¿Qué han desaparecido? —interrogó al aire Ingtar— Y mis guardias no vieron nada. ¡Nada! ¡No pueden haberse esfumado!
Escuchándolo, Perrin metió la cabeza entre los hombros y observó a Mat, que estaba a cierta distancia, murmurando, ceñudo, para sí. Discutiendo consigo mismo, según impresión de Perrin. El sol despuntaba sobre el horizonte y por aquel entonces ya deberían haber estado cabalgando. Las sombras se cernían sobre la hondonada, alargadas pero inmóviles, al igual que los árboles que las proyectaban. Los caballos de carga, dispuestos para la marcha, coceaban el suelo con impaciencia, pero todos permanecían de pie junto a su montura, aguardando.
—Ni la más mínima huella, mi señor —informó Ino al llegar. Su tono traslucía un ultraje por el resultado fallido de su escrutinio—. Maldita sea, ni siquiera el condenado rasguño de un casco. Se han esfumado sin más.
—Tres hombres y tres caballos no se esfuman sin más —gruñó Ingtar—. Vuelve a rastrear el suelo, Ino. Si alguien es capaz de localizar sus huellas, ése eres tú.
—A lo mejor escaparon —apuntó Mat. Ino se detuvo en seco y le asestó una airada mirada. «Como si hubiera maldecido a una Aes Sedai», pensó, asombrado, Perrin.
—¿Por qué iban a escapar? —La voz de Ingtar sonaba peligrosamente suave—. Rand, el constructor, mi husmeador…, ¡mi husmeador!… ¿Por qué habría de irse cualquiera de ellos y menos los tres a la vez?
—No lo sé —respondió Mat, encogiéndose de hombros—. Rand estaba… —Perrin sintió deseos de arrojarle algo, de golpearlo, de hacer cualquier cosa para pararlo, pero Ingtar e Ino estaban mirando. Sintió una oleada de alivio cuando Mat vaciló, extendió las manos y murmuró—: No sé por qué. Sólo se me ocurrió que era una posibilidad.
—Escaparse —bufó Ingtar con una mueca, como si no pudiera considerar aquello ni por un instante—. El constructor puede ir a donde le plazca, pero Hurin no lo haría. Ni tampoco Rand al’Thor. No lo haría, ahora que sabe cuál es su deber. Continúa rastreando el terreno, Ino. —Éste esbozó una reverencia y se alejó presuroso, con la espada balanceándole sobre el hombro. Ingtar emitió un gruñido—. ¿Por qué iba a irse Hurin de esta manera, a media noche, sin decir palabra? El sabe cuál es nuestra misión. ¿Cómo voy a perseguir a esa inmundicia poseída por la Sombra sin él? Daría un millar de coronas de oro por una jauría de sabuesos. De no saber que ello es imposible, diría que los Amigos Siniestros tramaron esto para impedir que los sigamos. Paz, ya no sé lo que estoy diciendo. —Se fue tras Ino a grandes zancadas.
Perrin basculó con inquietud el peso del cuerpo. Los Amigos Siniestros estaban sin duda ganando terreno con cada minuto que transcurría, alejándose y llevándose consigo el Cuerno de Valere y la daga de Shadar Logoth. No creía que Rand, por más que hubiese cambiado y a pesar de lo que le hubiera acaecido, fuese a abandonar dicha búsqueda. «Pero ¿adónde se ha ido y por qué?» Que Loial se marchara con Rand era creíble… pero ¿por qué lo haría Hurin?
—Tal vez en verdad se ha escapado —murmuró.
Después miró en torno a sí. Nadie lo había oído, al parecer; ni siquiera Mat estaba prestándole atención. Se mesó los cabellos. Si las Aes Sedai le hubieran dicho que era un falso Dragón, él también se habría ido. Pero la preocupación por Rand no contribuía en nada a la persecución de los Amigos Siniestros.
