6 Ominosas profecías

La puerta de la granja recibía las furiosas sacudidas de los golpes descargados desde afuera; el macizo cerrojo que la contenía saltaba sobre el metal. Al otro lado de la ventana próxima a la entrada pasó la silueta hocicuda de un trolloc. Había ventanas por doquier, y más formas borrosas en el exterior. Demasiado perceptibles, sin embargo. Rand aún podía distinguirlas.

«Las ventanas —pensó desesperadamente. Se apartó de la entrada, aferrando la espada con ambas manos— Aun cuando la puerta resista, pueden romper los cristales. ¿Por qué no están intentándolo ya?»

Con un ensordecedor chirrido, uno de los soportes se separó parcialmente del marco de la puerta y quedó colgado de unos clavos que se habían alejado un dedo de la madera. La barra se estremeció con un nuevo golpe y los clavos volvieron a ceder.

—¡Debemos contenerlos! —gritó Rand. «El problema es que no podemos. No podemos detenerlos». Miró en torno a sí, en busca de una escapatoria, pero sólo había una puerta. La habitación era una encerrona. Sólo una puerta y tantas ventanas…— Debemos hacer algo. ¡Algo!

—Es demasiado tarde —replicó Mat— ¿No lo comprendes? —Su sonrisa contrastaba extrañamente con la mortal palidez de su cara y el puño de la daga sobresalía de su pecho, despidiendo furiosos destellos de luz con el rubí engastado en ella. La gema poseía más vida que su rostro— Es demasiado tarde para que podamos cambiar las cosas.

—Me he librado finalmente de ellos —anunció riendo Perrin. La sangre le corría por la cara, cual surcos de lágrimas que manaran de sus cuencas vacías. Tendía hacia Rand unas manos rojas, tratando de llamar su atención sobre lo que retenían— Ahora soy libre. Se ha acabado.

—¡Nunca se termina, al’Thor! —gritó Padan Fain, brincando en el suelo—. La batalla no concluye jamás.

La puerta cedió, astillada, y Rand se alejó, acurrucado, de la lluvia de agujas de madera. Dos Aes Sedai vestidas de rojo entraron, dedicando una reverencia a su amo, a quien cedían el paso. Una máscara del color de la sangre coagulada cubría el semblante de Ba’alzemon, pero Rand veía las llamas de sus ojos a través de los orificios visuales; escuchaba el fragor de las llamas que rugían en el interior de la boca de Ba’alzemon.

—Todavía no ha concluido nuestra contienda, al’Thor —advirtió Ba’alzemon. Luego él y Fain hablaron al unísono —La batalla nunca termina para ti.

Con un jadeo estrangulado, Rand se sentó en el suelo, clavando las uñas en él para regresar a la vigilia. Le pareció que aún oía la voz de Fain, tan clara como si el buhonero se hallara a su lado. «Nunca termina. La batalla no acaba jamás».

Con los ojos desorbitados, miró a su alrededor para convencerse de que aún estaba escondido en el sitio donde lo había dejado Egwene, acostado en un jergón en un rincón de su habitación. La tenue luz de una lámpara bañaba la estancia y le sorprendió ver a Nynaeve, haciendo punto en un balancín al otro lado de la única cama, cuyas mantas todavía permanecían en su lugar. Afuera era de noche.

Esbelta y de ojos oscuros, Nynaeve llevaba el pelo recogido en una gruesa trenza que pendía sobre uno de sus hombros hasta casi llegarle a la cintura. Ella no había renunciado a sus orígenes. Su semblante era apacible y no parecía consciente más que de su labor mientras se mecía suavemente. El entrechocar de las agujas era el único sonido perceptible. Las alfombras silenciaban la mecedora.

Algunas noches había echado de menos disponer de alfombras sobre el frío piso de piedra de su habitación, pero en las habitaciones de los hombres de Shienar los dormitorios eran siempre austeros. Los muros de ésta estaban cubiertos con dos tapices que representaba parajes montañosos con cascadas y junto a las aspilleras había cortinas bordadas. En la mesa situada junto al lecho había un jarrón con flores. En un rincón se alzaba un gran espejo y sobre el lebrillo y la jofaina decorados con rayas azules pendía otro. Sólo estaba encendida una de las cinco lámparas dispuestas en la estancia, que era casi tan amplia como la que él compartía con Mat y Perrin. Egwene disfrutaba de ella exclusivamente.

—Si duermes por la tarde, no esperarás poder hacerlo por la noche —le advirtió Nynaeve, sin levantar la vista.

Rand frunció el entrecejo, a pesar de que ella no podía verlo. O eso creía, al menos. Tenía tan sólo unos años más que él, pero el cargo de Zahorí le agregaba diez lustros de autoridad.

—Necesitaba esconderme en algún sitio y estaba cansado —explicó, tras lo cual se apresuró a añadir —No he venido porque sí. Egwene me ha invitado a entrar en los aposentos de las mujeres.

Nynaeve dejó reposar las agujas y le dedicó una sonrisa. Era una mujer hermosa. Aquél era un detalle en el que nunca habría reparado en el pueblo; allí nadie pensaba en una Zahorí en esos términos.

—Que la Luz me asista, Rand, estás volviéndote más shienariano con cada día que pasa. Que te ha invitado a entrar en los aposentos de las mujeres, vaya. —Exhaló un bufido—. En cualquier momento vas a comenzar a hablar de tu honor y solicitar que la paz propicie el uso de tu espada. —Rand se ruborizó, abrigando la esperanza de que ella no lo advirtiera con la penumbra. Nynaeve, en cambio, dirigió la vista a la espada, cuya empuñadura asomaba del enorme hatillo que reposaba en el suelo junto a él. Sabía que ella no aprobaba el uso de la espada, en nadie, pero, por aquella vez, no realizó ningún comentario.— Egwene me ha dicho por qué necesitabas ocultarte. No te preocupes: te esconderemos de la Amyrlin o de cualquier otra Aes Sedai, si eso es lo que deseas.

