No nos alcanzarán —dijo Rand— Hurin, ¿puedes galopar sin perder el rastro?
—Sí, lord Rand.
—Entonces síguelo. Vamos a…
—No servirá de nada —objetó Selene. Su blanca yegua era la única montura que no se había inmutado con los roncos gruñidos de los grolm— jamás cejan en su persecución. Una vez que han captado el olor, los grolm continúan acercándose, día y noche, hasta abatir a su presa. Hay que matarlos o encontrar la manera de ir a otro lugar. Rand, el Portal de Piedra puede transportarnos a otro lugar.
—¡No! Podemos matarlos. Yo puedo hacerlo. Ya he acabado con uno. Sólo son cinco. Si pudiera encontrar… —Buscó en los alrededores el emplazamiento adecuado y lo halló—. ¡Seguidme! —Hincando los talones en sus flancos, puso a Rojo al galope, con la seguridad de que los demás lo secundarían.
El lugar elegido era una redondeada colina baja carente de árboles, a la que nada podía acercarse sin ser advertido. Desmontó y desató su largo arco. Loial y Hurin se reunieron con él en el suelo, el Ogier con su enorme barra en mano y el husmeador blandiendo su espada corta. Ninguna de aquellas armas sería de gran eficacia si los grolm se aproximaban. «No dejaré que se acerquen».
—Éste es un riesgo innecesario —insistió Selene que, inclinada en la silla, observaba a Rand sin apenas dedicar una mirada a los grolm—. Podemos llegar fácilmente al Portal de Piedra.
—Los contendré. —Rand se apresuró a contar las flechas que le quedaban en la aljaba: dieciocho, cada una de ellas tan larga como su brazo, y diez de ellas con puntas como cinceles, destinadas a penetrar las armaduras de los trollocs. Serían tan útiles para los grolm como para los trollocs. Clavó cuatro en el suelo frente a él y colocó una quinta en el arco—. Loial, Hurin, aquí no cumplís ningún cometido. Montad y preparaos a llevar a Selene a la Piedra si alguno se acerca. —Se preguntó si sería capaz de matar a una de las criaturas con la espada, llegado el caso. «¡Estás loco! Incluso el Poder no es tan temible como eso».
Loial dijo algo que él, invocando ya el vacío, tanto para soslayar sus pensamientos como por necesidad, no escuchó. «Sabes muy bien lo que te aguarda. Pero así no debo tener contacto con él». El resplandor estaba allí, aquella luz apenas perceptible. Parecía fluir hacia él, pero el vacío era completo. Los pensamientos giraban sobre la superficie de la calma, visibles en aquella luz contaminada. «El saidin. El Poder. La Locura. La Muerte». Eran pensamientos foráneos, pues ya había alcanzado la unidad con el arco, con la flecha, con los animales situados en el siguiente altozano.
Los grolm, cinco grandes bultos de tres ojos con picudas fauces abiertas, se acercaban, adelantándose unos a otros con sus saltos. Sus guturales chillidos rebotaban en el vacío, apenas percibidos.
Rand no tuvo conciencia de alzar el arco ni de pegarlo a su mejilla. Estaba compenetrado con las bestias, con el ojo central de la primera. Entonces el proyectil se alejó. El primer grolm cayó; uno de sus compañeros saltó sobre él y desgarró bocados de carne con el pico. Gruñó a los otros, pero éstos se abrieron en círculo para sortear al caído y continuaron avanzando. Como si algo lo compeliera, el grolm abandonó la comida y saltó tras ellos, con su picuda fauce ya sangrienta…
Rand se movió suave e inconscientemente, apuntando y disparando. Apuntando y disparando.
Cuando la quinta flecha abandonó el arco, bajó éste, aún sumido en el vacío, mientras el cuarto grolm se desplomaba como una descomunal marioneta a la que le hubieran cortado las cuerdas. Aun cuando el postrer proyectil todavía estuviera surcando el aire, de algún modo tenía la certeza de que no era necesario realizar otro tiro. La última bestia se desmoronó como si sus huesos hubieran perdido consistencia, con una saeta emplumada clavada en el ojo del medio. En todos los casos había acertado al ojo central.
