Por una vez, Ingtar ordenó el alto de la marcha cuando el sol todavía despedía rayos dorados sobre el horizonte. Los aguerridos shienarianos estaban notando los efectos de lo que habían presenciado en el pueblo. Ingtar nunca se había detenido antes a hora tan temprana y el paraje de acampada que había elegido parecía un lugar propicio para la defensa. Era una profunda hondonada, casi redonda, lo bastante amplia para albergar espaciosamente a todos los hombres y monturas. Un bosquecillo poco denso de robles achaparrados y cedros cubría las laderas exteriores. Los contornos en sí tenían una altura suficiente como para esconder a cualquiera que acampase allí, incluso sin la pantalla de los árboles. El promontorio que formaban casi semejaba una colina, en aquel terreno.
—Lo único que estoy diciendo, maldita sea —oyó insistir a Ino mientras desmontaban—, es que la vi, así la Luz te confunda. Justo antes de que encontráramos a ese condenado Semihombre. La misma condenada mujer que vi en el maldito embarcadero. Estaba allí, y luego, pardiez, ya no estaba. Dirás lo que te venga en gana, pero vigila cómo lo dices, diantre, o te voy a desollar con mis propias manos y quemar tu condenado cuero, mamón de agallas de cordero.
Rand se paró con un pie en el suelo y el otro aún en el estribo. «¿La misma mujer? Pero no había ninguna mujer en el embarcadero, sólo algunas cortinas agitadas por el viento. Y no podría haber llegado a ese pueblo tomándonos la delantera, en caso de que estuviera allí». El pueblo.
Ahuyentó aquellos pensamientos. Incluso más que al Fado, clavado a la puerta, quería olvidar aquella habitación, y las moscas, y la gente que había allí y que se hallaba, a un tiempo, ausente. El Semihombre había sido real —todos lo habían visto— pero la habitación… «Tal vez ya estoy enloqueciendo». Deseó que Moraine estuviera presente para hablar con ella. «Deseando la compañía de una Aes Sedai. Tú eres un insensato. Ahora que te has librado de ello, mantente al margen. ¿Pero me he librado de ellas? ¿Qué ocurrió allí?»
—Los animales de carga y las provisiones en el medio —ordenó Ingtar mientras los lanceros se disponían a montar el campamento—. Almohazad a los caballos y luego ensilladlos de nuevo por si hemos de movernos rápidamente. Que cada hombre duerma junto a su montura, y esta noche no se encenderán fuegos. Los cambios de centinelas se realizarán cada dos horas. Ino, quiero que mandes exploradores, que lleguen tan lejos como les sea posible y regresen antes de que caiga la noche. Quiero saber qué hay por los alrededores.
«Lo está sintiendo —pensó Rand—. Ya no se trata únicamente de algunos Amigos Siniestros y unos cuantos trollocs y quizás un Fado». ¡Únicamente algunos Amigos Siniestros y unos cuantos trollocs y quizás un Fado! Aun pocos días antes no hubiera antepuesto un «únicamente» a tal combinación. Incluso en las Tierras Fronterizas, aun con la Llaga a menos de una jornada a caballo, los Amigos Siniestros, los trollocs y el Myrddraal habían desencadenado una auténtica pesadilla. Antes de que hubiera visto a un Myrddraal clavado a un puerta. «¿Qué cosa que mora bajo la Luz hubiera podido hacer eso? ¿Qué cosa que no mora bajo la Luz?» Antes de que se hubiera adentrado en una habitación donde había estado cenando una familia cuyas risas se habían interrumpido bruscamente. «Deben de haber sido imaginaciones mías. Deben de haberlo sido». Aun para sus adentros, no lograba persuadirse de ello. Ni el viento que lo había empujado en lo alto de la torre, ni lo insinuado por la Sede Amyrlin habían sido fabulaciones suyas.
—Rand… —Se sobresaltó al advertir que Ingtar le hablaba por encima del hombro—. ¿Vas a quedarte toda la noche con un pie en el estribo?
