El modo como las extrañamente imprecisas colinas parecían deslizarse hacia Rand cuando éste las miraba directamente le producía vértigo, a menos que se protegiera con el vacío. En ocasiones, éste se apoderaba de su interior sin que él se lo propusiera, pero lo evitaba a toda costa. Era mejor sentirse mareado que compartir el vacío con esa inquietante luz. Sin duda era preferible contemplar el desvaído paisaje. Con todo, trataba de no mirar nada demasiado alejado a menos que se hallara frente a ellos.
Hurin mantenía la vista fija mientras se concentraba en husmear el rastro, como si procurara no reparar en la tierra que éste cruzaba. Cuando el husmeador advertía lo que se extendía a su alrededor, se sobresaltaba y se enjugaba las manos en la chaqueta y volvía a situarse con la nariz hacia adelante a la manera de los sabuesos, con los ojos vidriosos, sin prestar atención al resto. Loial cabalgaba hundido en la silla y fruncía el entrecejo al mirar en torno a sí, agitando inquieto las orejas y murmurando para sus adentros.
Volvieron a cruzar un retazo de terreno renegrido y quemado, cuya tierra crujía incluso bajo los cascos de los caballos como si hubiera sido abrasada. Las franjas quemadas, a veces de una anchura de un kilómetro y otras de pocos cientos de metros, se extendían indefectiblemente hacia oriente o poniente, tan rectas como el curso de una flecha. En dos ocasiones Rand vio el fin de una de ellas, al pasar a poca distancia; se estrechaban en el extremo hasta no ser más que un punto. Ése era al menos el caso de las que observó de cerca, pero sospechaba que todas presentaban la misma característica.
Un día había estado mirando cómo Whatley Eldin decoraba un carro para el Día Solar, en el Campo de Emond. What pintaba escenas de abigarrado colorido, rodeándolas de intrincadas volutas. En los rebordes, dejaba que la punta del pincel rozara la madera, trazando una fina línea que iba ensanchándose a medida que aplicaba mayor presión, para volver a estrecharse al aflojarla de nuevo. Ése era el aspecto que presentaba el terreno, como si alguien lo hubiera rayado con un descomunal pincel de fuego.
Nada crecía en esos parajes, aun cuando algunos de ellos, al menos, ofrecían el vestigio de que algo había crecido mucho tiempo atrás. El aire no olía ni remotamente a quemado allí, ni siquiera cuando se inclinaba para recoger una negra ramita y la acercaba a la nariz. Había transcurrido tiempo tras el incendio, pero nada había venido a reclamar la tierra. El negro daba paso al verde y el verde al negro, a lo largo de las afiladas líneas que los delimitaban.
A su manera, el resto de la tierra parecía tan carente de vida como las parcelas abrasadas, a pesar de la hierba que cubría el suelo y las hojas que poblaban el ramaje de los árboles. Todo tenía ese aspecto desvaído, similar al de la ropa que se había lavado demasiadas veces o había sido expuesta en exceso al sol. No había pájaros ni animales; al menos Rand no los veía ni oía. No percibía ningún halcón revoloteando en el cielo, ningún ladrido de una zorra, ningún trino. Nada se agitaba en la hierba ni en las ramas; ni abejas ni mariposas. Habían cruzado varios arroyos, de aguas poco profundas, aun cuando éstas hubieran socavado a menudo profundos barrancos de empinadas orillas que los caballos habían de descender y remontar con cautela. El agua discurría clara, exceptuando el barro que removían los cascos de los caballos, pero ningún pececillo ni renacuajo se había asomado entre el caudal y ni tan sólo había arañas de agua danzando en la superficie o libélulas que la sobrevolaran.
El agua era potable, lo cual era de agradecer, dado que el contenido de sus cantimploras no podía durar indefinidamente. Rand la probó primero y no consintió en que Loial y Hurin lo hicieran hasta no haber transcurrido un tiempo y comprobar que no le ocurría nada. Él los había arrastrado a aquella aventura y, por lo tanto, en él recaía la responsabilidad. Todo cuanto podía decirse del agua es que era fresca e insípida, como si la hubieran hervido. Loial esbozó una mueca de disgusto, y tampoco les gustó a los caballos, que la bebieron a desgana y cabeceando.
