41 Discrepancias

Los truenos retumbaban en el cielo plomizo de la tarde. Rand se subió aún más la capucha de la capa con la esperanza de preservarse un poco más de la fría lluvia. Rojo caminaba tenazmente entre los cenagosos charcos. La capucha mojada se pegaba a la cabeza de Rand, al igual que la capa a los hombros de su elegante chaqueta negra, que estaba igual de empapada, y fría. Si la temperatura continuaba bajando, la lluvia no tardaría en convertirse en nieve o aguanieve. Las nevadas caerían pronto de nuevo; las gentes del pueblo por el que habían pasado afirmaban que ese año ya habían caído dos. Estremeciéndose, Rand casi hizo votos por que nevara, pues entonces al menos no estaría calado hasta los huesos.

La comitiva avanzaba despacio, observando con recelo el campo circundante. La Lechuza Gris de Ingtar colgaba pesadamente incluso durante las ráfagas de viento. Hurin se bajaba de vez en cuando la capucha para husmear el aire; a decir de él, ni la lluvia ni el frío modificaban el rastro, a buen seguro no el que estaba buscando, pero hasta el momento no había detectado nada. Tras él, Rand oyó cómo Ino murmuraba una maldición. Loial no paraba de comprobar el estado del contenido de sus alforjas, dado que, si bien no parecía importarle mojarse, sentía una continua inquietud por sus libros. Todos se sentían desdichados salvo Verin, que al parecer se hallaba demasiado absorta para reparar siquiera en el hecho de que su capucha se había deslizado hacia atrás, dejándole el rostro expuesto a la lluvia.

—¿No podéis hacer algo para mejorar esta situación? —le pidió Rand.

Una vocecilla interior le decía que él mismo podía hacerlo, con sólo abrazar el saidin; colmarse de Poder Único, conformar una unidad con la tormenta. Cambiar los nubarrones por un soleado firmamento o trasladar el temporal a toda velocidad, aprovechando su furia, y liberar de él a la Punta de Toman, del litoral al llano. Abrazar el saidin. Reprimió sin miramientos tal anhelo.

—¿Cómo? —La Aes Sedai tuvo un sobresalto—. Oh, supongo que sí. Un poco. No conseguiría amainar una tormenta tan fuerte, no por mis propios medios, pues cubre un área demasiado extensa, pero podría reducirla en parte. En donde nos encontramos, al menos. —Se enjugó el agua del rostro, al parecer advirtiendo por primera vez que se le había caído la capucha, y volvió a subirla con gesto ausente.

—Entonces ¿por qué no lo hacéis? —inquirió Mat. El rostro tembloroso que asomaba bajo la capucha parecía hallarse a las puertas de la muerte, pero su voz era vigorosa.

—Porque si hiciera uso de tal cantidad de Poder Único, todas las Aes Sedai situadas a quince kilómetros a la redonda sabrían que alguien ha encauzado. No nos interesa llamar la atención de esos seanchan ni de sus damane. —Apretó la boca con expresión enojada.

Habían reunido cierta información sobre los invasores en ese pueblo, llamado el Molino de Aguan, si bien ésta suscitaba en su mayor parte más preguntas de las que aclaraba. Las gentes habían parloteado un momento para cerrar sus bocas a los pocos minutos, temblando y mirando a sus espaldas. Todos temían que los seanchan regresaran con sus monstruos y sus damane. Esas mujeres que deberían haber sido Aes Sedai e iban atadas como animales asustaban a los lugareños aún más que las extrañas criaturas que los seanchan utilizaban a su servicio, seres que los habitantes del Molino de Aguan describían entre susurros como imágenes de pesadilla. Y, lo que era peor, las crueldades ejemplificadoras cometidas por los seanchan antes de irse todavía mantenían totalmente amedrentadas a esas gentes. Habían dado sepultura a sus muertos, pero no habían osado limpiar las marcas de la gran mancha quemada en la plaza del pueblo. Nadie se había atrevido a contarles lo sucedido allí, pero Hurin había vomitado al entrar en la población y había rehusado aproximarse a ese retazo de tierra ennegrecida.

El Molino de Aguan había quedado medio desierto. Algunos habían huido a Falme, confiando en que los seanchan no serían tan rudos en una ciudad que tenían bajo su custodia, y otros habían partido hacia el este. Otras personas habían confesado su intención de seguir su ejemplo. Había luchas en el llano de Almoth, batallas entre los taraboneses y domani decían, pero por más casa y establos que allí se quemaran, eran producto de antorchas esgrimidas por manos de hombres. Era más fácil afrontar incluso una guerra que lo que habían hecho los seanchan, o lo que éstos eran capaces de hacer.

