25 Cairhien

La ciudad de Cairhien, que Rand contempló por vez primera desde las colinas del lado norte a la luz del mediodía, estaba situada entre cerros junto al río Alguenya. Todavía tenía la impresión de que Elricain Tavolin y los cincuenta soldados cairhieninos lo custodiaban y dicha sensación no había hecho más que incrementarse después de cruzar el puente del Gaelin —su actitud se tomaba más rígida a medida que cabalgaban hacia el sur— pero a Loial y Hurin parecía tenerles sin cuidado, por lo cual trató de no darle importancia. Observó la ciudad, cuya extensión no desmerecía en nada frente a cualquiera de las que había visitado él. El río estaba lleno de grandes barcos y amplias barcazas y en la orilla opuesta abundaban los graneros, pero Cairhien parecía hallarse constreñida dentro de sus altas murallas grises. Dichos muros formaban un cuadrado perfecto, uno de cuyos lados seguía el curso del río. A lo largo de aquel trazado exacto se alzaban torres cuya altura superaba más de veinte veces la de los muros y cuyos remates dentados podía distinguir Rand incluso desde las colinas.

Fuera de las murallas se extendía un laberinto de calles, entrecruzadas en toda suerte de ángulos y rebosantes de gente. Extramuros, sabía Rand que lo llamaban, según le había informado Hurin; otrora había habido un mercado en cada puerta de la fortaleza, que con el tiempo se había convertido en un batiburrillo de calles y callejas que crecía en todas direcciones.

Cuando Rand y sus compañeros se introdujeron en aquel dédalo de sucias calles, Tavolin dispuso algunos soldados para abrir paso entre el gentío, gritando y apremiando a avanzar a los caballos como si fueran a pisotear a quienes no se apartaban con bastante rapidez. Los transeúntes se hacían a un lado sin apenas dedicarles una mirada, como si aquello fuera algo cotidiano. Rand advirtió que, a pesar de todo, estaban sonriendo.

Los ropajes de las gentes de extramuros eran andrajosos las más de las veces, pero abigarrados en su mayoría, y el lugar ofrecía una inusitada y estridente animación. Los vendedores ambulantes pregonaban sus mercancías y los tenderos invitaban a los viandantes a examinar los artículos expuestos sobre mesas junto a sus tiendas. Barberos, fruteros, afiladores, hombres y mujeres que ofrecían docenas de servicios y cientos de objetos en venta, recorrían la multitud. Entre la barahúnda sonaba música procedente de más de un edificio, que al principio Rand identificó como posadas, pero los carteles de las fachadas representaban a hombres tocando flautas o arpas, haciendo acrobacias o malabarismos, y, a pesar de sus grandes dimensiones, carecían de ventanas. La mayoría de las edificaciones de extramuros eran de madera, a despecho de sus tamaños, y un buen número de ellas parecían nuevas, aunque levantadas con pobreza de recursos. Rand contempló con asombro varias que tenían siete pisos e incluso más; se balanceaban ligeramente, aun cuando la gente que entraba y salía de ellos no parecía reparar en ello.

—Campesinos —murmuró Tavolin, mirando al frente con repugnancia—. Miradlos, corrompidos por costumbres extranjeras. No deberían estar aquí.

—¿Dónde deberían estar? —preguntó Rand.

El oficial cairhienino lo miró con expresión airada y espoleó el caballo, azotando a la muchedumbre con su látigo corto.

—Fue a causa de la Guerra de los Aiel, lord Rand —le explicó Hurin, tocándole el brazo y mirando en derredor para comprobar que los soldados no lo oían—. Muchos de los campesinos temieron regresar a sus tierras, próximas a la Columna Vertebral del Mundo, y casi todos vinieron aquí. Por eso tiene Galldrain el río lleno de barcazas de grano proveniente de Andor y Tear. No reciben cosechas de las granjas del este porque ya no hay granjas allí. No obstante no es aconsejable mencionarlo a ningún cairhienino, mi señor, pues tienden a mostrar la pretensión de que la guerra no tuvo lugar o, al menos, de que ellos la ganaron.