Había una señal de vida, o lo que Rand interpretó como tal. En dos ocasiones vio un fino trazo que avanzaba por el cielo como una diminuta hilera de nubes. Las líneas parecían demasiado rectas para ser naturales, pero no alcanzaba a imaginar qué podía provocarlas. No hizo mención de ello a los demás. Tal vez no las vieran, dada la concentración de Hurin en el rastro y el ensimismamiento de Loial. En todo caso, ellos no realizaron ningún comentario al respecto.
Tras media mañana de cabalgada, Loial desmontó de improviso de su enorme caballo y sin decir nada se encaminó hacia un bosquecillo de retama gigante, cuyos troncos se ramificaban en numerosos y erguidos ramales a escasa distancia del suelo. La copa, profusamente dividida asimismo, estaba coronada de las foliosas ramas que le eran características.
Rand refrenó a Rojo, dispuesto a preguntarle qué hacía, pero había algo en el porte del Ogier, una cierta incertidumbre, que lo indujo a guardar silencio. Después de contemplar el arbusto, Loial posó la mano en un tronco y empezó a cantar con voz profunda y cavernosa.
Rand había escuchado una de las canciones que los Ogier componían en honor de los árboles, cuando Loial la había entonado ante un árbol moribundo que había devuelto a la vida, y había oído hablar de la madera cantada, que consistía en objetos obtenidos de los árboles por medio de las canciones a ellos dedicadas. El talento para lograrlo estaba en retroceso, a decir de Loial —uno de los pocos que aún conservaban dicha habilidad—, lo cual había ocasionado una mayor apreciación de la madera cantada. Cuando había oído cantar a Loial anteriormente, había tenido la impresión de que la propia tierra participaba de su canto, pero ahora el Ogier murmuraba su cántico casi con timidez y la tierra devolvía el eco en un susurro.
Parecía una canción pura, compuesta de música sin palabras, o al menos no tenía ninguna que Rand llegara a captar; si tenía letra, ésta se confundía con la música al igual que el agua que manaba hacia un arroyo. Hurin lo observaba con estupor.
Rand no estaba seguro de qué era lo que hacía Loial ni cómo, pues, a pesar de su suavidad, el canto se prendía a él de una manera hipnótica, llenando su mente casi como lo hacía el vacío. Loial recorría el tronco con sus grandes manos, cantando, acariciándolo con su voz tanto como con los dedos. La corteza de algún modo, más lisa, como si su contacto estuviera dándole forma. Rand pestañeó. Tenía la certeza de que la pieza en la que se había centrado Loial había estado rematada de ramaje al igual que las demás, pero ahora terminaba en una punta redondeada por encima de la cabeza del Ogier. Rand abrió la boca, pero la canción lo acalló. Parecía tan familiar, aquella canción, como si la conociera.
De pronto la voz de Loial se elevó en un punto culminante, con un sonido similar al de un himno de gracias, y concluyó, desvaneciéndose a la manera como lo hace la brisa.
—Diantre —musitó Hurin, estupefacto—. Diantre, nunca oí algo parecido… Diantre.
Loial sostenía en la mano una vara tan alta como él y tan gruesa como el antebrazo de Rand, suave y pulida. En el lugar que ocupaba el tronco en la retama había un pequeño tallo recién brotado.
Rand respiró hondo. «Siempre hay algo nuevo, siempre algo inesperado, y a veces no es horrible».
Observó cómo Loial montaba y depositaba el bastón frente a él, atravesado en la silla, y se preguntó para qué quería un cayado el Ogier, puesto que iban a caballo. Entonces vio la recia vara, no en su tamaño real, sino en relación con el del Ogier y la manera como lo empuñaba éste.
—¡Una barra! —exclamó, sorprendido—. No sabía que los Ogier llevaran armas, Loial.