—¿Por qué trajo Fain el Cuerno aquí? —murmuró Perrin, expresando una pregunta que cada uno de ellos había formulado una y otra vez sin obtener respuesta—. Hay guerra y están esos seanchan y sus monstruos. ¿Por qué aquí?

Ingtar, cuyo rostro parecía tan macilento como el de Mat, se volvió hacia ellos.

—Siempre hay hombres que ven la ocasión de medrar aprovechando la confusión de la guerra. Fain es uno de ésos. No me cabe duda de que pretende volver a robar el Cuerno, al propio Oscuro esta vez, y utilizarlo para su propio beneficio.

—El Padre de las Mentiras nunca traza planes simples —observó Verin—. Puede que quiera que Fain traiga el Cuerno aquí por algún motivo sólo conocido en Shayol Ghul.

—Monstruos —bufó Mat, con las mejillas y los ojos hundidos, que ofrecían un terrible contraste con la firmeza de su voz—. En mi opinión debieron de haber visto algún trolloc o un Fado. Bueno, ¿por qué no? Si los seanchan tienen Aes Sedai luchando para ellos, ¿por qué no Fados y trollocs? —Advirtió que Verin lo observaba y pestañeó—. Bueno, eso es cierto, tanto si van atadas con correa como si no. Son capaces de encauzar y, por lo tanto, son Aes Sedai. —Lanzó una ojeada a Rand y emitió una risa entrecortada—. Eso te convierte en Aes Sedai, la Luz nos asista a todos.

Entonces Masema regresó de su exploración, galopando entre el fango y la fuerte lluvia.

—Hay otro pueblo más adelante, mi señor —anunció, situándose junto a Ingtar. Sus ojos apenas rozaron a Rand, pero endureció la mirada y no volvió a dirigirla hacia donde él se encontraba—. Está desierto, mi señor. No hay habitantes, ni seanchan ni nadie. Las casas parecen en buen estado, sin embargo, exceptuando dos o tres que… Bueno, ya no están allí, mi señor.

Ingtar alzó la mano, ordenando que emprendieran el trote.

El pueblo que había localizado Masema cubría las laderas de una colina, con una plaza pavimentada en la cumbre que rodeaba un círculo de pozos de piedra. Las casas eran de piedra, de tejado plano y de un solo piso en su mayoría. Tres que habían sido de mayores dimensiones, emplazadas a un lado de la plaza, no eran ya más que montones de escombros ennegrecidos; en la plaza había diseminados pedazos de piedras y vigas. Unos cuantos postigos oscilaban dando golpes, sacudidos por las rachas de viento.

Ingtar desmontó delante del único edificio grande que aún se mantenía en pie. En el letrero que se bamboleaba sobre su puerta había una mujer haciendo malabarismos con estrellas, pero no constaba nombre alguno en él; el agua caía en las esquinas a chorros. Verin se apresuró a entrar mientras Ingtar daba indicaciones.

—Ino, registra todas las casas. Si queda alguien, tal vez puedan explicarnos lo ocurrido aquí y proporcionarnos más información sobre los seanchan. Y, si hay algo de comida, tráela también. Y mantas. —Ino asintió y comenzó a designar hombres. Ingtar se volvió hacia Hurin—. ¿Qué hueles? ¿Ha pasado Fain por aquí?

—Él no, mi señor —repuso Hurin, frotándose la nariz—, ni tampoco los trollocs, pero quienquiera que hizo esto dejó un hedor. —Apuntó a los escombros de las casas—. Ha habido asesinatos, mi señor. Había gente ahí adentro.

—Seanchan —gruñó Ingtar—. Pasemos adentro. Ragan, busca algún establo para los caballos.

Verin ya había encendido fuego en las dos grandes chimeneas, situadas en ambos extremos de la sala principal, y estaba calentándose las manos en una de ellas, después de haber extendido su empapada capa en una de las numerosas mesas. También había encontrado varias velas que ahora ardían en una mesa sujetas con su propio sebo. La soledad y el silencio, sólo interrumpido de tanto en tanto por un trueno, contribuían junto con las vacilantes sombras a crear el clima de un lugar cavernoso. Rand arrojó sobre una mesa su capa y chaqueta, igualmente empapadas, y se reunió con ella. Únicamente Loial parecía más interesado en verificar el estado de sus libros que en calentarse.