A pesar de la fusta de Tavolin, se vieron obligados a detenerse cuando una extraña procesión cruzó ante ellos. Media docena de hombres, haciendo sonar tambores y danzando, abrían la marcha de una sarta de enormes marionetas, de un tamaño dos veces superior al de los hombres que las accionaban con largos palos. Gigantescas figuras coronadas de hombres y mujeres vestidos con largos y lujosos atuendos dirigían reverencias a la multitud entre las formas de fantásticas bestias: un león con alas; una cabra, erguida sobre las patas traseras, con dos cabezas que semejaban exhalar fuego, a juzgar por los regueros carmesí que colgaban de ambas bocas; algo que parecía ser medio gato y medio águila, y otra criatura con cabeza de oso y cuerpo humano, que Rand tomó por un trolloc. La muchedumbre los aclamaba y reía mientras avanzaba haciendo cabriolas.

—El que lo hizo no ha visto en su vida un trolloc —gruñó Hurin— La cabeza es demasiado grande y está demasiado delgado. Seguramente no creen en su existencia, mi señor, no más que en estos monigotes. Los únicos monstruos en los que creen los de extramuros son los Aiel.

—¿Celebran algo? —inquirió Rand. No veía otra señal que aquella comitiva, pero creyó que ésta debía desfilar con algún motivo. Tavolin volvió a ordenar a los soldados que emprendieran la marcha.

—No en especial, Rand —respondió Loial, que, caminando junto a su caballo en cuya silla todavía iba atado el cofre envuelto con la manta, atraía tantas miradas como las marionetas. Algunos incluso reían y aplaudían como lo habían hecho con los títeres—. Me temo que Galldrain los mantiene apaciguados mediante distracciones. Da a los juglares y músicos el Donativo Real, una recompensa en plata, por dar representaciones aquí en extramuros y patrocina carreras de caballo en las riberas del río cada día. También hay fuegos de artificio muchas noches. —Pestañeó, cayendo en la cuenta de lo expresado, y miró apresuradamente en torno a sí para ver si alguno de los soldados lo había oído. Ninguno parecía haberle prestado atención.

—Fuegos de artificio —confirmó Hurin—. Los Iluminadores han construido su cuartel general aquí, me han dicho, al igual que en Tanchico. No me molestó en absoluto ver los fuegos artificiales cuando estuve aquí.

Rand sacudió la cabeza. Nunca había visto fuegos de artificio tan elaborados que requirieran la contribución de un Iluminador. Había oído comentar que sólo salían de Tanchico para organizar espectáculos para los gobernantes. Era un lugar extraño, aquel en el que entraba.

En el elevado arco cuadrado de la puerta de la ciudad, Tavolin ordenó el alto y desmontó junto a una achaparrada edificación de piedra adosada a las murallas. Tenía aspilleras en lugar de ventanas y una pesada puerta reforzada con hierro.

—Un momento, mi señor Rand —dijo el oficial, y, entregando las riendas a uno de los soldados, desapareció en el interior.

Rand miró con recelo a los soldados, montados rígidamente en dos largas Alas, preguntándose qué harían si él, Loial y Hurin intentaran marcharse. Aprovechó la coyuntura para observar la ciudad que se extendía ante él.

Cairhien en sí ofrecía un vivo contraste con el caótico bullicio de extramuros. Amplias calles pavimentadas, cuya anchura disimulaba la gran cantidad de transeúntes, se entrecruzaban en ángulos rectos. Al igual que en Tremonsien, las colinas habían sido moldeadas en terrazas y acopladas a un trazado de líneas rectas. Las sillas de manos cubiertas, algunas de ellas con pequeños pendones con la insignia de una casa, avanzaban con lentitud y los carruajes circulaban despacio por las calles. La gente caminaba en silencio, vestida con ropas oscuras que no alegraban más colores que algunas listas de vez en cuando en el pecho de chaquetas o vestidos. Cuantas más lucía, más orgulloso era el porte del viandante, pero nadie reía ni sonreía siquiera. Los edificios levantados en las terrazas eran invariablemente de piedra y su ornamentación se componía de líneas y ángulos rectos. No había vendedores ambulantes ni buhoneros en las calles e incluso las tiendas parecían austeras, con letreros pequeños y sin mercancías expuestas afuera.

Ahora veía con más claridad las grandes torres, rodeadas de andamios de vigas amarradas en los que rebullían los obreros, depositando nuevas piedras para elevarlas aún más.