—Normalmente no lo hacemos —replicó Loial con tono casi tajante—. Normalmente. Siempre ha traído malas consecuencias. —Alzó la enorme barra y hundió la nariz con desagrado—. El abuelo Halan diría, sin duda, que estoy poniendo un mango largo a mi hacha, pero no estoy comportándome de un modo precipitado, Rand. Este lugar… —Se estremeció, agitando las orejas.
—Pronto encontraremos la manera de regresar —afirmó Rand, tratando de conferir confianza a su voz.
—Todo está… relacionado, Rand —continuó hablando el Ogier, como si no lo hubiera escuchado—. Se trate de seres vivos o no, con capacidad de pensar o sin ella, todo lo que existe está vinculado a una totalidad. El árbol no piensa, pero forma parte de un conjunto, el cual posee… un sentimiento. No puedo explicarlo, al igual que soy incapaz de expresar la esencia de la felicidad, pero… Rand, esta tierra ha sentido alegría al haberse creado un arma. ¡Alegría!
—La Luz nos ilumine —murmuró Hurin, nervioso— y el Creador nos resguarde. Aunque vayamos al encuentro del último abrazo de la madre, que la Luz ilumine nuestros pasos. —Siguió repitiendo el catecismo como si éste fuera un hechizo destinado a protegerlo.
Rand resistió el impulso de mirar en derredor. Ni siquiera levantó la mirada. El hecho de que en ese momento apareciera otra nueva línea humeante a través del cielo habría bastado para desarmarlos a todos.
—No hay nada aquí que vaya a agredirnos —aseveró con firmeza—. Y nos mantendremos alerta para asegurarnos de que ello no suceda.
Sentía deseos de reírse de sí mismo, hablando con aquel tono tan resuelto a pesar de su incertidumbre casi absoluta. Sin embargo, al ver a los otros, a Loial con sus copetudas orejas caídas y a Hurin tratando de no posar la vista en nada, supo que uno de ellos había de aparentar seguridad, al menos, o de lo contrario el temor y la incertidumbre los carcomerían. «La Rueda gira según sus propios designios». Desechó aquel pensamiento. «Nada que guarde relación con la Rueda. Nada que tenga que ver con ta’veren, Aes Sedai ni el Dragón. Las cosas son como son, eso es todo».
—Loial, ¿has acabado con lo que habías de hacer aquí? —El Ogier asintió, acariciando pesaroso la barra. Rand se volvió hacia Hurin—. ¿Conservas el rastro?
—Sí, lord Rand.
—En ese caso, sigámoslo. Una vez que encontremos a Fain y los Amigos Siniestros, volveremos a casa como unos héroes, con la daga para Mat y el Cuerno de Valere. Guíanos, Hurin. —«¿Héroes? Me conformaría con que saliéramos con vida de aquí».
—No me gusta este sitio —manifestó inexpresivamente el Ogier, que aferraba la barra como si esperara tener que utilizarla de un momento a otro.
—Tampoco tenemos intención de quedarnos aquí, ¿no es cierto? —replicó Rand. Hurin lanzó una carcajada como si hubiera dicho algo gracioso, pero Loial lo miró con seriedad.
—Tampoco la tenemos, Rand.
Mientras proseguían rumbo sur, no obstante, advirtió que su desenfadada pretensión de regresar al hogar les había levantado ligeramente el ánimo. Hurin mantenía la espalda algo más erguida en la silla y las orejas de Loial no parecían tan abatidas. No eran ésos lugar ni ocasión para dejar entrever que él compartía su aprensión, de modo que la ocultó para sí, librando con ella una batalla interior.
Hurin mantuvo el buen humor durante el resto de la mañana, murmurando:
—Tampoco tenemos intención de quedarnos.
Después reía entre dientes, y así alternativamente, hasta que Rand tuvo ganas de pedirle que se callara. Hacia mediodía, el husmeador volvió a guardar silencio, sacudiendo la cabeza y frunciendo el entrecejo, y Rand descubrió que hubiera preferido volver a oírlo repetir sus palabras y reír.