—Nunca encontraremos el Cuerno de Valere a este paso —se lamentó Ingtar—. Han pasado tres días desde… que llegamos aquí… —se estremeció y se mesó el cabello, lo cual indujo a Rand a preguntarse qué habría visto el señor shienariano en sus otras vidas— …y transcurrirán dos más, como mínimo, hasta Falme, y no hemos detectado ni un indicio de la presencia de Fain ni de los Amigos Siniestros. Hay veintenas de pueblos bordeando la costa. Podría haber ido a cualquiera de ellos y haber tomado un barco rumbo a cualquier sitio… suponiendo que hubiera estado aquí.

—Está aquí —afirmó con calma Verin— y fue a Falme.

—Y todavía está allí —añadió Rand. «Esperándome. Por favor, Luz, que aún esté esperándome».

—Hurin todavía no ha percibido ni el más mínimo rastro de él —objetó Ingtar—. El husmeador se encogió de hombros como si él se sintiera en parte responsable—. ¿Por qué habría de elegir Falme? Si hemos de dar crédito a esos lugareños, Falme está ocupada constantemente por los seanchan. Daría mi mejor sabueso por saber quiénes son y de dónde provienen.

—No nos importa quiénes son. —Verin se arrodilló, desabrochó sus alforjas y sacó ropas secas—. Al menos disponemos de habitaciones para cambiarnos de ropa, lo cual no nos servirá de mucho si el tiempo no cambia. Ingtar, cabe la posibilidad de que lo que nos han contado esas gentes sea cierto, que sean los descendientes de los ejércitos de Artur Hawkwing. Lo importante es saber si Fain ha ido a Falme. Las escrituras que dejaron en las mazmorras de Fal Dara…

—… no mencionaban para nada a Fain. Perdonadme, Aes Sedai, pero eso hubiera podido ser una treta con tanta probabilidad como una profecía siniestra. No puedo creer que incluso los trollocs fueran tan estúpidos como para revelarnos de antemano todo lo que iban a hacer.

La mujer se movió para mirarlo a la cara.

—¿Y qué pretendéis hacer, si no queréis seguir mi consejo?

—Quiero obtener el Cuerno de Valere —aseguró con vehemencia Ingtar—. Disculpadme, pero he de atenerme a mi propio juicio antes que a algunas palabras garabateadas por un trolloc…

—Un Myrddraal, seguramente —murmuró Verin, pero Ingtar siguió hablando sin hacerle caso.

—… o un Amigo Siniestro que parece traicionarse a sí mismo con su propia boca. Voy a rastrear el terreno hasta que Hurin huela una pista o que encontremos a Fain en persona. Debo hacerme con el Cuerno, Verin Sedai. ¡Es mi deber!

—Ésa no es manera —murmuró quedamente Hurin—. Con «deber» o sin él, lo que ha de ocurrir, ocurre. —Nadie le prestó atención.

—Es el deber de todos nosotros —puntualizó Verin, revisando el interior de sus alforjas—. No obstante, hay cosas que son aún más importantes que eso.

Aun cuando no agregó nada más, Rand esbozó una mueca. Estaba ansioso por alejarse de ella y de sus acicates e indicios. «Yo no soy el Dragón Renacido. Luz, qué ganas tengo de deshacerme por completo de las Aes Sedai».

—Ingtar, creo que yo iré a Falme. Fain está allí, estoy convencido de ello, y si no voy pronto, va… va a hacer algo contra los habitantes de Campo de Emond. —No había mencionado esa parte hasta entonces.

Todos lo observaron: Mat y Perrin, ceñudos y preocupados; Verin, como si acabara de descubrir una nueva pieza que añadir a un rompecabezas; Loial con estupefacción, y Hurin, confuso. Ingtar demostraba una patente incredulidad.

—¿Por qué iba a hacer eso? —preguntó el shienariano.

—No lo sé —mintió Rand—, pero eso afirmó en el mensaje que dejó a Barthanes.

—¿Y Barthanes dijo que Fain iba a ir a Falme? —inquirió Ingtar—. Aunque tampoco importa si lo ha hecho. —Exhaló una amarga carcajada—. Los Amigos Siniestros mienten con la misma naturalidad con que respiran.

—Rand —dijo Mat—, si supiera cómo impedir que Fain hiciera daño a las gentes de Campo de Emond, lo haría. Pero necesito esa daga, Rand, y Hurin es la persona más indicada para encontrarla.

—Yo iré a donde vayas tú, Rand —se ofreció Loial que, habiendo verificado el buen estado de sus libros, se quitaba la chaqueta mojada—. Pero no veo de qué modo van a modificar las cosas el paso de unos días. Intentad ser menos atolondrados por una vez.

—A mí me da igual si vamos a Falme ahora, después o nunca —aseguró Perrin, encogiéndose de hombros—, pero, si Fain está realmente dispuesto a atacar el Campo de Emond… Bien, Mat tiene razón: Hurin es la persona más indicada para localizarlo.

