No lo comprendo —dijo Loial—. Estaba ganando casi todo el rato. Y entonces ha venido Dena y se ha sumado al juego y ha ganado todas las tiradas, todas. Lo ha llamado una pequeña lección. ¿Qué ha querido decir?
Rand y el Ogier caminaban por extramuros, dejando atrás el Racimo de Uvas. El sol, una roja bola que se ocultaba en el horizonte, proyectaba largas sombras a sus espaldas. La calle estaba desierta, con excepción de una de las grandes marionetas, un trolloc con cuernos de cabra con una espada al cinto, y de los cinco hombres que controlaban sus movimientos, pero los sonidos de júbilo se oían aún en otras partes del barrio, en donde se hallaban las salas de espectáculos y las tabernas. Aquí, las puertas ya estaban atrancadas y los postigos de las ventanas cerrados.
Rand dejó de manosear el estuche de madera de la flauta y se lo colgó al hombro. «Supongo que no podía esperar que tirara todo por la borda para venir conmigo, pero al menos podríamos conversar. ¡Luz, qué ganas tengo de que venga Ingtar!» Se puso las manos en los bolsillos y notó el tacto de la nota de Selene.
—No creo que… —Loial guardó silencio, incómodo— No creerás que ha hecho trampa, ¿verdad? Todo el mundo sonreía como si estuviera haciendo algo gracioso.
Rand se encogió de hombros debajo de la capa. «He de tomar el Cuerno y salir de aquí. Si esperamos a Ingtar, puede ocurrir cualquier cosa. Fain vendrá tarde o temprano. Debo tomarle la delantera». Los hombres que transportaban el títere se encontraban casi a su lado.
—Rand —observó de repente Loial—, no me parece que eso sea una…
De súbito los hombres dejaron caer las varas al suelo y, en lugar de derrumbarse, el trolloc dio un salto hacia Rand con las manos extendidas.
No había tiempo para reflexionar. Como un acto reflejo, desenvainó raudamente la espada: La luna se eleva sobre los lagos. El trolloc retrocedió a trompicones, chillando, y se desplomó con un rictus amenazador.
Por un instante todos permanecieron paralizados. Entonces los desconocidos, Amigos Siniestros sin duda, miraron alternativamente al trolloc tendido en la calle y a Rand, con la espada en las manos y Loial a su lado, y, girándose, echaron a correr.
Rand también observó al trolloc. El vacío lo había rodeado antes de que su mano tocara el acero; el saidin refulgía en su mente, insinuante, repugnante. Logró, no sin esfuerzo, ahuyentar el vacío y luego se mordió los labios. Sin la vacuidad, el miedo le recorría el cuerpo.
—Loial, debemos regresar a la posada. Hurin está solo y ellos…
Emitió un gruñido cuando un recio brazo lo levantó por los aires, un brazo tan largo que podía sujetar los dos suyos contra el pecho. Una peluda mano le atenazó la garganta. Percibió un hocico con colmillos justo encima de su cabeza, y un fétido olor agridulce, como de pocilga, le impregnó la nariz.
Tan velozmente como lo había aferrado, la mano le soltó la garganta. Estupefacto, Rand la miró y vio cómo los gruesos dedos del Ogier asían la muñeca del trolloc.
—Aguanta, Rand. —La voz de Loial sonaba tensa. La otra mano del Ogier agarró el brazo que aún tenía levantado a Rand—. Aguanta.
Rand fue zarandeado mientras el Ogier y el trolloc forcejeaban. De improviso cayó. Tambaleante, dio dos pasos para ganar espacio y regresó con la espada en alto.
De pie tras el trolloc de hocico de jabalí, Loial lo retenía por la muñeca y el antebrazo, manteniéndole los brazos abiertos, respirando afanosamente a causa del esfuerzo. El trolloc gruñía en la discordante lengua trolloc, echando la cabeza hacia atrás con intención de golpear a Loial con el hocico. Sus botas se arrastraban sobre la tierra de la calle.
Rand trató de encontrar un punto donde clavar la hoja al trolloc sin herir a Loial, pero Ogier y trolloc giraban tanto en su pulso de fuerza que no hallaba un lugar seguro.