—¿Ocurre algo malo en relación con el rastro, Hurin? —preguntó.
—Sí, lord Rand —repuso el husmeador, encogiéndose de hombros con semblante preocupado— y, al mismo tiempo no, podría decirse.
—Ha de ser lo uno o lo otro. ¿Has perdido el rastro? No tienes por qué avergonzarte si así ha sido. Ya habías dicho al comienzo que era difuso. Si no podemos encontrar a los Amigos Siniestros, buscaremos otra piedra con la que regresar. —«Luz, cualquier cosa menos eso». Rand mantuvo la serenidad en el semblante—. Si los Amigos Siniestros pueden llegar hasta aquí y marcharse, también podremos hacerlo nosotros.
—Oh, no lo he perdido, lord Rand. Todavía noto su pestilencia. No es eso. Sólo que… que… —Con una mueca, Hurin se decidió—. Que es como si estuviera recordándolo, lord Rand, en lugar de olerlo. Pero no es eso. Hay docenas de rastros que lo cruzan continuamente, docenas y docenas, y toda clase de olores a violencia, algunos de ellos recientes, casi, pero difuminados como todo lo demás. Esta mañana, justo después de abandonar la hondonada, hubiera jurado que se habían producido cientos de asesinatos bajo mis pies, sólo minutos antes, pero no había ningún cadáver ni ninguna marca en el suelo a excepción de nuestras huellas. Una cosa así no podría producirse sin que el suelo quedara levantado ni teñido de sangre, pero no había ninguna marca. Todo es así, mi señor. Sin embargo, estoy siguiendo el rastro. Estoy siguiéndolo. Este sitio me pone los nervios de punta. Eso es. Debe de ser eso.
Rand lanzó una ojeada a Loial, con la esperanza de que el Ogier aportara, como en otras ocasiones, uno de sus curiosos y variados conocimientos, pero ahora parecía tan abrumado como Hurin. Rand adoptó más seguridad en la voz de la que realmente sentía.
—Sé que estás haciendo cuanto puedes, Hurin. Todos estamos nerviosos. Limítate a seguir el rastro y ya los encontraremos.
—Como vos digáis, lord Rand. —Hurin espoleó el caballo. Como digáis.
Al caer la tarde, no obstante, aún no había señales de los Amigos Siniestros y Hurin afirmaba que el rastro todavía era difuso. El husmeador no paraba de murmurar para sí acerca de «recordar».
No había visto ninguna huella. Rand no era tan buen rastreador como Ino, pero cualquier muchacho de Dos Ríos era capaz de seguir el rastro para encontrar un cordero extraviado o cazar un conejo para la cena. Él no había visto nada. Era como si ningún ser vivo hubiera hollado la tierra hasta su llegada.
Debería haber habido algo si los Amigos Siniestros se encontraban más adelante. Sin embargo, Hurin continuaba siguiendo el rastro que afirmaba oler.
Cuando el sol se hundía en el horizonte establecieron el lugar de acampada en un bosquecillo de árboles que habían dejado intacto los incendios y comieron parte de las provisiones de sus alforjas. Pan duro y carne seca combinados con aquella insípida agua: una exigua cena. Rand calculó que los alimentos durarían una semana. Después… Hurin masticaba lentamente, con resolución, pero Loial engulló deprisa su ración y luego se sentó a fumar su pipa, con la gruesa barra a mano. Rand encendió una discreta hoguera, oculta entre la espesura. Cabía la posibilidad de que Fain y sus Amigos Siniestros y trollocs se hallaran lo bastante cerca como para ver el fuego, a pesar de la preocupación de Hurin acerca de la peculiaridad de su rastro.
