En la habitación que compartían Hurin y Loial, Rand miraba por la ventana el ordenado trazado de las terrazas de Cairhien, los edificios de piedra y los tejados de pizarra. No veía los cuarteles de los Iluminadores; aun cuando las altas torres y grandes casas señoriales no se hubieran interpuesto en su ángulo de visión, las murallas de la ciudad le habrían impedido divisarlos. Los Iluminadores estaban en boca de todos los ciudadanos, incluso entonces, transcurridos varios días desde que habían lanzado solamente una flor nocturna al cielo, y a hora tan temprana. Corría una docena de diferentes versiones acerca del escándalo, sin contar las variaciones en los detalles, pero ninguna se aproximaba a la realidad.
Rand se volvió hacia el dormitorio. Confiaba en que nadie hubiera salido herido a consecuencia del fuego, si bien los Iluminadores no habían reconocido hasta el momento que se hubiera producido un incendio. Eran un grupo social que guardaba celosamente el secreto de lo que ocurría en el interior de sus estancias.
—Me ocuparé de la primera guardia —dijo a Hurin— tan pronto como regrese.
—No es necesario, mi señor. —Hurin realizó una reverencia tan profunda como si de un cairhienino se tratara—. Yo puedo vigilar. De veras, mi señor no tiene por qué molestarse.
Rand respiró hondo e intercambió una mirada con Loial, quien se limitó a encogerse de hombros. El husmeador estaba volviéndose más ceremonioso a medida que prolongaban su estancia en Cairhien, ante lo cual el Ogier sólo comentaba que los humanos se comportaban a menudo de manera extraña.
—Hurin —señaló Rand—, antes solías llamarme lord Rand y no te inclinabas ante mí cada vez que yo te miraba. —«Deseo, que no me dedique reverencias y que vuelva a llamarme lord Rand», advirtió con asombro. «¡Lord Rand! Luz, debemos salir de aquí antes de que empiece a desear que se incline ante mí»—. ¿Vas a sentarte, por favor? Me canso sólo de mirarte.
Hurin enderezó la espalda, con la apariencia, empero, de estar dispuesto a correr a realizar cualquier tarea que Rand pudiera encomendarle. Ahora nunca se sentaba ni relajaba.
—No sería correcto, mi señor. Debemos demostrar a esos cairhieninos que conocemos a la perfección cuáles han de ser los modales…
—¡Para de una vez de decir eso! —gritó Rand.
—Como deseéis, mi señor.
Rand hubo de esforzarse por no exhalar un suspiro.
—Hurin, lo siento. No he debido gritarte.
—Tenéis derecho a hacerlo, mi señor —replicó simplemente Hurin—. Si no actúo como vos queréis, tenéis derecho a gritar.
Rand caminó hacía el husmeador con intención de agarrarlo por el cuello y zarandearlo.
Un golpe en la puerta que daba a la habitación de Rand los paralizó a todos, pero éste se alegró de ver que, al menos, Hurin no esperaba su permiso para coger la espada. Rand llevaba al cinto el arma con la marca de la garza, cuya empuñadura tocó al disponerse a atender la llamada. Aguardó a que Loial se hubiera sentado en su larga cama, arreglando las piernas y los faldones de la chaqueta para tapar aún más el arcón cubierto con la manta que se encontraba bajo el lecho, y luego abrió la puerta de un tirón.
El posadero, que esperaba lleno de impaciencia, balanceando el cuerpo, le tendió a Rand una bandeja en la que había dos pergaminos sellados.
—Disculpad, mi señor —se excusó Cuale sin resuello— No podía esperar a que bajaseis y como no estabais en vuestra habitación… Perdonadme, pero… —Meneó la bandeja.
Rand cogió las invitaciones sin mirarlas, como tantas de las muchas que había recibido ya, tomó al posadero del brazo y lo volvió hacia el pasillo.
—Gracias, maese Cuale, por tomaros la molestia. Ahora, si sois tan amable de dejarnos solos…
—Pero, mi señor —protestó Cuale—, éstas son de…
—Gracias. —Rand impulsó al hombre hacia el corredor y cerró con firmeza la puerta. Después arrojó los pergaminos sobre la mesa—. Nunca había hecho esto antes. Loial, ¿crees que estaba escuchando detrás de la puerta antes de llamar?
