31 Tras la pista

Rand ignoraba que Verin estaba allí hasta que ésta le tomó la cara entre las manos. Por un momento advirtió preocupación en su cara, temor incluso, y luego sintió como si de repente lo hubieran mojado con agua fría, aun cuando no notara humedad alguna. Se estremeció súbitamente y paró de reír; entonces la Aes Sedai lo dejó para agazaparse junto a Hurin. La curandera la observaba con atención. Y lo mismo hizo Rand. «¿Qué está haciendo aquí? ¡Como si no lo supiera…!»

—¿Adónde fuisteis? —inquirió Mat con voz ronca—. Desaparecisteis sin más, y ahora estáis en Cairhien, de modo que habéis viajado más deprisa que nosotros. ¿Loial? —El Ogier se encogió de hombros con incertidumbre y lanzó una ojeada al gentío, agitando las orejas. La mitad de los mirones habían trasladado su atención en favor de los recién llegados. Algunos se aproximaban para escuchar. Rand tomó la mano que le tendía Perrin y se puso en pie.

—¿Cómo habéis encontrado la posada? —Miró a Verin, arrodillada y con las manos aplicadas sobre la frente del husmeador—. ¿Por medio de ella?

—En cierto modo —respondió Perrin—. Los guardias de la puerta querían conocer nuestros nombres y un tipo que salió del puesto de guardia dio un salto al oír el de Ingtar. Afirmó desconocerlo, pero su sonrisa denunciaba a la legua que estaba mintiendo.

—Creo que ya sé a quién te refieres —comentó Rand—. Siempre sonríe de esa manera.

—Verin le enseñó el anillo —intervino Mat— y le susurró algo al oído. —Con voz y aspecto enfermizos, esbozó empero una sonrisa. Rand nunca había reparado en la prominencia de sus pómulos—. No he podido oír lo que le dijo, pero no sabía si los ojos iban a saltarle de las órbitas o si iba a tragarse primero la lengua. De repente, se volvió un portento de solicitud. Nos comunicó que estabas esperándonos y el lugar donde te hospedabas. Hasta se ofreció a acompañarnos, pero realmente pareció aliviado cuando Verin declinó su ofrecimiento. —Exhaló un bufido—. Lord Rand de la casa al’Thor.

—Es una historia demasiado larga para explicarla ahora —dijo Rand—. ¿Dónde están Ino y los demás? Vamos a necesitarlos.

—En extramuros. —Mat frunció el entrecejo antes de proseguir lentamente—. Ino ha dicho que prefería quedarse allí que en el interior de las murallas. Por lo que alcanzo a ver, yo también preferiría estar con ellos. Rand, ¿Por qué vamos a necesitar a Ino? Es que… ¿los has encontrado?

Rand advirtió de improviso que aquél era el momento que había estado rehuyendo. Respiró hondo y miró a su amigo a los ojos.

—Mat, tenía la daga, y la he perdido. Los Amigos Siniestros han vuelto a robarla. —Oyó exclamaciones entre los cairhieninos que prestaban oídos, pero los pasó por alto. Podían seguir involucrándolo en su Gran Juego si así lo deseaban, pero Ingtar había llegado, y él había concluido por fin aquella comedia—. Sin embargo, no pueden estar muy lejos.

Ingtar, que había estado escuchando en silencio, se adelantó y agarró el brazo de Rand.

—¿La tenías? ¿Y el… —miró en derredor, al gentío congregado—, la otra cosa?

—También se lo han llevado —respondió con calma Rand.

Ingtar se propinó un puñetazo en la palma de la mano; algunos de los cairhieninos retrocedieron al advertir la ferocidad de su expresión.

Mat se mordió el labio antes de hablar.

—Como no sabía que la habíais encontrado, no es como si hubiéramos vuelto a perderla. Simplemente, continúa perdida. —Era evidente que hablaba de la daga y no del Cuerno de Valere—. Volveremos a encontrarla. Ahora tenemos dos husmeadores, pues Perrin es uno de ellos. Ha venido siguiendo el rastro hasta extramuros, desde que te esfumaste con Hurin y Loial. Pensé que tal vez te habías escapado… Bueno, ya sabes a qué me refiero. ¿Adónde fuisteis? Todavía no comprendo cómo nos sacasteis tanta ventaja. Ese tipo ha dicho que llevabais varios días aquí.