Le pareció curioso que hubiera comenzado a pensar en ellos como los Amigos Siniestros de Fain, los trollocs de Fain. Fain no era más que un hombre que había perdido el juicio. «Entonces ¿por qué lo rescataron?» Fain había sido una pieza clave en el plan del Oscuro para encontrarlo a él. Tal vez la respuesta guardaba relación con eso. «Entonces ¿por qué huye en lugar de perseguirme? ¿Y qué mató a aquel Fado? ¿Qué ocurrió en aquella habitación con moscas? Y ésos ojos, vigilándome en Fal Dara. Y ese viento, atrapándome como un escarabajo en resina de pino. No. No, Ba’alzemon ha de estar muerto». Las Aes Sedai no habían dado crédito a sus palabras. Moraine no lo había creído, ni tampoco la Amyrlin. Tercamente, rehusó cavilar de nuevo sobre ese tema. Lo único en que debía pensar ahora era en hallar la daga para Mat. Encontrar a Fain y el Cuerno.
«La guerra nunca acaba, al’Thor».
La voz sonaba como una tenue brisa que susurrara en su nuca, un leve y gélido murmullo que se abría camino entre las grietas de su mente. A punto estuvo de invocar el vacío para rehuirla, pero, al recordar lo que le aguardaba por esa vía, reprimió el deseo de hacerlo.
En la penumbra del ocaso, se adiestró en las figuras con la espada, tal como le había enseñado Lan, si bien sin envolverse en el vacío: Partir la seda, El colibrí besa la madreselva, La grulla arremetiendo en los Juncos, para ejercitar el equilibrio. Enajenado en los veloces y certeros movimientos, olvidado momentáneamente de sí y de la situación, practicó hasta que el sudor le cubrió el cuerpo. Al terminar, no obstante, todo estaba igual; nada había cambiado. El tiempo no era frío, pero se estremeció y se arrebujó en la capa al agacharse junto al fuego. Los otros percibieron su estado de ánimo y acabaron de comer deprisa y en silencio. Nadie expresó queja alguna cuando cubrió de tierra las últimas espasmódicas llamas.
Rand realizó el primer turno de vigilancia, recorriendo los lindes de la arboleda con el arco y a veces aflojando la espada en la vaina. La gélida luna se hallaba casi llena, resaltada en la negrura, y la noche se hallaba tan silenciosa como lo había sido el día, e igualmente vacía. Vacía era la palabra exacta. La tierra estaba tan solitaria como un polvoriento cántaro de leche. Era difícil creer que hubiera alguien en todo ese mundo, a excepción de ellos tres; difícil de imaginar que incluso los Amigos Siniestros se encontraran allí, en algún punto situado más adelante.
Para distraerse, desenvolvió la capa de Thom Merrilin, dejando al descubierto el arpa y la flauta en sus rígidas fundas de cuero sobre los parches multicolores. Sacó la flauta de oro y plata de su estuche, recordando las enseñanzas del juglar al notar su contacto, y tocó algunas notas de El viento que agita el sauce, quedamente para no despertar a los demás. Aun tan bajo, la triste melodía sonaba estrepitosa en exceso en aquel lugar, demasiado real. Con un suspiro volvió a cerrar el instrumento y rehizo el hatillo.
Mantuvo la guardia hasta bien entrada la noche, dejando que los otros durmieran. Ignoraba qué hora debía de ser cuando de improviso advirtió que se había levantado una niebla. Ésta se extendía densamente a ras del suelo, tornando las indistintas formas de Loial y Hurin en montículos que despuntaran entre nubes. Con la altura perdía espesor, pese a lo cual envolvía los contornos, ocultando cuanto en ellos había a excepción de los árboles más cercanos. Le parecía contemplar la luna a través de un retazo de seda mojada. Con esa niebla, cualquier ser podía aproximarse a ellos sin ser advertido. Tocó la espada.
—Las espadas no surten efecto contra mí, Lews Therin. Ya debieras saberlo.
La niebla se arremolinó en tomo a los tobillos de Rand cuando éste se volvió, con la espada en las manos y la hoja marcada con la garza ante su busto. El vacío ocupó súbitamente su interior; por primera vez, apenas notó la contaminada luz del saidin.