Con un gruñido, el trolloc hurtó el brazo izquierdo, pero, antes de que consiguiera soltarse por completo, Loial le rodeó el cuello con el brazo y lo apretó contra sí. La criatura dirigió las garras a su espada en forma de guadaña, que pendía en su costado derecho. Centímetro a centímetro el oscuro acero fue deslizándose, saliendo de la vaina. Y todavía se movían tanto que Rand no podía atacar sin poner en peligro a Loial.
El Poder, eso serviría. Ignoraba cómo, pero no se le ocurría otro recurso al que recurrir. El trolloc tenía ya la espada medio desenvainada y, cuando la curvada hoja quedara desnuda, daría muerte a Loial.
Rand formó el vacío con renuencia. El saidin brillaba, llamándolo. Vagamente, rememoró un tiempo en que había cantado para él, pero ahora éste únicamente lo atraía, como cautiva el perfume de una flor a una abeja, o el hedor de un muladar a una mosca. Se abrió a él, le tendió las manos… y no halló nada. Era como si hubiera tratado de asir la luz normal. La infección se deslizaba en su interior, ensuciándolo, pero no había flujo de luz dentro de él. Impelido por una distante desesperación, lo intentó una y otra vez. Y, de nuevo, sólo encontró la contaminación.
Con un súbito empujón, Loial arrojó de lado al trolloc, con tanta fuerza que el monstruo fue a chocar de cabeza contra la pared de un edificio, por la que se deslizó hasta quedar tumbado con el cuello doblado. Loial permaneció quieto observándolo, con la respiración alterada.
Rand abandonó un momento el vacío antes de caer en la cuenta de lo ocurrido. Entonces, se desprendió del vacío y la infecta luz y se acercó presuroso a Loial.
—Nunca… había matado antes, Rand. —Loial inspiró, estremeciéndose.
—Te habría matado si no lo hubieras hecho tú —arguyó Rand. Lleno de ansiedad, miró las callejas y las puertas atrancadas y los postigos cerrados. Donde había dos trollocs, debía de haber más—. Siento que hayas tenido que hacerlo tú, Loial, pero nos habría dado muerte a los dos en el mejor de los casos.
—Lo sé, pero me repugna. Aunque sea un trolloc. —Señalando el sol poniente, el Ogier tomó el brazo de Rand—. Hay otro.
El resplandor del sol no le permitió a Rand distinguir los detalles, pero parecía tratarse de un nuevo grupo de hombres con un enorme títere, que caminaban a su encuentro. Ahora, sin embargo, ya sabía en qué había de centrar la atención: la «marioneta» movía las piernas con demasiada naturalidad y la hocicuda cabeza se alzaba para husmear el aire sin ninguna vara que la impulsara. No creía que el trolloc y los Amigos Siniestros pudieran verlos entre las sombras del crepúsculo, ni tampoco los cadáveres que yacían en la calle, pues se movían con excesiva lentitud. De todas maneras era evidente que buscaban algo y que cada vez se hallaban más cerca.
—Fain sabe que estoy por aquí —señaló, limpiando precipitadamente la hoja de la espada en la chaqueta del trolloc muerto—. Los ha enviado a buscarme. No obstante, teme que vean a los trollocs o de lo contrario no los habría disfrazado. Si podemos llegar a una calle donde haya gente, estaremos a salvo. Debemos ir a ver a Hurin. Si Fain lo encuentra solo con el Cuerno…
Se llevó a Loial hacia la siguiente esquina y dobló en dirección a los sonidos de música y risas más cercanos, pero, mucho antes de alcanzarlos, otro grupo de individuos apareció frente a ellos en la solitaria calle con una marioneta que no era tal. Rand y Loial tomaron el próximo cruce, que conducía al este.