Rand depositó el pie en el suelo.
—Ingtar, ¿qué pasó en ese pueblo?
—Los trollocs se los llevaron. Igual que a los habitantes del embarcadero. Eso es lo que sucedió. El Fado… —Ingtar se encogió de hombros y bajó la mirada hacia un bulto, voluminoso y cuadrado, envuelto con lona, que llevaba en los brazos; lo miró como si viera ocultos secretos que prefería ignorar.— Los trollocs se los llevaron para servirse de ellos como alimento. También lo hacen en los pueblos y granjas cercanos a la Llaga, en ocasiones, cuando sus correrías nocturnas superan las torres fronterizas. A veces recuperamos nuevamente a las personas, y otras no. A veces las recuperamos y casi deseamos no haberlo hecho. Los trollocs no siempre matan antes de comenzar su carnicería. Y a los Semihombres les gusta disponer de… diversiones. Eso es peor que lo perpetrado por los trollocs. —Su voz sonaba tan firme como si estuviera charlando de temas cotidianos, y tal vez así lo hacía, tratándose de un soldado shienariano. Rand respiró hondo para aquietar su estómago.
—El Fado que quedó allá atrás no se divirtió lo más mínimo, Ingtar. ¿Qué es capaz de clavar a un Myrddraal a una puerta, vivo?
Ingtar titubeó, sacudiendo la cabeza, y luego tendió el bulto a Rand.
—Toma. Moraine Sedai me indicó que te entregara esto en el primer lugar de acampada emplazado al sur del Erinin. No sé lo que hay dentro, pero dijo que lo necesitarías. Me encargó que te dijera que lo cuidaras; tu vida puede depender de ello.
Rand lo tomó con desgana; sintió que la piel le hormigueaba con el contacto de la lona. Había algo blando en su interior. Una tela, quizá. Lo sostuvo con cautela. Él tampoco quiere pensar en el Myrddraal. «¿Qué sucedió en aquella habitación?» Cayó en la cuenta de que, por su parte, prefería pensar en el Fado, o incluso en esa estancia, antes que hacerlo en lo que hubiera podido enviarle Moraine.
—Me encomendaron decirte también que, si algo me ocurriera a mí, los lanceros te seguirán a ti.
—¡A mí! —Rand jadeó, olvidándose del fardo. Ingtar respondió a su incrédula mirada asintiendo impasiblemente—. ¡Eso es una locura! Nunca he conducido más que un rebaño de ovejas, Ingtar. De todas maneras, no me seguirían. Además, Moraine no puede deciros quién es vuestro lugarteniente. Es Ino.
—Ino y yo fuimos llamados a presencia de lord Agelmar la mañana en que partimos. Moraine Sedai estaba allí, pero fue lord Agelmar quien me lo comunicó. Tú eres el lugarteniente, Rand.
—Pero ¿por qué, Ingtar? —La mano de Moraine se evidenciaba con transparencia en dicha disposición, la suya y la de la Amyrlin, impeliéndolo a seguir la senda que ellas habían elegido, pero debía preguntarlo.
El shienariano tampoco parecía comprenderlo, pero él era un soldado, habituado a las órdenes inopinadas en la interminable guerra en los márgenes de la Llaga.
—Oí rumores procedentes de los aposentos de las mujeres según los cuales eres realmente un… —Extendió unas manos revestidas de guanteletes—. No importa. Sé que lo niegas. Al igual que niegas el propio aspecto de tu cara. Moraine Sedai dice que eres un pastor, pero nunca he visto a un pastor que lleve una espada con la marca de la garza. Da igual. No diré que yo te hubiera elegido por propia iniciativa, pero creo que dispones de las aptitudes para llevar a cabo lo que es preciso. Cumplirás con tu deber, llegado el momento.
Rand quería replicar que ése no era su deber, pero en su lugar respondió:
—Ino está al corriente de esto. ¿Quién más lo sabe, Ingtar?