Una figura cubierta en sombras se acercó entre la neblina, caminando con un largo bastón. Tras ella, insinuando con su sombra la vastedad del visitante, la niebla se oscureció hasta superar la negrura de la noche. A Rand se le erizó el vello. La silueta fue aproximándose, hasta concretarse en la forma de un hombre, vestido de negro, con guantes y una máscara de seda del mismo color que le cubría el rostro, y la sombra se desplazó con él. Su vara era negra también como si la madera se hubiera quemado, y a un tiempo lisa y brillante cual que reflejara los rayos de luna. Por un instante los orificios oculares de la máscara relucieron, como si tras ellos hubiera hogueras en lugar de ojos, pero Rand no tuvo necesidad de reparar en ello para saber con quién se encaraba.
—Ba’alzemon —musitó—. Esto es un sueño. No puede ser de otro modo. Tengo sueño y…
Ba’alzemon rió como el crepitar de un horno abierto.
—Siempre intentas negarlo, Lews Therin. Si alargo la mano, puedo tocarte, Verdugo de la Humanidad. Siempre puedo hacerlo. Siempre y en todo lugar.
—¡Yo no soy el Dragón! ¡Mi nombre es Rand al’…! —Rand entrechocó los dientes para contener sus gritos.
—Oh, conozco el nombre que utilizas ahora, Lews Therin. Conozco todos los nombres que has usado era tras era, incluso desde mucho antes de que fueras el Verdugo de la Humanidad. —La voz de Ba’alzemon fue incrementando su intensidad; en ocasiones el fuego de sus ojos se elevaba de tal manera que Rand podía verlo a través de las aberturas de la máscara de seda, observarlo cual infinitos mares de llamas— Te conozco, conozco tu sangre y tu linaje hasta remontarme a la primera chispa de vida que ha existido, hasta el Primer Momento. Jamás podrás ocultarte ante mí. ¡Jamás! Estamos unidos de manera tan efectiva como las dos caras de una moneda. Los hombres ordinarios pueden esconderse en los giros del Entramado, pero los ta’veren se destacan cual señales de fuego en la cumbre de una colina, y tú, ¡tú eres tan perceptible como si diez millares de flechas resplandecientes te apuntaran desde la bóveda celeste! ¡Eres mío y siempre te hallas al alcance de mi mano!
—¡Padre de las Mentiras! —logró articular Rand. A pesar del vacío, su lengua quería adherirse al paladar. «Luz, por favor, haz que sea un sueño». Aquel pensamiento pasó rozando la superficie de la calma. «Incluso uno de esos sueños que no son tales. No es posible que esté realmente delante de mí. El Oscuro está confinado en Shayol Ghul, en una prisión sellada por el Creador en el momento de la Creación…» Sabía demasiadas cosas que determinaban la realidad para hallar consuelo en tales afirmaciones defensivas—. ¡Un nombre acertado! Si os fuera dado apoderados de mí sin más, ¿por qué no lo habéis hecho? Porque no podéis. ¡Yo sigo la senda de la Luz y no podéis tocarme!
Ba’alzemon se apoyó en su bastón y miró a Rand durante un momento; luego caminó hasta erguirse delante de Loial y Hurin, y bajó la mirada hacia ellos. La inmensa sombra se desplazó con él. Rand advirtió que no agitaba la niebla… Se movía, haciendo oscilar el bastón al ritmo de sus pasos, pero la grisácea neblina no se deshilachaba ni formaba remolinos alrededor de sus pies como lo hacía en torno a los suyos. Aquello le devolvió el coraje. Tal vez Ba’alzemon no estuviera realmente allí. Tal vez fuera un sueño.
—Te buscas unos extraños seguidores —musitó Ba’alzemon—. Siempre lo hiciste. Estos dos, la chica que intenta protegerte… Una pobre y frágil salvaguarda, Verdugo de la Humanidad. Si dispusiera de toda una vida para crecer, nunca sería lo bastante grande para poder ocultarte tras ella.
«¿Una muchacha? ¿Quién? Moraine no es sin duda una muchacha».
—No sé de qué estáis hablando, Padre de las Mentiras. Mentís sin cesar e incluso cuando decís la verdad, la tergiversáis, convirtiéndola en un embuste.
