29 Seanchan

Geofram Bornhald hizo caso omiso del olor a casas quemadas y de los cadáveres que yacían diseminados por el pueblo. Byar y un guardia de capa blanca entraron en la población tras él, con la mitad de sus hombres. Su legión se hallaba demasiado dispersada para su gusto, sujeta a una excesiva autoridad por parte de los interrogadores, pero sus órdenes habían sido explícitas: obedecer a los interrogadores.

Apenas habían encontrado resistencia allí; únicamente media docena de moradas despedían espirales de humo. La posada aún estaba en pie, con su fachada de piedra enlucida de blanco al igual que la mayoría de edificios del llano de Almoth.

Al detenerse ante la posada, sus ojos repararon en los prisioneros que sus soldados mantenían cerca del pozo del pueblo para posarse luego en la larga horca cuya presencia estropeaba la vista de la plaza. El patíbulo, consistente en una simple viga, había sido erigido apresuradamente, pero ya colgaban de él treinta cadáveres cuyas ropas abombaba la brisa. Pequeños cuerpos pendían entre los de sus progenitores. Incluso Byar los contempló con incredulidad.

—¡Muadh! —rugió. Un hombre de pelo cano se acercó de entre los guardianes de los prisioneros. Muadh, había caído en una ocasión en manos de Amigos Siniestros. Su cara llena de cicatrices mostraba una expresión de desconcierto—. ¿Es esto obra tuya, Muadh, o de los seanchan?

—Ni de uno ni de otros, mi capitán. —La voz de Muadh era un ronco gruñido susurrado, otra de las secuelas del temor que le habían inspirado los Amigos Siniestros.

—Lo que es seguro es que éstos no lo han hecho —observó Bornhald, ceñudo, señalando a los cautivos.

Los Hijos no presentaban un aspecto tan pulcro como el que tenían cuando habían cruzado Tarabon bajo su mando, pero podían hacer alarde de buena presencia comparados con la chusma que se encorvaba bajo sus vigilantes miradas. Hombres andrajosos, cubiertos con pedazos de armaduras, de sombríos rostros; restos del ejército que Tarabon había enviado para hacer frente a los invasores en la Punta de Toman.

Muadh vaciló, antes de añadir prudentemente:

—Los habitantes del pueblo afirman que llevaban capas tarabonesas, mi capitán. Había un hombre entre ellos, con ojos grises y un largo bigote, que se diría gemelo del Hijo Earwin, y un joven, que trataba de ocultar un hermoso semblante tras una barba amarilla, el cual peleaba con la mano izquierda. Parece la descripción del Hijo Wuan, mi capitán.

—¡Interrogadores! —espetó Bornhald.

Earwin y Wuan se encontraban entre aquellos que había debido transferir a las órdenes de los interrogadores. Había presenciado las tácticas de los interrogadores con anterioridad, pero aquélla era la primera vez que se hallaba frente a cadáveres de niños.

Si mi señor capitán lo dice… —Con su tono, Muadh expresó fervientemente su acuerdo.

—Cortad las cuerdas —ordenó con fatiga Bornhald—. Bajadlos y aseguraos de convencer a los lugareños de que no habrá más matanzas.

«A menos que algún insensato quiera hacer alardes de bravura porque su mujer está mirando, y tenga que darle una lección que sirva de ejemplo». Desmontó y echó otra ojeada a los prisioneros mientras Muadh se apresuraba a encargar escaleras y cuchillos. Tenía otros asuntos en que reflexionar aparte del excesivo celo de los interrogadores; deseaba poder dejar de pensar en ellos totalmente.

—No son grandes luchadores, mi capitán —apreció Byar—, ni esos taraboneses ni lo que queda de los domani. Intentan morder como ratas acorraladas, pero echan a correr tan pronto como alguien les replica.

—Veamos cómo nos comportamos nosotros con los invasores, Byar, antes de menospreciar a estos hombres. —El aire de derrota se hallaba ya en los rostros de los cautivos antes de la llegada de sus hombres—. Que Muadh me traiga a uno de ellos. —El semblante de Muadh en sí bastaba para atemorizar a la mayoría de los hombres—. Un oficial, a ser posible. Uno que parezca disponer de suficiente inteligencia para referir sin florituras lo que ha visto, pero lo bastante joven como para no tener demasiada firmeza de carácter. Dile a Muadh que no lo trate con miramientos. Dadle a entender que voy a hacer que lo pase mal a menos que me convenza de lo contrario. —Entregó las riendas a uno de los Hijos y se encaminó a la posada.

