Perrin miraba con recelo a los habitantes del pueblo, encogiéndose tímidamente bajo una capa demasiado corta, bordada en el pecho y con algunos agujeros por remendar, pero ninguno de ellos le dedicó especial atención a pesar de su extraña mezcolanza de ropas y el hacha en la cadera. Hurin llevaba una chaqueta con espirales azules en el pecho debajo de la capa y Mat, un par de pantalones abombados que abultaban desmesuradamente en el punto en que se introducían en sus botas. Eso era cuanto habían encontrado de su talla en el pueblo abandonado. Perrin se preguntaba si ése también quedaría pronto desierto. La mitad de las casas de piedra estaban vacías y delante de la posada, en la calle no pavimentada, aguardaban tres carros de bueyes, pesadamente cargados con bultos cubiertos por lonas sujetas con cuerdas, a cuyo alrededor se reunían las familias.
Mientras los observaba, abrazándose y despidiéndose de quienes se quedaban, Perrin llegó a la conclusión de que el comportamiento de esas gentes no se debía a la falta de interés por los forasteros, pues evitaban con cuidado mirarlo a él y a sus compañeros. Esa gente había aprendido a no demostrar curiosidad por los extranjeros, incluso por aquellos que sin duda no eran seanchan. Los extranjeros podían ser peligrosos en esos tiempos en la Punta de Toman. Habían topado con la misma fingida indiferencia en otras poblaciones. Allí, a menos distancia de la costa, había más ciudades, cada una de las cuales era independiente de la otra, o lo había sido antes de la llegada de los seanchan.
—Insisto en que es hora de montar en los caballos —opinó Mat— antes de que decidan a comenzar a hacer preguntas. Sólo hace falta que alguien se decida.
Hurin estaba observando un gran círculo ennegrecido en el suelo que contrastaba con la parda hierba del prado del pueblo. Por su aspecto, hacía tiempo que estaba allí, pero nadie había hecho nada para borrarlo.
—Tal vez hace seis u ocho meses —musitó— y todavía apesta. La totalidad del Consejo del Pueblo y sus familias. ¿Por qué harían una cosa así?
—¿Quién sabe por qué actúan así? —murmuró Mat—. Al parecer, los seanchan no necesitan motivos para matar a la gente. En todo caso, ninguno que se me pueda ocurrir a mí.
Perrin trató de no mirar la mancha carbonizada.
—Hurin, ¿estás seguro acerca de Fain? ¿Hurin? —Había sido difícil conseguir que el husmeador apartara la mirada de aquel círculo desde que habían entrado en la población—. ¡Hurin!
—¿Qué? Oh, Fain. —Hurin ensanchó las aletas de la nariz y de inmediato la arrugó—. No hay posibilidad de confusión, aun después del tiempo transcurrido. A su lado un Myrddraal huele a rosas. Pasó por aquí con toda certeza, pero creo que iba solo. Sin trollocs, en todo caso, y, si iba acompañado de Amigos Siniestros, éstos no han cometido muchas atrocidades últimamente.
En las proximidades de la posada la gente se puso a gritar y a señalar, presa de súbita agitación. No era a Perrin y a sus dos acompañantes a quienes apuntaban, sino a algo que Perrin no logró percibir en las bajas colinas a oriente del pueblo.
—¿Podemos montar ahora? —inquirió Mat—. Podrían ser seanchan.
Perrin asintió y se dirigieron apresuradamente a la parte trasera de una casa abandonada donde habían atado las monturas. Cuando Mat y Hurin desaparecían en un recodo, Perrin volvió la vista hacia la posada y se detuvo, perplejo. Los Hijos de la Luz entraban, en larga columna de jinetes, en la población.
Se precipitó en pos de los otros.
—¡Capas Blancas!
Apenas desperdiciaron un instante mirándolos con incredulidad antes de saltar a los caballos. Separados de la calle principal por una hilera de casas, los tres salieron al galope en dirección oeste, mirando atrás para cerciorarse de que no los seguían. Ingtar les había dado instrucciones de evitar cualquier incidente susceptible de retrasarlos y las preguntas que seguramente formularían los Capas Blancas serían motivo de demora, aun cuando pudieran darles respuestas satisfactorias. Perrin se mantenía aún más vigilante que los otros dos; tenía sus propias razones para rehuir un encuentro con los Capas Blancas. «El hacha en las manos. Luz, qué no daría porque eso no hubiera sucedido».