—Magnífico, lord Rand —alabó Hurin—. Nunca… nunca había visto a nadie disparar así.
El vacío retenía a Rand. La luz lo llamaba y él… anhelaba… tocarla. La luz lo rodeaba, lo henchía.
—¿Lord Rand? —Hurin le tocó el brazo y Rand se sobresaltó, sustituyendo el vacío por lo que había en torno así—. ¿Estáis bien, mi señor?
Rand se frotó la frente con la punta de los dedos. Estaba seca, aunque se sentía como si debiera estar cubierta de sudor.
—Estoy…, estoy bien, Hurin.
—Se vuelve más sencillo a medida que se practica, eso me han dicho —afirmó Selene—. Cuanto más tiempo se vive en la Unidad, más fácil es.
Rand lanzó una ojeada hacia ella.
—Bien, no voy a necesitarlo de nuevo, al menos por un tiempo.
«¿Qué ha sucedido? Quería…» Todavía sentía deseos de hacerlo, advirtió horrorizado. Quería regresar al vacío, sentirse nuevamente henchido por aquella luz. Había tenido la impresión de estar realmente vivo entonces, con la sensación de vértigo incluida, y lo que experimentaba ahora no era más que una imitación. No, peor aún. Había estado casi vivo, había conocido cómo sería estar «vivo». Todo cuanto tenía que hacer era tender la mano hacia el saidin…
—No otra vez —murmuró. Posó la mirada sobre los grolm muertos, cinco monstruosas formas tendidas en el suelo. Ya no entrañaban peligro—. Ahora podemos reemprender…
Un gruñido gutural, excesivamente familiar, sonó más allá de los cadáveres de los grolm, al otro lado de la siguiente colina, y fue respondido por otros similares. Por el este y el oeste, se oyeron otros.
Rand se dispuso a levantar el arco.
—¿Cuántas flechas os quedan? —preguntó Selene—. ¿Podéis matar veinte grolm? ¿Un centenar? Debemos ir al Portal de Piedra.
—Tiene razón, Rand —convino Loial—. Ahora ya no tienes otra alternativa. —Hurin miraba ansiosamente a Rand. Los grolm chillaban sin cesar.
—La Piedra —acordó, remiso, Rand antes de volver a montar y colgarse el arco a la espalda—. Llevadnos a esa Piedra, Selene.
Asintiendo con la cabeza, la mujer volvió grupas y espoleó la yegua. Rand y los demás partieron tras ella, Loial y Hurin con impaciencia y él a desgana. Los aullidos de los grolm los perseguían, emitidos, al parecer, por cientos de gargantas. A juzgar por su sonido, los grolm estaban apostados en torno a ellos en un semicírculo que iba estrechándose por todos lados salvo enfrente.
Selene los guió veloz y diestramente por entre las colinas. El terreno comenzaba a ascender en la base de las montañas en empinadas laderas que los caballos remontaban con esfuerzo, hollando los rocosos afloramientos de aspecto descolorido y la escasa y desvaída maleza que se aferraba a ellos. La marcha se tomaba más difícil a medida que subían.
«No vamos a conseguirlo», pensó Rand la quinta vez que Rojo resbaló, provocando un reguero de piedras. Loial dejó a un lado la barra, que entorpecía su paso y que de poca utilidad le sería en un enfrentamiento con los grolm. El Ogier, que había desistido de ir a caballo, utilizaba una mano para agarrarse a los salientes y con la otra tiraba de su montura. Los grolm gruñían tras ellos, cada vez más cercanos.
Entonces Selene refrenó la yegua y señaló una hondonada al fondo. Todo estaba allí, las siete amplias escaleras de colores alrededor de un pavimento pálido y la esbelta columna de piedra en el centro.
La muchacha desmontó y condujo su montura a la oquedad, bajó los escalones y se dirigió a la columna. Ésta proyectaba su sombra sobre ella. Se volvió para mirar a Rand y los demás. Los grolm seguían aullando, centenares de ellos, pisándoles los talones.
—Pronto caerán sobre nosotros —advirtió Selene—. Debéis serviros de la Piedra, Rand. O hallar la manera de acabar con todos los grolm.