—Estás empezando a ver las cosas como los cairhieninos —se mofó el Ogier, si bien agitando las orejas con aire pensativo antes de agregar—: Aun así, él es cairhienino y es posible que haya estado escuchando. Me parece que no hemos dicho nada que no debiera haber oído.
Rand trató de recordar. Ninguno de ellos había mencionado el Cuerno de Valere ni trollocs ni Amigos Siniestros. Cuando advirtió que estaba cavilando acerca de lo que Cuale podía haber interpretado de lo que realmente habían dicho, sacudió la cabeza.
—Este lugar también te está poniendo los nervios de punta —murmuró para sí.
—Mi señor… —Hurin había recogido los pergaminos y observaba con los ojos muy abiertos los sellos— Mi señor, éstas son de lord Barthanes, cabeza de la casa Damodred, y… —bajó con reverencia la voz— …del rey.
—De todas maneras van a ir a parar al fuego igual que las demás —aseguró Rand, sin dignarse mirarlas—. Sin abrirlas.
—¡Pero, mi señor!
—Hurin —apuntó con impaciencia Rand—, entre tú y Loial me habéis explicado cómo funciona ese Gran Juego. Si voy a cualquiera de los sitios a los que me invitan, los cairhieninos extraerán una conclusión de ello y pensarán que estoy implicado en alguna intriga. Si no voy, también sacarán una interpretación. Si envío una respuesta, tratarán de hallarle un significado, al igual que lo harán si no contesto. Y, puesto que al parecer la mitad de Cairhien está pendiente de la otra mitad, todo el mundo sabe lo que yo hago. Quemé las dos primeras y voy a quemar éstas, al igual que las otras. —Un día había habido doce en el montón que arrojó a la chimenea del comedor, con los sellos intactos—. Sea lo que sea que infieran de ello, al menos todos reciben el mismo trato. No apoyo a nadie de Cairhien ni tampoco voy en contra de nadie.
—He intentado advertirte —se mostró en desacuerdo Loial— de que no funciona así. Hagas lo que hagas, los cairhieninos verán una intriga en ello. Al menos, eso es lo que decía siempre el abuelo Halan.
Hurin tendió las invitaciones selladas a Rand como si estuviera ofreciéndole oro.
—Mi señor, ésta lleva el sello personal de Galldrain. Su sello personal, mi señor. Y ésa, el sello personal de lord Barthanes, que es el personaje que ostenta mayor poder después del rey. Mi señor, quemad éstas y os crearéis enemigos más poderosos de los que podáis encontrar. El hecho de que hayáis arrojado a las llamas las anteriores no ha tenido hasta ahora consecuencias porque las otras casas están esperando a ver qué tramáis y pensando que debéis tener aliados influyentes para arriesgaros a insultarlos. Pero lord Barthanes… ¡y el rey! Ofendedlos, y actuarán sin lugar a dudas.
Rand se pasó las manos por el pelo.
—¿Y si declino ambas?
—No saldría bien, mi señor. A estas alturas, todas las casas os han mandado ya una invitación. Si declináis éstas… Bueno, seguro que al menos uno de los otros linajes pensará que si no estáis aliado con el rey ni con lord Barthanes, entonces pueden dar respuesta al insulto de haber quemado su invitación. Mi señor, tengo entendido que las casas de Cairhien utilizan ahora asesinos a sueldo: un cuchillo clavado en la espalda, una flecha disparada desde un tejado, veneno introducido en el vino…
—Podrías aceptar las dos —sugirió Loial—. Sé que no quieres hacerlo, Rand, pero quizá resulte divertido pasar una velada en la mansión de un señor o incluso en el palacio real. Rand, los shienarianos creían en ti.
Rand esbozó una mueca. Sabía que el hecho de que los shienarianos lo hubieran tomado por un señor se debía al azar; a la casualidad de la semejanza de nombres, a un rumor entre la servidumbre y a Moraine y la Amyrlin que lo habían alentado. Pero Selene le había dado crédito también. «Tal vez esté Presente en una de esas recepciones».
Hurin, sin embargo, sacudió violentamente la cabeza.