—Todos los lanceros. Cuando los shienarianos parten a caballo, cada hombre sabe quién es el siguiente en el orden de jerarquía en caso de que el responsable perezca. Una cadena ininterrumpida hasta el último hombre que queda en píe, aun cuando éste no sea más que un mozo encargado de las caballerías. De esa manera, aunque él sea el último superviviente, no es sólo un fugitivo rezagado que corre para conservar la vida. Él ostenta el mando y el deber lo llama a realizar lo que ha de hacerse. Si yo voy a recibir el último abrazo de la madre, la responsabilidad es tuya. Encontrarás el Cuerno y lo devolverás al lugar que le corresponde. Lo harás.
Había un peculiar énfasis en las últimas palabras de Ingtar. El bulto que Rand llevaba en los brazos parecía pesar ochenta kilos. «Luz, podría encontrarse a quinientos kilómetros de distancia, y todavía estrecha y tira con su mano del dogal. Por aquí, Rand. Por allí. Eres el Dragón Renacido, Rand».
—No quiero tener tal responsabilidad, Ingtar. No voy a hacerme cargo de ella. ¡Luz, sólo soy un pastor! ¿Por qué no va a creerme nadie?
—Cumplirás con tu deber, Rand. Cuando el hombre que inicia la cadena falla, todo lo que depende de él se viene abajo. Ya hay demasiadas cosas que están desmoronándose, demasiadas. Que la Paz propicie el uso de tu espada, Rand al’Thor.
—Ingtar, yo… —Pero Ingtar ya se alejaba para comprobar si Ino había enviado a los exploradores.
Rand contempló el fardo que sostenía en sus brazos y se humedeció los labios. Intuía con aprensión lo que éste contenía. Quería mirarlo y a un tiempo sentía deseos de arrojarlo al fuego sin abrirlo; así lo habría hecho, tal vez, si hubiera tenido la certeza de que se quemaría lo que había en su interior. No obstante, no le era posible mirarlo allí, donde otros ojos podían verlo.
Lanzó una ojeada en torno al campamento. Los shienarianos estaban descargando los animales y algunos ya estaban dando cuenta de una cena fría compuesta de carne seca y de pan. Mat y Perrin atendían sus caballos y Loial estaba sentado en una piedra leyendo un libro, con su pipa de mango largo entre los dientes y una voluta de humo sobre la cabeza. Aferrando el fardo como si temiera que fuera a caérsele, Rand se deslizó entre los árboles.
Se arrodilló en un pequeño claro oculto por ramas de espeso follaje. Durante un rato se limitó a contemplarlo. «Ella no lo habría hecho. No podía». Una vocecilla le respondió: «Oh, sí, sí podía. Podía y quería hacerlo». Finalmente se dispuso a desatar los pequeños nudos de las cuerdas que lo rodeaban. Nudos minuciosos, elaborados con una precisión que evidenciaba la mano de Moraine en ellos; ningún criado lo había hecho en su lugar. No habría osado arriesgarse a que lo viera la servidumbre.
Cuando hubo desligado el último cordel, abrió con manos entumecidas el contenido y luego lo observó, con la boca reseca. Era de una sola pieza, ni tejido ni teñido ni pintado. Un estandarte, blanco como la nieve, lo suficientemente grande como para ser divisado desde los distintos ángulos de un campo de batalla. Y en su extensión se alzaba, ondulante, un figura semejante a una serpiente con escamas de oro y carmesí, pero una serpiente con cuatro patas escamosas, cada una de las cuales estaba rematada por cinco garras doradas, una serpiente con ojos refulgentes como el sol y una melena leonina. Lo había visto con anterioridad, y Moraine le había dicho lo que era: el estandarte de Lews Therin Telamon, Lews Therin Verdugo de la Humanidad, durante la Guerra de la Sombra. El estandarte del Dragón.