En cada ocasión en que Rand trataba de llegar a la música y las risas, había un trolloc en su camino, a menudo husmeando el aire para detectar un olor. Algunos trollocs cazaban por medio del olfato. En algunos puntos, allí donde no había nadie que lo viera, un trolloc caminaba solo. Más de una vez tuvo la certeza de que se trataba de uno que ya había visto antes. Estaban estrechando el cerco, y asegurándose de que él y Loial no abandonaran las desiertas calles con sus postigos cerrados. Paulatinamente, ambos se vieron obligados a replegarse hacia el este, alejándose de la gente, de la ciudad y de Hurin, por estrechas callejas laberínticas sobre las que se cernía la oscuridad. Rand lanzaba pesarosas ojeadas a los altos edificios junto a los que pasaban, cerrados a cal y canto ante la inminencia de la noche. Aun cuando llamara a una morada, hasta que alguien abriera, incluso si los dejaran entrar, ninguna de las puertas que avistaba detendría a un trolloc. Lo único que conseguiría sería ofrecer más víctimas aparte de Loial y él.
—Rand —constató finalmente Loial—, no tenemos adónde ir.
Habían llegado al extremo oriental de extramuros; los altos edificios que los rodeaban eran los últimos. Las luces de las ventanas de los pisos superiores le hacían guiños, pero en los pisos de abajo estaba todo cerrado. Al frente se extendían las colinas, envueltas en la temprana penumbra del crepúsculo, sin ni siquiera una granja a la vista. Sin embargo, no se encontraban totalmente solitarias. Uno de los altozanos más elevados, a un kilómetro de distancia tal vez, estaba circundado de pálidos muros que albergaban edificios.
—Una vez que nos hayan empujado hacia afuera —apuntó Loial—, no tendrán que, preocuparse de quién los ve.
Rand señaló las paredes que rodeaban la colina.
—Eso debería contener a un trolloc. Debe de ser la casa solariega de un noble. Quizá nos dejen entrar. ¿Un Ogier y un señor extranjero? Esta chaqueta debe servirnos para algo, tarde o temprano. —Giró la cabeza hacia atrás. Todavía no se avistaban trollocs, pero aun así condujo a Loial a un costado de la casa junto a la que se hallaban.
—Me parece que eso es el cuartel general de los Iluminadores, Rand. Los Iluminadores protegen celosamente sus secretos. No creo que dejaran entrar allí ni al propio Galldrain.
—¿En qué embrollo os habéis metido ahora? —preguntó una familiar voz femenina. El aire se había impregnado de pronto de un perfume a especias.
Rand levantó la vista; Selene apareció en la esquina que él y Loial acababan de doblar, con su vestido blanco resplandeciendo en la penumbra.
—¿Cómo habéis llegado hasta aquí? ¿Qué hacéis aquí? Debéis marcharos de inmediato. ¡Corred! Hay trollocs persiguiéndonos.
—Ya lo he visto. —Su voz era seca, pero fría y serena—. He venido a buscaros y os encuentro dejando que los trollocs os acorralen como a un cordero. ¿Es posible que el hombre que posee el Cuerno de Valere permita que lo traten de este modo?
—¡No lo tengo aquí! —espetó—. Y no veo qué iba a hacer con él si lo tuviera. Los héroes muertos no van a cumplir la función de despertar para salvarme de los trollocs. Selene, debéis iros. ¡Ahora! —Miró por el recodo.
A menos de cincuenta metros, un trolloc estaba asomando con cautela a la calle su cornuda cabeza, husmeando la noche. A su lado se alzaba una gran sombra, probablemente de otro congénere, junto a unas formas más pequeñas: Amigos Siniestros.
—Demasiado tarde —murmuró Rand. Cambió de lugar el estuche de la flauta para sacarse la capa y rodear con ella a la muchacha. Era lo bastante larga para taparle por completo el vestido blanco y además arrastrarse por el suelo—. Habréis de sostenerla con la mano para correr —le indicó—. Loial, si no nos dejan entrar, tendremos que encontrar la manera de hacerlo furtivamente.
—Pero, Rand…
—¿Acaso prefieres esperar a los trollocs? —Dio un empellón a Loial para impulsarlo a caminar y tomó la mano de Selene antes de emprender el trote—. Busca un sendero para que no nos rompamos la crisma, Loial.
—Estáis permitiendo que os pongan nervioso —observó Selene, que parecía tener menos problemas que Rand para seguir a Loial en la escasa luz reinante—. Buscad la Unidad y recobrad la calma. El que va a ocupar una posición insigne debe conservar siempre la calma.