Cruzó una mirada con él y desvió rápidamente los ojos, si bien no antes de que él percibiera su incomodidad, sus dudas. «Es verdad, puedo encauzar el Poder. ¡Soy un hombre que esgrime el Poder Único! Deberías ayudar a las Aes Sedai a darme caza y amansarme».

Con el entrecejo fruncido, se acomodó el jubón de cuero que Egwene le había proporcionado y se movió para apoyar la espalda en la pared.

—Tan pronto como me sea posible, me ocultaré en un carro o me escaparé a escondidas. No deberéis ocultarme durante mucho tiempo. —Nynaeve no dijo nada; se concentró en su labor y emitió un quedo gruñido al errar una puntada—. ¿Dónde está Egwene?

Dejó caer los hilos sobre su regazo.

—No sé por qué intento hacerlo esta noche. Por algún motivo, soy incapaz de seguir los hilos. Ha bajado a ver a Padan Fain. Piensa que el hecho de ver caras conocidas puede ayudarlo.

—La mía no surtió precisamente ese efecto. Debería mantenerse alejada de él. Es peligroso.

—Quiere ayudarlo —replicó con calma Nynaeve—. Recuerda que estaba practicando para convertirse en mi ayudante, y ser una Zahorí no consiste sólo en predecir el tiempo. La curación también forma parte de ello. Egwene siente el deseo de curar, la necesidad de hacerlo. Y, si Padan Fain es tan peligroso, Moraine habría dicho algo.

Rand lanzó una carcajada.

—No se lo habéis consultado. Egwene lo ha reconocido y, además, no te imagino pidiéndole permiso a nadie. —Nynaeve enarcó una ceja y Rand abandonó su aire risueño. No obstante, no le presentó excusas. Se hallaban a mucha distancia del hogar y no veía cómo ella podía continuar siendo la Zahorí de Dos Ríos cuando iba a marcharse a Tar Valon—. ¿Han comenzado a buscarme ya? Egwene no está segura de si van a hacerlo, pero Lan dice que la Sede Amyrlin está aquí por mí y me parece que su opinión es de más peso que la de Egwene.

Por un momento Nynaeve guardó silencio, manoseando los ovillos de hilo.

—No estoy segura —contestó al fin— Una de las doncellas ha venido hace un rato. Para abrir la cama, ha dicho. Como si Egwene fuera a acostarse ya, habiendo esta noche la fiesta en honor a la Amyrlin. La he enviado por donde había venido; no te ha visto.

—En los dormitorios de los hombres nadie prepara las camas. —Nynaeve le asestó una dura mirada, que lo habría hecho tartamudear un año antes, pero aun así agregó—: No utilizarían a las criadas para buscarme, Nynaeve.

—Cuando he ido a tomar una taza de leche a la despensa, había muchas mujeres en los pasillos. Las que van a asistir a la fiesta deberían haber estado arreglándose y las demás deberían estar ayudándolas a vestirse o preparándose para servir la cena o para… —Arrugó el entrecejo con preocupación— Hay trabajo de sobra para todo el mundo estando la Amyrlin aquí. Y no sólo vagaban por los aposentos de las mujeres. He visto a lady Amalisa en persona saliendo de un almacén cercano a la despensa con la cara cubierta de polvo.

—Eso es ridículo. ¿Por qué habría de formar parte ella de una partida de búsqueda? O cualquiera de las otras mujeres, a decir verdad. Utilizarían a los soldados de lord Agelmar y a los Guardianes. Y a las Aes Sedai. Deben de estar haciendo algo para la fiesta. Que me aspen si conozco los requisitos de una celebración shienariana.

—Eres un necio, a veces, Rand. Los hombres que he visto desconocían lo que estaban haciendo las mujeres. He oído cómo algunos se quejaban de que debían realizar todo el trabajo ellos. Ya sé que no tiene sentido que ellas estuvieran buscándote. Ninguna de las Aes Sedai parecía reparar en ellas. Pero Amalisa no estaba preparándose para la fiesta ensuciándose el vestido. Estaba buscando algo, algo importante. Aun cuando comenzara justo después de cuando yo la he visto, apenas tiene tiempo para bañarse y cambiarse. Por cierto que, si Egwene no vuelve pronto, tendrá que elegir entre cambiarse o llegar tarde.

Por primera vez, advirtió que Nynaeve no llevaba las prendas de lana de Dos Ríos con las que estaba acostumbrado a verla. Su vestido era de seda azul claro, bordado con flores blancas alrededor del cuello y en las mangas. Cada florecilla tenía una pequeña perla en el centro y el cinturón estaba adornado con seda y una hebilla plateada con perlas engastadas. Nunca la había visto ataviada de aquel modo. Ni siquiera los ropajes de los días festivos que usaba en el pueblo podían compararse a aquel atuendo.

—¿Vas a ir a la fiesta?

—Desde luego. Aun cuando Moraine no hubiera dicho que debo ir, no habría permitido que pensara que yo… —Sus ojos relumbraron airadamente por un instante, dándole a entender a qué se refería. Nynaeve jamás permitiría que nadie creyera que tenía miedo, aun cuando lo tuviera. En todo caso, no Moraine, y menos aún Lan. Confió en que ella no supiera que él conocía los sentimientos que le inspiraba el Guardián.

Tras un momento su mirada se suavizó al posarse en la manga de su vestido.

—Lady Amalisa me lo ha regalado —anunció tan quedamente que él se preguntó si no estaría hablando para sí. Acarició la seda con los dedos, haciendo resaltar las flores bordadas, sonriendo, sumida en sus pensamientos.

—Te queda precioso, Nynaeve. Estás muy guapa esta noche.

Pestañeó no bien hubo alabado su aspecto. Todas las Zahoríes eran muy susceptibles respecto a su autoridad, pero Nynaeve lo era aún más. El Círculo de Mujeres siempre la había considerado con cierto desprecio debido a su juventud, y tal vez a su belleza, y sus peleas con el alcalde y el Consejo del Pueblo habían sido la comidilla del lugar.

Nynaeve apartó la mano de los bordados y lo miró con furia, inclinando las cejas. Él se apresuró a hablar, para tomarle la delantera.

