29

Y aunque nuestros primos neanderthales serán bienvenidos si deciden acompañamos a esta grandiosa aventura marciana, es algo que parece que pocos desearán…


Cornelius Ruskin llamó a]a puerta del despacho.

—Pase —dijo la familiar voz femenina con su ligero acento paquistaní.

Cornelius inspiró profundamente y abrió la puerta.

—Hola, Qaiser-dijo, entrando en el despacho.

El escritorio de metal de la profesora Qaiser Remtulla formaba ángulo recto con la puerta, a lo largo contra una pared y en el lado izquierdo bajo la ventana.

La profesora iba vestida con una chaqueta verde oscura y pantalones negros.

—¡Cornelius! Nos tenías preocupados. Cornelius no consiguió sonreír, pero sí decir:

—Muy amable.

Pero Qaiser frunció el ceño.

Sin embargo, me gustaría que hubieras llamado para decirme que hoy vendrías. Dave Olsen ya ha venido a impartir tu clase de la tarde.

Cornelius negó levemente con la cabeza.

—No importa. De hecho, de eso quería hablarte.

Qaiser hizo lo que todo académico tiene que hacer cuando se le presenta una visita: se levantó de su silla giratoria y retiró la pila de libros y papeles de la otra silla que había en la habitación. En su caso, era una silla de metal con cojines de vinilo naranja.

—Siéntate —dijo.

Cornelius obedeció, cruzó las piernas y …

Sacudió de nuevo la cabeza, preguntándose si alguna vez se acostumbraría a la sensación. Se había pasado toda la vida siendo sutilmente consciente de la presión de sus testículos dondequiera que se sentara así, pero esa sensación ya no existía.

—¿Qué puedo hacer por ti? —lo instó Qaiser.

Cornelius la miró a la cara: ojos marrones, piel marrón, pelo marrón, un trío de tonos chocolate. Parecía tener unos cuarenta y cinco años, diez más que él. La había visto llorar de angustia, la había visto suplicándole que no le hiciera daño. No lo lamentaba: ella se lo merecía, pero …

Pero …

—Qaiser, me gustaría pedir una excedencia.

—No hay excedencias pagadas para los profesores sustitutos —respondió ella.

Cornelius asintió. —Lo sé. Yo …

Lo había ensayado una y otra vez, pero ahora vaciló, preguntándose si era la manera adecuada de abordar el tema.

—Sabes que he estado enfermo. Mi médico dice que debería tomarme … un descanso prolongado. Ya sabes, tiempo para recuperarme.

Los rasgos de Qaiser mostraron su preocupación.

—¿Es algo serio? ¿Hay algo que pueda hacer para ayudar? Cornelius negó con la cabeza.

—No, me pondré bien, estoy seguro. Pero es que … no me apetece seguir dando clases.

—Bueno, las vacaciones de Navidad empiezan dentro de unas cuantas semanas. Si pudieras aguantar hasta entonces …

—Lo siento, Qaiser. Creo que no debería quedarme.

Qaiser frunció el ceño.

—Sabes que andamos cortos de personal con la marcha de Mary Vaughan.

Cornelius asintió, pero no dijo nada.

—Tengo que preguntarlo —dijo Qaiser—. Esto es un departamento de genética, después de todo. Aquí hay montones de cosas que potencialmente podrían haberte hecho enfermar, y … bueno, tengo que preocuparme por la salud de los estudiantes y el claustro de profesores. ¿Tu problema está relacionado con alguno de los productos químicos o de las muestras que has manejado aquí?

Cornelius volvió a negar con la cabeza.

—No. No, no es nada de eso. —Tomó aire—. Pero no puedo quedarme.

—¿Por qué no?

—Porque …

Unas cuantas semanas antes hubiese sido incapaz de discutir ese tema sin que le diera un síncope, pero ahora …

Se encogió de hombros.

—Porque habéis ganado.

Qaiser frunció el ceño.

—¿Cómo dices?

—Habéis ganado. El sistema … ha ganado. Me habéis derrotado.

—¿Qué sistema?

—¡Oh, venga ya! El sistema de contratación, el sistema de ascensos, el sistema de plazas. No hay sitio para un hombre blanco.

Qaiser al parecer no era capaz de mirarlo a los ojos.

—Ha sido un tema difícil para la universidad —dijo ella—. Para todas las universidades. Pero, ya sabes, a pesar de mi presencia y de la de unas cuantas más, el departamento de genética sigue estando muy por debajo de las indicaciones de la universidad en cuestión de plazas ocupadas por mujeres.

—Se supone que tenéis que ser el cuarenta por ciento —dijo Cornelius.

—Cierto, y no nos acercamos siquiera a esa cifra … todavía no.

—Qaiser se puso a la defensiva—. Pero mira, incluso así, debería ser la mitad, y …

—La mitad —repitió Cornelius; lo dijo con tanta calma que se sorprendió, y al parecer también sorprendió a Qaiser, que inmediatamente dejó de hablar—. ¿Incluso cuando sólo el veinte por ciento de las solicitudes son femeninas?

—Bueno, sí, pero … de todas formas, el objetivo no es la mitad. Es sólo el cuarenta por ciento.

—¿Cuántas plazas o plazas fijas hay en este departamento?

—Quince.

—¿Y cuántas son de mujeres?

—¿Ahora mismo? ¿Contando a Mary?

—Comando a Mary, claro.

—Tres.

Cornelius asintió. Se había desquitado con dos de ellas; la tercera estaba en una silla de ruedas, y Cornelius no había sido capaz de …

—Así que las tres próximas plazas libres tendrán que ir a parar a mujeres, ¿no?

—Bueno, sí. Suponiendo que estén cualificadas.