Con un suspiro, Rand bajó del caballo y se encaminó a la hondonada. Loial y Hurin lo siguieron con premura. Contempló angustiosamente la columna cubierta de símbolos, el Portal de Piedra. «Ella debe ser capaz de encauzar el Poder, aunque no lo sepa; de lo contrario no habría llegado hasta aquí. El Poder no ocasiona ningún daño a las mujeres».
—Si esto os trajo aquí —comenzó a argüir, pero ella lo interrumpió.
—Sé qué es esto —afirmó con decisión—, pero desconozco la manera de usarlo. Vos debéis hacer lo que ha de hacerse. —Con un dedo recorrió uno de los símbolos, algo mayor que el resto. Un triángulo apoyado en un vértice rodeado de un círculo—. Esto representa el mundo real, nuestro mundo. Creo que será de ayuda que lo retengáis en la mente mientras… —Extendió las manos como si no supiera exactamente qué era lo que él había de hacer.
—Eh… mi señor… —advirtió tímidamente Hurin—. Nos queda poco tiempo. —Observó por encima del hombro el borde de la hondonada. Los ladridos sonaban con más fuerza—. Esas cosas estarán aquí dentro de unos minutos. —Loial asintió.
Aspirando hondo, Rand posó la mano en el símbolo que había indicado Selene. La miró para ver si lo hacía correctamente, pero ella se limitó a observar, sin que su pálida frente se viera perturbada por la más mínima arruga de preocupación. «Ella tiene confianza en que puedes salvarla. Debes hacerlo». El aroma de Selene le impregnó las aletas de la nariz.
—Eh…, mi señor…
Rand tragó saliva y apeló al vacío. Éste llegó fácilmente, y se prodigó en torno a él sin esfuerzo. El vacío. La nada, habitada sólo por la luz, agitándose de un modo que le revolvía el estómago. No había nada más que el saidin. Aun así las náuseas eran distantes. Formaba una unidad con el Portal de Piedra. La columna tenía un tacto suave y algo untuoso bajo su mano, pero su palma notaba la calidez del triángulo. «Tengo que devolverles la seguridad. Tengo que devolverlos al hogar». La luz fluyó hacia él, lo rodeó y él… la abrazó.
La luz lo llenaba. Estaba henchido de calor. Veía la Piedra, veía a los demás observándolo —Loial y Hurin con ansiedad, Selene sin mostrar la menor duda respecto a él— pero era como si no estuvieran allí. No había más que la luz. El calor y la luz, que penetraban su cuerpo cual agua vertida en arena reseca, llenándolo. El símbolo le quemaba la carne. Trató de absorberlo todo, todo el calor, toda la luz. Todo. El símbolo…
De súbito, como si el sol se hubiera puesto en un abrir y cerrar de ojos, el mundo tembló. El símbolo era un carbón ardiente bajo su mano; bebió la luz. El mundo parpadeó. Le producía náuseas, esa luz; era como el agua para un hombre muerto de sed. Las imágenes destellaban. Bebió de ella. Le daba ganas de vomitar; quería engullirla toda. Otro parpadeo. El triángulo y el círculo lo abrasaban; notaba cómo le quemaban la mano. Un nuevo temblor. ¡Quería aspirarlo! Gritó, aullando de dolor, aullando de anhelo.
Un destello…, un destello… un destello…
Apenas era consciente de que unas manos tiraban de él. Retrocedió a trompicones; el vacío se desprendía de él, la luz, y la náusea que lo atormentaba. La luz. Observó pesaroso cómo ésta se retiraba. «Luz, es una locura desearlo. ¡Pero estaba tan repleto de ella! Estaba tan…» Aturdido, miró a Selene. Era ella quien lo sostenía por los hombros, mirándolo con incertidumbre. Alzó la mano hasta los ojos. La marca de la garza estaba allí, pero nada más. Ningún triángulo ni círculo había quedado impreso en su carne.
—Impresionante —dijo lentamente Selene. Lanzó una mirada a Loial y Hurin. El Ogier parecía estupefacto, con los ojos abiertos como platos; el husmeador estaba agazapado con una mano en el suelo, como si temiera no poder sostenerse de otro modo—. Todos estamos aquí y nuestros caballos también. Y ni siquiera sabéis cómo lo habéis logrado. Extraordinario.