—Yo puedo encontrarlo, lord Rand —intervino Hurin—. Sólo con que pueda olerlo una vez, os llevaré directamente hasta él. No hay nadie que deje un rastro más claro que él.

—Debes llegar a una decisión propia, Rand —advirtió Verin con tacto—. Recuerda, no obstante, que Falme está ocupada por invasores acerca de los que ignoramos casi todo. Si vas a Falme solo, tal vez caigas prisionero o corras una suerte peor, lo cual no beneficiaría a nadie. Estoy segura de que, sea cual sea tu elección, ésta será correcta.

ta’veren —dijo con voz cavernosa Loial.

Rand alzó los brazos al cielo.

Ino volvió de la plaza, sacudiéndose la lluvia de la capa.

—Ni una condenada alma, mi señor. A mí me parece que huyeron como cerdos rayados. Los animales de corral también se han esfumado y tampoco queda ni un maldito carro o carromato. La mitad de las casas están vacías. Apuesto la paga del próximo mes a que podríamos seguirlos por los malditos muebles que han abandonado en los márgenes de la carretera al caer en la cuenta de que estaban obstaculizándoles la marcha.

—¿Qué hay de las ropas? —preguntó Ingtar.

Ino pestañeó con sorpresa su ojo tuerto.

—Sólo algunas prendas y retales, mi señor. Principalmente, lo que no les pareció digno de llevarse.

—Habremos de conformarnos con eso. Hurin, quiero que tú y unos cuantos más, tantos como sea posible, os vistáis a la usanza local, para no llamar la atención, y que rastreéis el terreno de norte a sur, hasta cruzar el rastro. —Los soldados que acababan de entrar se reunieron en tomo a Ingtar y Hurin para escuchar.

Rand apoyó las manos en la repisa de la chimenea, con la mirada fija en las llamas. Estas le recordaron los ojos de Ba’alzemon.

—El tiempo apremia —dijo—. Siento… algo… que me atrae hacia Falme, y el apremio del tiempo. —Al ver cómo lo observaba Verin, añadió con voz ronca—: No, eso no. Es a Fain a quien he de encontrar. No tiene nada que ver con… eso.

—La Rueda gira según sus propios designios —asintió Verin—, y en su Entramado se tejen los hilos de todas las vidas. Fain está aquí desde hace semanas, meses tal vez. Unos cuantos días apenas representarán gran diferencia en el curso de los acontecimientos.

—Voy a dormir un poco —murmuró él, recogiendo sus alforjas—. Espero que no se hayan llevado todas las camas.

Arriba, halló camas, pero eran pocas las que tenían colchones y éstos estaban tan llenos de bultos que consideró la posibilidad de acostarse en el suelo. Al fin eligió una cuyo colchón sólo se hundía en el medio. No había nada más en la habitación excepto una silla de madera y una mesa con una pata desnivelada.

Se quitó las ropas mojadas, que sustituyó por una camisa y pantalones limpios antes de acostarse, dado que no había sábanas ni mantas, y apoyó la espada junto a la cabecera de la cama. Sarcásticamente, pensó que la única tela seca que tenia para utilizarla a modo de cubrecama era el estandarte del Dragón, el cual dejó, no obstante, bien cerrado en las alforjas.

La lluvia repiqueteaba en el tejado y los truenos bramaban en el cielo, y de tanto en tanto un relámpago iluminaba las ventanas. Estremeciéndose, cambió varias veces de postura, preguntándose si en fin de cuentas el pendón no podría servirle de manta y cavilando sobre la conveniencia de ir a Falme.

Cuando se giró una vez más, Ba’alzemon estaba de pie al lado de la silla con el blanco estandarte del Dragón en las manos. La estancia parecía más oscura allí, como si Ba’alzemon se hallara en el borde de una nube de untuoso humo negro. Unas quemaduras casi cicatrizadas le surcaban el rostro y, cuando Rand lo miró, sus negros ojos desaparecieron por un instante, mostrando en su lugar unas interminables cavernas de fuego. Las alforjas de Rand estaban a sus pies, con las hebillas desabrochadas y la solapa levantada en el bolsillo donde ocultaba el pendón.

—La hora está pronta en llegar, Lews Therin. Un millar de hilos están tensándose y pronto quedarás atado y atrapado, preso de un destino que no puedes cambiar: locura, muerte… Antes de morir, ¿acabarás nuevamente con la vida de todo cuanto amas?

Rand lanzó una ojeada a la puerta, pero sólo se movió para incorporarse en la cama. ¿De qué serviría tratar de huir del Oscuro? Tenía la garganta reseca.