—¡Mira eso! ¡Mira lo que tiene ahora! —Mat irrumpió en el claro. Perrin llegó tras él con mayor lentitud—. Primero elegantes atuendos —gruñó Mat— ¡y ahora un estandarte! Ahora nunca va a bajar los humos, con… —Mat se acercó lo bastante para ver claramente la enseña, y se quedó boquiabierto—. ¡Luz! —Dio un paso atrás, vacilante—. ¡Diantre! —El también había estado allí, cuando Moraine explicó su origen. Y Perrin estaba presente, asimismo.
La furia consumía a Rand. Era un furor dirigido a Moraine y a la Sede Amyrlin, a aquellas dos mujeres que lo manipulaban, que tiraban de él. Entonces, agarró la tela con ambas manos y la zarandeó ante Mat, profiriendo palabras incontroladamente.
—¡Eso es! ¡El estandarte del Dragón! —Mat retrocedió otro paso—. Moraine quiere convertirme en una marioneta accionada por las cuerdas de Tar Valon, un falso Dragón para las Aes Sedai. Va a hacérmelo engullir sin tener en cuenta mis deseos. ¡Pero… a mí… no… me… van a… utilizar!
—¿Un falso Dragón? —Mat tragó saliva desde el tronco en el que se había respaldado—. ¿Tú? Eso… eso es absurdo.
Perrin no había retrocedido. Se puso en cuclillas con sus recios brazos apoyados en las rodillas y examinó a Rand, con aquellos relucientes ojos dorados que parecían brillar en las sombras del atardecer.
—Si las Aes Sedai quieren que seas un falso Dragón… —Hizo una pausa y frunció el entrecejo mientras reflexionaba—. Rand, ¿eres capaz de encauzar el Poder? —preguntó al cabo. Mat exhaló un jadeo estrangulado.
Rand dejó caer el estandarte; vaciló sólo un momento antes de asentir con fatiga.
—Yo no lo pedí. No quiero. Pero… pero me temo que no sé cómo pararlo. —La habitación con las moscas regresó espontáneamente a su memoria—. No creo que me permitan parar.
—¡Demonios! —musitó Mat—. ¡Rayos, truenos y relámpagos! Nos matarán, lo sabes. A todos nosotros. A Perrin y a mí al igual que a ti. Si Ingtar y los otros lo averiguan, nos cortarán la garganta bajo acusación de Amigos Siniestros. Luz, probablemente pensarán que estuvimos involucrados en el robo del Cuerno y en el asesinato de esa gente en Fal Dara.
—Cállate, Mat —lo interrumpió con calma Perrin.
—No me digas que me calle. Si Ingtar no nos mata, Rand se volverá loco y lo hará él mismo. ¡Diantre! ¡Diantre! —Mat deslizó la espalda por el tronco del árbol hasta sentarse en el suelo—. ¿Por qué no te amansaron? Si las Aes Sedai lo saben, ¿por qué no te amansaron? Nunca he oído de ningún caso en que dejaran libre a un hombre capaz de encauzar el Poder.
—No lo saben todas —suspiró Rand—. La Amyrlin…
—¡La Sede Amyrlin! ¿Ella lo sabe? Luz, no me extraña que me mirara de esa manera tan rara.
—… y Moraine me dijeron que soy el Dragón Renacido y luego añadieron que podía ir a donde quisiera. ¿No lo ves, Mat? Están intentando servirse de mí.
—Eso no modifica el hecho de que puedes encauzar el Poder —murmuró Mat—. Si estuviera en tu lugar, a estas horas ya estaría a medio camino en dirección al Océano Aricio. Y no me detendría hasta encontrar algún sitio donde no haya Aes Sedai y donde no previera que fuera a haberlas. Y que estuviera solitario. Quiero decir que… Bueno…
—Cállate, Mat —insistió Perrin—. ¿Por qué estás aquí, Rand? Cuanto más tiempo permanezcas entre la gente, más probabilidades existen de que alguien lo averigüe y mande llamar a las Aes Sedai. A las Aes Sedai que no van a decirte que eres libre de marcharte a donde te plazca. —Guardó silencio, rascándose la cabeza en actitud pensativa—. Y Mat está en lo cierto respecto a Ingtar. No me cabe duda de que te acusaría de Amigo Siniestro y te daría muerte. Nos mataría a todos, tal vez. Parece profesarte simpatía, pero creo que lo haría de todos modos. ¿Un falso Dragón? Los demás reaccionarían del mismo modo. Tratándose de ti, Masema no necesitaría grandes excusas. Entonces ¿por qué no te has ido?