Cornelius se sorprendió de sí mismo; antes, aquellas tres últimas palabras lo hubiesen sacado de quicio, pero ahora …

—Y si la excedencia de Mary resulta permanente —dijo, con calma—, como probablemente será, tendrás que sustituirla por una mujer también, ¿no?

Qaiser asintió, pero seguía sin mirado a los ojos.

—Así que las cuatro próximas plazas tendrán que ir a parar a mujeres. —Se detuvo (más fácilmente de lo que esperaba ser capaz), antes de añadir—: Preferiblemente negras discapacitadas.

Qaiser volvió a asentir.

—¿Con qué frecuencia se oferta una plaza? —preguntó, como si él mismo no supiera ya la respuesta.

—Depende de cuándo se retira la gente, o de si se traslada o cualquier otra cosa.

Cornelius esperó, sin decir nada.

—Cada par de años o así —respondió Qaiser por fin.

—Más bien cada tres años, de media —dijo Cornelius—. Fíate de mí: he hecho los cálculos. Lo que significa que pasarán doce años antes de que busquéis un varón, e incluso entonces será un minusválido o miembro de una minoría, ¿no es así?

—Bueno …

—¿No es así?

Pero no había necesidad de que Qaiser respondiera; Cornelius había leído tantas veces la parte relevante del convenio colectivo entre la Asociación de la Facultad y el Consejo de Gobierno que podía recitada de memoria, a pesar de la torpe redacción burocrática:

1.En unidades donde menos del 40% de las plazas para profesor/bibliotecario estén ocupadas por mujeres, cuando las cualificaciones de los candidatos sean sustancialmente iguales, el candidato miembro de una minoría racial/visible que sea aborigen o que padezca una discapacidad y sea del sexo femenino será recomendado para el puesto.

2.Cuando no haya ningún candidato recomendado según lo arriba mencionado (1), si las cualificaciones de los candidatos son sustancial mente iguales se recomendará para el puesto a una persona del sexo femenino o que sea varón y miembro de una minoría racial/visible, una persona aborigen o una persona con una discapacidad.

Si no hay ningún candidato recomendado según (1) y (2), entonces se recomendará para el puesto al candidato varón.

—Cornelius, lo siento —dijo Qaiser, por fin.

—Todo el mundo está por delante en la cola de un hombre blanco capacitado.

—Eso es sólo porque …

Qaiser guardó silencio y Cornelius la miró con firmeza.

—¿Sí?

Ella se estremeció un poco.

—Es sólo porque los hombres blancos y capacitados estuvieron en primer lugar demasiado a menudo en el pasado.

Cornelius recordó la última vez que alguien le había dicho eso: un tipo blanco, convencido liberal, en una fiesta la primavera anterior. Él le saltó al cuello y prácticamente le gritó con toda la fuerza de sus pulmones que no había que castigarlo por las acciones de sus antepasados y que …

Se dio cuenta ahora.

Básicamente había quedado en ridículo. Se marchó a toda prisa.

—Tal vez tengas razón —dijo Cornelius—. En cualquier caso, ¿cómo dice la vieja oración?: «Dios, concédeme serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, valor para cambiar las cosas que puedo y sabiduría para conocer la diferencia.» —Tras una pausa añadió—: En este caso, yo distingo la diferencia.

—Lo siento, Cornelius.

—Y por eso debo marcharme.

«Recojo mis pelotas y me vaya casa», pensó … pero, claro, eso ya no lo podía hacer.

—La mayoría de las universidades tienen programas similares de discriminación positiva, ya lo sabes. ¿Adónde vas a ir?

—A la industria privada, tal vez… Me encanta la enseñanza, pero … Qaiser asintió.

—La biotecnología está en boga ahora mismo. Hay montones de ofertas de trabajo y …

—Y como la biotecnología es principalmente una industria en pañales, no hay ningún desequilibrio histórico que corregir —dijo Cornelius, en tono mesurado.

—¿Sabes lo que deberías hacer? ¡Ir al Grupo Sinergía!

—¿Qué es eso?

—La cantera de pensamiento del Gobierno estadounidense, dedicada a los estudios neanderthales. Es el grupo que contrató a Mary Vaughan.

Cornelius estuvo a punto de descartar la idea (trabajar con Mary sería tan difícil como trabajar con Qaiser), pero Qaiser continuó:

—He oído decir que le ofrecieron a Mary ciento cincuenta mil dólares estadounidenses.

Cornelius se quedó boquiabierto. Eso era … Cristo, eso era casi un cuarto de millón de dólares canadienses al año. ¡Era en efecto el dinero que tendría que ganar un tipo como él, doctorado en Oxford!

Sin embargo …

—No quiero quitarle el trabajo a Mary —dijo.

—Oh, nada de eso. Lo cierto es que he oído decir que ha dejado Sinergía. Daria Klein recibió un e-mail suyo hace unos días. Al parecer se ha vuelto nativa … se ha mudado permanentemente al mundo neandertal.

—¿Permanentemente? Qaiser asintió.

—Eso he oído.

Cornelius frunció el ceño.

—Supongo que entonces no importaría que cursara una solicitud …

—¡Por supuesto! —dijo Qaiser, al parecer ansiosa por hacer algo por él—. Mira, déjame escribirte una carta de recomendación. Apuesto a que necesitarán otro experto en ADN para sustituir a Mary. Te graduaste en el Centro de Biomoléculas de Oxford, ¿no?

Cornelius lo consideró. Había hecho lo que había hecho en primer lugar frustrado por el estancamiento de su carrera. Sería un buen detalle que eso al final lo condujera a conseguir el trabajo que se merecía.

—Gracias, Qaiser —dijo, sonriéndole—. Muchísimas gracias.

Загрузка...