—Las Torres Infinitas de Cairhien —murmuró con tristeza Loial—. Bueno en un tiempo fueron lo bastante altas para justificar el nombre. Cuando los Aiel tomaron la ciudad, por la época en que naciste tú, las torres se incendiaron y se vinieron abajo. No veo ningún Ogier entre los albañiles. A ninguno le gustaría trabajar aquí, ya que los cairhieninos no quieren más que esto, sin adornos, pero los había cuando estuve aquí anteriormente.

Tavolin salió, seguido de otro oficial y dos funcionarios, uno con un gran libro mayor encuadernado en madera y el otro con una bandeja con objetos de escritorio. La parte delantera de la cabeza del oficial estaba rapada de igual manera que la de Tavolin, aun cuando el avance de la calvicie parecía haber dado cuenta de más cabellos que la hoja de afeitar. Ambos militares miraron alternativamente a Rand y al arcón oculto bajo la manta ligada. Ninguno de ellos preguntó qué había debajo. Tavolin lo había observado con frecuencia durante la jornada desde Tremonsien, pero tampoco había formulado pregunta alguna. El hombre medio calvo posó también la mirada en la espada de Rand y frunció brevemente los labios.

Tavolin lo presentó con el nombre de Asan Sandair y a él lo anunció en voz alta como lord Rand de la casa al’Thor, de Andor, acompañado de su criado, llamado Hurin, y de Loial, un Ogier del stedding Shangtai. El empleado que sostenía el libro mayor lo abrió sobre los brazos y Sandair escribió los nombres.

—Debéis volver a este puesto de guardia mañana a la misma hora, mi señor —le informó Sandair, dejando que el segundo escribano secara la tinta— y dar el nombre de la posada donde os hospedáis.

Rand dirigió la mirada a las severas calles de Cairhien y luego a la vivacidad que imperaba en extramuros.

—¿Podéis indicarme el nombre de alguna buena posada de allá afuera? —señaló a extramuros con la cabeza.

Hurin emitió un frenético siseo y se inclinó hacia él.

—No sería correcto, lord Rand —susurró—. Si os quedáis en extramuros, siendo un señor, estarán seguros de que tramáis algo.

Rand comprendió que el husmeador estaba en lo cierto. Sandair había abierto desmesuradamente la boca y Tavolin había enarcado las cejas al oír su pregunta y ambos lo observaban sin pestañear. Sintió deseos de decirles que no estaba participando en su Gran Juego.

—Tomaremos habitaciones en la ciudad —anunció en su lugar—. ¿Podemos irnos ahora?

—Desde luego, mi señor Rand. —Sandair realizó una reverencia—. Pero… ¿la posada?

—Os lo comunicaré cuando encontremos una. —Rand volvió grupas y luego se detuvo. La misiva de Selene crujía en su bolsillo—. Necesito encontrar a una joven de Cairhien, lady Selene. Tiene mi edad y es hermosa. Ignoro el nombre de su casa.

Sandair y Tavolin intercambiaron una mirada antes de que Sandair respondiera.

—Iniciaré las pesquisas, mi señor. Tal vez mañana pueda deciros algo cuando regreséis.

Rand asintió y condujo a Loial y Hurin hacia la ciudad. Apenas llamaron la atención, a pesar de que había poca gente a caballo. Ni siquiera Loial atrajo las miradas. Las personas casi parecían hacer ostensiblemente caso omiso de cuanto ocurría a su alrededor.

—¿Darán una interpretación errónea —preguntó Rand a Hurin— al hecho de que haya solicitado información sobre Selene?

—¿Quién puede saberlo con los cairhieninos, mi señor Rand? Por lo visto, piensan que todo está relacionado con el Da’es Daemar.

Rand se encogió de hombros. Sentía como si la gente estuviera mirándolo. Estaba impaciente por conseguir de nuevo una buena y sencilla capa y dejar de pretender ser lo que no era.

Hurin conocía varias posadas en la ciudad, aun cuando había permanecido en extramuros durante la mayor parte de su estancia. El husmeador los llevó a una llamada el Defensor de las Murallas del Dragón, en cuyo letrero había un hombre coronado que tenía el pie en el pecho de otro y la espada apoyada en su garganta. El individuo tendido era pelirrojo.