—Los trollocs pueden oíros —objetó—, y yo no anhelo grandezas. —Le pareció oírla exhalar un irritado gruñido.
En ocasiones sus pies hacían rodar las piedras, pero la travesía de las colinas no era dificultosa, a pesar de las sombras del anochecer. Los árboles, e incluso los arbustos, habían sucumbido hacía tiempo al hacha de los leñadores. Nada crecía allí salvo altas hierbas que susurraban quedamente con el contacto de sus piernas. Se levantó una suave brisa nocturna, y Rand receló que transportara su olor a los trollocs.
Loial se detuvo al llegar al muro de piedras enlucidas con un yeso blanquecino, cuya altura doblaba la suya. Rand volvió la mirada hacia extramuros, donde las hileras de ventanas iluminadas semejaban de lejos los radios de una rueda que tuviera como eje las murallas de la ciudad.
—Loial —inquirió en voz baja—, ¿los ves? ¿Están siguiéndonos?
El Ogier miró hacia extramuros y asintió con pesar.
—Sólo veo a algunos de los trollocs, pero vienen hacia aquí. Corriendo. Rand, de veras no creo que…
—Si quiere entrar, alantin —lo interrumpió Selene—, necesita una puerta. Como ésa. —Señaló una zona oscura en la pared. Aun cuando ella lo afirmara, Rand no estaba seguro de que fuera una puerta, pero, cuando se acercó a ella y presionó, se abrió.
—Rand… —comenzó a protestar Loial.
—Más tarde, Loial —lo acalló Rand, empujándolo hacia la abertura—. Y en voz baja. Estamos escondiéndonos, ¿recuerdas?
Había soportes para una tranca, pero ésta no se veía por ningún sitio. Entró con los demás y cerró la puerta tras ellos. No contendría a nadie, pero tal vez los trollocs dudaran antes de penetrar en las murallas.
Se encontraban en un callejón que conducía a la parte superior del promontorio entre dos largos edificios desprovistos de ventanas. En un principio creyó que también eran de piedra, pero después advirtió que bajo el blanco yeso había madera. Ahora la oscuridad era tan intensa que el reflejo de la luna en las paredes ofrecía una semblanza de luz.
—Mejor que nos arresten los Iluminadores y no que nos atrapen los trollocs —murmuró, iniciando el ascenso de la colina.
—Pero eso es de lo que intentaba prevenirte —protestó Loial—. He oído decir que los Iluminadores matan a los intrusos. Mantienen sus secretos mediante duros métodos expeditivos, Rand.
Rand se paró en seco y volvió a mirar la puerta. Los trollocs todavía se hallaban afuera. En el peor de los casos, los humanos serían más razonables que los trollocs. Tal vez pudiera convencer a los Iluminadores para que los dejasen entrar; los trollocs no prestaban oídos antes de matar.
—Siento haberos metido en esto, Selene.
—El peligro tiene cierto encanto —replicó ésta con suavidad—. Y, hasta ahora, lo afrontáis correctamente. ¿Vamos a ver lo que encontramos? —Emprendió la ascensión del callejón delante de Rand, el cual la siguió, embriagado por el aroma a especias que de ella emanaba.
En la cumbre de la colina, el callejón se ensanchaba en una especie de plaza de arcilla aplanada, casi tan pálida como el yeso y rodeada casi por completo de otras edificaciones blancas sin ventanas, entre las que se abrían angostos callejones en sombras. La estructura situada a la derecha de Rand, sin embargo, tenía una abertura cuya luz se reflejaba en el claro barro. Se retiró al amparo de la oscuridad de la calleja cuando un hombre y una mujer aparecieron y atravesaron lentamente el espacio despejado.
Era evidente que sus ropas no eran cairhieninas. El hombre llevaba pantalones tan holgados como las mangas de su camisa, y ambas prendas eran de color amarillo claro, con bordados en las perneras y en la pechera de la camisa. El vestido de la de la mujer, con intrincados adornos en el pecho, parecía de tonalidad verde pálido, y su cabello estaba peinado con un trenzas.
—¿Todo está dispuesto, dices? —preguntó la mujer—. ¿Estás seguro, Tammuz? ¿Todo?