Rand miró a Perrin, azorado de que fuera un husmeador, y notó cómo éste lo examinaba a su vez. Le pareció que Perrin murmuraba algo. «¿Exterminador de la Sombra? Debo de haberlo oído mal». La amarillenta mirada de su amigo, que en apariencia guardaba secretos sobre su persona, retuvo su atención un momento. Diciéndose a sí mismo que eran imaginaciones suyas, que aún no estaba loco, apartó los ojos.

Verin estaba ayudando a levantarse a Hurin, el cual seguía temblando como una hoja.

—Me siento tan liviano como las plumas de un ganso —aseguraba—. Todavía algo cansado, pero… —Se interrumpió, al reparar en ella por primera vez y caer en la cuenta de lo sucedido.

—La fatiga persistirá unas horas —le informó la Aes Sedai—. El cuerpo debe esforzarse para curarse con rapidez.

—¿Sois una Aes Sedai? —inquirió en voz baja la Lectora cairhienina, poniéndose en pie. Verin inclinó la cabeza y la Lectora le dedicó una profunda reverencia.

Las palabras «Aes Sedai» produjeron una conmoción entre la hasta entonces pacífica multitud, dando paso a sentimientos que iban de la reverencia al miedo y de éste a la sensación de ultraje. Todo el mundo estaba observándolos ahora —ni siquiera Cuale prestaba atención a su posada— y Rand reflexionó que, a fin de cuentas, la prudencia no era desaconsejable.

—¿Tenéis alojamiento? —preguntó Rand—. Hemos de hablar, y no podemos hacerlo aquí.

—Una buena idea —aprobó Verin—. En otras ocasiones me he hospedado en el Gran Árbol. Iremos allí.

Loial fue a buscar los caballos al establo, el cual permanecía intacto a pesar de que por aquel entonces ya se había desmoronado el techo de la posada, y al poco rato recorrían las calles a caballo a excepción del Ogier, que pretendía haberse habituado de nuevo a ir a pie. Perrin llevaba el ronzal de uno de los caballos de carga que habían llevado hasta allí.

—Hurin —inquirió Rand—, ¿cuánto tardarás en estar en condiciones de volver a seguirles el rastro? ¿Puedes seguirlo? Los hombres que te han golpeado y han prendido el fuego han dejado un rastro, ¿verdad?

—Estoy en condiciones de seguirlo ahora mismo, mi señor. Puedo notar su olor en la calle, pero éste no durará mucho. No había ningún trolloc y no han matado a nadie. Sólo hombres, mi señor. Amigos Siniestros, supongo, pero uno no puede determinarlo por el olor. Éste se esfuma al cabo de un día aproximadamente.

—Tampoco creo que puedan abrir el cofre, Rand —observó Loial—, o de lo contrario se habrían limitado a llevarse el Cuerno. Sería mucho más sencillo cargar con él que con todo el arcón.

—Deben de haberlo cargado en un carro o en un caballo —infirió Rand—. Cuando hayan salido de extramuros se reunirán sin duda con los trollocs. Podrás seguir esa pista, Hurin, ¿no es así?

—En efecto, mi señor.

—Entonces descansa hasta que estés repuesto —le indicó Rand. El husmeador parecía más recuperado, pero cabalgaba con los hombros hundidos y su rostro evidenciaba fatiga—. En el mejor de los casos, sólo nos llevarán unas horas de ventaja. Si cabalgamos velozmente… —De pronto advirtió que Verin, Ingtar, Mat y Perrin estaban mirándolo. Entonces cayó en la cuenta de lo que había estado haciendo y se sonrojó—. Lo siento, Ingtar. Supongo que se debe a que me he acostumbrado a ser el responsable. No es mi intención ocupar vuestro lugar.