Pronto las colinas de escasa vegetación ocultaron el pueblo, y Perrin comenzó a pensar que después de todo era posible que nadie los persiguiera. Tiró de las riendas e hizo señas a los otros dos para que pararan. Al obedecerlo ellos, mirándolo con aire interrogativo, aguzó el oído. Su capacidad auditiva era superior a la de antaño, pero a pesar de ello no oyó sonidos de pasos.
Con renuencia, llamó mentalmente a los lobos. Casi al instante estableció contacto con una reducida manada escondida para pasar el día en las colinas que dominaban el pueblo por las que acababan de pasar ellos. En un principio percibió un estupor tan intenso que casi llegó a considerarlo como propio; aquellos lobos habían oído rumores, pero no habían creído realmente que los seres de dos piernas pudieran hablar con su especie. Sudó copiosamente los minutos que tardó en presentarse a sí mismo —transmitió, a su pesar, la imagen del Joven Toro, a la cual agregó su propio olor, siguiendo la costumbre de los lobos, pues éstos eran bastante rigurosos con los formulismos al conocer a alguien— pero al fin consiguió pasar al tema de las preguntas. Aun cuando no tuvieran el menor interés en los dos piernas que no podían hablar con ellos, aceptaron descender para echar una ojeada, inadvertidos por la embotada visión de los dos piernas.
Pasado un rato, los lobos le comunicaron visualmente lo que veían: hombres con capas blancas rodeando el pueblo, cabalgando entre las casas, a su alrededor, pero sin intención de abandonarlo. Sin duda no hacia el oeste. Los lobos decían que lo único que olían moviéndose en esa dirección era a él y dos otros dos piernas con tres de los altos seres de pies duros.
Perrin agradeció poner fin a la conversación con los lobos. Las miradas de Hurin y Mat, fijas en él, lo ponían nervioso.
—No nos siguen —anunció.
—¿Cómo puedes estar seguro? —preguntó Mat.
—¡Lo estoy! —espetó—. Simplemente lo estoy —añadió con tono más sosegado.
Mat abrió la boca, volvió a cerrarla y al cabo se decidió a hablar.
—Bueno, si no vienen tras nosotros, lo mejor será que nos reunamos con Ingtar y sigamos el rastro de Fain. Esa daga no va acercarse si nos quedamos plantados aquí.
—No podemos seguirlo a tan poca distancia del pueblo —objetó Hurin—. No sin arriesgamos a topar con los Capas Blancas. No creo que lord Ingtar lo aprobara, ni tampoco Verin Sedai.
—Lo retomaremos a varios kilómetros —decidió Perrin—. Pero manteneos alerta. Ahora no debemos estar ya lejos de Falme. No servirá de nada esquivar a los Capas Blancas si tropezamos con una patrulla seanchan.
Mientras reemprendían camino, no pudo menos de preguntarse qué estarían haciendo los Capas Blancas allí.
Geofram Bornhald miraba con ojos entornados la calle del pueblo, sentado en la silla del caballo mientras la legión rompía filas entre la pequeña ciudad, rodeándola. Aquel hombre de anchas espaldas que se había escabullido fuera de la vista le recordaba a alguien. «Sí, claro. El tipo que pretendía ser un herrero. ¿Cómo se llamaba?»
Byar refrenó la montura frente a él y se llevó la mano al corazón.
—El pueblo está tomado, mi capitán.
Lugareños vestidos con pesadas chaquetas de piel de oveja se congregaban con inquietud, presionados por los soldados de blancas capas, cerca de los sobrecargados carros situados delante de la posada. Los niños se agarraban llorando a las faldas de las madres, pero ninguno se mostraba desafiante. Los adultos, con la mirada triste, se mantenían pasivos a la espera de lo que iba a ocurrir, de lo cual se congratuló Bornhald, pues no deseaba dar un castigo ejemplar a ninguna de esas personas, ni tampoco perder tiempo.