Un mozo de cuadra acudió a hacerse cargo de sus caballos, y dedicó furtivas miradas a Rand y a Loial cuando creía que no lo observaban. Rand se conminó a no dejarse llevar por imaginaciones; no era posible que todos los habitantes de la ciudad participaran en ese juego que le era propio. Y, en el caso de que así fuera, él no tenía nada que ver con ello.

La sala principal estaba limpia, con mesas dispuestas tan ordenadamente como la ciudad y pocos clientes acodados en ellas. Éstos lanzaron una ojeada a los recién llegados y enseguida volvieron a centrar la vista en sus vasos de vino; Rand tenía, no obstante, la impresión de que todavía estaban observando, y escuchando. Un pequeño fuego ardía en la gran chimenea, a pesar de que el día era cálido.

El posadero era un hombre gordo y servil con una sola raya verde cruzada en su chaqueta gris. Se sobresaltó al verlos, lo cual no sorprendió a Rand. Loial, con el cofre en los brazos bajo su manta rayada, había de encorvar la cabeza para atravesar el vano. Hurin iba cargado con todas las alforjas y bultos, y su propia chaqueta roja producía un vivo contraste con los oscuros colores con que vestían las personas sentadas a las mesas.

El posadero reparó en la chaqueta y espada de Rand y volvió a dibujar al punto su zalamera sonrisa. Hizo una reverencia, juntando sus suaves manos.

—Disculpad, mi señor. Es que, por un momento, os había tomado por… Perdonadme. Mi entendimiento ya no es el que era. ¿Deseáis habitaciones, mi señor? —Volvió a realizar una reverencia, menos profunda, dedicada a Loial—. Me llamo Cuale, mi señor.

«Me había tomado por un Aiel», pensó agriamente Rand. Tenía ganas de irse de Cairhien, pero ése era el lugar donde tenía posibilidades de encontrar a Ingtar. Y Selene había dicho que lo aguardaría en Cairhien.

Tomó cierto tiempo preparar las habitaciones pues, según explicó Cuale con una excesiva profusión de sonrisas y reverencias, era necesario trasladar una cama para Loial. Rand quería que los tres ocuparan el mismo dormitorio, pero entre las escandalizadas miradas del posadero y la insistencia de Hurin —«Debemos demostrar a esos cairhieninos que sabemos tan bien como ellos lo que es correcto»— acabaron encargando dos, una para él solo, con una puerta que comunicaba con la otra.

Las habitaciones eran casi iguales, exceptuando el hecho de que la de Loial y Hurin tenía dos camas, una para la talla del Ogier, mientras que la suya sólo tenía una, casi tan espaciosa como las otras dos juntas, con columnas cuadradas que casi llegaban al techo. La silla tapizada de alto respaldo y el lavabo eran también cuadrados e imponentes y el armario adosado a la pared tenía esculpidos unos rígidos y recargados ornamentos que le conferían el aspecto de estar desmoronarse sobre él. Un par de ventanas junto al lecho daban a la calle, dos pisos más abajo.

Tan pronto como hubo salido el posadero, Rand abrió la puerta e hizo pasar a Loial y Hurin.

—Este sitio me causa desazón —confesó—. Todo el mundo te mira como si pensaran que estás haciendo algo. Voy a volver a extramuros y me quedaré una hora allí. Allí la gente ríe, al menos. ¿Cuál de vosotros desea realizar el primer turno de vigilancia del Cuerno?

—Yo me quedaré —se apresuró a ofrecerse Loial—. Me gustaría leer un rato. El hecho de que no haya visto ningún Ogier no significa que no haya picapedreros del stedding Tsofu. No está lejos de la ciudad.

—Pensaba que querrías verlos.

—Ah… no, Rand. Ya me hicieron demasiadas preguntas la otra vez respecto a los motivos por los que iba solo por el mundo. Si han hablado con los del stedding Shangtai… Bueno, creo que me quedaré a descansar y leer.

Rand sacudió la cabeza. A menudo olvidaba que Loial se había escapado de casa para ver mundo.

—¿Y tú, Hurin? Hay música en extramuros y gente que ríe. Apuesto a que nadie juega al Da’es Daemar allí.

—Yo no estaría tan seguro, lord Rand. En todo caso, os agradezco la invitación, pero creo que no voy a ir. Hay tantas riñas, y asesinatos también, en extramuros, que apesta, ya sabéis a qué me refiero. No es que vayan a importunar a un señor, claro está, pues los soldados se abalanzarían sobre ellos. Pero, si no tenéis inconveniente, me gustaría tomar una bebida en el comedor.