Su interlocutor extendió los brazos.
—Siempre tienes que comprobarlo por ti misma, Aludra. Todo está preparado. El espectáculo podría iniciarse ahora mismo.
—Las puertas, ¿están atrancadas todas? ¿Todas las…? —Su voz se perdió en el interior del edificio iluminado.
Rand examinó la plaza, sin reconocer apenas nada. En el centro, varias docenas de tubos verticales, tan altos como él y de un diámetro de unos treinta centímetros, reposaban sobre bases de madera. De cada uno de los cilindros partía una oscura cuerda retorcida que se extendía por el suelo hasta una pared baja, de unos dos metros de largo, situada en el lado más alejado. Alrededor del descampado había un revoltijo con artesas, tubos, palos ahorquillados y un sinfín de objetos diversos.
Todos los fuegos de artificio que él había contemplado podían caber en una mano, y eso era cuanto sabía, aparte de que estallaban con gran estrépito o que estallaban a ras del suelo en espirales de chispas, o en ocasiones salían disparados hacia el aire. Siempre llegaban con mensajes de los Iluminadores en los que se advertía que, si se abrían, podían explotar. De todas los fuegos artificiales eran demasiado caros para que el Consejo del Pueblo hubiera permitido abrirlos a cualquier persona inexperta. Aún recordaba la vez en la que Mat había intentado hacer precisamente eso; una semana después nadie le dirigía la palabra salvo su madre. El único detalle con que estaba familiarizado Rand eran los cordeles, las mechas. Sabía que era allí donde se prendía fuego.
Echando una ojeada a la puerta no atrancada, hizo señas a los otros para que lo siguieran y comenzó a caminar bordeando los tubos. Si tenían que buscar un lugar donde esconderse, quería que éste se encontrara lo más lejano posible de esa entrada.
Ello representaba que debía abrirse camino entre las estanterías y Rand contenía el aliento cada vez que rozaba alguna y los objetos que había en ella se movían haciendo ruido. Todas parecían de madera, carentes de metal y temblaba al imaginar el estrépito que ocasionarían si derribaban una. Miró con recelo los altos tubos, recordando la detonación producida por uno del tamaño de su dedo. Si eso eran fuegos de artificio, no deseaba encontrarse tan cerca de ellos.
Loial murmuraba sin cesar para sus adentros, en especial cuando topaba con uno de los anaqueles y retrocedía tan velozmente que avanzaba en medio de una sucesión de choques y murmullos.
Selene no resultaba menos exasperante. Caminaba con tanta despreocupación como si pasearan por la calle de una ciudad. No chocaba con nada y no producía ruido alguno, pero tampoco hacía ningún esfuerzo por mantener cerrada la capa. El color blanco de su vestido parecía más claro que el de todas las paredes. Rand atisbó las ventanas iluminadas, temeroso de que saliera alguien. Sólo con que saliera una persona, vería indefectiblemente a Selene y daría la alarma.
Pero no había nadie en las ventanas. Rand comenzaba a exhalar un suspiro de alivio al arrimarse a la pared baja, y a los callejones y edificios situados tras ella, cuando Loial tropezó con una nueva estantería. Ésta contenía diez varas de aspecto flexible, tan largas como los brazos de Rand, de cuyos extremos se elevaban hilillos de humo. La anaquelería apenas hizo ruido al caer y desparramar sobre una de las mechas los bastones que ardían sin llama. La mecha se prendió fuego, y la llama se acercó raudamente a uno de los altos tubos.
Rand permaneció petrificado un instante y luego trató de susurrar un grito.
—¡Detrás de la pared!
Selene emitió un gruñido de enojo cuando Rand la abatió junto al muro, pero él no le dio importancia. Intentó protegerla con su cuerpo al tiempo que Loial se agazapaba tras ellos. Mientras esperaba a que hiciera explosión el cilindro, se preguntó si aguantaría la pared. Se produjo un ruido sordo cuya resonancia notó en el suelo. Con cautela, se incorporó levemente para asomarse en el borde del muro. Selene lo golpeó con fuerza con el puño en las costillas y rodó para apartarse de él profiriendo un juramento en un idioma que él no reconoció, aunque apenas le prestó atención.