Desmontó y entregó las riendas a uno de los Hijos.
—Encárgate de alimentar a los hombres, Byar. Pon los prisioneros en la posada con toda la comida y agua que puedan transportar, luego clava todas las puertas y ventanas. Haz que crean que voy a dejar varios hombres montando guardia.
Byar se tocó otra vez el corazón y volvió grupas para impartir órdenes. Los paisanos fueron conducidos en rebaño a la posada de achatado techo, mientras otros Hijos registraban las casas en busca de martillos y clavos.
Observando las taciturnas caras que desfilaban frente a él, Bornhald calculó que transcurrirían dos o tres de días antes de que alguno de ellos reuniera el coraje para escapar de la posada y averiguar que no había guardias. Dos o tres días era cuanto necesitaba, pero no quería correr el riesgo de alertar a los seanchan de su presencia ahora.
Dejando atrás un número suficiente de hombres para que los interrogadores creyeran que la totalidad de su legión se hallaba aún diseminada por el llano de Almoth, se había llevado consigo más de un millar de Hijos, con los cuales había atravesado casi toda la Punta de Toman sin levantar sospechas, por cuanto él había percibido. Las tres escaramuzas habidas con patrullas seanchan habían concluido de forma rápida. Los seanchan se habían acostumbrado a pelear con un populacho derrotado de antemano y el sorprendente encuentro con los Hijos de la Luz había tenido para ellos consecuencias catastróficas. Los seanchan, no obstante, tenían una belicosidad comparable a las hordas del Oscuro y aún recordaba con pesadumbre el combate que le había costado más de cincuenta hombres. Todavía no estaba seguro de cuál de las dos mujeres acribilladas de flechas que había contemplado después era la Aes Sedai.
—¡Byar! —Uno de sus subalternos le tendió una taza de barro con agua, sustraída de uno de los carros; la notó helada en la garganta.
El hombre de rostro demacrado desmontó junto a él.
—¿Sí, mi capitán?
—Cuando me enfrente al enemigo, Byar —anunció lentamente Bornhald—, tú no participarás en la batalla. Observarás desde cierta distancia y notificarás a mi hijo su resultado.
—¡Pero mi señor capitán…!
—¡Ésa es mi orden, Hijo Byar! —espetó—. ¿Vais a obedecer?
Byar enderezó la espalda y dirigió la vista al frente.
—Como ordenéis, mi señor capitán.
Bornhald lo examinó un momento. Ese hombre cumpliría con lo indicado, pero sería preferible darle un motivo de más peso que el hecho de comunicar a Dain la muerte de su padre. No era que no fuera consciente de la urgencia con que había de llevar la noticia a Amador. Desde aquella escaramuza con la Aes Sedai —«¿Era una o eran dos? Treinta soldados seanchan, buenos luchadores, y dos mujeres me costaron el doble de bajas que las que sufrieron ellos»—, desde entonces, ya no abrigaba expectativas de partir con vida de la Punta de Toman. En el caso, harto improbable, de que los seanchan no se encargaran de darle muerte, era muy probable que lo hicieran los interrogadores.
—Cuando hayas encontrado a mi hijo, que debe de estar con el capitán Elmon Valda en las proximidades de Tar Valon, y hayas hablado con él, cabalgarás hasta Amador e informarás al capitán general. A Pedron Niall en persona, Hijo Byar. Le dirás lo que hemos averiguado de los seanchan; eso te lo anotaré yo mismo. Cerciórate de que comprenda bien que ya no podemos contar con que las brujas de Tar Valon se contenten con manipular los acontecimientos desde la sombra. Si luchan de forma declarada en las filas de los seanchan, sin duda habremos de enfrentarnos a ellas en otros lugares. —Vaciló. Aquel último detalle era el más importante. Bajo la Cúpula de la Verdad habían de saber que, a pesar de los juramentos de que se preciaban, las Aes Sedai marcharían hacia el campo de batalla. No estaba seguro de abandonar con pesar un mundo que le parecía aborrecible, un mundo donde las Aes Sedai esgrimían el poder en contiendas militares. Sin embargo, había otro mensaje que deseaba remitir a Amador—. Y, Byar… dile a Pedron Niall cómo fuimos utilizados por los interrogadores.