Existía una solución, tal vez, si él estaba dispuesto a proponerla, aunque no le agradaba tomar esa vía. Había estado rehuyéndola, pero quizá ya no podía seguir haciéndolo. «Me está bien empleado por lo que le dije a Rand. Ojalá yo pudiera liberarme de ello huyendo». Aun sabiendo que podía prestar ayuda, vaciló.
Nadie estaba mirándolo y, de cualquier modo, nadie sabría lo que estaban viendo aunque mirasen. Finalmente, remiso, cerró los ojos y se entregó a la deriva, dejando que sus pensamientos volaran lejos de sí.
Había tratado de negarlo desde un principio, mucho antes de que sus ojos comenzaran a cambiar su tonalidad castaña por un color similar al del oro bruñido. En aquel encuentro inicial, aquel primer instante de reconocimiento, se había negado a admitirlo y había rehusado hacerlo hasta entonces. Todavía deseaba poder huir.
Su mente vagó en busca de lo que por fuerza debía haber en los contornos, lo que siempre había en el campo cuando había pocos hombres o éstos se hallaban lejos; vagó en busca de sus hermanos. No le gustaba pensar en ellos en esos términos, pero lo eran.
En un comienzo había abrigado el temor de que lo que hacía estuviera contaminado por el Oscuro, o por el Poder Único, algo igualmente pernicioso para un hombre que no aspiraba más que a ser un herrero y vivir tranquilamente su vida al amparo de la Luz. Rememorando aquel tiempo, se identificó con el estado de ánimo de Rand, en el que debían de entremezclarse el temor de sí y la sensación de impureza. El fenómeno del que él participaba, sin embargo, era anterior al uso del Poder por parte de los humanos, era algo que había nacido al inicio del tiempo. Moraine le había asegurado que no tenía nada que ver con el Poder. Era algo que había desaparecido hacía tiempo y que volvía a asomar a la luz. Egwene también lo sabía, aun cuando él hubiera deseado lo contrario. No quería que nadie lo supiera y confiaba en que no se lo hubiera contado a nadie.
Había establecido contacto. Los sentía, percibía otras mentes. Sentía a sus hermanos, los lobos.
Sus pensamientos llegaron a él como un remolino de imágenes y emociones. Al principio no había sido capaz de distinguir algo aparte de la emoción descarnada, pero ahora su mente les atribuía palabras. «Hermano lobo. Sorpresa. Un ser de dos piernas que habla». Una imagen borrosa, difuminada por el tiempo, de hombres corriendo con lobos, en dos manadas que cazaban juntas. «Hemos oído que esto vuelve de nuevo. ¿Eres Diente Largo?»
Era una breve descripción de un hombre vestido con pieles, con un largo cuchillo en la mano, pero a la cual se superponía la imagen, más central, de un lobo de profusa pelambre con un diente más largo que el resto, un diente de acero que relucía bajo el sol mientras el animal dirigía la manada a un desesperado ataque entre profundas nieves contra el venado que representaría la vida en lugar de una muerte paulatina a causa del hambre; y la imagen del venado, en su desesperada huida, del sol reflejándose sobre el blanco manto hasta herir la vista, del viento, aullando en los puertos, levantando torbellinos de fina nieve que semejaban niebla y… Los nombres de los lobos eran siempre imágenes complejas.
«No», pensó tratando de forjar mentalmente su aspecto.
«Sí. Hemos oído hablar de ti».
La imagen de ellos no era la que él había formado, la de un hombre joven con musculosos hombros y ensortijado pelo castaño, un joven con un hacha en el cinturón, a quien los demás consideraban lento de pensamiento y acción. Ese hombre estaba allí, en algún punto de la imagen mental que le devolvían los lobos, pero en ésta tenía la fuerza de un toro salvaje con curvados cuernos de reluciente metal, corriendo en la noche con la velocidad y exuberancia de la juventud, con el rizado cabello resplandeciendo bajo la luna, arrojándose entre Capas Blancas a caballo, en el aire seco, frío y lóbrego, y la sangre tan roja en los cuernos y…
«Joven Toro».