—Hurin, no necesitas mi permiso para nada. Ya lo sabes.

—Como digáis, mi señor. —El husmeador hizo un amago de reverencia.

Rand respiró hondo. Si no abandonaban pronto Cairhien, Hurin no pararía de hacer zalemas a diestro y siniestro. Y, si Mat y Perrin veían eso, se encargarían de hacer que no lo olvidara jamás.

—Espero que no haya nada que retrase a Ingtar. Si no viene pronto, habremos de llevar el Cuerno a Fal Dara nosotros mismos. —Tocó la nota de Selene a través de la chaqueta—. Habremos de hacerlo. Loial, volveré temprano para que puedas ver un poco la ciudad.

—Preferiría no correr el riesgo —objetó Loial.

Hurin acompañó a Rand abajo. Apenas habían llegado al comedor, Cuale ya estaba inclinándose ante Rand, tendiéndole una bandeja en la que había tres pergaminos sellados. Rand los tomó, dado que aquél parecía ser el propósito del posadero. Era un pergamino de calidad, de tacto suave y flexible; caro, sin duda.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—Invitaciones, por supuesto, mi señor —repuso, volviendo a inclinarse, Cuale—. De tres de las casas nobles. —Se alejó, todavía encorvado.

—¿Quién iba a enviarme invitaciones? —Rand las volvió sobre su mano. Ninguno de los individuos sentados en la sala levantó la cabeza, pero tenía la sensación de que de todos modos lo observaban. No reconoció los sellos. Ninguno de ellos era la luna creciente y las estrellas que había utilizado Selene—. ¿Quién sabría que estoy aquí?

—Todo el mundo a estas alturas, lord Rand —respondió con calma Hurin, que también parecía acusar las miradas de los presentes—. Los guardias de la puerta no serían capaces de mantener la boca cerrada en lo concerniente a la llegada de un señor extranjero a Cairhien. El mozo de la caballeriza, el posadero…, todos cuentan lo que saben en los lugares que consideran que les reportará mayor beneficio, mi señor.

Con una mueca de disgusto, Rand dio dos pasos y arrojó las invitaciones al fuego. Éstas prendieron al instante.

—Yo no juego al Da’es Daemar —dijo en voz lo bastante alta para ser oída por todos. Ni siquiera Cuale lo miró—. No tengo nada que ver con vuestro Gran Juego. Simplemente estoy aquí para esperar a unos amigos.

—Por favor, lord Rand. —Hurin le había agarrado el brazo y su voz era un apremiante susurro—. No hagáis eso de nuevo, por favor.

—¿De nuevo? ¿De veras crees que recibiré más?

—Estoy completamente seguro. Luz, me recordáis aquella vez en que Teva se enloqueció tanto con el zumbido de un avispón que propinó un puntapié al avispero. Es probable que hayáis convencido a todos los que están en la sala de que estáis hondamente involucrado en el juego. Ha de ser una implicación profunda, según su modo de ver, para que neguéis con tanta contundencia jugar. Todos los señores y damas de Cairhien lo hacen. —El husmeador lanzó una ojeada a las invitaciones, curvándose ennegrecidas en el fuego, y pestañeó—. Y sin duda os habéis procurado enemigos en tres casas. No de las grandes, pues de lo contrario no se hubieran precipitado tanto, pero aun así nobles. Debéis responder a todas las invitaciones que recibáis, mi señor. Declinadlas si queréis, aunque interpretarán cosas en tal acto. Y en las que aceptéis también. Claro está que, si las declináis todas, o las aceptáis todas…

—No pienso participar en eso —insistió Rand—. Nos iremos de Cairhien lo más pronto posible. —Hundió los puños en los bolsillos de la chaqueta, y notó cómo se arrugaba la nota de Selene. Extrayéndola, la alisó en la pechera—. Lo más pronto posible —murmuró, volviendo a guardarla en el bolsillo—. Toma un trago, Hurin.

Salió enojado, sin saber si atribuir el enfado a sí mismo, a Cairhien y su Gran Juego, a Selene por haber desaparecido o a Moraine. Ella lo había iniciado todo, robándole las chaquetas y dándole vestimentas de señor en su lugar. Aun ahora, cuando se consideraba libre de ellas, todavía había una Aes Sedai que se inmiscuía en su vida, sin tener siquiera la necesidad de estar allí.