—Constructor, no conocéis el Da’es Daemar tan bien como creéis, no de la manera como se lleva a cabo en Cairhien en los momentos actuales. Con la mayoría de las casas, no importaría. Aun cuando se combatan entre sí mediante feroces maniobras, de cara al público actúan como si no lo hicieran. Pero no sucede lo mismo con estos dos linajes. La casa Damodred ocupaba el trono hasta que Laman lo perdió, y quieren recuperarlo. El rey los aplastaría, si no fueran casi tan poderosos como él. No encontraréis rivalidad más enconada que la que mantienen la casa Riatin y la casa Damodred. Si mi señor acepta las dos, ambas tendrán conocimiento de ello tan pronto como envíe las respuestas, y las dos pensarán que ello forma parte de un complot auspiciado por la otra casa contra ellos. Harán uso del puñal o del veneno en un abrir y cerrar de ojos.
—Y supongo —gruñó Rand— que, si sólo acepto una, la otra pensará que estoy aliado con esa casa. —Hurin asintió—. Y probablemente intentarán matarme para detener cualquier maquinación en la que me halle involucrado. —Hurin volvió a asentir—. ¿Entonces puedes sugerirme alguna manera de evitar que cualquiera de ellos desee verme muerto? —Hurin sacudió la cabeza—. Ojalá no hubiera quemado las dos primeras.
—Sí, mi señor. Pero no habría modificado mucho la situación, me temo. Cualquiera que hubierais declinado o aceptado, los cairhieninos habrían sospechado que era con algún propósito inconfesado.
Rand alargó la mano y Hurin depositó en ella los dos pergaminos plegados. Uno estaba sellado, no con el Árbol y la Corona de la casa Damodred, sino con el oso en posición de ataque emblemático de Barthanes. El otro tenía grabado el Ciervo de Galldrain. Eran sus sellos personales. Por lo visto había logrado despertar interés en las más altas esferas mediante el procedimiento de no hacer nada.
—Esta gente está loca —sentenció, tratando de hallar la manera de salir de aquel embrollo.
—Sí, mi señor.
—Dejaré que me vean en la sala de la posada con ellas —decidió. Cualquier cosa presenciada en el comedor al mediodía era conocida en diez casas antes de la caída de la tarde, y en todas ellas al amanecer del día siguiente—. No romperé los sellos. De esa manera, sabrán que aún no he respondido a ninguna. Mientras estén esperando para ver de qué lado me decanto, quizá gane una tregua de unos días. Ingtar deberá llegar pronto. No puede ser de otro modo.
—A eso se lo llama pensar como un cairhienino, mi señor —aprobó Hurin, sonriendo.
Rand le asestó una agria mirada y luego introdujo los pergaminos en el bolsillo, encima de las cartas de Selene.
—Vamos, Loial. Tal vez Ingtar haya llegado ya.
Cuando él y Loial llegaron al comedor, ninguno de los presentes miró a Rand. Cuale estaba sacando brillo a una bandeja de plata como si su vida dependiera de ello. Las camareras circulaban presurosas entre las mesas como si Rand y el Ogier no existieran. Hasta la última persona sentada a las mesas observaba su jarra como si los secretos del poder residieran en el vino o la cerveza. Ninguno de ellos pronunció una palabra.
Pasado un momento, sacó las dos invitaciones del bolsillo, examinó los sellos y volvió a guardarlas. Cuale dio un salto apenas perceptible cuando Rand se dirigió a la puerta. Antes de que ésta se cerrara tras él, oyó cómo la conversación volvía a animarse.
Rand caminaba tan deprisa por la calle que Loial no hubo de acortar sus zancadas para permanecer a su altura.
—Hemos de encontrar la manera de salir de la ciudad, Loial. Este truco con las invitaciones no puede durar más de dos o tres días. Si Ingtar no llega para entonces, deberemos marchamos de todos modos.
—De acuerdo —aceptó Loial.
—Pero ¿cómo?
Loial comenzó a marcar con sus recios dedos los puntos de su argumentación.
—Fain está en las afueras o de lo contrario no habría trollocs en extramuros. Si partimos a caballo, se precipitarán sobre nosotros tan pronto como hayamos perdido de vista la ciudad. Si viajamos con una caravana de mercaderes, la atacarán sin duda. —Rand pensó que ningún mercader dispondría de más de cinco o seis guardianes, y que lo más probable era que éstos echaran a correr cuando vieran un trolloc—. Si al menos supiéramos cuántos trollocs tiene Fain, y cuántos Amigos Siniestros… Tú redujiste su número. —No hizo mención del trolloc que había matado él, pero, a juzgar por su entrecejo fruncido y las largas cejas abatidas hasta las mejillas, estaba pensando en él.