—Moraine eligió bien cuando hizo que lord Agelmar te nombrara mi lugarteniente —comentó Ingtar—. Tal vez habría sido mejor que la Sede Amyrlin te hubiera dado a ti el mando. —El shienariano emitió una carcajada—. Tú al menos has logrado tocar realmente el Cuerno.

Después de eso cabalgaron en silencio.

El Gran Árbol, un alto edificio cúbico de piedra con un comedor revestido de madera oscura y decorado con objetos de plata y un gran reloj pulido en la repisa de la chimenea, habría podido pasar por una copia del Defensor de las Murallas del Dragón. La posadera habría podido ser asimismo la hermana de Cuale. La señora Tiedra tenía el mismo aspecto ligeramente rollizo e iguales modales zalameros… y los mismos ojos vivarachos y el aire de escuchar lo que había detrás de las palabras que no pronunciaba. Pero Tiedra conocía a Verin, y la sonrisa de bienvenida que ofreció a la Aes Sedai era cálida; a pesar de que nunca mencionó en voz alta la palabra Aes Sedai, Rand tenía la certeza de que sabía quién era Verin.

Tiedra y una bandada de criados se ocuparon de sus monturas y de instalarlos en sus habitaciones. El dormitorio de Rand era tan acogedor como el que había sido pasto de las llamas, pero él prestó más interés a la gran bañera de cobre que introdujeron por la puerta dos doncellas y a los cubos de humeante agua que trajeron de la cocina. El espejo situado sobre el lavabo le mostró un rostro completamente tiznado, y una chaqueta de lana roja en igual estado.

Se desnudó y se introdujo en la bañera, sumido en cavilaciones. Ahora estaba allí Verin, una de las tres Aes Sedai de las que podía confiar en que no tratarían de amansarlo, ni entregarlo a quienes sí lo harían; una de las tres que querían hacerle creer que era el Dragón Renacido, para utilizarlo como un falso Dragón. «Ella es los ojos de Moraine que me espían y la mano de Moraine que intenta tirar de las cuerdas. Pero yo ya he cortado mis ataduras».

Le habían subido las alforjas y un hatillo del animal de carga que contenía ropa limpia. Se secó, abrió el bulto… y suspiró. Había olvidado que todas las otras chaquetas eran tan lujosas como la que había arrojado en el respaldo de una silla para que la lavaran. Pasado un momento, se decidió por la chaqueta negra, que se avenía a su humor actual. En su alto cuello había garzas bordadas con hebras de plata y en las mangas unas cascadas que se precipitaban sobre unas piedras de afiladas aristas.

Al transferir los objetos a la nueva prenda, halló los pergaminos. Con aire ausente, introdujo las invitaciones en el bolsillo y examinó las dos cartas de Selene. Se preguntó cómo podía haber sido tan estúpido. Ella era la hermosa y joven hija de un aristócrata y él un pastor del que trataban de servirse las Aes Sedai, un hombre condenado a perder el juicio en el supuesto de que no muriera antes. No obstante, no podía dejar de sentirse atraído por ella y, sólo con mirar su escritura, casi percibía su perfume.

—Soy un pastor —confesó a las cartas— y no un gran hombre, y, si pudiera casarme con alguien, lo haría con Egwene, pero ella quiere ser una Aes Sedai y, ¿cómo voy a casarme con alguien, amar a una mujer, cuando voy a volverme loco y a darle muerte tal vez?

Pero las palabras eran incapaces de borrar el recuerdo de la hermosura de Selene o del modo como le bullía la sangre solamente al contemplarla. Casi le parecía que ella se encontraba en la habitación con él; creyó percibir su perfume con tal intensidad que miró en torno a sí y soltó una carcajada al comprobar que estaba solo.

—Imagino cosas como si ya estuviera pudriéndome —murmuró.

En un impulso, levantó la camisa exterior de la lámpara de la mesita, la encendió y acercó las cartas a la llama. Fuera de la posada, el viento aulló con fuerza y, filtrándose entre los postigos, avivó las llamas que devoraban el pergamino. Arrojó apresuradamente sus restos ardientes en el hogar apagado justo antes de que el fuego le alcanzara los dedos. Aguardó a que se hubiera apagado el último rizo ennegrecido antes de ponerse la espada al cinto y abandonó el dormitorio.