—¡Yo no soy el Dragón, Padre de las Mentiras! —espetó con voz ronca.

La oscuridad se agitó tras Ba’alzemon, cuyo semblante llameó al soltar una carcajada.

—Me honras, y te degradas a ti mismo. Te conozco demasiado bien. Me he enfrentado a ti miles de veces, un millón de veces. Te conozco hasta lo más recóndito de tu miserable alma, Lews Therin Verdugo de la Humanidad. —Volvió a reír; Rand se protegió la cara del calor que exhalaba su fogosa boca.

—¿Qué queréis? No voy a serviros. No haré nada de lo que queréis. ¡Antes moriré!

—¡Claro que vas a morir, gusano! ¿Cuántas veces has fallecido en el transcurso de las eras, necio, y cuántas veces tu muerte ha sido en vano? La tumba es fría y solitaria, salvo para los gusanos. La tumba cae dentro de mis dominios. En esta ocasión no habrá renacimiento para ti. Esta vez la Rueda del Tiempo se quebrará y el mundo será transformado a imagen de la Sombra. ¡Esta vez tu muerte será eterna! ¿Qué vas a escoger? ¿Una muerte sin fin? ¿O la vida eterna… y el poder?

Rand apenas advirtió que se había puesto en pie. El vacío lo había rodeado, el saidin estaba allí, y el Poder Único afluía a él. Ello casi cuarteó su calma. ¿Era realidad? ¿Era un sueño? ¿Podía encauzar en un sueño? Pero el torrente que se precipitaba hacia él disipó sus dudas. Lo arrojó contra Ba’alzemon, le arrojó el puro Poder Único, la fuerza que hacía girar la Rueda del Tiempo, una fuerza capaz de incendiar los mares y devorar las montañas.

Ba’alzemon retrocedió medio paso, manteniendo aferrado el estandarte ante él. De sus grandes ojos y boca brotaron llamaradas, y la oscuridad pareció protegerlo en la sombra. En la Sombra. El Poder penetró en esa neblina negra y se disipó, embebido como el agua caída en la arena abrasada.

Rand continuó absorbiendo el saidin, en una cuantía cada vez mayor. Tenía la piel tan fría como si fuera a hacerse añicos con el menor contacto y a un tiempo ésta lo quemaba como si fuera a evaporarse. Sentía los huesos a punto de encresparse y convertirse en frías cenizas de cristal. No le importaba; aquello era como beber la propia vida a sorbos.

—¡Insensato! —rugió Ba’alzemon— ¡Vas a destruirte a ti mismo!

«Mat». Aquella noción flotó en algún lugar alejado del flujo que lo consumía. «La daga. El Cuerno. Fain. El Campo de Emond. Todavía no puedo morir».

No sabía a ciencia cierta cómo lo logró, pero de improviso el Poder se esfumó, al igual que el saidin y el vacío. Presa de incontrolables escalofríos, cayó de rodillas junto a la cama, rodeándose con los brazos en un vano intento de contener sus espasmódicos movimientos.

—Eso está mejor, Lews Therin. —Ba’alzemon tiró el pendón al suelo y posó las manos en el respaldo de la silla. Entre sus dedos se levantaron espirales de humo, pero la sombra no lo rodeaba ya—. Aquí está tu estandarte, Verdugo de la Humanidad. Te servirá de mucho. Un millar de hebras dispuestas a lo largo de un millar de años te han traído aquí. Diez mil hilos entrelazados con el correr de las eras te atan como un cordero entregado al sacrificio. La Rueda misma te retiene prisionero en tu destino era tras era. Pero yo puedo liberarte. Óyelo bien, perro sarnoso: sólo yo en el mundo puedo enseñarte a esgrimir el Poder. Únicamente yo puedo impedir que éste te lleve a la muerte antes de que tengas ocasión de enloquecer. Sólo yo puedo contener la locura. Ya me has servido anteriormente. Sírveme de nuevo, Lews Therin, ¡o sé destruido para siempre!

—Yo me llamo Rand al’Thor —insistió Rand entre el castañeteo de sus dientes. Los escalofríos le obligaron a cerrar los ojos y, cuando volvió a abrirlos, estaba solo.

Ba’alzemon se había ido. La sombra había desaparecido. Las alforjas se encontraban apoyadas en la silla con las hebillas abrochadas y uno de los bolsillos abultado a causa del estandarte del Dragón, tal como él las había dejado. En el respaldo de la silla, no obstante, aún se alzaban hilillos de humo de las carbonizadas marcas impresas por los dedos.

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