El posadero, milagrosamente, estaba allí. Era un hombre obsequioso, sudoroso, cuya sucia camisa le cedía el voluminoso vientre de tal modo que amenazaba estallar en la franja de rojas volutas bordadas. Bornhald se deshizo de él con un gesto; apenas reparó en una mujer y algunos niños amontonados junto a una puerta, los cuales no se movieron hasta que el posadero los acompañó afuera.

Bornhald se quitó los guanteletes y tomó asiento en una de las mesas. Disponía de escasos datos sobre los invasores, los extranjeros. Así los llamaba casi todo el mundo, aquellos que no sacaban a colación a Artur Hawkwing. Sabía que ellos se autodenominaban los seanchan y Hailene. Sus conocimientos de la Antigua Lengua le permitían traducir esa palabra como «Los Que Llegaron Antes» o «los Precursores». También respondían al nombre de Rhyagelle, «Los Que Retornan al Hogar», y hablaban del Corenne, «el Retorno». Ello casi bastaba para inducirlo a dar crédito a las habladurías acerca del regreso de los ejércitos de Artur Hawkwing. Nadie sabía de dónde provenían los seanchan, exceptuando el hecho de que habían llegado por mar. La petición de información cursada por Bornhald a los Marinos no había obtenido respuesta. Amador no tenía un trato especialmente favorecedor con los Atha’an Miere y éstos correspondían a su actitud con el mismo desinterés. Todo cuanto conocía sobre los seanchan lo había oído en boca de hombres parecidos a los que se encontraban afuera: populacho andrajoso y abatido, sudorosos y de ojos saltones, que hablaban de hombres que entraban en combate a lomos de monstruos, luchaban con monstruos a su lado y traían Aes Sedai para revolver la tierra bajo los pies de sus enemigos.

Un sonido de botas en el umbral le hizo esbozar una sonrisa intimidatoria, pero Byar no venía acompañado de Muadh. El Hijo de la Luz que caminaba junto a él con la espalda erguida y el yelmo en los brazos era Jeral, a quien Bornhald suponía a más de cien kilómetros de distancia. Sobre la armadura, el joven llevaba una capa de corte domani, con un reborde azul, en lugar de la prenda blanca utilizada por los Hijos.

—Muadh está hablando ahora con un individuo joven, mi capitán —le comunicó Byar—. El Hijo Jeral acaba de llegar con un mensaje. —Bornhald hizo una señal para que éste se acercara.

El recién llegado no dobló la espalda.

—Saludos de Jaichim Carridin —comenzó a exponer, mirándolo directamente—, que guía la Mano de la Luz en…

—No necesito los saludos de los interrogadores —gruñó Bornhald.

Entonces percibió desconcierto en la mirada de Jeral. Todavía era muy joven. A decir verdad, Byar también daba muestras de embarazo—. ¿Vais a comunicarme su mensaje? No palabra por palabra, a menos que así os lo indique. Decidme simplemente lo que quiere.

El Hijo, preparado para recitar, tragó saliva antes de empezar.

—Mi señor capitán, dice… dice que estáis desplazando demasiados hombres a una distancia excesivamente corta de la Punta de Toman. Que los Amigos Siniestros del llano de Almoth han de ser exterminados de raíz y que…, disculpadme, capitán… que debéis volver grupas de inmediato y cabalgar hacia el corazón del llano. —Permaneció rígidamente de pie, esperando.

Bornhal lo observó. El polvo del llano manchaba el rostro de Jeral al igual que su capa y botas.

—Retiraos y servíos algo de comer —le indicó Bornhald—. Debe de haber agua para lavaros en una de estas casas, si deseáis hacerlo. Regresad aquí dentro de una hora. Os daré mensajes para que los llevéis de vuelta.

—Tal vez los interrogadores estén en lo cierto, mi capitán —apuntó Byar cuando Jeral hubo salido—. Hay muchos pueblos diseminados en el llano, y los Amigos Siniestros…

La mano que Bornhald descargó en la mesa lo interrumpió.

—¿Qué Amigos Siniestros? No he visto nada en ninguno de los pueblos que ha ordenado tomar más que granjeros y artesanos angustiados ante la posibilidad de que él incendie sus medios de sustento, y unas cuantas ancianas que cuidan a los enfermos. —El semblante de Byar era un ejemplo de inexpresividad; él siempre se mostraba más predispuesto que Bornhald a ver Amigos Siniestros—. ¿Y los niños, Byar? ¿Acaso los niños de aquí se convierten en Amigos Siniestros?