Verin había reservado un comedor privado; los estantes que cubrían las oscuras paredes lucían aún más objetos de plata que en la sala principal. Mat estaba haciendo juegos malabares con tres huevos cocidos, intentando dar una imagen despreocupada, mientras Ingtar contemplaba ceñudo la chimenea sin encender. Loial, que todavía conservaba algunos libros de Fal Dara en los bolsillos, leía uno junto a una lámpara.

Perrin estaba encorvado sobre la mesa, observándose las manos entrecruzadas encima del mantel. Su olfato percibía la cera de abeja utilizada para dar brillo a los paneles. «Era él —pensó—. Rand es el Exterminador de la Sombra. Luz, ¿qué nos está ocurriendo a todos?» Apretó los puños. «Estas manos estaban destinadas a empuñar un martillo de herrero, no un hacha».

Levantó la mirada al entrar Rand, y creyó advertir una determinación en él, una disposición a emprender algún curso de acción. La Aes Sedai señaló a Rand un sillón de alto respaldo situado frente a ella.

—¿Cómo está Hurin? —le preguntó Rand, moviendo la espada para poder tomar asiento—. ¿Descansando?

—Ha insistido en salir —respondió Ingtar—. Le he indicado que sólo siguiera el rastro hasta que notara el olor de los trollocs. Así podremos partir desde ese punto mañana. ¿O quieres iniciar la persecución esta noche?

—Ingtar —explicó con embarazo Rand—, de veras no intentaba tomar el mando. Ha sido una reacción irreflexiva.

«No está tan nervioso como lo hubiera estado antaño —caviló Perrin—. Exterminador de la Sombra. Todos estamos cambiando».

Ingtar continuó mirando la chimenea, sin responder.

—Hay algunos detalles que me interesan sobremanera, Rand —dijo con calma Verin—. Uno es cómo desaparecisteis del campamento de Ingtar sin dejar rastro. Otro es cómo llegasteis a Cairhien una semana antes que nosotros. Ese funcionario lo ha precisado claramente. Tendríais que haber venido volando.

Uno de los huevos que manejaba Mat cayó al suelo y se rompió. Él, no obstante, no lo miró siquiera pues estaba observando a Rand, al igual que Ingtar, que también se había vuelto hacia él. Loial aparentaba seguir leyendo, pero tenía una expresión preocupada y las orejas enhiestas. Perrin advirtió que él también estaba expectante.

—Bueno, no vino volando —opinó—. No veo que tenga alas. Quizá tenga cosas más importantes que contarnos.

Verin trasladó la atención hacia él por un fugaz momento. El joven consiguió sostenerle la mirada, pero fue él quien desvió los ojos primero. «Aes Sedai… Luz, ¿por qué seríamos tan necios de partir en pos de una Aes Sedai?» Rand le dirigió una mirada de agradecimiento y Perrin le sonrió. No era el Rand de siempre —daba la impresión de que se había adaptado a aquella lujosa chaqueta, que ahora parecía la prenda adecuada para él—, pero todavía era el muchacho con el que había crecido Perrin. «Exterminador de la Sombra. Un hombre que inspira temor a los lobos. Un hombre capaz de encauzar el Poder».

—No tengo inconveniente en explicarlo —repuso Rand, antes de exponer con sencillez lo sucedido.

Perrin lo escuchaba boquiabierto. Portales de Piedra… Otros mundos, donde la tierra parecía moverse… Hurin siguiendo el rastro por los lugares donde deberían estar los Amigos Siniestros. Y una hermosa mujer en apuros, igual que en un cuento de juglar.

Mat exhaló un quedo silbido admirativo.

—¿Y ella os trajo de vuelta? ¿Por uno de esos…, esos Portales?