—No importa de cuántos disponga —reflexionó Rand—. Da igual que sean diez o cien. Si nos atacan diez trollocs, no creo que volvamos a escapar. —Rehusó pensar en la manera en que tal vez, sólo tal vez, podría enfrentarse con diez trollocs. Al fin y al cabo, no le había servido de nada cuando había tratado de socorrer a Loial.
—Yo tampoco lo creo posible. Me parece que no tenemos dinero suficiente para comprar un pasaje a un lugar muy alejado, pero, aun así, si intentáramos llegar a los muelles de extramuros… Bien, Fain debe de haber apostado Amigos Siniestros para espiarnos. Si pensara que íbamos a embarcar, no se preocuparía de quién viera a los trollocs. Aun cuando llegáramos a librarnos de ellos, deberíamos dar una explicación a los guardias de la ciudad y no cabe duda de que no creerían que no podemos abrir el arcón, de modo que…
—No vamos a permitir que ningún cairhienino vea ese cofre, Loial.
El Ogier asintió.
—Y los muelles de la ciudad tampoco se hallan a nuestro alcance. —El puerto del interior de Cairhien estaba reservado a las barcazas de grano y a las embarcaciones de placer de los señores y damas. Nadie iba a ellos sin permiso. Era factible verlos desde la muralla, pero hasta el propio Loial se rompería la crisma si intentara bajar por ellas. Loial meneó el pulgar como si tratara de establecer un punto que resaltar con él—. Es una lástima que no podamos ir al stedding Tsofu, ya que los trollocs no se atreverían a entrar en un stedding, pero no creo que nos dejaran llegar tan lejos sin caer antes sobre nosotros.
Rand no respondió. Habían llegado a la gran caseta de guardia situada en la puerta por la que habían entrado en Cairhien el primer día. Afuera, extramuros rebullía de gente, que vigilaban un par de guardias. A Rand le pareció advertir que un hombre vestido con lo que habían sido en un tiempo lujosos ropajes shienarianos se replegaba entre la multitud, ocultándose de su mirada. Había demasiadas personas con ropas de muy diversos países y todas ellas caminaban con prisa. Ascendió los escalones para penetrar en el puesto de guardia, pasando junto a los dos soldados que custodiaban la entrada.
En la amplia antesala había duros bancos de madera para las gentes que debían esperar allí, en su mayor parte personas llenas de humilde paciencia, vestidas con las sencillas ropas que llevaban los plebeyos más pobres. Había algunos habitantes de extramuros entre ellos, que se distinguían por su raído atuendo de vivos colores y que sin duda confiaban en obtener permiso para buscar trabajo en el interior de las murallas.
Rand se encaminó directamente a la larga mesa situada al fondo de la estancia, tras la cual sólo había sentado un hombre, vestido de paisano, con una lista verde en la chaqueta. Era un rollizo individuo cuya piel presentaba un aspecto demasiado tenso, que ordenó documentos en la mesa y cambió dos veces la posición del tintero antes de levantar la mirada hacia Rand y Loial con una falsa sonrisa.
—¿De qué manera puedo ayudaros, mi señor?
—De la misma manera como esperaba que podíais ayudarme ayer —respondió Rand con más paciencia de la que sentía— y anteayer y el día anterior a éste. ¿Ha llegado lord Ingtar?
—¿Lord Ingtar, mi señor?
Rand inspiró profundamente y espiró con lentitud.
—Lord Ingtar de la casa Shinowa, de Shienar. El mismo hombre por el que he venido a preguntar cada día desde que llegamos aquí.
—Nadie con ese nombre ha venido a la ciudad, mi señor.
—¿Estáis seguro? ¿No tenéis necesidad de revisar vuestras listas al menos?
—Mi señor, las listas de los extranjeros que llegan a Cairhien son intercambiadas entre los distintos puestos de guardia al alba y al crepúsculo, y yo las examino tan pronto como llegan a mis manos. Ningún señor shienariano ha entrado en la ciudad desde hace algún tiempo.
—¿Y lady Selene? Antes de que me lo preguntéis de nuevo, os diré que desconozco su casa. Pero os he dado su nombre y os he descrito su aspecto tres veces. ¿No es suficiente?