De la punta de uno de los cilindros salía un hilo de humo, nada más. Sacudió la cabeza, extrañado. «Si sólo es eso lo que…»
Con una detonación similar a un trueno, una enorme flor roja y blanca abrió sus pétalos en la ya oscurecida bóveda celeste y después fue alejándose al tiempo que se disolvía en chispas.
Mientras la contemplaba, deslumbrado, el edificio iluminado cobró vida de improviso. En todas las ventanas había hombres y mujeres, observando, señalando y gritando.
Rand lanzó una pesarosa ojeada al oscuro callejón, a tan sólo diez pasos de distancia, consciente de que un solo paso los haría totalmente visibles a la gente asomada a las ventanas. Se oía ruido de personas que se acercaban.
Presionó a Loial y Selene contra la pared, confiando en que parecieran simples sombras.
—Quedaos quietos y en silencio —susurró— Es nuestra única esperanza.
—A veces —comentó en voz baja Selene—, si uno permanece muy quieto, nadie es capaz de verlo. —No aparentaba la más mínima inquietud.
Las botas golpeaban el suelo arriba y abajo al otro lado de la pared y las voces sonaban con furia. Sobre todo la que Rand identificó como la de Aludra.
—¡Eres un mamarracho, Tammuz! ¡Especie de gran cerdo! ¡Tu madre era una cabra, Tammuz! Un día nos matarás a todos.
—Yo no tengo la culpa de lo ocurrido, Aludra —protestó el hombre—. Me he cerciorado de que todo estuviera en el sitio correspondiente, y las yescas estaban…
—¡No me dirijas la palabra, Tammuz! ¡Un cerdo no merece hablar como un ser humano! —La voz de Aludra cambió al responder a la pregunta de otro individuo—. No hay tiempo para preparar otro. Galldrain deberá conformarse con el resto esta noche. ¡Y tú, Tammuz! Vas a colocarlo todo bien, y mañana vas a irte con los carros a comprar estiércol. ¡Como algo vuelva a salir mal esta noche, no voy a fiarme de ti otra vez ni para ocuparte del estiércol!
Los pasos fueron amortiguándose a medida que se alejaban hacia la casa, acompañados de los murmullos de Aludra. Tammuz se quedó cerca, gruñendo para sí acerca de la injusticia de que era objeto.
Rand contuvo el aliento cuando el hombre se inclinó para levantar la estantería caída. Aplastado contra la pared en sombras, distinguió la espalda y los hombros de Tammuz. Habría bastado que éste volviera la cabeza para advertir su presencia. Todavía quejándose para sus adentros, Tammuz dispuso los bastones encendidos en los estantes y luego se fue caminando hacia el edificio donde habían entrado los demás.
Espirando el aire retenido, Rand miró rápidamente a su alrededor y luego volvió a abrigarse en las sombras. En las ventanas aún había algunas personas.
—Esta noche ya no podemos confiar más en la suerte —musitó.
—Se dice que los grandes hombres forjan su buena estrella —afirmó quedamente Selene.
—¿Vais a parar de decir esas cosas? —la reconvino, cansado.
Deseaba que el perfume de la muchacha no ocupara de aquel modo su cabeza; le dificultaba la tarea de pensar. Recordaba el contacto de su cuerpo cuando la había obligado a tenderse bajo el peso del suyo —una turbadora mezcla de suavidad y firmeza— y eso no mejoraba su capacidad de raciocinio.
—Rand… —Loial estaba mirando por el borde de la pared hacia el otro lado de la casa iluminada—. Creo que necesitaremos otra dosis de suerte, Rand.
Rand se volvió para observar por encima del hombro del Ogier. Más allá de la plaza, en la calleja que conducía a la puerta sin atrancar, tres trollocs se asomaban con precaución entre las sombras observando las ventanas alumbradas, en una de las cuales había una mujer que no pareció advertirlos.