Por un momento, Perrin perdió contacto con ellos a causa del estupor. Jamás se le había ocurrido la posibilidad de que le hubieran adjudicado un nombre. Hubiera preferido no recordar qué lo había hecho acreedor de él. Tocó el hacha que pendía de su cinto, con su resplandeciente media luna. «Que la Luz me asista. Maté dos hombres. Ellos me hubieran dado muerte aún con mayor rapidez, y a Egwene, pero…»
Dejando de lado tales cavilaciones, basadas en hechos que no podía remediar ni deseaba recordar, comunicó a los lobos el olor de Rand, Loial y Hurin y les preguntó si lo habían percibido. Aquello era algo que le había sobrevenido junto con la modificación del color de sus ojos; era capaz de identificar a las personas por su olor aun cuando no pudiera verlas. También veía con mayor agudeza, aun en la casi completa oscuridad. Ahora siempre ponía buen cuidado en encender lámparas o velas, en ocasiones antes de que los demás lo creyeran necesario.
Los lobos le transmitieron la visión de unos jinetes acercándose a la hondonada antes del crepúsculo. Ésa era la última vez que habían visto u olido a Rand y a los otros dos.
Perrin titubeó. El paso siguiente sería inútil a menos que hablara con Ingtar. «Y Mat morirá si no encontramos la daga. Diantre, Rand, ¿por qué te has llevado al husmeador?»
En la única ocasión en que había ido a las mazmorras, con Egwene, el olor de Fain le había hecho poner los pelos de punta; ni siquiera los trollocs hedían de ese modo. Sintió impulsos de doblar los barrotes de la celda y despedazar a ese hombre, y el hecho de descubrir tal arrebato en su interior lo había asustado más que el propio Fain. Para amortiguar el olor de Fain en su propia mente, le agregó el de los trollocs, antes de exhalar un aullido.
Procedentes de la lejanía respondieron los gritos de una manada de lobos y en la hondonada los caballos piafaron y relincharon amedrentados. Algunos de los soldados aferraron sus lanzas de larga hoja y observaron con desasosiego el borde de la oquedad. Dentro de la cabeza de Perrin, la situación era peor: sentía la rabia de los lobos, el odio. Únicamente había dos cosas que inspiraban odio a los lobos. Lo demás lo soportaban sin más, pero aborrecían sobremanera el fuego y los trollocs, aunque hubieran atravesado una cortina de llamas para matar trollocs. Aun con mayor intensidad que el de los trollocs, el olor de Fain los había puesto frenéticos, como si olieran algo en comparación de lo cual los trollocs parecieran naturales y casi benignos.
«¿Dónde?»
El cielo se arremolinaba en su cabeza, la tierra giraba. Los lobos no tenían nociones acerca del este y el oeste. Ellos conocían los movimientos del sol, el transcurso de las estaciones, los contornos de la tierra. Perrin interpretó su mensaje: hacia el sur. Y algo más: un ansia por matar a los trollocs. Los lobos permitirían al Joven Toro participar en la matanza. Él podría traer a los dos piernas con sus duras pieles si así lo quería, pero Joven Toro, Dos ciervos, Amanecer de invierno y el resto de la manada perseguirían a los Degenerados que habían osado penetrar en su territorio. Su incomestible carne y agria sangre quemarían mi lengua, pero debían darles muerte. Matarlos. Matar a los Degenerados.
Su furia prendió en él. Sus labios se separaron para formar un rictus amenazador y dio un paso para unirse a ellos, para correr con ellos en la cacería, en pos de la matanza.
Con esfuerzo, cortó el contacto con los lobos hasta que sólo quedó la conciencia de que se encontraban allí. Hubiera podido señalar hacia ellos con la tierra de por medio. Sentía desolación. «Soy un hombre, no un lobo. ¡Que la Luz me proteja, soy un hombre!»