—Lo siento, mi señor —se excusó el hombre, extendiendo las manos—. Sin saber su casa resulta más difícil. —Tenía un rostro inexpresivo. Rand se preguntó si se lo comunicaría en caso de saberlo.
Rand percibió un amago de movimiento en una de las puertas situadas detrás del escritorio… un hombre que se disponía a entrar en la antesala y que se había vuelto atrás apresuradamente.
—Quizás el capitán Caldevwin pueda ayudarme —sugirió Rand al empleado.
—¿El capitán Caldevwin, mi señor?
—Acabo de verlo detrás de vos.
—Lo siento, mi señor. Si hubiera un capitán Caldevwin en la casa de guardia, lo sabría.
Rand lo miró de hito en hito hasta que Loial le tocó el hombro.
—Rand, creo que será mejor que nos vayamos.
—Gracias por vuestra colaboración —dijo Rand con voz tensa—. Volveré mañana.
—Es un placer hacer lo que está en mis manos —repuso el hombre con su falsa sonrisa.
Rand salió del edificio tan velozmente que Loial hubo de apresurar el paso para darle alcance en la calle.
—Estaba mintiendo. Loial. —En lugar de aminorar la marcha, continuó andando a toda prisa como si quisiera descargar parte de su frustración con el ejercicio físico—. Caldevwin estaba allí. Es posible que mienta respecto a lo demás.
Ingtar podría estar aquí, buscándonos. Apuesto a que también sabe quién es Selene.
—Tal vez, Rand. Da’es Daemar.
—Luz, estoy cansado de oír hablar del Gran Juego. No quiero participar en él. No quiero tener nada que ver con él. —Loial caminó a su lado, sin decir nada—. Ya sé —prosiguió al fin Rand— que piensan que soy un señor y que en Cairhien, incluso los aristócratas extranjeros forman parte del juego. Ojalá nunca me hubiera puesto esta chaqueta. —«Moraine», pensó con amargura. «Todavía me está ocasionando problemas». Casi de inmediato hubo de admitir, aunque reacio, que no era sólo ella quien había propiciado aquella situación. Siempre había habido un motivo para fingir ser lo que no era. Primero para mantener el ánimo de Hurin y luego para tratar de impresionar a Selene. Después de Selene, no había habido manera de salir del papel. Aminoró el paso hasta detenerse—. Cuando Moraine me dejó marchar, creí que las cosas volverían a ser sencillas. Incluso en pos del Cuerno, incluso con… con todo, pensé que sería más sencillo. —«¿Incluso con el saidin dentro de la cabeza?»— ¡Luz, qué no daría por que las cosas volvieran a ser sencillas!
—ta’veren… —comenzó a razonar Loial.
—Tampoco quiero oír hablar de eso. —Rand volvió a caminar a igual velocidad que antes—. Todo cuanto deseo es entregar la daga a Mat y el Cuerno a Ingtar. —«Y luego ¿qué? ¿Enloquecer? ¿Morir? Si perezco antes de perder el juicio al menos no haré daño a nadie. Pero tampoco quiero morir. Lan puede hablar de Envainar la espada, pero yo soy un pastor, no un Guardián»—. Si sólo pudiera no entrar en contacto con él… —murmuró—. Tal vez sea posible… Owyn casi lo consiguió.
—¿Cómo, Rand? No te he oído.
—No era nada —respondió con cautela Rand— Ojalá Ingtar viniera. Y Perrin y Mat.
Caminaron en silencio un rato, con Rand sumido en cavilaciones. El sobrino de Thom había durado casi tres años encauzando el Poder únicamente cuando consideraba que debía hacerlo. Si Owyn había logrado limitar la frecuencia de la utilización del Poder, tenía que ser posible no encauzarlo en absoluto, por más seductor que fuera el saidin.
—Rand —indicó Loial—, hay un incendio allá.
Rand abandonó sus sombríos pensamientos y dirigió la mirada a la ciudad: una gruesa columna de negro humo ondulaba sobre los tejados. No distinguía lo que había debajo, pero estaba demasiado cerca de la posada.
—¡Amigos Siniestros! —exclamó, contemplando el humo—. Los trollocs no pueden traspasar las murallas sin ser advertidos, pero los Amigos Siniestros… ¡Hurin! —Rompió a correr, seguido de Loial, que mantenía su marcha sin apenas esfuerzo.