Rand se encogió de hombros.
—Iba a hacerlo, pero primero llegó la Amyrlin y luego robaron el Cuerno, y la daga, y Moraine dijo que Mat estaba muriéndose y… Luz, pensé que podía quedarme con vosotros hasta que encontráramos la daga, al menos; pensé que podía ayudaros en eso. Quizá me equivoqué.
—¿Que has venido a causa de la daga? —preguntó con calma Mat. Se frotó la nariz y esbozó una sonrisa—. Nunca lo hubiera sospechado. Nunca pensé que quisieras… ¡Aaaah! ¿Te encuentras bien? Me refiero a que no estarás volviéndote loco, ¿verdad?
Rand recogió un guijarro del suelo y se lo arrojó.
—¡Aggg! —Mat se restregó el brazo—. Sólo preguntaba. Quiero decir que, con todas esas ropas de lujo y esa manera de hablar, diciendo que eras un señor… Bien, eso no es exactamente estar bien de la cabeza.
—¡Estaba tratando de apartarte de mí, estúpido! Tenía miedo de enloquecer y causarte daño. —Sus ojos se posaron en el estandarte y su voz adoptó un tono más bajo—. Al final lo haré, si no logro controlarlo. Luz, no sé cómo parar.
Eso es lo que me temo —confesó Mat, poniéndose en pie—. Sin ánimo de ofenderte, Rand, pero me parece que voy a dormir tan lejos de ti como me sea posible, si no te importa. Eso suponiendo que te quedes. En una ocasión un guarda de mercader me habló de un hombre que encauzaba el Poder. Antes de que el Ajah Rojo lo encontrara, se despertó una mañana, y todo su pueblo estaba aplastado. Todas las casas, toda la gente, todo menos la cama en la que dormía, como si una montaña los hubiera apisonado.
—En ese caso, Mat, deberías dormir con la mejilla pegada a la suya —terció Perrin.
—Puede que sea un estúpido, pero tengo intención de ser un estúpido vivo. —Mat titubeó, mirando de soslayo a Rand—. Mira, ya sé que viniste para ayudarme y te estoy agradecido. De veras. Pero ya no eres el mismo de antes. Lo comprendes, ¿verdad? —Aguardó en espera de una respuesta y, como ésta no se produjera, se deslizó entre los árboles, de regreso al campamento.
—¿Y qué hay de ti? —preguntó Rand. Perrin sacudió la cabeza, haciendo oscilar sus enmarañados rizos.
—No lo sé, Rand. Eres el mismo y a la vez no lo eres. Un hombre que encauza el Poder; mi madre solía asustarme con eso, cuando era niño. Simplemente no lo sé. —Extendió la mano y tocó una esquina del pendón—. Me parece que yo quemaría esto, o lo enterraría, sí estuviera en tu piel. Después correría hasta tan lejos y a tanta velocidad que ninguna Aes Sedai sería capaz de encontrarme. Mat tenía razón acerca de eso. —Se levantó, mirando con ojos entrecerrados el cielo de poniente, que comenzaba a teñirse de rojo con los últimos rayos del sol—. Es hora de volver al campamento. Piensa en lo que te he dicho, Rand. Yo echaría a correr. Pero tal vez no puedas hacerlo. Piensa en ello, Rand. —Sus amarillentos ojos parecieron mirar hacia el interior y su voz reflejó cansancio—. A veces uno no puede huir. —Después se alejó.