—¿Estamos…? —comenzó a inquirir Rand, que hubo de detenerse para tragar saliva.
—Mirad a vuestro alrededor —apuntó Selene—. Nos habéis traído a casa. —Emitió una súbita carcajada—. Nos habéis traído a casa.
Por vez primera Rand cobró conciencia del entorno. La hondonada los rodeaba sin escalones, si bien de trecho en trecho yacía alguna piedra sospechosamente lisa, de color rojo o azul. La columna estaba postrada sobre el flanco de la montaña, medio enterrada en las piedras caídas en un desprendimiento. Los símbolos aparecían borrosos allí, como si el viento y el agua los hubieran corroído. Y el resto parecía real. Los colores eran sólidos, el granito de un gris metálico y la maleza verde y marrón. Después de haber estado en aquel otro lugar, casi parecían demasiado intensos.
—En casa —musitó Rand antes de prorrumpir en carcajadas—. Estamos en casa.
Las risas de Loial sonaron como el mugido de un toro. Hurin se puso a hacer cabriolas.
—Lo conseguisteis —dijo Selene, inclinándose hacia él hasta que su rostro fue lo único que vio Rand—. Sabía que podíais hacerlo.
Rand dejó de reír.
—Eh…, supongo que sí. —Miró el Portal de Piedra y logró emitir una débil carcajada—. Sin embargo, me gustaría saber qué es lo que he hecho.
—Tal vez lo sabréis algún día —apuntó en voz baja Selene, mirándolo fijamente a los ojos—. No hay duda de que estáis predestinado a conseguir grandes logros.
Sus ojos parecían tan oscuros y profundos como la noche, tan suaves como el terciopelo. Su boca… «Si la besara…» Pestañeó y se apresuró a retroceder, aclarándose la garganta.
—Selene, no habléis a nadie de esto, por favor. Sobre el Portal de Piedra y yo. Yo no lo comprendo y tampoco lo harán los demás. Ya sabéis cómo suele reaccionar la gente respecto a las cosas que no entienden.
La cara de Selene no mostraba expresión alguna. De improviso, Rand deseó intensamente que Mat y Perrin estuvieran allí. Perrin sabía cómo había que hablar a las chicas y Mat era capaz de mentir con semblante imperturbable, pero él no era ducho en ninguno de esos dos campos.
De pronto Selene sonrió, esbozando una reverencia medio burlona.
—Mantendré vuestro secreto, mi señor Rand al’Thor.
Rand le lanzó una ojeada y volvió a aclararse la garganta. «¿Está enfadada conmigo? Seguro que lo estaría si hubiera intentado besarla. Creo que sí». Deseaba que no lo mirase del modo como lo hacía, como si supiera qué estaba pensando.
—Hurin, ¿existe alguna posibilidad de que los Amigos Siniestros utilizaran esta Piedra antes de nosotros?
El husmeador sacudió la cabeza con aire pesaroso.
—Estaban desviándose hacia el oeste, lord Rand. A menos que esos Portales de Piedra sean más numerosos de lo que a mí me ha parecido, diría que todavía están en el otro mundo. Pero no tardaría ni una hora en comprobarlo. La tierra es la misma aquí que allí. Podría encontrar el lugar donde perdí su rastro allí, ¿comprendéis?, y ver si ya se han ido.
Rand observó el cielo. El sol, un espléndido sol que nada tenía de pálido, descendía hacia poniente, proyectando largas sombras que cruzaban la hondonada. El crepúsculo sería completo al cabo de una hora.
—Por la mañana —decidió—. Pero me temo que los hemos perdido. —«¡No podemos perder esa daga! ¡No podernos!»—. Selene, suponiendo que así sea, mañana os acompañaremos a vuestra casa. ¿Está en la misma ciudad de Cairhien o…?
—Tal vez no hayáis perdido aún el Cuerno de Valere —señaló lentamente Selene—. Como sabéis, conozco algunas cosas sobre estos mundos.
—Los espejos de la Rueda —dijo Loial.