—¿Estás bien, Perrin? —preguntó Mat, aproximándose. Tenía el mismo tono impertinente de siempre y otro, amargo, que había adoptado últimamente, pero parecía preocupado—. Lo que me faltaba. Rand se marcha y luego tú te pones enfermo. No sé dónde voy a encontrar una Zahorí que te cuide por aquí. Creo que tengo un poco de raíz de sauce en mis alforjas. Puedo prepararte una infusión, si Ingtar nos permite quedarnos un rato. Si la hago cargada, lo tendrás bien merecido.
—E… estoy bien, Mat. —Tras deshacerse de su amigo, fue al encuentro de Ingtar. El señor shienariano estaba escrutando el suelo del borde de la hondonada con Ino, Ragan y Masema, quienes lo miraron ceñudos cuando se llevó a Ingtar a un lado. Antes de hablar se cercioró de que éstos se hallaban lo bastante lejos como para no oírlo—. No sé adónde han ido Rand y los demás, Ingtar, pero Padan Fain y los trollocs, y supongo que los Amigos Siniestros también, todavía se dirigen al sur.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió Ingtar.
—Los lobos me han informado de ello —respondió, después de aspirar hondo. Aguardó algo cuya naturaleza no acababa de prever: escarnio, desdén o una acusación de ser un Amigo Siniestro o de estar loco. Deliberadamente, introdujo los pulgares bajo el cinturón, distanciándolos del hacha. «No voy a matar. Nunca más. Si intenta darme muerte por Amigo Siniestro, huiré, pero no voy a matar a nadie más».
—He oído hablar de casos como éste —reconoció lentamente Ingtar tras un momento—. Rumores. Había un Guardián, un hombre llamado Elyas Machera, que a decir de algunos podía hablar con los lobos. Desapareció hace años. —Pareció advertir alguna reacción en la mirada de Perrin—. ¿Lo conoces?
—Lo conozco —repuso llanamente Perrin—. Él es el que… No quiero hablar de ello. Yo no pedí que alguien me iniciara. —«Eso es lo que dijo Rand. Luz, ojalá estuviera en casa trabajando en la herrería de maese Luhhan».
—Esos lobos —inquirió Ingtar—, ¿seguirán la pista de los Amigos Siniestros y trollocs para informarnos? —Perrin asintió—. Bien. Recuperaré el Cuerno, cueste lo que cueste. —El shienariano dirigió la mirada hacia Ino y los demás que aún buscaban las huellas—. Sin embargo, será mejor no contárselo a nadie. Los lobos están considerados como animales de buen agüero en las Tierras Fronterizas pues los trollocs los temen. Aun así, es preferible que esto quede entre nosotros por el momento. Puede que algunos de ellos no lo comprendieran.
—No deseo otra cosa —convino Perrin.
—Les diré que crees disponer del mismo talento que Hurin. Están familiarizados con ello y no les produce ninguna reacción. Algunos te vieron cómo arrugabas la nariz en ese pueblo y en el embarcadero. He oído comentarios jocosos respecto a tu delicado olfato. Sí. Si nos mantienes en su misma senda hoy, Ino verá suficientes huellas para confirmar que ésa es la ruta que han tomado, y antes de que caiga la noche no habrá ningún soldado que no esté convencido de que eres un husmeador. Conseguiré el Cuerno. —Lanzó una ojeada al cielo y elevó la voz—. ¡Estamos desperdiciando la luz del día! ¡A caballo!
Ante la sorpresa de Perrin, los shienarianos parecieron aceptar la explicación de Ingtar. Algunos adoptaron un aire escéptico, entre ellos Masema, que llegó a escupir al suelo, pero Ino asintió con aire pensativo y ello bastó a la mayoría. Mat fue el más difícil de convencer.
—¡Un husmeador! ¿Tú? ¿Vas a seguir la pista de los asesinos por el olor? Perrin, estás tan loco como Rand. Yo soy el único de Campo de Emond que aún no ha perdido los cabales, dado que Egwene y Nynaeve están de camino hacia Tar Valon para convertirse en… —Calló de pronto, mirando con inquietud a los shienarianos.