Se dirigió a la misma puerta por la que había entrado en la ciudad, dado que aquél era el camino que conocía. Un hombre que se encontraba delante de la casa de guardia reparó en él —el vivo color de su chaqueta así como su altura, inusual entre los cairhieninos, llamaban la atención— y se precipitó hacia el interior, pero Rand no lo advirtió. Las risas y la música de extramuros tiraban de él.

Si su chaqueta roja con bordados de oro resaltaba en el interior de las murallas, combinaba en cambio perfectamente en extramuros. Muchos de los hombres que se afanaban entre las abarrotadas calles iban vestidos con tanta sobriedad como los de la urbe, pero un número equiparable de ellos vestían chaquetas rojas, azules, verdes o doradas, algunas tan llamativas como las de los gitanos, y un número aún mayor de mujeres lucía vestidos bordados y bufandas o chales de colores. La mayor parte de las galas estaban gastadas y no acababan de ajustarse a sus cuerpos, como si hubieran sido confeccionadas originalmente para otras personas, pero, si alguno de los que las llevaban posó la mirada en su lujosa chaqueta, nadie pareció encontrarla fuera de lugar.

En una ocasión hubo de detenerse para dejar pasar otro desfile de títeres gigantes. Mientras los tambores brincaban, haciendo sonar sus instrumentos, un trolloc con cara de cerdo luchaba con un hombre tocado con una corona. Tras unos cuantos golpes descargados sin orden ni concierto, el trolloc se desmoronó para regocijo de los espectadores.

Rand emitió un gruñido. «No mueren con tanta facilidad como lo presentan».

Deteniéndose para mirar por la puerta, lanzó una ojeada al interior de uno de los grandes edificios sin ventanas. Para su sorpresa, era una enorme habitación, abierta al cielo en el medio y rodeada de palcos, con un gran escenario a un lado. Nunca había visto ni oído describir algo así. La gente se arracimaba en las gradas, observando a quienes ofrecían su representación en el estrado. Se asomó a otros al pasar y vio malabaristas, músicos, titiriteros e incluso un juglar, con su capa de parches, recitando con sonora voz una historia de La Gran Cacería del Cuerno en Cántico alto.

Aquello le trajo a Thom Merrilin a la memoria y le hizo apresurar el paso. El recuerdo de Thom siempre lo ponía triste. Thom había sido su amigo, un amigo que había muerto por él. «Mientras yo huía, abandonándolo a su suerte».

En otra de las grandes edificaciones, una mujer ataviada con voluminosos ropajes hacía desaparecer cosas de un cesto para materializarlas en otro y luego hacer que se esfumaran de sus manos entre nubes de humo. La multitud que la contemplaba emitía ruidosas exclamaciones de asombro.

—Dos piezas de cobre, mi señor —dijo un andrajoso hombrecillo en la puerta—. Dos monedas de cobre para ver a la Aes Sedai.

—No creo que me interese entrar. —Rand volvió a mirar a la mujer, en cuyas manos aparecía una paloma blanca. «¿Aes Sedai?» Dedicó una leve reverencia al hombrecillo y se marchó.

Estaba abriéndose camino entre la muchedumbre, sin saber adónde dirigirse, cuando una voz profunda, acompañada por el tañido de un arpa, brotó de un portal presidido por un letrero que representaba un malabarista.

—… el frío vuela con el viento por el paso de Shara; el frío cruza la tumba sin marca. Pero cada año, en el Día Solar, sobre esas piedras amontonadas aparece una rosa, con una lágrima de cristal semejante al rocío sobre los pétalos, depositada por la justa mano de Dunsinin, pues ella se mantiene fiel al trato realizado por Rogosh Ojo de Águila.

La voz tiraba de él cual una cuerda. Se asomó a la puerta cuando comenzaban a sonar los aplausos.

—Dos monedas de cobre, buen señor —suplicó un individuo de rostro ratonil—. Dos piezas de cobre para ver…

Rand sacó varias monedas y se las entregó al hombre. Entró aturdido, mirando al individuo que se inclinaba en el escenario agradeciendo los aplausos de los oyentes, sosteniendo un arpa en un brazo mientras con el otro ahuecaba su capa multicolor como si quisiera albergar en ella todo el ruido ambiental. Era un hombre maduro, alto y desgarbado, con largos bigotes tan blancos como el pelo de su cabeza. Y, cuando se enderezó y vio a Rand, los ojos que se abrieron eran penetrantes y azules.