—No pueden mantener las puertas cerradas indefinidamente. Cuando las abran, me iré, y las Aes Sedai no me encontrarán nunca. Perrin dice que hay sitios en las Colinas Negras y los pastos de Caralain donde uno puede caminar durante días sin ver un alma. Tal vez… tal vez pueda encontrar la manera de controlar… —Se encogió de hombros con embarazo. No era preciso decirlo, no a ella—. Y, si no puedo, no habrá nadie a quien cause daño.

Nynaeve permaneció en silencio unos instantes, antes de responder lentamente.

—No estoy segura, Rand. Para mí no eres distinto de cualquier chico de pueblo, pero Moraine insiste en afirmar que eres ta’veren y no creo que piense que la Rueda ha terminado ya de determinar su influencia en ti. Por lo visto, el Oscuro…

—Shai’tan está muerto —replicó con voz ronca. De pronto la habitación pareció tambalearse. Se agarró la cabeza cuando su cuerpo se vio sacudido por una oleada de vértigo.

—¡Insensato! ¡Eres un idiota rematado! ¡Nombrar al Oscuro, atraer su atención sobre ti! ¿No tienes ya suficientes problemas?

—Está muerto —murmuró Rand, frotándose la cabeza. Tragó saliva. El vértigo estaba disipándose— De acuerdo, de acuerdo. Ba’alzemon, si lo prefieres. Pero está muerto; vi cómo moría, consumido por las llamas.

—¿Y no estaba mirándote yo cuando el ojo del Oscuro ha caído sobre ti ahora mismo? No me digas que no has notado nada o te arrancaré las orejas; he visto la cara que has puesto.

—Está muerto —insistió Rand. El observador invisible se cruzó en su mente, y el viento que lo había empujado en lo alto de la torre. Se estremeció— Suceden cosas extrañas a tan corta distancia de la Llaga…

—Eres un insensato, Rand al’Thor. —Blandió un puño hacia él— Te aplastaría las orejas si supiera que ello iba a aportarte un poco de juicio…

Sus restantes palabras fueron engullidas por el estrepitoso tañido de campanas que resonó en la fortaleza.

Rand se levantó de un salto.

—¡Es una alarma! Me están buscando… —«Nombra al Oscuro y su malignidad caerá sobre ti».

Nynaeve se incorporó con mayor lentitud, sacudiendo inquietamente la cabeza.

—No, no lo creo. Si estuvieran buscándote a ti, no harían sonar las campanas para ponerte sobre aviso. No, si es una alarma, no guarda relación contigo.

—¿De qué se trata entonces? —Se precipitó hacia la aspillera más próxima y se asomó a ella.

Las luces recorrían la fortaleza envuelta por la noche con igual profusión y celeridad que las moscas a pleno día. Algunas antorchas se dirigían a las murallas y torres, pero la mayoría de las que alcanzaba a ver se concentraban en el jardín de abajo y en el patio que apenas lograba vislumbrar. Lo que había causado la alerta se encontraba en el interior de la ciudadela. Las campanas recobraron el mutismo, dejando oír los gritos de los hombres, pero no comprendía su contenido.

«Si no me buscan a mí…»

—Egwene —dijo de improviso.

«Si él todavía está vivo, si existe el maligno, se supone que ha de atacarme a mí».

Nynaeve se volvió desde la aspillera a la que se había encaminado para mirar.

—¿Cómo?

—Egwene. —Atravesó la habitación con rápidas zancadas y sacó la espada y la funda del hatillo. «Luz, se supone que ha de dañarme a mí y no a ella»—. Está en las mazmorras con Fain. ¿Qué pasaría si se hallara libre por algún motivo?

Nynaeve lo detuvo junto a la puerta, agarrándolo del brazo. No le llegaba ni al hombro, pero lo contenía férreamente.

—No te comportes como una cabra loca otra vez, Rand al’Thor ¡Aunque esto no tenga que ver contigo, las mujeres sí están buscando algo! Luz, chico, éstos son los aposentos de las mujeres. Habrá Aes Sedai en los corredores, sin duda. Egwene estará bien. Iba a ir con Mat y Perrin. Aun cuando topara con imprevistos, ellos cuidarían de ella.

—¿Y si no los ha encontrado, Nynaeve? Egwene no se habría arredrado por ello. Habría ido sola, igual que lo hubieras hecho tú, y lo sabes muy bien. ¡Luz, le he dicho que Fain era peligroso! ¡Diantre, se lo he dicho! —Se zafó de su mano y se abalanzó afuera. «¡Que la Luz me consuma, se supone que ha de herirme a mí!»

Una mujer exhaló un grito al verlo, con una tosca camisa y un jubón de obrero y una espada en la mano. Aun invitados, los hombres no entraban armados en las habitaciones de las mujeres a menos que la fortaleza estuviera sometida a ataque. El corredor estaba repleto de mujeres, doncellas vestidas de negro y dorado, damas ataviadas con sedas y lazos, mujeres con chales bordados con largos flecos, todas hablando simultáneamente, queriendo saber qué sucedía. Niños llorosos se agarraban a las faldas por doquier. Se zambulló entre ellas, esquivándolas cuando le era posible, murmurando disculpas para quienes zarandeaba al pasar, tratando de evitar sus miradas cargadas de estupor.

Una de las mujeres cubiertas con un chal regresó a su habitación y Rand vio en el centro de su espalda una resplandeciente lágrima blanca. De súbito, reconoció caras que había visto en el patio exterior. Aes Sedai, que lo miraban alarmadas.

—¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?

—¿Han atacado la fortaleza? ¡Respóndeme!

—No es un soldado. ¿Quién es? ¿Qué está ocurriendo?

—¡Es el joven lord sureño!

—¡Que alguien lo detenga!

El temor le hizo esbozar una mueca, pero continuó avanzando, tratando de aligerar el paso.

Entonces una mujer salió al pasillo, frente a él, y él se paró contra su voluntad. Recordaba aquel rostro más que ninguno; estaba convencido de que no lo olvidaría durante el resto de sus días: la Sede Amyrlin. Ésta abrió desmesuradamente los ojos al verlo y luego retrocedió. Otra Aes Sedai, la mujer de elevada estatura que había visto con el bastón, se interpuso entre él y la Amyrlin, gritándole algo que no logró comprender en medio del creciente alboroto.