Rand se arrodilló allí, contemplando el estandarte extendido en el suelo.
—Bien, a veces uno puede huir. Quizás ella me dio esto para que echara a correr. Tal vez ha apostado algo o alguien que me aguarda, en previsión de que escape. No voy a hacer lo que ella quiere. No voy a hacerlo. Lo enterraré aquí mismo. Pero ella dijo que tal vez mi vida dependiera de él y las Aes Sedai nunca mienten de manera evidente… —De improviso sus hombros se agitaron a causa de una silenciosa risa—. Ahora ya hablo solo. Tal vez ya estoy enloqueciendo.
Cuando regresó al asentamiento, llevaba el estandarte envuelto en la lona, atado con nudos menos precisos que los que había realizado Moraine.
La luz había comenzado a menguar y la sombra del altozano cubría la mitad de la hondonada. Los soldados estaban acostándose con los caballos a su lado Y la lanza al alcance de la mano. Mat y Perrin estaban tendidos junto a sus monturas. Rand les dirigió una apesadumbrada mirada, cogió a Rojo, de pie en el lugar donde lo había dejado con las riendas colgando, y se encaminó al otro lado de la hondonada, donde Hurin acompañaba a Loial. El Ogier había dejado de leer y examinaba la piedra medio enterrada sobre la que había estado sentado, recorriendo el trazado de algo con el largo mango de su pipa. Hurin se puso en pie y dedicó a Rand algo parecido a una reverencia.
—Espero que no os importe que instale mi cama aquí, lord… eh,… Rand. Sólo estaba escuchando al constructor.
—Aquí estás, Rand —dijo Loial—. ¿Sabes? Creo que esta piedra estuvo labrada en un tiempo. Mira, está gastada por la intemperie, pero parece como si hubiera sido una especie de columna. Y también tiene marcas. No acabo de descifrarlas, pero de algún modo me resultan familiares.
—Quizá puedas verlas con mayor claridad por la mañana —observó Rand, sacando las alforjas de Rojo—. Me encantará tu compañía, Hurin. —«Me alegra la compañía de cualquiera a quien no inspire temor. ¿Durante cuánto tiempo podré disfrutar de ella?»
Trasladó todo a un costado de las alforjas —camisas, pantalones y calcetines de lana de repuesto, un juego de costura, una caja de yesca, el plato y la taza de latón, una caja de madera verde con cuchillo, tenedor y cuchara, un paquete de carne seca y pan para raciones de emergencia y el resto de artículos de viaje— y después introdujo el fardo envuelto en lona en el bolsillo vacío. Quedaba abultado, con las correas que apenas llegaban a las hebillas, pero ahora también resultaba prominente el otro costado. No llamaría la atención.
Loial y Hurin, que parecieron percibir su estado de ánimo, respetaron su silencio mientras desligaba la silla y la brida de Rojo, cepillaba al gran alazán con manojos de hierba arrancados del suelo y volvía a ensillarlo. Rand rehusó su ofrecimiento de comida; no se creía capaz de engullir en aquel momento ni los más exquisitos manjares que jamás hubiera visto. Los tres dispusieron sus lechos, una simple manta doblada a modo de almohada y una capa para taparse, junto a la piedra.
El campamento estaba en silencio ahora, pero Rand yacía aún despierto cuando la oscuridad era ya completa. Su mente no cesaba de cavilar. El estandarte. «¿Qué está intentando hacerme?» El pueblo. «¿Qué es capaz de matar a un Fado de ese modo?» Lo peor, la casa del pueblo. «¿Sucedió realmente? ¿Estaré enloqueciendo ya? ¿Huyo o me quedo? Debo quedarme. Debo ayudar a Mat a encontrar la daga».
Un sueño exhausto lo invadió finalmente, y con el sueño, sin proponérselo, el vacío lo rodeó, parpadeando con un inquietante resplandor que agitó sus sueños.