Cuanto más se aproximaban más crecía su certeza, hasta que, al doblar el último recodo de muros de contención de terrazas, se hallaron frente al Defensor de la Muralla del Dragón. Salía humo por las ventanas del piso superior y el tejado estaba en llamas. Una multitud se había congregado frente al establecimiento. Cuale, gritando y saltando de un lado a otro, dirigía a los hombres que sacaban el mobiliario a la calle, mientras una doble hilera de hombres hacían circular cubos de agua de un pozo situado al fondo de la calle. La mayoría de la gente permanecía de pie, observando; una nueva llamarada brotó del tejado de pizarra y todos exhalaron un sonoro aaah.
—¿Dónde está Hurin? —preguntó Rand al posadero tras abrirse paso entre el gentío.
—¡Cuidado con esa mesa! —gritó Cuale—. ¡No la rayéis! —Miró a Rand y pestañeó. Tenía la cara tiznada—. Mi señor… ¿Vuestro sirviente? No recuerdo haberlo visto, mi señor. Habrá salido sin duda. ¡No dejes caer esos candelabros, necio! ¡Son de plata! —Cuale se alejó a toda prisa para controlar a los hombres que sacaban sus posesiones de la posada.
—Hurin no habría salido —advirtió Loial—. No habría dejado el… —Miró en derredor y dejó inconclusa la frase; algunos de los espectadores parecían hallar tan digno de interés el Ogier como el fuego.
—Lo sé —contestó Rand, antes de entrar precipitadamente en la posada.
El comedor apenas contenía indicios de que el edificio estuviera ardiendo. La doble hilera de hombres subía por las escaleras, pasando cubos de uno a otro de sus componentes, y había otros obreros que se afanaban para trasladar los muebles que aún quedaban, pero no había más humo allá abajo del que se habría producido si algo estuviera quemándose en la cocina. Mientras Rand subía, el aire comenzó a volverse más irrespirable. Tosiendo, siguió ascendiendo por las escaleras.
Las filas se paraban en el segundo rellano, donde los hombres arrojaban el agua en mitad del tramo de escaleras hacia el corredor lleno de humo. Las llamas que se elevaban por las paredes agitaban su color rojo entre el negro humo. Uno de los hombres agarró a Rand por el brazo.
—No podéis subir allí, mi señor. A partir de aquí está todo destruido. Ogier, hacedlo entrar en razón.
Rand advirtió entonces que Loial iba detrás de él.
—Retrocede, Loial. Yo lo sacaré.
—Tú no puedes llevar solo a Hurin y el cofre, Rand —replicó el Ogier—. Además, no dejaré allí mis libros para que se quemen.
—Entonces mantén la cabeza gacha. Por debajo del humo.
Rand se apoyó en manos y rodillas en las escaleras y en esta postura recorrió el resto de peldaños. El aire era más puro cerca del suelo, aunque impregnado de suficiente humo como para producirle tos, pero podía respirarlo. Aun así, lo abrasaba y no podía absorber bastante por la nariz. Respiró por la boca, y sintió cómo se le secaba la lengua.
Parte del agua que lanzaban los obreros cayó sobre él y lo dejó empapado, pero su frescor sólo fue un alivio momentáneo, pues el calor volvió a apoderarse de él. Continuó arrastrándose con resolución, sabedor de que Loial se hallaba detrás de él únicamente por sus toses.
Una de las paredes del pasillo estaba completamente en llamas y el suelo cercano a ella había comenzado ya a agregar finos hilillos de humo a la nube suspendida sobre su cabeza. Se alegró de no poder ver lo que había encima de ella, pues los ominosos crujidos ya eran bastante explícitos.
La puerta de la habitación de Hurin todavía no ardía, pero estaba tan caliente que hubo de realizar dos intentos antes de lograr abrirla. Lo primero que vio fue a Hurin, tendido en el suelo. Rand se arrastró hacia el husmeador y lo incorporó. Tenía un chichón del tamaño de una ciruela en un costado de la cabeza.
—¿Lord Rand? —murmuró débilmente Hurin tras abrir los ojos, sin centrar la mirada—. Han llamado a la puerta… Pensé que era otra invi… —Puso los ojos en blanco. Rand le tomó el pulso y suspiró con alivio al hallarlo.