«Lo sabe. Válgame la Luz, lo sabe. Moraine se lo ha dicho». Siguió corriendo. «Luz, permíteme únicamente comprobar que Egwene está a salvo antes de que me…» Oyó gritos tras él, pero no les prestó oídos.

Al salir del ala que ocupaban las mujeres el barullo continuaba rodeándolo. Los hombres corrían por los patios con las espadas desenfundadas, sin prestarle atención. Por encima del repicar de las campanas, ahora acertaba a distinguir otros ruidos: gritos, alaridos, el entrechocar del metal… Apenas le dio tiempo a reconocer el sonido de la batalla —¿un combate?, ¿en el interior de Fal Dara?— antes de que tres trollocs se precipitaran hacia él y lo arrinconaran.

Unos hocicos poblados de pelo desfiguraban unos rostros humanos y uno de ellos tenía cuernos de macho cabrío. Todos gruñían, blandiendo espadas semejantes a guadañas mientras avanzaban velozmente hacia él.

El pasadizo que un momento antes estaba abarrotado de hombres se hallaba solitario ahora. Sólo estaban allí él y los trollocs. Tomado por sorpresa, desenvainó con torpeza la espada y trató de defenderse con El colibrí besa la madreselva. Atónito por topar con trollocs en el corazón de la ciudadela de Fal Dara, realizó tan desmañadamente el floreo que Lan se hubiera marchado para no verlo. Un trolloc con hocico de oso lo esquivó con facilidad, haciendo perder sólo momentáneamente el equilibrio a los otros dos.

De pronto una docena de shienarianos, con elegantes atuendos de fiesta, pero con las espadas prestas, se precipitaron sobre los trollocs. El trolloc de hocico de oso lanzó un gruñido y cayó muerto, mientras sus compañeros se daban a la fuga, perseguidos por hombres que gritaban esgrimiendo armas de acero. El aire estaba henchido de gritos por doquier.

«¡Egwene!»

Rand se adentró en las profundidades de la fortaleza, corriendo por pasadizos despojados de vida, aun cuando de trecho en trecho yaciera un trolloc muerto en el suelo. O un hombre asesinado.

Luego llegó a una encrucijada de corredores y a su izquierda halló el resultado de una escaramuza. Seis guerreros con coleta se desangraban, yertos, en el suelo y un séptimo se enfrentaba al Myrddraal. Éste aplicó un giro suplementario a la espada al arrancar la hoja del vientre del hombre y éste, con un alarido, soltó la espada y se desplomó. El Fado se movía con una gracia viperina y su imagen de serpiente se veía realzada por la armadura de negras escamas imbricadas que le cubría el pecho. Al volverse, su pálido rostro carente de ojos examinó a Rand. Comenzó a caminar hacia él, sonriendo con labios exangües, sin apresurarse. No le era preciso darse prisa para enfrentarse con un solo hombre.

Rand sintió los pies clavados en el suelo y la lengua pegada al paladar. «La mirada del Ser de Cuencas Vacías es el terror», decían en las Tierras Fronterizas. Le temblaban las manos al levantar la espada. Ni siquiera se acordó de invocar el vacío. «Luz, acaba de dar muerte a siete soldados armados a la vez. Luz, qué voy a hacer. ¡Luz!»

De improviso el Myrddraal se detuvo, con la sonrisa desvanecida como por ensalmo.

—Éste es mío, Rand. —Rand dio un respingo cuando Ingtar se acercó a él, sombrío y fornido aun en su atuendo festivo, empuñando la espada con ambas manos. Los oscuros ojos de Ingtar no se apartaron ni un instante del rostro del Fado; si el shienariano sentía miedo ante la mirada del Myrddraal, no dio muestras de ello—. Practica con un trolloc o dos —le aconsejó quedamente— antes de habértelas con uno de estos seres.

—Bajaba para ver si Egwene está bien. Iba a ir a las mazmorras a visitar a Fain y…

—Entonces ve a verla.

—Pelearemos juntos, Ingtar —propuso, tragando saliva, Rand.

—No estás preparado para esto. Ve a ver a la chica. ¡Vete! ¿Quieres que los trollocs la encuentren sola?

Rand permaneció indeciso un momento. El Fado había alzado la espada, dispuesto a atacar a Ingtar. Un silencioso gruñido dobló la boca de Ingtar, pero Rand sabía que no era producto del temor. Y Egwene quizá se hallaba sola en la mazmorra con Fain, o con algo peor. Sin embargo, se sentía avergonzado mientras descendía las escaleras que conducían al subterráneo. Sabía que la mirada de un Fado era capaz de atemorizar a cualquier hombre, pero Ingtar se había sobrepuesto al miedo. Él todavía sentía un nudo en el estómago.

Los pasadizos subterráneos estaban silenciosos y débilmente iluminados por parpadeantes lámparas, espaciosamente dispuestas en los muros. Aminoró el paso al aproximarse a las mazmorras, deslizándose con tanto sigilo como le era posible. Aun así, el roce de sus botas en la piedra desnuda parecía resonar en sus oídos. La puerta de la cárcel permanecía abierta un palmo. Contemplándola, trató en vano de tragar saliva. Abrió la boca para gritar y volvió a cerrarla de inmediato. Si Egwene estaba allí, en peligro, sólo conseguiría poner sobre aviso a sus agresores. Inspirando profundamente, cobró arrestos.

Abrió la puerta de par en par con la funda que llevaba en la mano izquierda y se precipitó en la mazmorra; trastabilló con la paja que cubría el suelo y, recobrando el equilibrio, giró sobre sí, demasiado deprisa para obtener una imagen precisa de la habitación, alerta ante un posible ataque, buscando con desesperación a Egwene. No había nadie allí.