—Como ordenéis, mi capitán —respondió Byar, pero Bornhald suspiró al advertir la expresión de su rostro. Ese hombre no lo comprendía. Para él, las órdenes habían de obedecerse tanto si provenían del capitán general como de los interrogadores, fuera cual fuese su comportamiento.
—También te pondré esto por escrito para que lo entregues a Pedron Niall —declaró, sin saber a ciencia cierta si ello surtiría un resultado más apetecido. Al acudirle un pensamiento a la mente, miró con entrecejo fruncido la posada, donde varios de sus hombres clavaban con estrépito los postigos y puertas—. Perrin —murmuró—, ése era su nombre. Perrin, de Dos Ríos.
—¿El Amigo Siniestro, mi capitán?
—Tal vez, Byar. —Él no tenía una certeza absoluta al respecto, pero un hombre a cuyo lado se prestaban a luchar los lobos no podía ser otra cosa. Además, ese Perrin había matado a dos de los Hijos—. Me ha parecido verlo al entrar en el pueblo, pero no recuerdo que ninguno de los prisioneros tuviera aspecto de herrero.
—El herrero del pueblo se marchó hace un mes, mi capitán. Algunos se quejaban de que se habrían podido ir antes de nuestra llegada si no hubieran tenido que arreglar ellos mismos las ruedas de los carros. ¿Creéis que era realmente ese Perrin, mi capitán?
—Quienquiera que fuese, no lo han liquidado, ¿no? Y puede que denuncie nuestra presencia a los seanchan.
—Un Amigo Siniestro lo haría sin duda, mi señor capitán.
Bornhald dio cuenta del agua que quedaba en la taza y la tiró a un lado.
—Los hombres no comerán aquí, Byar. No permitiré que esos seanchan me sorprendan sesteando, tanto si es Perrin de Dos Ríos u otra persona quien los ponga en alerta. ¡Montad la legión, Hijo Byar!
En el cielo, a gran distancia de sus cabezas, una descomunal forma alada giró en círculo sin que ellos la advirtieran.
En el claro del bosquecillo que coronaba la colina donde habían montado el campamento, Rand practicaba figuras con la espada, deseoso de distraer la mente de cavilaciones. Ya había cumplido su turno de acompañar a Hurin en busca del rastro de Fain, al igual que todos los demás, en grupos de dos o tres para no llamar la atención, y hasta entonces no habían encontrado nada. Ahora aguardaban el regreso de Mat y Perrin con el husmeador; hacía horas que habrían debido estar allí.
Loial estaba leyendo, como de costumbre, y no era fácil predecir si la agitación de sus orejas se debía al libro o a la tardanza del grupo de exploración, pero Ino y la mayoría de los soldados shienarianos permanecían rígidamente sentados, engrasando las espadas, o vigilaban entre los árboles como si esperaran que los seanchan fueran a aparecer de un momento a otro. Únicamente Verin aparentaba sosiego. La Aes Sedai estaba sentada en un tronco junto a una pequeña hoguera, murmurando para sí y escribiendo en la tierra con un largo palo; de vez en cuando sacudía la cabeza y lo borraba todo con el pie para volver a iniciar el proceso. Los caballos estaban ensillados y listos para partir; los de los shienarianos, atados a una lanza clavada en el suelo.
—La grulla arremetiendo en los juncos —observó Ingtar, con la espalda apoyada en el tronco de un árbol, afilando la espada con una piedra de esmeril y observando a Rand—. No deberías molestarte en perfeccionar esa forma. Deja el pecho al descubierto.
Por un instante, Rand equilibró el peso del cuerpo en un pie, con la espada asida con ambas manos sobre la cabeza, y luego lo apoyó lentamente sobre el otro.
—Lan dice que es bueno para desarrollar el equilibrio.
Ello no era, sin duda, tarea fácil. Envuelto en el vacío, con frecuencia tenía la impresión de ser capaz de mantenerlo sobre un canto rodado en movimiento, pero no osaba invocarlo, pues temía perder el dominio de sí.