—Eso debió de ser —respondió Rand tras un instante de vacilación—. Ya veis de qué manera llegamos con tantos días de antelación. Cuando llegó Fain, Loial y yo conseguimos arrebatarle el Cuerno de Valere durante la noche y cabalgamos hasta Cairhien porque no creí que pudiéramos enfrentamos a ellos una vez que estuvieran sobre aviso, y sabía que Ingtar continuaría en dirección sur tras ellos y que al fin vendría aquí.

«Exterminador de la Sombra». Rand lo miró, con los ojos entornados, y Perrin cayó en la cuenta de que había pronunciado el nombre en voz alta, aunque no lo bastante alta para que los demás lo hubieran oído, al parecer, pues nadie más centraba la mirada en él. De improviso deseó explicarle a Rand lo de los lobos. «Yo sé lo tuyo. Es justo que tú conozcas también mi secreto». Pero Verin estaba allí y no podía contárselo en presencia de ella.

—Interesante —dijo la Aes Sedai, con aire reflexivo—. Me encantaría conocer a esa chica. Si puede utilizar el Portal de Piedra… Son pocos incluso los que conocen ese nombre. —Guardó silencio por un momento—. Bien, habrá que dejar eso para otra ocasión. No debería ser difícil localizar una muchacha alta entre los linajes nobles de Cairhien. Ah, aquí está la comida.

Perrin notó el olor del cordero incluso antes de que la señora Tiedra entrara encabezando una procesión de camareras con bandejas de alimentos. Se le hacía la boca agua, más a causa de la carne que de los guisantes, calabaza, zanahorias y col que lo acompañaban o las calientes y crujientes roscas. Todavía apreciaba el sabor de las verduras, pero últimamente anhelaba en ocasiones comer carne roja; cuanto más cruda, mejor. Le resultó desconcertante advertir que consideraba demasiado cocidas las hermosas y rosadas chuletas de cordero que cortaba la posadera. Tomó resueltamente una ración de cada cosa, y dos de cordero.

Fue una comida silenciosa, en la que cada cual permaneció absorto en sus propios pensamientos. Perrin se sintió acongojado al ver comer a Mat. Este tenía tan buen apetito como de costumbre, a pesar del enfebrecido rubor de su cara, pero la manera como se llevaba la comida a la boca le confería el aspecto de alguien que disfrutara de su último banquete antes de morir. Perrin clavó la mirada en el plato y la mantuvo así; deseaba no haber salido nunca de Campo de Emond.

Después de que las doncellas hubieron recogido la mesa y se hubieron marchado nuevamente, Verin insistió en que permanecieran juntos hasta el regreso de Hurin.

—Tal vez las noticias que traiga nos obliguen a ponernos de inmediato en camino.

Mat volvió a enfrascarse en los malabarismos, y Loial, en la lectura. Rand preguntó a la posadera si había libros y ésta le trajo Los viajes de Jain el Galopador. A Perrin también le gustaba esa novela, con sus aventuras entre los Marinos y viajes por tierras situadas más allá del Yermo de Aiel, de donde provenía la seda. Sin embargo, no tenía humor para leer, por lo cual se puso a jugar a las damas con Ingtar. El shienariano jugaba con osadía. Perrin siempre lo había hecho de manera obstinada, cediendo reacio el terreno, pero en aquella ocasión movía las piezas con tanta temeridad como Ingtar. La mayoría de las partidas terminaron en empate, pero logró ganar tantas como Ingtar. Pasado un rato, cuando llegó Hurin, el shienariano estaba mirándolo con nuevas muestras de respeto.

La sonrisa de Hurin era a un tiempo triunfal y llena de perplejidad.

—Los he encontrado, lord Ingtar, lord Rand. Los he seguido hasta su guarida.

—¿Guarida? —inquirió vivamente Ingtar—. ¿Quieres decir que están escondidos en algún sitio cercano?

—Sí, lord Ingtar. He seguido directamente a los que se han llevado el Cuerno y había olor a trolloc por los alrededores, aunque éste serpenteaba, como si no osaran dejarse ver, ni siquiera allí. Y no me extraña. —El husmeador aspiró profundamente—. Están en la gran casa solariega que acaba de construir lord Barthanes.