Cuando sus ojos se posaron en la mesa, se detuvo en seco, con la respiración e incluso el pensamiento paralizados. A ambos lados del candil, todavía encendido, se encontraban las cabezas de los guardias, apoyadas sobre sendos charcos de sangre. Sus ojos lo miraban fijamente, desorbitados de terror, y sus bocas estaban desencajadas para exhalar un último grito que nadie podía oír. Rand sintió náuseas y se dobló sobre sí para vomitar sobre la paja. Al fin logró incorporarse, con la garganta atenazada.

Paulatinamente fue cobrando conciencia del resto de la habitación, apenas entrevista durante su apresurada inspección para detectar posibles atacantes. En el suelo estaban esparcidos sanguinolentos pedazos de carne. No había nada que pudiera reconocer como humano salvo las cabezas. Algunos de los trozos parecían masticados. «De modo que eso es en lo que han ido a parar las otras partes de sus cuerpos». Le sorprendió la calma de sus reflexiones, similares a las ocasiones en que había conseguido protegerse con el vacío, y comprendió que era por la conmoción.

No reconoció ninguna de las cabezas; la guardia había sido relevada desde que él había estado allí antes. Le alegró que ello fuera así, pues el hecho de saber quiénes eran, aunque se tratara de Changu, lo habría horrorizado aún más. Las paredes también estaban bañadas de sangre, pero ésta componía letras, palabras sueltas y frases enteras trazadas en todas direcciones. Algunas eran duras y angulares, en una lengua que le era desconocida, pero identificó en ellas la escritura de los trollocs. Otras le resultaron inteligibles, a pesar suyo: blasfemias y obscenidades capaces de hacer palidecer la tez de un mozo de cuadra o de un guarda de mercader.

—Egwene. —La calma se desvaneció. Tras prender la vaina en su cinturón, agarró la lámpara de la mesa, sin advertir casi cómo se desmoronaron las dos cabezas—. ¡Egwene! ¿Dónde estás?

Se encaminó a la puerta interior, dio dos pasos y se detuvo, observando. Las palabras escritas en la madera, oscuras y resplandecientes a la luz del candil, eran suficientemente explícitas:

«VOLVEREMOS A ENCONTRARNOS EN LA PUNTA DE TOMAN. LA LUCHA NUNCA CONCLUYE, AL’THOR».

Su espada cayó de una mano súbitamente entumecida. Sin apartar los ojos de la puerta, se agachó para recogerla, pero, en su lugar, tomó un puñado de paja y comenzó a frotar con furia las palabras escritas en la madera. Jadeante, las restregó hasta que no fueron más que una sangrienta mancha, pero no podía parar.

—¿Qué estás haciendo?

Al oír la dura voz, se volvió, encorvándose para recuperar la espada.

En el umbral exterior había una mujer de pie, con la espalda erguida. Sus cabellos eran como el oro pálido y estaban recogidos en una docena de trenzas, pero sus ojos eran oscuros y despedían un halo que contrastaba con su rostro. No parecía mucho mayor que él y no carecía de belleza, pero no le agradaba la tensa línea de sus labios. Entonces vio el chal que la envolvía, con sus largos flecos rojos.

«Aes Sedai. Y, que la Luz me asista, del Ajah Rojo».

—Estaba… Sólo estaba… Es asqueroso. Vil

—Todo debe conservarse exactamente como está para que podamos examinarlo. No toques nada. —Dio un paso adelante, observándolo, y luego retrocedió uno—. Sí. Sí, tal como suponía. Uno de los acompañantes de Moraine. ¿Qué tienes tú que ver con esto? —Su gesto abarcó las cabezas de la mesa y los sanguinolentos garabatos de las paredes.

Por espacio de un minuto la miró boquiabierto.

—¿Yo? ¡Nada! He bajado para buscar… ¡Egwene!

Se volvió para abrir la puerta interior y la Aes Sedai le gritó:

—¡No! ¡Debes responder a mis preguntas!

De improviso, únicamente fue capaz de permanecer donde se hallaba y continuar asiendo la lámpara y la espada. Un gélido frío lo atenazaba por todos lados. Notaba como si tuviera la cabeza aprisionada en un torno, y apenas podía respirar a causa de la presión que sentía en el pecho.

—Contéstame, muchacho. Dime tu nombre.

Exhaló un gruñido involuntario, tratando de compensar el frío que parecía hundirle la cara en el cráneo, constriñéndole el pecho como unas tenazas de hielo. Apretó las mandíbulas para continuar emitiendo el sonido. Giró los ojos doloridos para mirarla entre lágrimas. «¡La Luz te consuma, Aes Sedai! ¡No voy a decir una palabra, así te lleve la Sombra!»

—¡Contéstame, muchacho! ¡Ahora mismo!

Unos gélidos alfileres le horadaron el cerebro, le pincharon los huesos. El vacío se formó en su interior antes de que él hubiera siquiera pensado en él, pero éste no podía protegerlo del dolor. Captó vagamente una luz y una calidez en la lejanía. Vacilaba sin cesar, pero desprendía calor y él tenía frío. Se hallaba a una distancia imprecisa, pero al alcance de su mano. «Luz, tanto frío. Tengo que llegar… ¿Cómo? Está matándome. Tengo que alcanzarla o me va a dar muerte». Desesperado trató de establecer contacto con ella.

—¿Qué ocurre aquí?

Bruscamente, el frío, la presión y las punzadas desaparecieron. Le temblaban las rodillas, pero las obligó a permanecer rectas. No estaba dispuesto a caer ante sus rodillas; no iba a darle esa satisfacción. El vacío también se había esfumado, tan de improviso como había venido. «Estaba intentado matarme». Alzó la cabeza, sin resuello. Moraine estaba de pie en la puerta.

—He preguntado qué ocurría aquí, Liandrin —insistió.

—He encontrado a este muchacho aquí —repuso con calma la Aes Sedai Roja— Los guardias han sido asesinados, y aquí está él, uno de los tuyos. ¿Y qué haces tú aquí, Moraine? La batalla se encuentra arriba, no aquí.

—Podría hacerte la misma pregunta a ti, Liandrin. —Moraine miró en torno a sí, frunciendo levemente los labios ante el espectáculo de aquella carnicería. ¿Por qué estás tú aquí?

Rand les dio la espalda y descorrió con torpeza los cerrojos de la puerta.

