Protistas o protoctistas, dependiendo de a quién se lo preguntes.

—Sí. Bueno, cada uno surgió por separado del mundo prebiológico primordial.

—¿Tenéis prueba de ello? —dijo Mary—. Nosotros sostenemos que la vida emergió una vez en este mundo, hace unos cuatro mil millones de años.

—Pero los cuatro tipos de vida son tan diferentes… —Ponter se encogió de hombros—. Bueno, tú eres la experta en genética, no yo.

El objetivo de este viaje es que conozcas a nuestros entendidos en esos asuntos, así que puedes preguntarle a alguno. Uno de vosotros (no sé cuál) tiene mucho que aprender del otro.

Mary nunca dejaba de sorprenderse de cómo la ciencia neanderthal y su propia rama de la materia diferían en cosas tan fundamentales. Pero no quería perder de vista el asunto más importante …

El asunto más importante. Era interesante, pensó Mary, que considerara un tema moral más importante que una verdad científica básica.

—Estábamos hablando del fin de la evolución. Tú decías que vuestra especie continúa evolucionando porque descarta conscientemente vuestros malos genes.

—«¿Descarta?» —repitió Ponter, frunciendo el ceño—. Ah … una metáfora del juego. Creo que entiendo. Sí, tienes razón. Seguimos mejorando nuestro poso genético deshaciéndonos de las tendencias indeseables.

Mary pasó por encima de un gran charco de barro.

—Casi podría aceptar eso… pero lo hacéis esterilizando no sólo a los criminales, sino también a sus parientes cercanos.

—Naturalmente. De lo contrario, los genes podrían persistir.

Mary negó con la cabeza.

—Y yo no puedo tolerarlo.

—¿Por qué no?

—Porque… porque está mal. Los individuos tienen derechos.

—Claro que los tienen —dijo Ponter—, pero las especies también. Nosotros protegemos y mejoramos la especie barast.

Mary trató de no estremecerse, pero Ponter debió darse cuenta de todas formas.

—Reaccionas negativamente a lo que acabo de decir.

—Bueno, es que con bastante frecuencia en nuestro pasado se ha defendido lo mismo. En los años cuarenta, Adolfo Hitler se dispuso a purgar de judíos nuestro poso genético.

Ponter ladeó ligeramente la cabeza, quizás escuchando a Hak recordarle a través de los implantes de su oído quiénes eran los judíos. Mary imaginó al pequeño ordenador diciendo: «Ya sabes, los que no fueron lo bastante crédulos para tragarse la historia de Jesús.»

—¿Por qué quiso hacer eso? —preguntó.

—Porque odiaba a los judíos, pura y sencillamente —respondió Mary—. ¿No lo ves? Darle a alguien el poder para decidir quién vive y quién muere, o quién se reproduce y quién no, es jugar a ser Dios.

—«Jugar a ser Dios» —repitió Ponter, como si la frase fuera atractivamente extraña—. Obviamente, esa idea nunca se nos habría ocurrido a nosotros.

—Pero el potencial para la corrupción, para la injusticia… Ponter extendió los brazos.

—Y sin embargo vosotros matáis a ciertos criminales.

—Nosotros no —dijo Mary—. Quiero decir, los canadienses no. Pero los estadounidenses lo hacen, en algunos estados.

—Eso me han dicho. Y, aún más, he descubierto que hay un componente racial en eso. —Miró a Mary—. Vuestras diversas razas me intrigan, ¿sabes? Mi pueblo está adaptado al norte, así que tendemos a quedamos aproximadamente en las mismas latitudes, y supongo que por eso todos somos bastante parecidos. ¿Tengo razón al entender que la piel más oscura es una adaptación a climas más ecuatoriales?

Mary asintió.

—Y los… ¿cómo los llamáis? Los ojos de los que son como Paul Kiriyama.

Mary tardó un momento en recordar quién era Paul Kiriyama: el estudiante que con Louise Benoit salvó a Ponter de ahogarse en el tanque de agua pesada del Observatorio de Neutrinos de Sudbury. Necesitó otro momento para recordar el nombre de aquello a lo que se refería Ponter.

—¿Te refieres a la piel que cubre parte de los ojos asiáticos? Pliegues epicánticos.

—Sí. Pliegues epicánticos. Supongo que son para proteger los ojos del resplandor del sol, pero mi gente tiene arcos ciliares que consiguen lo mismo, así que, claro, es otra tendencia que nunca llegamos a desarrollar.

Mary asintió lentamente, más para sí misma que para Ponter. —Se ha especulado mucho ¿sabes?, en Internet y en los periódicos, sobre lo que sucedió con vuestras otras razas. La gente supone que… bueno que con vuestra práctica de la purga genética, los eliminasteis.

—Nunca hubo otras razas. Aunque tenemos algunos científicos en lo que llamáis África y América Central, no residen permanentemente allí. —Alzó una mano—. Y sin razas, obviamente nunca hemos tenido discriminación racial. Pero vosotros sí: aquí, las características raciales influyen en la probabilidad de ser ejecutado por crímenes graves, ¿no es cierto?

—Se sentencia a muerte a los negros con más frecuencia que a los blancos, sí. —Mary decidió no añadir: sobre todo cuando matan a un blanco.

Tal vez, como nosotros nunca hemos tenido esas divisiones, la idea de esterilizar a un segmento de la humanidad de manera arbitraria no se nos ha ocurrido nunca.

Se cruzaron en la galería con un par de mineros que se quedaron mirando abiertamente a Ponter, aunque la visión de una mujer allí abajo era probablemente casi igual de rara, pensó Mary. Una vez que pasaron de largo, Mary continuó:

—Pero sin duda, incluso sin razas distinguibles, debe existir el deseo de favorecer a los que están más relacionados con vosotros que a los que no lo están. Ese tipo de selección afín se da incluso en el reino animal. No puedo creer que los neanderthales sean inmunes.