—¿De veras miento, Lews Therin? Tú sabes qué eres, quién eres. Yo te lo he dicho. Y también lo han hecho esas mujeres de Tar Valon. —Rand basculó nerviosamente el peso del cuerpo y Ba’alzemon soltó una carcajada, similar a un pequeño trueno—. Se creen a salvo en su Torre Blanca, pero mis partidarios se cuentan incluso entre sus filas. La Aes Sedai llamada Moraine te reveló quién eres, ¿no es así? ¿Mentía acaso ella? ¿O es quizás una de las mías? La Torre Blanca pretende utilizarte como un perro con un dogal al cuello. ¿Digo verdad? ¿Miento cuando afirmo que vas en pos del Cuerno de Valere? —Volvió a reír. Fuera gracias a la calma del vacío o no, Rand consiguió reprimir el impulso de taparse los oídos con las manos—. A veces los viejos enemigos pelean durante tanto tiempo que acaban convirtiéndose en aliados sin caer en la cuenta de ello. Piensan que están atacándote, pero el vínculo es tan estrecho que es como si uno mismo hubiera guiado su mano para golpear.
—Yo no sigo vuestra guía —espetó Rand—. Niego vuestra influencia sobre mí.
—Tengo un millar de cuerdas atadas a ti, Verdugo de la Humanidad, cada una de ellas más fina que la seda y más resistente que el acero. El tiempo ha trazado un centenar de hilos entre ambos. La batalla que hemos librado… ¿Recuerdas algún pasaje de ellas? ¿Tienes idea de que hemos luchado antes, en innumerables contiendas que vienen teniendo lugar desde el inicio del tiempo? ¡Sé muchas cosas que tú desconoces! Esa batalla tocará pronto a su fin. La última Batalla se aproxima. La última, Lews Therin. ¿De veras crees que puedes evitarla? ¡Tú, pobre y trémulo gusano, me servirás o perecerás! Y en esta ocasión el ciclo no volverá a iniciarse después de tu muerte. La tumba pertenece al Gran Señor de la Oscuridad. Esta vez, si mueres, quedarás completamente destruido. Esta vez la Rueda será quebrada hagas lo que hagas y el mundo volverá a formarse con un nuevo molde. ¡Sírveme! ¡Sirve a Shai’tan o serás destruido para siempre!
Al ser pronunciado dicho nombre, el aire pareció espesarse. La oscuridad que se extendía tras Ba’alzemon se hinchó y aumentó de tamaño, amenazando con engullirlo todo. Rand sintió cómo lo circundaba, más fría que el hielo y a un tiempo más ardiente que las brasas, con una negrura más intensa que la muerte, atrayéndolo hacia sus profundidades, cerniendo su red sobre el mundo. Apretó con la mano la empuñadura hasta que le dolieron las articulaciones.
—Niego tu existencia, niego tu poder. Sigo la senda de la Luz. La Luz me protege y estamos guarecidos en la palma de la mano del Creador. —Pestañeó. Ba’alzemon aún estaba allí y la gran oscuridad todavía estaba suspendida tras él, pero era como si todo lo demás no hubiera sido más que un espejismo.
—¿Quieres ver mi cara? —Era un susurro.
—No —respondió Rand después de tragar saliva.
—Deberías verla. —Una mano enguantada se acercó a la negra máscara.
—¡No!
La máscara se levantó. Era el rostro de un hombre, horriblemente quemado. Con todo, entre las grietas de negros rebordes que atravesaban sus rasgos, la piel presentaba un aspecto sano y terso. Unos ojos oscuros miraron a Rand, unos crueles labios sonrieron, enseñando unos relucientes dientes blancos.
—Mírame, Verdugo de la Humanidad, y contempla la centésima parte de tu propio destino. —Por un momento, ojos y boca aparecieron transformados en unas interminables cavernas de fuego— Esto es lo que el Poder incontrolado es capaz de provocar, incluso a mí. Pero estoy curándome, Lews Therin. Conozco las vías que llevan a incrementar el poder. Te quemaré como a una polilla que sobrevuela un horno.