—Egwene bajó aquí —anunció a quien le interesara saberlo y entró, con el candil en alto. Sus rodillas seguían queriendo ceder e ignoraba cómo se mantenía en pie; sólo tenía conciencia de que tenía que hallar a Egwene— ¡Egwene!

A su derecha sonó un alarido sofocado y un chasquido. Cuando encaró la lámpara, el prisionero vestido con una elegante chaqueta estaba oscilando junto a los barrotes de su celda, en uno de los cuales estaba anudado su cinturón, cuyo cabo le rodeaba la cabeza. Mientras lo miraba Rand, dio una última sacudida, rozando el suelo cubierto de paja, y luego quedó rígido, con la lengua colgando y los ojos desencajados en un rostro ennegrecido. Las rodillas casi le tocaban el suelo; habría podido incorporarse en cualquier momento de haberlo deseado.

Estremecido, Rand dirigió la vista a la otra celda. El fornido hombre con los nudillos heridos estaba agazapado en un rincón, con los ojos desorbitados. Al advertir a Rand, emitió un grito y se volvió, arañando frenéticamente la pared de piedra.

—No voy a hacerte daño —trató de apaciguarlo Rand.

El hombre continuó gritando y escarbando con manos ensangrentadas, donde se habían abierto oscuras heridas. Aquél no era el primer intento que realizaba para excavar la piedra con la única ayuda de sus manos.

Rand se volvió, contento de haber vaciado ya su estómago. Pero no podía hacer nada por ninguno de ellos.

—¡Egwene!

La luz de su lámpara enfocó al fin el fondo de las mazmorras. La puerta de la celda de Fain estaba abierta y no había nadie adentro, pero fueron los dos bultos tendidos en la piedra de delante los que hicieron que Rand diera un salto y se arrodillara entre ellos.

Egwene y Mat yacían inconscientes… o muertos. Sintió una oleada de alivio al ver que sus pechos subían y rebajaban.

—¡Egwene! ¡Mat! —Dejó la espada y movió suavemente a Egwene—. ¡Egwene! —La muchacha no abría los ojos— ¡Moraine! ¡Egwene está herida! ¡Y Mat! —La respiración de Mat parecía trabajosa y su rostro estaba mortalmente pálido. Rand casi prorrumpió en llanto. «Se suponía que debía herirme a mí. Yo he nombrado al Oscuro. ¡Yo!»

—No los muevas. —La voz de Moraine no expresaba enojo, ni siquiera sorpresa.

Al entrar las dos Aes Sedai, el recinto se inundó súbitamente de luz. Cada una de ellas mantenía a flote, sobre la mano, una resplandeciente bola de luz.

Liandrin caminaba resuelta por el centro del amplio pasadizo, manteniendo en alto su falda con la mano libre para no rozar la paja, pero Moraine se detuvo para mirar a los dos prisioneros antes de seguir.

—Uno de ellos ya no tiene remedio —observó— y el otro puede esperar.

Liandrin llegó primero al lado de Rand y se inclinó hacia Egwene, pero Moraine se le adelantó como una centella y posó su mano sobre la frente de la muchacha. Liandrin se enderezó con una mueca de disgusto.

—No es grave —diagnosticó Moraine tras un momento— La han golpeado aquí. —Trazó un área en la cabeza de Egwene, cubierta por el cabello, en la cual Rand no advertía ninguna diferencia— Ésta es la única herida que ha recibido. Se recuperará

Rand miró alternativamente a una y otra mujer.

—¿Y qué hay de Mat? —Liandrin enarcó una ceja y se giró para mirar a Moraine con expresión sarcástica.

—Tranquilo —indicó Moraine. Con los dedos todavía en contacto con la zona que había señalado, cerró los párpados. Egwene emitió unos murmullos y se agitó, para recobrar luego la misma inmovilidad.

—¿Está…?

—Está dormida, Rand. Se pondrá bien, pero debe dormir. —Moraine se volvió hacia Mat, pero sólo lo tocó un momento antes de retirar la mano—. Esto es más preocupante —dijo quedamente. Tanteó el pecho de Mat, abriéndole la chaqueta y soltó una exhalación— La daga ha desaparecido.

—¿Que daga? —inquirió Liandrin.

De pronto sonaron voces procedentes de la antecámara, exclamaciones de furia y disgusto.

—Aquí —los llamó Moraine— Traed dos literas, deprisa. —Alguien repitió su orden en la habitación exterior.

—Fain se ha escapado —apuntó Rand.

Las dos Aes Sedai centraron la mirada en él. Rand no logró percibir nada en sus semblantes, salvo el brillo de sus ojos.

—Ya veo —repuso Moraine con voz inexpresiva.

—Le dije que no viniera. Le dije que era peligroso.

—Cuando llegué —señaló Liandrin con tono gélido—, estaba destruyendo las escrituras de la estancia de afuera.

Rand movió con inquietud los pies. Ahora los ojos de las Aes Sedai parecían idénticos, juzgándolo y calibrándolo con terrible frialdad.

—Era… era repugnante —dijo— Sólo basura. —Continuaban mirándolo, sin hablar— No creeréis que yo… Moraine, vos no podéis pensar que yo he tenido algo que ver con… con lo que ha sucedido allí. —«Luz, ¿he sido yo de algún modo el causante? He nombrado al Oscuro».

Moraine no respondió y él notó un frío que no aplacó la proximidad de los hombres que se acercaban corriendo con antorchas y lámparas. Moraine y Liandrin dejaron que se extinguieran sus relucientes esferas. Las lámparas y antorchas no daban tanta luz; las sombras ocupaban las profundidades de las celdas. Unos hombres con camillas se encorvaron junto a los cuerpos que yacían en el suelo. Ingtar los conducía. Su coleta casi se estremecía de furia y él parecía ansioso por encontrar algo sobre lo que ejercitar su espada.

—De manera que el Amigo Siniestro ha huido —gruñó— Bien, no es lo más importante que ha pasado esta noche.