—Lo que se practica demasiado a menudo se utiliza irreflexivamente. Clavarás la espada a tu contrincante con eso, si eres rápido, pero no antes de que él te haya atravesado las costillas. Prácticamente estás invitándolo a hacerlo. No creo que yo pudiera ver a un hombre tan desprotegido y no horadarlo con mi espada, aun sabiendo que podría darme muerte por ello.
—Sólo es para el equilibrio, Ingtar. —Rand vaciló, con un pie en el aire, y hubo de apoyarlo para no caer. Enfundó de golpe la hoja y recogió la capa gris que había utilizado a modo de disfraz. Estaba apolillada y deshilachada en los bordes, pero revestida con gruesa lana, de lo cual se felicitaba a causa del frío viento del oeste que volvía a arreciar—. Qué ganas tengo de que lleguen.
Como si su deseo se hubiera hecho realidad, Ino tomó la palabra.
—Se acercan unos condenados jinetes, mi señor.
De inmediato sonó el roce de las vainas de los hombres que no tenían las espadas desenfundadas. Algunos saltaron a caballo, tras arrancar las lanzas del suelo.
La tensión se desvaneció cuando Hurin se adentró al trote en el claro con sus dos acompañantes, y volvió a avivarse después de que éste declaró:
—Hemos encontrado el rastro, lord Ingtar.
—Lo hemos seguido casi hasta Falme —precisó Mat mientras desmontaba. El momentáneo rubor en sus pálidas mejillas resultó un trágico remedo de salud en aquel rostro enjuto. Los shienarianos lo rodearon, contagiados por su excitación—. Sólo era el de Fain, pero no ha podido ir a otro lugar. Seguramente tiene la daga.
—También hemos encontrado Capas Blancas —anunció Perrin, bajando del caballo—. Cientos de ellos.
—¿Capas Blancas? —exclamó Ingtar, frunciendo el entrecejo—. ¿Aquí? Bien, si no nos importunan, nosotros no los molestaremos. Tal vez si los seanchan están ocupados con ellos, podremos buscar el Cuerno con mayor facilidad. —Posó la mirada en Verin, todavía sentada junto al fuego—. Supongo que vais a decirme que debí haber seguido vuestro consejo, Aes Sedai. Nuestro hombre fue a Falme.
—La Rueda teje según sus designios —contestó plácidamente Verin—. Con los ta’veren, los acontecimientos se producen según habían de hacerlo. Puede que el Entramado exigiera la demora de un par de días. El Entramado coloca con precisión todas las cosas en su lugar y, cuando nosotros tratamos de alterar su distribución, en especial en lo que concierne a los ta’veren, el tejido se modifica para situarnos de nuevo en el sitio que nos correspondía en el Entramado. —Se hizo un tenso silencio en el que ella no pareció reparar, pues siguió trazando al azar líneas en el suelo—. Ahora bien, creo que tal vez deberíamos perfilar algunos planes. El Entramado nos ha traído finalmente a Falme. El Cuerno de Valere ha sido llevado a Falme.
Ingtar se puso de cuclillas frente a ella, al otro lado del fuego.
—Cuando un buen número de personas afirman lo mismo, tiendo a conceder crédito a sus palabras, y los nativos dicen que los seanchan no controlan quién entra o sale dé Falme. Me llevaré a Hurin y a algunos otros a la ciudad. En cuanto haya encontrado la pista de Fain que conduce al Cuerno… Bueno, entonces veremos lo que se ha de hacer.
Con el pie, Verin borró una rueda que había dibujado en la tierra y en su lugar trazó dos líneas que se juntaban en los extremos.
—Vos, Ingtar, y Hurin. Y Mat, ya que detecta la proximidad de la daga. Quieres ir, ¿no es cierto, Mat?
Mat, que parecía indeciso, se apresuró no obstante a asentir.
—Debo hacerlo, ¿verdad? He de encontrar la daga.
Una tercera línea conformó la huella de un pájaro. Verin miró de soslayo a Rand.