—¡Lord Barthanes! —exclamó Ingtar—. Pero él… él es…

—Hay Amigos Siniestros tanto entre los aristócratas como entre los plebeyos —apuntó con suavidad Verin—. Los poderosos entregan sus almas a la Sombra con tanta frecuencia como los desvalidos. —Ingtar frunció el entrecejo como si no deseara escucharla.

—Hay guardias —prosiguió Hurin—. No lograremos entrar con sólo veinte hombres, si es que queremos salir con vida. Un centenar podría conseguirlo, pero lo ideal serían doscientos. Eso es lo que a mí me parece, mi señor.

—¿Y qué hay del rey? —preguntó Mat—. Si Barthanes es un Amigo Siniestro, el rey nos ayudará.

—Estoy convencida —manifestó secamente Verin— de que a Galldrain Riatin le bastaría el rumor de que Barthanes Damodred es un Amigo Siniestro para precipitarse sobre él, contento por disponer de una excusa. También estoy bastante segura de que Galldrain jamás dejaría que le quitaran de las manos el Cuerno de Valere una vez que lo tuviera. Lo sacaría en los días festivos para enseñarlo al pueblo y demostrarles la grandeza y poder de Cairhien, y no habría manera de que hiciera otra cosa con él.

Perrin pestañeó consternado.

—Pero el Cuerno de Valere ha de estar disponible cuando se libre la última Batalla. No podría quedárselo simplemente.

—Conozco poco a los cairhieninos —comentó Ingtar—, pero he oído suficiente en lo que respecta a Galldrain. Nos homenajearía y nos daría las gracias por la gloria que habíamos aportado a Cairhien. Nos llenaría los bolsillos de oro y colmaría de honores nuestras cabezas. Y, si intentáramos partir con el Cuerno, cortaría nuestras honradas cabezas sin mediar el tiempo para respirar.

Perrin se mesó el cabello. Cuantos más datos averiguaba sobre los reyes, menos simpatías le inspiraban.

—¿Y qué me decís de la daga? —inquirió Mat con timidez—. No la querrá para nada, ¿verdad? —Ingtar lo miró con expresión airada, y él se revolvió inquieto—. Sé que el Cuerno es importante, pero yo no voy a participar en la última Batalla. Esa daga…

—Galldrain tampoco se quedará con ella —lo apaciguó Verin—. Lo que necesitamos es un medio de entrar en la mansión de Barthanes. Si localizamos el Cuerno, tal vez hallemos también la manera de recuperarlo. Sí, Mat; y la daga. Cuando se sepa que hay una Aes Sedai en la ciudad… Bueno, por lo general evito este tipo de cosas, pero, si sugiero a Tiedra que me gustaría ver la nueva mansión de Barthanes, dentro de un par de días dispondría de una invitación. No sería difícil entrar en compañía de al menos algunos de vosotros. ¿Qué ocurre, Hurin?

El husmeador había estado basculando ansiosamente el cuerpo sobre los talones desde el momento en que ella había mencionado una invitación.

—Lord Rand ya tiene una. De lord Barthanes.

Perrin miró con asombro a Rand, y no fue el único.

Rand sacó del bolsillo los dos pergaminos sellados y los tendió a la Aes Sedai sin decir palabra alguna. Ingtar se acercó para mirarlos con admiración por encima de su hombro.

—Barthanes y… ¡Y Galldrain! Rand, ¿cómo te has hecho con ellas? ¿Qué has estado haciendo?

—Nada —repuso Rand—. No he hecho nada. Simplemente, me las enviaron. —Ingtar lanzó un resoplido. Mat estaba boquiabierto—. Bueno, me las enviaron sin más —agregó Rand con voz calma.

Tenía una dignidad que Perrin no recordaba en él; Rand estaba mirando a la Aes Sedai y al señor shienariano como si estuviera en su mismo nivel. «Cada vez te queda mejor esa chaqueta —dijo para sí Perrin—. Todos estamos cambiando».

—Lord Rand quemó las otras —explicó Hurin—. Llegaban cada día, y cada día las quemaba. Menos éstas, claro está. Cada día llegaban de casas más poderosas. —Su tono de voz denotaba orgullo.