—Ni siquiera aquí —acordó tajantemente Moraine, antes de dar instrucciones a los camilleros—. Llevad a la muchacha a su habitación. Debe haber una mujer para velarle el sueño, en caso de que se despierte a medianoche. Tal vez esté asustada, pero ahora lo que necesita es dormir. El chico… —Tocó a Mat mientras dos hombres elevaban la litera y apartó enseguida la mano— Llevadlo a los aposentos de la Sede Amyrlin. Id a buscar a la Amyrlin, se encuentre donde se encuentre, y decidle que está allí. Informadle de que se llama Matrim Cauthon. Yo me reuniré con ella tan pronto me sea posible.

—¡La Amyrlin! —exclamó Liandrin— ¿Pretendes que ella actúe como curandera de tu… chico de compañía? Estás loca, Moraine.

—La Sede Amyrlin —replicó con calma Moraine— no comparte tus prejuicios de Ajah Rojo, Liandrin. Ella curará a un hombre sin exigir nada a cambio de él. Adelante —ordenó a los porteadores.

Liandrin miró cómo se alejaban Moraine y los hombres que transportaban a Mat y Egwene y luego se volvió para observar a Rand. Éste trató de no reparar en ella, concentrándose en enfundar la espada y cepillar la paja prendida en su camisa y pantalones. Cuando volvió a erguir la cabeza, no obstante, ella seguía examinándolo, con el rostro tan duro como el hielo. Sin decir nada, ella se giró para estudiar pensativamente a los otros hombres. Uno de ellos sostenía el cuerpo del ahorcado mientras que otro intentaba desatar la correa. Ingtar y los demás aguardaban respetuosamente. Tras lanzar una última ojeada a Rand, la Aes Sedai se marchó, con la cabeza tan enhiesta como una reina.

—Una mujer de carácter —murmuró Ingtar, que a continuación mostró sorpresa por haber expresado su apreciación—. ¿Qué ha ocurrido aquí, Rand al’Thor?

—No lo sé, salvo que Fain ha escapado por algún medio. Y que ha herido a Egwene y a Mat al hacerlo. He visto al guarda —se estremeció— pero aquí adentro… Sea lo que fuere, Ingtar, ha asustado lo bastante a ese individuo como para que se colgara a causa del terror. Creo que el otro prisionero ha perdido el juicio por lo que ha visto.

—Todos vamos a perder el juicio esta noche.

—El Fado… ¿lo habéis matado?

—¡No! —Ingtar envainó con fuerza la espada; la empuñadura sobresalía por encima de su hombro derecho. Parecía enfadado y avergonzado a un tiempo—. En estos momentos está fuera de la fortaleza, junto con el resto de los que no hemos podido matar.

—Al menos habéis salido con vida, Ingtar. ¡Ese Fado acabó con siete hombres!

—¿Con vida? ¿Acaso es eso tan importante? —De pronto Ingtar ya no evidenciaba enfado, sino cansancio y dolor— Lo hemos tenido en nuestras manos. ¡En nuestras manos! Y lo hemos perdido, Rand. ¡Perdido! —A juzgar por su voz, no podía dar crédito a sus palabras.

—¿Qué es lo que hemos perdido? —inquirió Rand.

—¡El Cuerno! El Cuerno de Valere. Ha desaparecido, con el arcón.

—Pero estaba en la cámara acorazada…

—La cámara acorazada ha sido saqueada —explicó Ingtar, desfalleciente—. Apenas se han llevado nada, a excepción del Cuerno. Lo que han podido meterse en los bolsillos. Ojalá se lo hubieran llevado todo y hubieran dejado el Cuerno. Ronan ha muerto, al igual que los guardianes a los que había encargado la custodia de la cámara acorazada. —Su voz se apaciguó un tanto— Cuando yo era un niño, Ronan protegió la Torre Jahaan con veinte hombres contra el ataque de mil trollocs. Al menos, no lo abatieron fácilmente: el anciano tenía sangre en su daga. Nadie podía pedirle más. —Guardó silencio durante un momento—. Han entrado por la Puerta de los Perros y han salido por allí también. Hemos dado muerte a unos cincuenta o más, pero han huido demasiados. ¡Trollocs! Nunca hasta ahora habíamos tenido trollocs en el interior de la fortaleza. ¡Nunca!

—¿Cómo es posible que hayan traspasado la Puerta de los Perros, Ingtar? Un solo hombre puede contener a cien allí. Y todas las puertas estaban atrancadas. —Se revolvió incómodo, rememorando el motivo—. Los centinelas no la habrían abierto para dejar entrar a nadie.

—Los degollaron —repuso Ingtar—. Eran dos buenos soldados y los sacrificaron como a cerdos. Lo hicieron desde dentro. Alguien los mató y después abrió la puerta. Alguien que podía acercarse a ellos sin despertar sospechas. Alguien a quien conocían.

Rand miró la celda vacía que había ocupado Padan Fain.

—Pero eso significa…

—Sí. Hay Amigos Siniestros en Fal Dara. O había. Pronto sabremos cuál es el caso. Kajin está comprobando ahora si falta alguien. ¡Paz! ¡Traidores en Fal Dara! —Se volvió ceñudo hacia los hombres que lo esperaban, todos con espadas, prendidas sobre elegantes atuendos festivos, y algunos con yelmos— No estamos haciendo nada útil aquí. ¡Afuera! ¡Todos! —Rand se retiró con ellos. Ingtar dio una palmada a su jubón—. ¿Qué es esto? ¿Has decidido convertirte en un mozo de caballeriza?

—Es una larga historia —respondió Rand—, demasiado larga para contarla. Tal vez en otra ocasión. —«Tal vez nunca. Quizá pueda escapar aprovechando la confusión. No, no puedo. No hasta saber que Egwene está bien. Y Mat. Luz, ¿qué le pasará sin la daga?»—. Supongo que lord Agelmar ha multiplicado la guardia en todas las puertas.

—Triplicado —repuso Ingtar con tono satisfecho—. Nadie las transpondrá, ni para entrar ni para salir. Tan pronto como se ha enterado de lo ocurrido, ha ordenado que nadie abandone la fortaleza sin su autorización personal.

«¿Tan pronto como se ha enterado…?»