—Thom. —El susurro de Rand se perdió entre el alboroto reinante.

Mirándolo a los ojos, Thom Merrilin le señaló con un breve movimiento de cabeza una puertecilla lateral. Después volvió a hacer reverencias, sonriendo y dejándose acariciar por los aplausos.

Rand se encaminó a la puerta y la traspuso. Sólo era un pequeño corredor con tres escalones que conducían al estrado, al otro lado del cual había una malabarista practicando con pelotas de colores y seis titiriteros que hacían ejercicios de calentamiento.

Thom apareció en las escaleras, cojeando, como si su pierna derecha no se doblara tan bien como antes. Lanzó una mirada al malabarista y a los acróbatas, se atusó con gesto desdeñoso el bigote y se volvió hacia Rand.

—Todo cuanto quieren oír es La Gran Cacería del Cuerno. Yo me inclinaría a pensar que, con las noticias que llegan de Haddon Mirk y Saldaea, uno de ellos solicitaría el Ciclo Kareathon. Bueno, quizá no eso, pero daría algo por contar otra cosa. —Miró a Rand de pies a cabeza—. Parece que te van bien las cosas, chico. —Señaló el cuello de la chaqueta de Rand y frunció los labios—. Muy bien.

Rand no pudo contener la risa.

—Me fui de Puente Blanco convencido de que habíais muerto. Moraine dijo que aún estabais vivo, pero yo… ¡Luz, Thom, cómo me alegra veros de nuevo! Debí haber regresado para ayudaros.

—Hubiera sido una gran idiotez, muchacho. Ese Fado… —miró en torno a sí; no había nadie cerca, pero aun así bajó la voz— …no tenía ningún interés en mí. Me dejó el pequeño recuerdo de una pierna tiesa y salió corriendo detrás de ti y Mat. Lo único que habrías hecho sería morir. —Guardó silencio, con aire pensativo—. Moraine dijo que estaba vivo, ¿eh? ¿Está contigo entonces?

Rand sacudió la cabeza. Para su sorpresa, Thom pareció decepcionado.

—Mala cosa, en cierto modo. Es una buena mujer, a pesar de ser… —Dejó inconclusa la frase—. De manera que era a Mat o a Perrin a quien buscaba. No voy a preguntarte cuál. Son buenos chicos y no quiero saberlo. —Rand se movió, inquieto, y se sobresaltó cuando Thom lo apuntó con un huesudo dedo—. Lo que sí me interesa saber es, ¿todavía tienes mi arpa y mi flauta? Quiero que me las devuelvas. Lo que tengo ahora no vale ni para que lo toquen los cerdos.

—Las tengo, Thom. Os las traeré, lo prometo. No puedo creer que estéis vivo, y que no estéis en Illian. La Gran Cacería está a punto de partir. El premio por la mejor recitación de la Gran Cacería del Cuerno… Os moríais de ganas de ir.

—¿Después de lo de Puente Blanco? —resopló Thom—. Me dejaría matar antes de hacerlo. Aun cuando hubiera podido llegar al barco antes de que partiera. Domon y toda su tripulación hubieran propagado por toda Illian el cuento de que los trollocs iban persiguiéndome. Si vieron el Fado, u oyeron hablar de él, antes de que Domon soltara las amarras… La mayoría de los illianos creen que los trollocs y Fados son personajes de ficción, pero habría otros que querrían averiguar por qué perseguían a un hombre, los suficientes como para hacer de Illian un lugar desagradable.

—Thom, tengo algo que contaros.

—Más tarde, chico —lo interrumpió el juglar, que intercambiaba miradas con el hombre de rostro enjuto situado al otro lado del corredor—. Si no vuelvo y les cuento otra historia, ése hará salir sin duda al malabarista y esta pandilla destrozará el local. Ven al Racimo de Uvas, justo después de la puerta de Jangai. Tengo una habitación allí. Tendrán que contentarse con otro relato. —Ascendió de nuevo los escalones—. ¡Y tráeme el arpa y la flauta! —le recordó.

Загрузка...