—Los pecados de la madre se arrastran hasta la quinta generación —citó Byar— y los del padre hasta la décima. —No obstante, parecía inquieto. Incluso Byar no había matado nunca a un niño.

—¿Nunca te has parado a pensar, Byar, por qué Carridin ha despojado de nuestros estandartes y de las capas a los hombres que cabalgan al mando de los interrogadores? Incluso los propios interrogadores han dejado a un lado el blanco. ¿No te sugiere nada esto? —Bornhald se recordó a sí mismo que Byar era un buen soldado—. Los Hijos que se encuentran en el norte llevan capas taraboneses, Byar, y los del sur, domani. No me gusta lo que de esto puedo colegir. Existen Amigos Siniestros aquí, pero están en Falme y no en el llano. Cuando Jeral se vaya, no partirá solo. Enviaré mensajes a cada uno de los grupos de Hijos que sé cómo localizar. Me propongo conducir la legión a la Punta de Toman, Byar, y averiguar cuáles son las pretensiones de los verdaderos Amigos Siniestros, esos seanchan.

Byar pareció turbado, pero, antes de que llegara a hablar, Muadh apareció con uno de los prisioneros. El sudoroso joven, que llevaba un mellado y ornado peto, lanzaba amedrentadas miradas al repulsivo rostro de Muadh.

Bornhald desenfundó su daga y comenzó a arreglarse las uñas. Nunca había comprendido por qué eso ponía nerviosos a algunos hombres, pero aun así se servía de ello. Incluso su benévola sonrisa hizo palidecer la sucia cara del cautivo.

—Vemos, joven, vais a contarme todo lo que sepáis de esos extranjeros, ¿de acuerdo? Si queréis reflexionar sobre lo que vais a decir, os enviaré afuera con el Hijo Muadh para que lo penséis.

El prisionero lanzó una aterrorizada mirada a Muadh, y enseguida las palabras comenzaron a brotar de su boca.


Las largas ondulaciones del Océano Aricio imprimían un balanceo al Spray, pero Domon se mantenía en equilibrio en cubierta con los pies separados mientras sostenía el largo catalejo a la altura de los ojos y escrutaba el gran bajel que los perseguía, y que poco a poco iba ganando terreno. El viento que impulsaba al Spray no era especialmente vigoroso y, sin embargo, en el lugar donde el otro barco hendía las rizadas aguas, convirtiéndolas en montañas de espuma con su escarpada proa, no habría podido soplar mejor. El litoral de la Punta de Toman se cernía por el este, en forma de oscuros acantilados y estrechas franjas de arena. No había tomado la precaución de alejar más el Spray y ahora temía tener que pagar por ello.

—¿Extranjeros, capitán? —Yarin evidenciaba angustia—. ¿Es un barco extranjero?

Domon bajó el catalejo, pero su visión todavía parecía ocupada por ese alto barco de aspecto cuadrado con sus extrañas velas acanaladas.

—Seanchan —repuso, y oyó el gruñido de Yarin. Martilleó la barandilla con sus recios dedos, antes de indicar al timonel—: Llévalo hacia tierra. Ese barco no se atreverá a introducirse en las aguas bajas por las que puede navegar el Spray.

Yarin gritó órdenes, y la tripulación corrió a halar las botavaras mientras el timonel movía la caña del timón para encarar la proa hacia la costa. El Spray avanzo con mayor lentitud, perdiendo parte del impulso del viento, pero Domon estaba convencido de poder alcanzar los bajíos antes de que el otro navío le diera alcance. «Incluso con las bodegas llenas, podríamos adentrarnos en aguas menos profundas, lo que jamás sería capaz de hacer ese gran cascarón».

Su barco navegaba a un nivel ligeramente más alto sobre el agua de lo que lo había hecho al venir del Tanchico. Había vendido en los pueblos de pescadores de la Punta de Toman una tercera parte de la carga de fuegos de artificio que llevaba, pero con la plata recibida a cambio le habían llegado también noticias inquietantes. Las gentes hablaban de visitas realizadas por los elevados barcos de forma cuadrada de los invasores. Cuando los navíos seanchan echaban anclas cerca de la costa, los lugareños que se aprestaban a combatir para defender sus hogares eran reducidos por rayos procedentes del cielo al tiempo que los intrusos se dirigían a tierra a bordo de pequeños botes, y la tierra entraba en erupción bajo sus pies. Domon había creído que aquello eran desatinos hasta que le enseñaron el suelo ennegrecido, y lo había visto en demasiados pueblos para abrigar alguna duda a aquellas alturas. Unos monstruos luchaban junto a los soldados seanchan, a pesar de que en realidad éstos no hallaban gran resistencia, a decir de los lugareños, y algunos llegaban a manifestar incluso que los propios seanchan eran monstruos, con cabezas semejantes a las de gigantescos insectos.