—Esto se ha convertido en una trampa —constató con calma Selene—. Esa gente os matará seguramente si os encuentra y los trollocs lo harán sin duda. Pero tal vez podáis acabar con los trollocs tan velozmente que no tengan ocasión de armar ningún alboroto. Quizá podáis hacer que esa gente no os mate para preservar sus pequeños secretos. Aun cuando no deseéis grandezas se requiere un gran hombre para llevar esto a buen fin.
—No tenéis por qué entusiasmaros por ello —espetó Rand.
Trató de dejar de pensar en cómo olía, cómo era el tacto de su cuerpo, y entonces el vacío casi se enseñoreó de él. Se apresuró a ahuyentarlo. No parecía que los trollocs los hubieran localizado, todavía. Volvió a agacharse, contemplando el oscuro callejón más cercano. Una vez que se desplazaran hacia él, los trollocs los verían infaliblemente, al igual que lo haría la mujer de la ventana. Se produciría una competición entre trollocs e Iluminadores de la que saldrían victoriosos quienes les dieran alcance primero.
—Vuestra grandeza va a entusiasmarme. —A pesar de sus palabras, el tono de Selene traicionaba enfado—. Tal vez debería dejaros durante un tiempo para que halléis vuestro propio camino. Si no queréis tomar la grandeza cuando se halla al alcance de vuestra mano, quizá merezcáis morir.
Rand evitó mirarla.
—Loial, ¿ves alguna otra puerta en ese callejón?
El Ogier negó con la cabeza.
—Hay demasiada luz aquí y demasiada oscuridad allí. Si estuviera en el callejón, podría verlo bien.
Rand rodeó la empuñadura de la espada.
—Llévate a Selene. Tan pronto como veas una puerta… si la ves… llámame e iré detrás. Si no la hay al final de la calle, tendrás que auparla para que pueda llegar al borde del muro y saltar al otro lado.
—De acuerdo, Rand. —Loial parecía preocupado—. Pero cuando nos movamos, esos trollocs vendrán detrás de nosotros, sin atenerse a si hay alguien mirándolos o no. Aunque haya una puerta, nos pisarán los talones.
—Deja que me ocupe yo de los trollocs. —«Son tres. Puedo lograrlo, con el vacío». Al pensar en el saidin se decidió. Habían ocurrido demasiadas cosas extrañas cuando había dejado aproximarse demasiado la mitad masculina de la Fuente Verdadera—. Os seguiré tan pronto como pueda. Idos. —Se giró hacia el otro lado de la pared para observar a los trollocs.
Por el rabillo del ojo percibió vagamente el bulto de Loial moviéndose y el vestido blanco de Selene, medio cubierto por su capa. Uno de los trollocs apostados más allá de los tubos apuntó a ellos con excitación, pero los tres vacilaban todavía, mirando la ventana en la que aún estaba asomada la mujer. «Tres. Debe haber una manera de acabar con ellos sin el vacío. Sin el saidin».
—¡Hay una puerta! —le informó en voz baja Loial.
Uno de los trollocs dio un paso hacia afuera de las sombras y los otros lo siguieron, arracimados. Como de un lugar distante, Rand oyó chillar a la mujer de la ventana y la voz de Loial que gritaba algo.
Sin pensarlo, se había puesto en pie. Debía detener de algún modo a los trollocs, o de lo contrario se abalanzarían sobre él y luego sobre Loial y Selene. Agarró uno de los bastones prendidos y se precipitó hacia el tubo más próximo. Éste se ladeó, con una oscilación, y él aferró la base de madera; el cilindro apuntó directamente a los trollocs, quienes aminoraron, titubeantes, el paso. La mujer de la ventana gritó, y Rand aplicó la humeante punta de la vara en el tramo de la mecha en que ésta se unía al tubo.
El ruido seco se produjo al instante, y el grueso soporte de madera lo golpeó con tal fuerza que lo derribó. Un fragor comparable al de un trueno ocupó la noche y un cegador estallido de luz desgarró la oscuridad.
Parpadeando, Rand se levantó, entre toses producidas por el acre humo, tambaleante y ensordecido. Miró con estupor en tomo a sí. La mitad de los cilindros y todas las estanterías estaban abatidos y una esquina del edificio junto al que se encontraban los trollocs había desaparecido, sin dejar más vestigio que algunas vigas y planchas que lamían las llamas. De los trollocs no había ni rastro.