—La Rueda del Tiempo ajusta nuestros hilos al Entramado según su voluntad —sentenció Verin, mirando los pergaminos—, pero a veces nos proporciona lo que precisamos antes de que nosotros seamos conscientes de la necesidad.

Arrugó desenfadadamente la invitación del rey y la arrojó a la chimenea, donde permaneció ofreciendo el contraste del blanco sobre los fríos leños. Tras romper el otro sello con el pulgar, leyó.

—Sí. Sí, esto es lo que necesitamos.

—¿Cómo puedo ir? —le preguntó Rand—. Sabrán que no soy un señor. Soy un pastor, y un campesino. —Ingtar lo miró con aire escéptico—. Lo soy, Ingtar. Ya os lo dije. —Ingtar se encogió de hombros; aún no parecía convencido. Hurin observaba a Rand con patente incredulidad.

«Caramba —pensó Perrin—, si no lo conociera, yo tampoco lo creería». Mat contemplaba ceñudo a Rand, con la cabeza ladeada, como si mirara algo que no había visto antes. «Ahora él también lo percibe».

—Puedes hacerlo, Rand —opinó Perrin.

—Convendrá —observó Verin— que no digas a nadie que no eres un señor. La gente ve lo que espera ver. Aparte de eso, míralos a los ojos y habla con firmeza. De la manera como me has hablado a mí —añadió secamente. A Rand se le arrebolaron las mejillas, pero no bajó la mirada—. No importa lo que digas, pues cualquier cosa que desentone la atribuirán al hecho de que eres extranjero. También te ayudará recordar cómo te comportaste ante la Amyrlin. Si actúas con la misma arrogancia, probablemente creerán que eres un señor aunque vayas vestido con harapos. —Mat soltó una risita.

—De acuerdo. —Rand, con gesto de resignación, levantó las manos—. Lo haré. Pero sigo pensando que lo averiguarán cinco minutos después de que haya abierto la boca. ¿Cuándo?

—Barthanes te ha propuesto cinco fechas distintas, y una de ellas es mañana por la noche.

—¡Mañana! —estalló Ingtar—. Mañana por la noche el Cuerno podría estar a ciento cincuenta kilómetros de aquí, a bordo de un barco, o…

—Ino y vuestros soldados pueden vigilar la casa solariega —lo atajó Verin—. Si intentan llevar el Cuerno a otro lugar, podremos seguirlos, y tal vez recuperarlo más fácilmente que en el interior de los muros de Barthanes.

—Quizá sea así —acordó a regañadientes Ingtar—. El problema es que no me gusta esperar, ahora que el Cuerno está casi al alcance de mi mano. Voy a hacerme con él. ¡Debo hacerlo! ¡Debo conseguirlo!

—Pero, lord Ingtar —apuntó Hurin—, ésa no es la manera. Lo que ocurre, ocurre, y lo que ha de suceder, suc… —La furiosa mirada de Ingtar lo instó a guardar silencio, a pesar de lo cual continuó murmurando para sí—. Ésa no es la manera, hablando de «deber».

Ingtar se volvió rígidamente hacia Verin.

—Verin Sedai, los cairhieninos son muy estrictos en su protocolo. Si Rand no envía una respuesta, es posible que Barthanes se sienta tan ofendido que no nos deje entrar, aun con ese pergamino en la mano. Pero si Rand entrega una respuesta… Bueno, Fain lo conoce, y podríamos ponerlos sobre aviso para que prepararan una encerrona.

—Los sorprenderemos. —Su leve sonrisa era algo forzada—. Pero creo que Barthanes querrá ver a Rand de todas maneras. Sea o no un Amigo Siniestro, dudo que haya renunciado a tramar intrigas contra el trono. Rand, Barthanes dice que mostraste interés por uno de los proyectos del rey, pero no especifica cuál. ¿A qué se refiere?