—¡NO pienso tocarlo! —Rand se sintió rodeado por el vacío, notó el saidin—. No pienso hacerlo.
—No puedes evitarlo.
—¡Dejadme… en… PAZ!
—Poder. —La voz de Ba’alzemon se tornó suave, insinuante—. Puedes recobrar el poder, Lews Therin. Estás ligado a él ahora, en este momento. Lo sé. Lo percibo. Siéntelo, Lews Therin. Siente su brillo en tu interior. Siente el poder que podría ser tuyo. No tienes más que alargar la mano. Pero la Sombra se entromete entre tú y él. La locura y la muerte. No es preciso que mueras, Lews Therin, no tienes por qué volver a morir.
—No —trató de acallarlo Rand. La voz, sin embargo, prosiguió su discurso, ahondando en él.
—Yo puedo enseñarte a controlar ese poder de manera que no te destruya. No hay nadie con vida capaz de enseñarte eso. El Gran Señor de la Oscuridad puede protegerte de la locura. El poder puede ser tuyo y tienes la posibilidad de vivir eternamente. ¡Para siempre! Todo cuanto has de hacer a cambio es servirme. Sólo servirme. Unas simples palabras, «Soy tuyo, Gran Señor», y el poder será tuyo. Un poder que no alcanzan ni en sueños esas mujeres de Tar Valon, y la vida eterna, sólo con que ofrezcas tu persona y te avengas a servirme.
Rand se humedeció los labios. «No volverse loco. No morir».
—¡Nunca! ¡Sigo la senda de la Luz —dijo con voz ronca— y nunca podréis rozarme!
—¿Rozarte, Lews Therin? ¿Tocarte? ¡Puedo consumirte! ¡Prueba su ardor y arde como yo!
Aquellos oscuros ojos volvieron a convertirse en fuego y de aquella boca brotó una llamarada que creció hasta superar el fulgor de un sol de verano, y de pronto la espada de Rand estuvo incandescente como si acabaran de sacarla de la forja. Lanzó un alarido cuando la empuñadura le quemó las manos, y dejó caer el arma. La niebla se incendió, se transmutó en fuego que todo lo arrasaba.
Chillando, Rand golpeó sus ropas, que humeaban deshaciéndose en cenizas, se golpeó las manos, que ennegrecían y se encogían, al tiempo que la carne desnuda crujía y caía en las llamas. Gritó. El dolor arremetía contra su vacío interior, en cuyas profundidades trató de guarecerse. El resplandor estaba allí, como indicio de la luz infecta que aún no veía. Medio enajenado, sin reparar ya en su naturaleza, llamó al saidin, intentó envolverse en él, escudarse con él de las llamas y el dolor.
Tan de improviso como se había iniciado, el fuego se extinguió. Rand observó con asombro su mano despuntando por la manga roja de su chaqueta. La lana no se había chamuscado siquiera. «Han sido imaginaciones mías». Miró frenéticamente alrededor: Ba’alzemon había desaparecido. Hurin se revolvía en sueños; el husmeador y Loial aún eran dos montículos que sobresalían en la baja niebla. «Lo he imaginado».
Antes de tener ocasión de disfrutar del alivio, sintió un terrible dolor en la mano derecha y la volvió para mirarla. Su palma estaba atravesada por la marca de la garza; la garza del puño de su espada, inflamada y roja, grabada con la misma precisión que el dibujo de un artista.
Hurgó en el bolsillo de la chaqueta y sacó un pañuelo que se ató alrededor de la mano, que le daba punzadas. El vacío le sería de ayuda para soportarlo; estando inmerso en él, sería consciente del dolor pero no lo sentiría. Aun así desechó tal posibilidad. En dos ocasiones, una inadvertidamente y otra a propósito, había intentado encauzar el Poder Único mientras estaba arropado en el vacío. Era con eso con lo que quería tentarlo Ba’alzemon. Era eso lo que querían que hiciera Moraine y la Sede Amyrlin. Pues no lo haría.