Entre la resonancia que aún le martilleaba los oídos, Rand oyó cómo los Iluminadores gritaban en el interior de la casa. Echó a correr y penetró en el callejón. Cuando había recorrido ya la mitad tropezó con algo y advirtió que era una capa. La recogió sin detenerse. Tras él, los gritos de los Iluminadores poblaban la noche.
Loial estaba balanceándose con impaciencia sobre los pies junto a la puerta abierta. Y estaba solo.
—¿Dónde está Selene? —preguntó Rand.
—Ha regresado allá. He intentado agarrarla, pero se me ha escapado de las manos.
Rand volvió a encaminarse hacia el ruido. A través del incesante sonido que le torturaba los oídos, algunos de los gritos eran casi incomprensibles. Ahora había luz allí, producida por las llamas.
—¡Los cubos de arena! ¡Traed rápidamente los cubos de arena!
—¡Esto es un desastre! ¡Un desastre!
—¡Algunos se fueron por allí!
Loial aferró el hombro de Rand.
—No puedes ayudarla, Rand, porque antes te cogerían a ti. Debemos irnos. —Alguien apareció al fondo del callejón, una sombra cuyos contornos recortaba el resplandor de las llamas, y señaló hacia ellos— ¡Vamos, Rand!
Rand dejó que su amigo lo arrastrara hacia la oscuridad que se abría al otro lado de la puerta. El fuego fue perdiendo brillo tras ellos hasta convertirse en un punto de fulgor rodeado por la noche, y las luces de extramuros fueron aproximándose. Rand casi sentía deseos de topar con más trollocs, con algo contra lo que pelear. Pero sólo se oía la brisa que agitaba la hierba.
—He intentado contenerla —dijo Loial. Se produjo un largo silencio—. Realmente no habríamos podido hacer nada. Nos habrían apresado a nosotros también.
—Lo sé, Loial —replicó, con un suspiro, Rand—. Has hecho lo que has podido. —Caminó de espaldas unos pasos, contemplando el resplandor, que parecía ya más pequeño, seguramente los Iluminadores estaban apagando el incendio—. He de ayudarla de algún modo. —«¿Cómo? ¿El saidin? ¿El Poder?» Se estremeció—. Debo hacerlo.
Atravesaron extramuros entre calles iluminadas, sumidos en un silencio en el que no hizo mella el alborozo reinante en ellas.
Cuando entraron en el Defensor de las Murallas del Dragón, el posadero le ofreció su bandeja con un pergamino sellado. Rand lo tomó y observó el sello blanco: una luna creciente y estrellas.
—¿Quién lo ha traído? ¿Cuándo?
—Una anciana, mi señor. Hace menos de un cuarto de hora. Una criada, aunque no ha dicho de qué casa. —Cuale sonrió como si se ofreciera a recibir confidencias.
—Gracias-dijo Rand, con la mirada todavía fija en el sello. El posadero lo observó con aire pensativo mientras subían las escaleras.
Hurin se sacó la pipa de la boca cuando Rand y Loial entraron en la habitación. Estaba limpiando su espada corta y la maza revestida de acero con un trapo aceitado.
—Habéis pasado mucho rato con el juglar, mi señor. ¿Está bien?
—¿Cómo? —inquirió Rand, sobresaltado—. ¿Thom? Sí, está… —Abrió el sello con el pulgar y leyó la misiva.
«Cuando creo saber lo que vais a hacer, hacéis algo diferente. Sois un hombre peligroso. Tal vez no tardemos mucho en volver a reunirnos. Pensad en el Cuerno. Pensad en la gloria. Y pensad en mí, pues siempre seréis mío».
Nuevamente, no llevaba más firma que el fluido trazo de la escritura.
—¿Están locas todas las mujeres? —preguntó Rand al techo.
Hurin se encogió de hombros. Rand se dejó caer sobre una silla, la que tenía dimensiones destinadas a un Ogier; le quedaban las piernas colgando, pero le daba igual. Observó el cofre cubierto con la manta bajo el borde de la cama de Loial. «Pensad en la gloria».
—Ojalá llegue pronto Ingtar —murmuró.