—Sí —asintió la mujer—. Exactamente. Esos mundos son realmente una suerte de espejos, en especial aquellos donde no hay personas. Algunos sólo reflejan los grandes acontecimientos acaecidos en el mundo real, pero otros contienen una sombra de dicho reflejo antes incluso de que se produzca un hecho. El paso del Cuerno de Valere ha de ser sin duda un gran evento. Las proyecciones de algo futuro son más imperceptibles que las del presente o el pasado, lo cual concuerda con la apreciación de Hurin respecto a lo difuso del olor.
—¿Queréis decir, mi señora —preguntó parpadeando Hurin, incrédulo—, que he estado oliendo el lugar por donde van a pasar esos Amigos Siniestros? Que la Luz me ampare, no sería eso de mi agrado. Ya es bastante horrible oler la violencia donde se ha cometido, sin tener que notar la que aún no se ha producido. Seguramente hay pocos lugares en donde no se ha dado algún hecho violento en un momento u otro. Eso me volvería loco, a no dudarlo. Ese sitio del que acabamos de salir a punto estuvo de hacerlo. Lo percibía constantemente: las matanzas, las agresiones y las más abyectas maldades que uno pueda imaginarse. Incluso podía notar el olor que emanábamos nosotros, todos nosotros. Incluso vos, mi señora, si me permitís decirlo. Era sólo ese lugar, que tergiversaba mis sentidos igual que deformaba la visión. —Se estremeció—. Estoy contento de estar aquí. Todavía no he podido librarme del todo de esos olores.
Rand rozó distraídamente la marca impresa en su palma.
—¿Qué opinas, Loial? ¿Podríamos habernos adelantado realmente a los Amigos Siniestros de Fain?
—No lo sé, Rand —repuso, frunciendo el entrecejo, el Ogier—. No sé nada de esto. Creo que hemos regresado a nuestro mundo. Me parece que estamos en la Daga del Verdugo de la Humanidad. Aparte de eso… —Se encogió de hombros.
—Deberíamos acompañaros a casa, Selene —propuso Rand—. Vuestra familia debe de estar preocupada.
—Dentro de pocos días comprobaréis que estoy en lo cierto —replicó con impaciencia ésta—. Hurin puede localizar el punto donde perdió el rastro, según él mismo ha afirmado. Podemos apostarnos allí. El Cuerno de Valere no tardará mucho en llegar. El Cuerno de Valere, Rand. Pensad en ello. El hombre que sople en el Cuerno vivirá eternamente en las leyendas.
—Yo no quiero tener nada que ver con las leyendas —contestó con brusquedad. «Pero si los Amigos Siniestros pasan cerca… ¿Y si Ingtar ha perdido sus huellas? Entonces los Amigos Siniestros se quedarían con el Cuerno de Valere y Mat moriría»—. De acuerdo, esperaremos unos días. En el peor de los casos, encontraríamos probablemente a Ingtar y los demás. No creo que se hayan quedado parados o desistido de la búsqueda sólo porque nosotros… nos marcháramos.
—Una sabia decisión —aprobó Selene— y bien meditada. —Le tocó el brazo y sonrió, y él volvió a hallarse invadido por las ganas de besarla.
—Eh… debemos estar más cerca del lugar por donde vendrán. Si es que van a venir. Hurin, ¿puedes ubicar un campamento antes de que anochezca, en algún sitio desde donde sea posible vigilar el lugar donde perdiste el rastro?
Lanzó una ojeada al Portal de Piedra y consideró la posibilidad de dormir cerca de él, a pesar de que el vacío se hubiera adueñado de él en sueños la última vez, y de la luz que lo acompañaba—. En algún sitio bien apartado de éste.
—Dejadlo en mis manos, lord Rand. —El husmeador saltó a caballo—. Juro que no volveré a acostarme sin antes mirar qué clase de piedras hay por los alrededores.
Mientras abandonaba la hondonada, Rand cayó en la cuenta de que observaba mucho más a Selene que a Hurin. Parecía fría y serena, tan joven como él y majestuosa a un tiempo, pero cuando le sonreía como lo hacía entonces… «Egwene no diría que estoy actuando sabiamente. Egwene me habría llamado cabeza de chorlito». Irritado, hincó los talones en los flancos de Rojo.