—¿Inmunes? Tal vez no. Pero recuerda que nuestras relaciones familiares son más… complicadas que las vuestras o, ya puestos, que las de la mayoría de los animales. Tenemos una interminable cadena familiar de hombres-compañeros y mujeres-compañeras, y como nuestro sistema de Dos que se convierten en Uno es temporal, no tenemos la dificultad para determinar la paternidad que preocupa tanto a vuestra especie. —Hizo una pausa, y luego sonrió—. De todas formas, y ya que nos estamos andando por las ramas, a mi gente le parece que vuestra idea de la ejecución o de décadas de encarcelamiento es más cruel que nuestra esterilización y nuestro escrutinio judicial.

Mary tardó un instante en recordar qué era el «escrutinio judicial»: el proceso de ver las transmisiones de un implante Acompañante, de modo que todo lo que un individuo decía y hacía pudiera ser observado tal como había sucedido.

—No sé —dijo—. Como te he dicho en el coche, yo practico el control de natalidad, que es algo que mi religión prohíbe, así que no puedo sostener que me oponga moralmente a algo que impida la concepción. Pero … pero impedir que gente inocente se reproduzca me parece mal.

—¿Aceptarías la esterilización de quien cometió el delito, pero no de sus hermanos, padres e hijos, como una alternativa a las ejecuciones o la cárcel?

—Tal vez. No lo sé. En determinadas circunstancias, tal vez. Si el convicto así lo eligiera.

Los dorados ojos de Ponter se abrieron como platos.

—¿Dejarías a los culpables eligieran su castigo?

—En circunstancias muy concretas, le daría al criminal la opción de decidir entre varios castigos, sí —respondió Mary, pensando de nuevo en el padre Caldicott cuando le dio a elegir entre las penitencias en su última confesión.

—Pero sin duda en algunos casos, sólo un castigo es adecuado. Por ejemplo, en …

Ponter se detuvo bruscamente.

—¿Qué? —dijo Mary.

—No, nada.

Mary frunció el ceño.

—Te refieres a una violación.

Ponter guardó silencio durante un rato, sin dejar de mirar el suelo fangoso mientras caminaba. Al principio, Mary pensó que lo había ofendido al sugerir que había sido insensible al sacar de nuevo aquel incómodo tema, pero sus siguientes palabras, cuando volvió a hablar, la sobresaltaron aún más.

—Lo cierto es que no hablo de la violación en general.

La miró, y luego observó otra vez el suelo, un cenagal de pisadas de botas iluminado por el rayo de la linterna de su casco. —Estoy hablando de tu violación.

Mary sintió el corazón en la garganta.

—¿Qué quieres decir?

—Yo… es nuestra costumbre, entre nuestro pueblo, no tener secretos entre compañeros, y sin embargo…

—¿Sí?

Ponter se dio media vuelta y miró hacia el fondo de la galería, para asegurarse de que estaban solos.

—Hay algo que no te he dicho… algo que no le he dicho a nadie excepto…

—¿Excepto a quién? ¿A Adikor? Pero Ponter negó con la cabeza.

—No. No, él no lo sabe tampoco. La única persona que lo sabe es un varón de mi especie, un hombre llamado Jurard Selgan.

Mary frunció el ceño.

—No recuerdo que hayas mencionado ese nombre hasta ahora.

—No lo he hecho —dijo Ponter—. Es… es un escultor de personalidad.

¿Un qué?

—Un…trabaja con aquellos que desean modificar su… su estado mental.

—¿Quieres decir un psiquiatra?

Ponter ladeó la cabeza para escuchar a Hak hablarle a través del implante en su oído. El Acompañante seguramente estaba dándole la raíz etimológica del término que Mary había usado: irónicamente, la psique era lo más parecido al alma para los neanderthales. Por fin, Ponter asintió.

—Un especialista comparable, sí. Mary se envaró.

—¿Has estado viendo a un psiquiatra? ¿Por mi violación? Maldición, Mary había creído que él lo había comprendido. Sí, los varones Homo sapiens solían mirar a sus esposas de manera diferente después de que éstas hubieran sido violadas, preguntándose si de algún modo habría sido culpa de la mujer, si ella de algún modo lo habría querido secretamente …

Pero Ponter …

¡Se suponía que Ponter lo entendía!

Continuaron caminando en silencio un rato, las luces de sus cascos iluminando la galería.

Ahora que lo pensaba, Ponter había parecido desesperado por conocer los detalles de la violación de Mary. En la comisaría de policía, había agarrado la bolsa que contenía pruebas de la violación de Qaiser Retmulla, la había abierto y olido su contenido e identificado a uno de los colegas de Mary, Cornelius Ruskin, como el autor del delito.

Mary miró a Ponter, una forma oscura y fornida contra la pared de roca.

—No fue culpa mía —dijo.

—¿Qué? No, lo sé.

—No lo quise. No lo pedí.

—Sí, sí, eso lo comprendo.

—Entonces ¿por qué estás viendo a ese … ese escultor de personalidad?

—Ya no lo estoy viendo. Es sólo que…

Ponter se detuvo y Mary lo miró. Con la cabeza ladeada, escuchaba a Hak. Al cabo de un instante asintió levísimamente, una señal para el Acompañante, no para ella.

—¿Es qué? —dijo Mary.

—Nada. Lamento haber mencionado el tema.

«Y yo también», pensó Mary mientras continuaban avanzando en la oscuridad.

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