En la oscuridad de la noche, Padan Fain miraba hacia el norte, más allá de la única fogata del campamento, sonriendo con una sonrisa fija que nunca alteraba sus ojos. Todavía se consideraba Padan Fain —Padan Fain era su esencia pero había sido transformado, y él lo sabía. Sabía muchas cosas ahora, más de lo que cualquiera de sus amos podía sospechar. Había sido un Amigo Siniestro durante muchos años, antes de que Ba’alzemon lo llamara y lo compeliera a seguir el rastro de los tres jóvenes de Campo de Emond, destilando lo que sabía de ellos, destilándolo a él, y devolviéndole la esencia de manera que fuera capaz de detectarlos, de oler dónde habían estado, de seguirlos doquiera se dirigieran. En especial a aquél. Una parte de sí mismo aún se acobardaba, recordando lo que Ba’alzemon le había hecho, pero era una pequeña parte, recluida, suprimida. Había cambiado. La persecución de los tres muchachos lo había conducido a Shadar Logoth. No había querido ir allí, pero no había tenido más remedio que obedecer. Y en Shadar Logoth…
Fain inspiró profundamente y rozó con el dedo la daga adornada con un rubí que llevaba al cinto. Esa hoja procedía de Shadar Logoth. Era la única arma que llevaba, la única que necesitaba; la sentía como parte integrante de sí. Se hallaba íntegro, ahora. Eso era lo único que importaba.
Lanzó una ojeada a ambos lados del fuego. Los doce Amigos Siniestros que restaban con sus otrora lujosos atuendos, arrugados y sucios ahora, se apiñaban en la oscuridad a un lado, no mirando el fuego, sino a él. En el otro se agazapaban sus veinte trollocs; sus ojos, excesivamente humanos en aquellas facciones de hombre desfiguradas por rasgos de animal, seguían cada uno de sus movimientos con la cautela propia de un ratón que recela de un gato.
Había sido una dura lucha en un principio, al despertar cada mañana sin hallarse íntegro y comprobar que el Myrddraal volvía a ostentar el mando, exigiendo con furia que se encaminaran al norte, a la Llaga, a Shayol Ghul. Sin embargo, poco a poco, esas mañanas de debilidad fueron tornándose más cortas, hasta que… Recordaba el tacto del martillo en su mano, haciendo penetrar los clavos, y sonrió; en aquella ocasión sus ojos también sonrieron, con el goce del dulce recuerdo.
Un sollozo procedente de las tinieblas llegó a sus oídos, y su sonrisa se desvaneció. «Nunca debí permitir que los trollocs tomaran tantos». La totalidad de un pueblo no hacía más que entorpecer su marcha. Si aquellas casas del embarcadero no hubieran estado desiertas, tal vez… Pero los trollocs eran insaciables por naturaleza y con la euforia del espectáculo de la muerte del Myrddraal, no había prestado la atención que habría debido.
Dirigió la mirada a los trollocs. Cada uno de ellos era casi dos veces más alto que él, lo bastante fuerte para astillarle los huesos con una mano, pese a lo cual retrocedieron, todavía encorvados.
—Matadlos. A todos. Podéis comerlos, pero luego formad una pila con todos los restos… para que la encuentren nuestros amigos. Poned las cabezas en la punta, ordenadamente. Hacedlo ahora. —Lanzó una carcajada, que interrumpió bruscamente—. ¡Marchaos!
Los trollocs se alejaron, desenvainando espadas similares a las guadañas y levantando hachas erizadas de puntas. A poco se oyeron chillidos y bramidos en el lugar donde estaban atados los habitantes del pueblo. Las súplicas en demanda de piedad y los gritos de los niños fueron acallados por contundentes golpes y escalofriantes ruidos de carne reventada, semejante al que producen los melones al partirse.