Perrin ocupó el puesto de Hurin junto a Ingtar mientras la reducida comitiva cabalgaba hacia las tierras meridionales. Mat no cesó en sus denigrantes comentarios hasta que Ino encontró las primeras huellas dejadas por los trollocs y por algunos jinetes, pero Perrin apenas le prestó atención. Su única preocupación era evitar que los lobos se precipitaran sobre los trollocs. A aquellas fieras sólo les interesaba matar a los Degenerados; para ellos, los Amigos Siniestros no diferían de cualquier otro ser de dos piernas. Perrin imaginaba a los Amigos Siniestros diseminándose en doce direcciones distintas mientras los lobos despedazaban a los trollocs; huirían con el Cuerno de Valere, y con la daga. Y, una vez muertos los trollocs, no creía factible atraer el interés de los lobos en seguir el rastro de unos humanos aun en el supuesto de que él tuviera una idea precisa respecto a cuál de ellos había que seguir. Sostuvo una tensa discusión con ellos, a causa de la cual el sudor ya corría por su frente mucho antes de recibir la primera avalancha de imágenes que le revolvieron el estómago.
Refrenó súbitamente el caballo. Los demás hicieron lo mismo, mirándolo, esperando. Dirigió la vista al frente y profirió un amargo juramento en voz
Los lobos podían atacar a los hombres, pero éstos no eran su presa preferida. En primer lugar, porque aún conservaban el recuerdo de las antiguas cacerías conjuntas y, en segundo, porque los seres de dos piernas tenían mal sabor. Los lobos eran más remilgados respecto a su alimentación de lo que él los hubiera creído capaces. Nunca comían carroña, a menos que estuvieran muriéndose de hambre, y eran pocos los que cazaban más de lo que podrían engullir. La sensación que le transmitían ahora a Perrin era lo más parecido a la repugnancia. Además estaban las imágenes. Las veía con mayor claridad de la que hubiera deseado. Cadáveres, de hombres, mujeres y niños, amontonados y diseminados. La tierra empapada de sangre aplastada por los cascos, los desesperados intentos de huida. Carne despedazada, cabezas cortadas. Buitres aleteando con las extremidades manchadas de sangre; cabezas desplumadas desgarrando y llenando el buche. Desconectó la mente para no ponerse a vomitar.
Por encima de un bosquecillo, en la lejanía, distinguió unos puntos negros volando en círculo casi a ras de tierra, aterrizando y remontando el vuelo. Buitres que se disputaban la comida.
—Hay algo horrible allá. —Tragó saliva, topando con la mirada de Ingtar. ¿Cómo podía resultar verosímil esa escena en boca de un supuesto husmeador? «No quiero acercarme para verlo. Sin embargo, ellos querrán investigar cuando hayan avistado los buitres. He de contarles algo que los haga desistir de aproximarse»—. La gente de ese pueblo… Creo que los trollocs los han matado.
Ino comenzó a proferir maldiciones y algunos de los otros shienarianos murmuraron para sí. Ninguno de ellos dio muestras de notar algo extraño en dicha afirmación. Lord Ingtar decía que era un husmeador, y los husmeadores detectaban el olor de las matanzas.
—Y alguien viene siguiéndonos —anunció Ingtar.
—A lo mejor es Rand —aventuró Mat, volviendo grupas ansiosamente—. Sabía que no se iría sin mí.
Por el norte se elevaban tenues polvaredas que indicaban la proximidad de un caballo a la carrera. Los shienarianos se diseminaron, con las lanzas en ristre, girando en todas direcciones. Aquéllos no eran parajes en donde fuera habitual la presencia de un desconocido.
Cuando los demás sólo avistaban un punto, Perrin percibió un caballo y un después una mujer. A medida que se acercaba, ésta redujo la marcha abanicándose con una mano. Era una mujer entrada en carnes, de pelo gris, con la capa atada detrás de la silla, que los observaba vagamente con ojos entornados.
—Es una de las Aes Sedai —la identificó, decepcionado, Mat—. La reconozco. Es Verin.
—Verin Sedai —lo corrigió Ingtar, antes de dedicar desde su silla una reverencia a la recién llegada.