—Iré —se ofreció éste—. Por eso estoy aquí. —Los ojos de la Aes Sedai relumbraron extrañamente, con un atisbo de certeza que le produjo inquietud—. Para ayudar a Mat a recuperar la daga —añadió con vehemencia— y el Cuerno a Ingtar. «Y para encontrar a Fain —agregó para sí—. He de encontrarlo si ya no es demasiado tarde».
Verin trazó una cuarta raya, convirtiendo la marca del pie de un pájaro en una, estrella ladeada.
—¿Y quién más? —inquirió tranquilamente, con el palo suspendido en el aire.
—Yo —anunció Perrin, un segundo antes de que Loial declarara que a él también le gustaría ir y que Ino y los otros shienarianos comenzaran a expresar al unísono su deseo de sumarse al grupo.
—Perrin se ha ofrecido primero —señaló Verin, como si ello diera por sentado su preferencia. Añadió una quinta línea y dibujó un círculo alrededor de todas ellas. A Rand se le erizó el vello de la nunca—, era la misma rueda que había borrado al principio—. Serán cinco jinetes —murmuró.
—De veras me gustaría ver Falme —arguyó Loial—. Nunca he visto el Océano Aricio. Además, yo puedo transportar el cofre, si el Cuerno todavía está dentro.
—Harías mejor en admitirme al menos a mí, mi señor —opinó Ino—. Vos y lord Rand necesitaréis otra espada que os cubra la espalda si esos malditos seanchan tratan de deteneros. —El resto de los soldados expresó con murmullos igual sentimiento.
—No seáis necios —los atajó Verin, acallándolos con la mirada—. No podéis ir todos. Aun cuando los seanchan no presten atención a los extranjeros, no dejarán de reparar en veinte soldados, y eso es lo que parecéis incluso sin la armadura. Y uno o dos de vosotros no modificará las cosas. Cinco es un número lo bastante reducido para no despertar sospechas y es conveniente que tres de ellos sean los ta’veren con que contamos. No, Loial, también debes quedarte aquí. Dado que no hay Ogier en la Punta de Toman, atraerías tantas miradas como si fuera toda la comitiva en pleno.
—¿Y qué hay de vos? —preguntó Rand.
—Olvidas las damane. —Torció el gesto al pronunciar esa palabra—. Sólo podría ayudaros encauzando el Poder y no serviría de nada si con ello provocara un ataque por su parte. Incluso no estando lo bastante cerca para verlo, una de ellas podría asimismo notar que una mujer… o un hombre, estaba encauzando, si no tomara grandes precauciones para hacer uso de una cantidad ínfima de Poder. —Aun cuando no dirigiera la mirada a Rand, pareció evidente que rehuía hacerlo; Mat y Perrin se pusieron al instante en pie.
—Un hombre —bufó Ingtar—. Verin Sedai, ¿por qué tener en cuenta otros problemas? Ya tenemos suficientes como para considerar la posibilidad de que haya varones encauzando el Poder. Pero sería una buena idea que vinierais. Quizás os necesitemos.
—No, debéis ir sólo los cinco. —Pasó el pie sobre la rueda, desdibujándola. Los observó uno a uno, concentrada y ceñuda—. Cinco jinetes emprenden la cabalgada.
Ingtar hizo ademán de formular una nueva pregunta, pero, tras cruzar la mirada con ella, se encogió de hombros y se volvió hacia Hurin.
—¿Cuánto queda hasta Falme?
—Si partimos ahora y cabalgamos de noche —repuso el husmeador, rascándose la cabeza—, podríamos estar allí a la salida del sol.
—Entonces eso es lo que haremos. No voy a perder más tiempo. Ensillad los caballos. Ino, quiero que traigas a los demás detrás de nosotros, pero manteneos ocultos y no dejes que nadie…
Rand observó con ojos entornados la rueda desdibujada mientras Ingtar continuaba impartiendo instrucciones. Era una rueda quebrada ahora, con sólo cuatro radios. Aquello le produjo un estremecimiento que no supo a qué atribuir. Advirtió que Verin estaba mirándolo, con sus oscuros ojos tan brillantes e inquisitivos como los de un pájaro. Le costó desviar la mirada y comenzar a preparar sus cosas.
«Estás cayendo presa de imaginaciones —se dijo con irritación—. No puede hacer nada si no está allí».