—Rand… —Loial tosió. Estaba al lado de la cama, cuya colcha levantada dejaba al descubierto sus desnudas tablas. El cofre había desaparecido.
Por encima del humo, el techo crujió y se desprendieron ardientes pedazos de madera.
—Recoge los libros —dijo Rand—. Yo llevaré a Hurin. Aprisa. —Se dispuso a cargar al desmayado husmeador sobre el hombro, pero Loial se lo disputó.
—Los libros tendrán que arder, Rand. Tú no puedes cargar con él e ir a rastras y, si vas erguido, no llegarás a la escalera. —El Ogier puso a Hurin sobre su ancha espalda, con los brazos y pies colgando a ambos lados. El techo crujió ruidosamente—. Debemos apresurarnos, Rand.
—Pasa tú primero, Loial. Yo te seguiré.
El Ogier salió a gachas al corredor con su carga y Rand comenzó a caminar tras él. Entonces se detuvo y retrocedió hasta la puerta que conectaba con su dormitorio. El estandarte se encontraba todavía allí: la enseña del Dragón. «Que se queme», pensó, y de inmediato en su cabeza resonó una respuesta que habría podido pronunciar Moraine: «Tal vez tu vida dependa de ello». «Todavía intenta utilizarme», se dijo. Y la voz volvió a sonar: «Tal vez tu vida dependa de ello». «Las Aes Sedai no mienten nunca», recordó.
Con un gruñido, se deslizó sobre el suelo y abrió de un puntapié la puerta de su habitación.
Ésta era una masa ardiente. La cama era una hoguera y las llamas cubrían parte del suelo. No podía arrastrarse allí. Tras ponerse en pie, corrió encorvado hacia el interior, arredrado por el calor, tosiendo y a punto de asfixiarse. De su húmeda chaqueta emanaba vapor, y un lado del armario estaba ardiendo ya. Abrió la puerta de golpe. Sus alforjas estaban adentro, aún a resguardo del fuego, con uno de los bolsillos abultado por el estandarte de Lews Therin Telamon. Vaciló por espacio de un instante. «Todavía podría dejar que se quemara».
El techo crujió sobre él. Agarró las alforjas y se arrojó hacia el umbral, donde aterrizó de rodillas en el preciso instante en que las ardientes vigas se desplomaban en el lugar que él había ocupado. Arrastrando su carga, se movió a ras del suelo hasta el pasillo. El piso temblaba a causa de las nuevas vigas que se venían abajo.
Los hombres que lanzaban cubos de agua ya no estaban en las escaleras cuando llegó a ellas. Bajó casi deslizándose hasta el siguiente rellano, donde se puso en pie y echó a correr a través del desierto edificio en dirección a la calle. Los espectadores lo observaron, con la cara ennegrecida y la chaqueta manchada de tizne, pero él continuó avanzando a trompicones hacia la pared de enfrente, en la que Loial había apoyado a Hurin. Una mujer le enjugaba la cara con un paño, pero éste todavía tenía los ojos cerrados y la respiración alterada.
—¿Hay una Zahorí en los alrededores? —preguntó Rand—. Necesita asistencia. —La mujer lo miró con rostro inexpresivo y él trató de recordar los otros nombres con que se conocía a las mujeres designadas como Zahoríes en Dos Ríos—. ¿Una Sabia? ¿Una mujer a la que algunos llaman Madre? ¿Una mujer que entiende de hierbas y curaciones?
—Yo soy una Lectora, si es eso a lo que os referís —explicó la mujer—, pero todo cuanto puedo hacer por este hombre es aliviar un poco su dolor. Me temo que tiene algo roto en la cabeza.
—¡Rand! ¡Eres tú!
Rand se volvió. Era Mat, que llevaba de las riendas a su caballo entre la multitud, con el arco colgado en bandolera. Un Mat cuyo rostro estaba pálido y arrugado, pero el propio Mat, que, aunque débilmente, sonreía. Y detrás de él estaba Perrin, con sus amarillentos ojos relumbrando con el fuego, los cuales disputaban al incendio el blanco de las miradas. E Ingtar, vestido con una chaqueta de alto cuello en lugar de la armadura, pero aún llevando la espada cuya hoja despuntaba por encima de su hombro. Rand sintió un escalofrío.
—Es demasiado tarde —les dijo—. Llegáis demasiado tarde. —Entonces se sentó en la calle y se echó a reír.