—Moraine Sedai me ha enviado, lord Ingtar —anunció Verin con una sonrisa de satisfacción—. Pensó que tal vez me necesitaríais. Vaya una galopada. Temía no daros alcance hasta cerca de Cairhien. ¿Habéis visto el pueblo? Claro. Oh, era algo horrible, ¿verdad? Y ese Myrddraal. Había cuervos y grajos encima de todos los tejados, pero ni uno se acercaba a él, a pesar de estar muerto. Tuve que espantar el propio peso del Oscuro en moscas, empero, para poder averiguar de qué se trataba. Es una lástima que no tuviera tiempo para descolgarlo. Nunca tuve ocasión de estudiar… —De pronto entrecerró los ojos y su aire ausente se desvaneció cual humo—. ¿Dónde está Rand al’Thor?
—Ha desaparecido, Verin Sedai —respondió Ingtar con una mueca—. Desapareció anoche sin dejar rastro. Lo mismo ocurrió con el Ogier y Hurin, uno de mis hombres.
—¿El Ogier, lord Ingtar? ¿Y vuestro husmeador se fue con él? ¿Qué tendrían en común esos dos con…? —Ingtar la miraba boquiabierto y la mujer soltó un resoplido—. ¿Pensabais que podíais mantener en secreto algo semejante? —Volvió a bufar—. ¡Husmeadores! ¿Desaparecido decís?
—Sí, Verin Sedai. —Ingtar parecía inquieto. No era tranquilizador descubrir que las Aes Sedai estaban al corriente de secretos que uno pretendía mantener al margen de ellas; Perrin confió en que Moraine no hubiera hablado a nadie de su caso—. Pero tengo… tengo otro husmeador. —El lord shienariano señaló a Perrin—. Este hombre dispone, al parecer, de la misma habilidad. Encontraré el Cuerno de Valere, cumpliendo mi juramento, no temáis. Vuestra compañía será bienvenida, Aes Sedai, si deseáis cabalgar con nosotros. —Ante la sorpresa de Perrin, su voz indicaba que no era del todo sincero en su ofrecimiento.
Verin lanzó una ojeada a Perrin y éste movió el cuerpo con desasosiego.
—Un nuevo husmeador, precisamente cuando perdéis el otro. Qué… providencial. ¿No habéis encontrado huellas? No, por supuesto que no. Habéis dicho sin rastro. Curioso. Anoche. —Se arrellanó en la silla, mirando hacia atrás y Perrin pensó por un momento que iba a emprender camino por donde había venido.
—¿Creéis que su desaparición guarda alguna relación con el Cuerno, Aes Sedai? —inquirió Ingtar, frunciendo el entrecejo.
—¿El Cuerno? —Verin volvió la cabeza—. No. No, me parece… que no. Pero es extraño, muy extraño. No me gustan las cosas extrañas hasta que no puedo desentrañarlas.
—Puedo hacer que os escolten dos hombres hasta el lugar donde desaparecieron, Verin Sedai. No tendrán problemas para acompañaros hasta allí.
—No. Si decís que se desvanecieron sin dejar rastro… —Durante un largo momento, examinó a Ingtar con semblante inescrutable—. Cabalgaré con vosotros. Es posible que volvamos a encontrarlos o que ellos nos localicen a nosotros. Habladme mientras cabalgamos, lord Ingtar. Contadme todo lo relativo a ese joven. Todo lo que hizo, todo lo que dijo.
Emprendieron la marcha con un tintineo de arneses y armaduras, con Verin al lado de Ingtar, interrogándolo exhaustivamente, pero en voz demasiado baja para ser escuchada por los demás. La mujer lanzó una significativa mirada a Perrin cuando éste intentó mantener la posición que ocupaba antes, por lo que optó por rezagarse.
—Va en busca de Rand —murmuró Mat—, no del Cuerno.
Perrin asintió. «Dondequiera que hayas ido, Rand, quédate allí. Estarás más seguro que aquí».