Fain volvió la espalda al estruendo para observar a sus Amigos Siniestros. Ellos también le pertenecían, en cuerpo y alma. La porción de alma que aún les quedaba. Todos y cada uno de ellos se hallaban tan profundamente encenagados como lo había estado él hasta que encontró la manera de salir de esa situación. Ninguno tenía un lugar adonde ir si no era siguiéndolo a él. Sus ojos se centraban en él, temerosos e implorantes.
—¿Creéis que volverán a tener hambre antes de que encontremos otro pueblo o granja? Es posible. ¿Pensáis que voy a permitir que se alimenten de nuevo con algunos de vosotros? Bueno, tal vez con uno o dos. Ya no quedan caballos que sacrificar.
—Los otros sólo eran plebeyos —logró alegar una mujer con voz insegura. El fango le manchaba el rostro y su vestido de fino corte que ponía de manifiesto su condición de rica mercader. Las manchas invadían el lujoso paño gris y un largo desgarrón había echado a perder la falda—. Eran campesinos. Nosotros hemos servido, yo he servido.
Fain la interrumpió, con un tono apacible que aún confería mayor dureza a sus palabras.
—¿Qué sois vosotros para mí? Algo más ínfimo que campesinos. ¿Un rebaño de animales para los trollocs, quizá? Si queréis seguir con vida, ganado, debéis ser útiles.
El rostro de la mujer se desencajó. Cuando prorrumpió en sollozos, los demás comenzaron a exponer de improviso, balbuceantes, cuán útiles podían ser, tratándose de hombres y mujeres que gozaban de ventajosas posiciones e influencias antes de ser llamados para cumplir sus juramentos en Fal Dara. Pronunciaron los nombres de importantes y poderosas personas a quienes conocían en las Tierras Fronterizas, en Cairhien y en otros países. Revelaron los conocimientos que sólo ellos poseían acerca de una u otra nación, de las situaciones políticas, alianzas, intrigas, de todas las cosas que podían aconsejarle si les permitía continuar a su servicio. El ruido de su parloteo se entremezcló con los de la matanza perpetrada por los trollocs, confundiéndose con ella.
Fain hizo caso omiso de todo ello —ya no temía prescindir de ellos, desde que había experimentado su victoria sobre el Fado— y se acercó a su botín. Arrodillado, recorrió con la mano el ornado arcón de oro, sintiendo el poder que éste encerraba. Debía hacerlo transportar a un trolloc, pues no confiaba suficientemente en los humanos para cargarlo en un caballo; algunos anhelos de gloria podían ser lo bastante poderosos como para hacerles superar el temor que él les inspiraba, pero los trollocs no abrigaban sueños más ambiciosos que el hecho de matar. Aún no había descubierto la manera de abrirlo, pero no tardaría en averiguarlo. Todo llegaría a su debido tiempo. Todo.
Desenvainó la daga y la depositó sobre el cofre antes de acostarse junto al fuego. Aquella hoja era una protección más infalible que la de un trolloc o un humano. Todos habían visto lo que ocurrió cuando la utilizó, en una ocasión; ninguno de ellos se aproximaría a esa arma desenfundada sin recibir su orden expresa y en ese caso lo haría con paso reacio.
Tendido bajo las mantas, dirigió la vista hacia el norte. Ahora no percibía la ubicación de al’Thor, dado que la distancia que mediaba entre ellos era demasiado grande. O tal vez al’Thor estaba realizando su truco para desaparecer. En ocasiones, en la fortaleza, el muchacho se había esfumado súbitamente, tornándose inasequible a sus sentidos. No sabía cómo, pero siempre regresaba, tan de improviso como se había ido. Aquella vez también volvería.
—Esta vez eres tú quien viene a mí, Rand al’Thor. Antes, yo te seguía como un perro atado a un lazo, pero ahora tú me sigues a mí. —Su risa era un cacareo que incluso él reconocía como propia de un loco, pero no le inquietaba. La locura formaba parte, asimismo, de él—. Ven a mí, al’Thor. La danza aún no se ha iniciado. Danzaremos en la Punta de Toman y allí me libraré de ti. Por fin te veré muerto.