—Ingtar, ¿y qué hay de antes? ¿Qué hay de la orden dada anteriormente según la cual nadie podía salir?

—¿Una orden anterior? ¿Qué orden? Rand, la fortaleza no se ha cerrado hasta que lord Agelmar ha tenido noticia de lo sucedido. Alguien ha debido de informarte mal.

Rand sacudió lentamente la cabeza. Ni Ragan ni Tema hubieran inventado algo así. E, incluso si la Sede Amyrlin hubiera dado la orden, Ingtar habría tenido conocimiento de ello. «¿Quién ha sido entonces? ¿Y cómo la ha transmitido?» Miró de soslayo a Ingtar, considerando la posibilidad de que éste mintiera. «Realmente estás volviéndote loco si sospechas de Ingtar».

Ahora se encontraban en la estancia que ocupaban los guardias. Las cabezas sesgadas y los pedazos de sus cuerpos habían sido retirados, si bien todavía quedaban manchas rojas en la mesa y retazos húmedos en la paja que indicaban los lugares donde se habían hallado. Había dos Aes Sedai allí, mujeres de plácido semblante con chales de flecos marrones que examinaban las palabras garabateadas en las paredes sin importarles que el borde de sus faldas se arrastrara por la paja. Cada una de ellas llevaba un estuche de madera prendido al cinturón con un tintero en su interior y efectuaba anotaciones en un pequeño cuaderno con una pluma. En ningún momento desviaron la vista hacia los hombres que avanzaban en tropel.

—Mira esto, Verin —dijo una, señalando un retazo de piedra cubierto con líneas de inscripciones trolloc—. Parece interesante.

La otra se apresuró a inspeccionarlo, manchándose de rojo la falda.

—Sí, ya lo veo. Un trazo más claro que el del resto. No es de trolloc. Muy interesante. —Comenzó a escribir en su cuaderno, levantando a menudo la mirada para leer las angulosas letras del muro.

Rand salió precipitadamente. Aun cuando no hubieran sido Aes Sedai, no habría sentido deseos de permanecer en la misma estancia con alguien que encontraba «interesante» escrituras trolloc realizadas con sangre humana.

Ingtar y sus soldados caminaban con premura, ocupados en sus obligaciones. Rand vacilaba, sin saber adónde encaminarse. Sin disponer de la ayuda de Egwene, no sería fácil regresar a los aposentos de las mujeres. «Luz, haz que Egwene se recupere. Moraine ha dicho que se pondría bien».

Lan lo encontró antes de que llegara a las primeras escaleras que conducían al piso superior.

—Puedes volver a tu habitación, si quieres, pastor. Moraine ha mandado que recogieran tus cosas de la de Egwene y las llevaran allí.

—¿Cómo ha sabido que…?

—Moraine sabe muchas cosas, pastor. Ya tendrías que comprenderlo a estas alturas. Será mejor que vigiles tu comportamiento. Las mujeres están propagando la noticia de que ibas corriendo por los pasillos, esgrimiendo una espada. Y mirando por encima del hombro a la Amyrlin, según cuentan.

—¡Luz! Siento haberlas molestado, Lan, pero tenía una invitación para entrar. Y cuando he oído la alarma… ¡demonios, Egwene estaba allá abajo!

Lan frunció los labios en actitud pensativa; aquélla era la única expresión que mostraba su rostro.

—Oh, no están molestas, exactamente. Aunque la mayoría de ellas opinan que hay que aplicarte mano fuerte para calmarte un poco. Fascinadas, diría más bien. Incluso lady Amalisa no para de hacer preguntas sobre ti. Algunas están comenzando a dar crédito a las historias que han inventado los criados. Creen que eres un príncipe disfrazado, pastor. No está mal. Aquí en las Tierras Fronterizas existe un antiguo dicho: «Es mejor contar con el apoyo de una mujer que con el de diez hombres». Por la manera como hablan entre sí, están tratando de decidir cuál de sus hijas tiene suficiente fortaleza para ponerte en vereda. Si no vigilas tus pasos, pastor, te vas a encontrar casado con la heredera de una casa shienariana antes de darte cuenta. —De pronto, prorrumpió en carcajadas; parecía extraño, como una piedra que se hubiera echado a reír—. Corriendo por los pasadizos de los aposentos de las mujeres en plena noche, con un jubón de obrero y blandiendo una espada. Si no te mandan azotar, al menos hablarán de ti durante años. Nunca han visto un varón tan peculiar como tú. Sea cual sea la esposa que te elijan, probablemente te permitirían ser la cabeza de tu propia casa a lo largo de diez años y dejarla que pensaras que lo habías logrado por ti mismo. Es una lástima que tengas que irte.

Rand había estado escuchando boquiabierto al Guardián, pero, ante la intención de la partida, lanzó un gruñido de protesta.

—Ya he estado intentándolo. Las puertas están custodiadas y nadie puede salir. Probé a hacerlo cuando aún era de día. Ni siquiera he podido sacar a Rojo del establo.

—Ahora ya no importa. Moraine me ha enviado para comunicártelo. Puedes partir en cualquier momento que lo desees. Incluso ahora mismo. Moraine y Agelmar te han eximido de la orden general.

—¿Por qué ahora y no antes? ¿Por qué no podía marcharme antes? ¿Ha sido ella quien ha mandado cerrar las puertas? Ingtar ha dicho que no sabía que hubiera orden de impedir la salida de nadie antes de caer la noche.

Rand creyó advertir cierta turbación en el semblante del Guardián, pero éste se limitó a contestar:

—Cuando alguien te dé un caballo, no te quejes de que éste no es tan veloz como quisieras.

—¿Y qué hay de Egwene? ¿Y Mat? ¿Están realmente bien? No puedo irme sin saber que lo están.

—La chica está bien. Se despertará por la mañana y seguramente no recordará lo ocurrido. Los golpes en la cabeza suelen tener ese efecto.

—¿Y Mat?

—La decisión te corresponde a ti. Puedes irte ahora o mañana, o la semana que viene. Tú debes elegir. —Se alejó, dejando a Rand de pie en el corredor subterráneo de la fortaleza de Fal Dara.

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