—No lo sé —respondió lentamente Rand—. No he hecho nada en absoluto desde que llegué, aparte de esperar. Tal vez se refiera a la estatua. Pasamos por un pueblo donde estaban desenterrando una enorme estatua. De la Era de Leyenda, dijeron. El rey pretende trasladarla a Cairhien, aunque no sé cómo va a mover algo de tales dimensiones. Pero todo cuanto hice fue preguntar qué era.

—Nosotros pasamos ante ella de día y no nos detuvimos a preguntar. —Verin dejó caer la invitación en su regazo—. Quizá no sea algo sensato que Galldrain la desentierre. No es que entrañe un peligro concreto, pero nunca es prudente que quienes ignoran lo que hacen se inmiscuyan en cosas de la Era de Leyenda.

—¿Qué es? —inquirió Rand.

—Un sa’angreal. —Hablaba como si careciera de mayor importancia, pero Perrin tuvo la súbita sensación de que los dos habían iniciado una conversación privada, en la que decían cosas que nadie más podía oír—. Uno de los integrantes de una pareja, los mayores que se hayan creado jamás, según la información de que disponemos. Y un par muy curioso, asimismo. Uno, todavía enterrado en Tremalking, sólo puede utilizarlo una mujer. Éste sólo puede usarlo un hombre. Fueron construidos durante la Guerra del Poder, como armas, pero si hay algo que debamos agradecer al hecho de que finalizara esa era o de que se desmembrara el mundo, es que la conclusión llegó antes de que pudieran ponerlas en acción. Las dos juntas podrían tener el poder suficiente como para desmembrar de nuevo el mundo, de manera aún más catastrófica que la vez anterior.

Perrin cerró con fuerza las manos. Evitaba mirar directamente a Rand, pero incluso de soslayo advertía la palidez en torno a la boca de su amigo. Creyó que tal vez Rand sintiera temor, y no le extrañó lo más mínimo.

Ingtar parecía consternado, y con razón.

—Eso debería volver a enterrarse, y a una profundidad mayor. ¿Qué habría ocurrido si lo hubiera encontrado Logain? O cualquier desdichado varón capaz de encauzar el Poder, por no hablar del que pretende ser el Dragón Renacido. Verin Sedai, debéis prevenir a Galldrain de las consecuencias que puede traer lo que hace.

—¿Cómo? Oh, no creo que sea preciso. Los dos deben utilizarse al unísono para encauzar suficiente Poder Único para desmembrar el mundo… Así se trabajaba en la Era de Leyenda; un hombre y una mujer que actuaban juntos multiplicaban por diez su fuerza… ¿Y qué Aes Sedai ayudaría hoy en día a encauzar a un hombre? Una de esas estatuas sola es bastante poderosa, pero son pocas las mujeres con la fortaleza necesaria para sobrevivir a la potencia que fluiría en la de Tremalking. La Amyrlin, por supuesto, Moraine y Elaida. Tal vez una o dos más. Y tres que aún reciben entrenamiento. En cuanto a Logain, habría debido poner en juego toda su fuerza solamente para evitar quedar reducido a cenizas, sin capacidad para hacer nada. No, Ingtar, no me parece que debamos preocuparnos. Al menos, no hasta que el verdadero Dragón Renacido se autoproclame, y entonces ya tendremos suficientes quebraderos de cabeza. Ahora ocupémonos de lo que haremos cuando nos hallemos en el interior de la mansión de Barthanes.

Sus palabras habían estado destinadas a Rand. Perrin lo sabía y, a juzgar por el desasosiego reflejado en los ojos de Mat, éste también lo había interpretado así. Incluso Loial se revolvía inquieto en la silla.

«Oh, Luz! —pensó Perrin—. Rand, no permitas que ella te utilice».

Las manos de Rand apretaban con tanta fuerza la mesa que tenía blancos los nudillos, pero su voz era firme. Sus ojos no se desviaron en ningún momento ante los de la Aes Sedai.

—Primero debemos recuperar el Cuerno y la daga. Y después habremos acabado, Verin. Entonces se habrá acabado.

Observando la breve y misteriosa sonrisa de Verin, Perrin sintió un estremecimiento. No le parecía que Rand conociera la mitad de lo que creía hacer. Ni la mitad.

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