En Tanchico, nadie conocía siquiera los nombres por los que se hacían llamar, y los taraboneses se mostraban confiados en que sus soldados harían retroceder a los invasores hacia el mar. Pero en todas las ciudades costeras obraban invariablemente igual. Los seanchan indicaban a los sorprendidos habitantes que debían volver a prestar juramentos a los que habían renunciado, si bien nunca se negaban a explicar cuándo los habían abandonado o qué significaban. Se llevaban a las jóvenes para examinarlas una por una, y algunas eran conducidas a bordo de los barcos y no volvían a verlas nunca más. Algunas mujeres de más avanzada edad, entre las que se encontraban varias de las guías y curanderas, habían desaparecido también. Los seanchan elegían nuevos alcaldes y nuevos Consejos, y cualquiera que protestara por el rapto de las mujeres o por no tener voto en la elección corría el riesgo de ser ahorcado, consumido por un súbito fogonazo, o dejado de lado como un inofensivo perro ladrador. No había modo de prever cuál sería el desenlace hasta que ya era demasiado tarde.

Y cuando la gente estaba totalmente acobardada, cuando todos habían sido obligados a postrarse y jurar, desconcertados, obedecer a los Precursores, aguardar el Retomo y servir a Los Que Retornan al Hogar a costa de sus vidas, los seanchan levaban anclas y de ordinario no volvían más. Falme, decían, era la única ciudad en la que mantenían una constante vigilancia. En algunos de los pueblos que habían abandonado, los hombres y mujeres reemprendían paulatinamente sus antiguas costumbres, hasta el punto de plantearse la elección de nuevos Consejos, pero la mayoría miraban con nerviosismo el mar y efectuaban recelosas protestas, aduciendo que debían ser fieles a los juramentos que habían debido prestar aun cuando ignoraran su sentido.

Domon prefería evitar a los seanchan, a ser posible.

Estaba levantando el catalejo para intentar distinguir algún detalle en la cubierta del navío que se aproximaba, cuando, con un bramido, la superficie del mar escupió fuego y agua como un surtidor a menos de cien metros de babor de su barco. Antes de que hubiera tenido ocasión de manifestar su asombro, otra columna de llamas partió el mar del otro lado, y, mientras se volvía para contemplarla, brotó una nueva al frente. Las erupciones se apagaban con tanta velocidad como se habían iniciado, produciendo una fina lluvia sobre la cubierta. En el lugar donde habían brotado, el mar borboteaba y despedía vapor como si estuviera hirviendo.

—Vamos… vamos a alcanzar los bajíos antes de que se acerquen —anunció lentamente Yarin, que parecía intentar no mirar el agua que se ondulaba bajo nubes de neblina.

—Sea lo que sea lo que han hecho —objetó Domon, sacudiendo la cabeza—, pueden destrozarnos aunque lleguemos al rompiente. —Se estremeció, pensando en las llamas que acompañaban a los surtidores de agua, y en sus bodegas llenas de fuegos de artificio—. Que la Fortuna me pinche con su aguijón, quizá no lleguemos ni a ahogarnos. —Se mesó la barba y se frotó el labio superior, rasurado, reacio a dar la orden, pues todas sus posesiones se reducían al barco y lo que éste contenía, pero al fin se decidió a hacerlo—. Encáralo hacia el viento, Yarin, y arría las velas. ¡Deprisa, hombre, deprisa! Antes de que crean que todavía tratamos de escapar.

Mientras la tripulación corría a arriar las velas triangulares, Domon se volvió para observar cómo se aproximaba la embarcación seanchan. El Spray perdió impulso y cabeceó en las ondulaciones. El otro bajel, con torres de madera en popa y proa, superaba con creces la altura del barco de Domon. Había hombres en los aparejos, izando aquellas extrañas velas, y sobre las torres se veían figuras vestidas con armaduras. Una chalupa avanzó hacia el Spray impulsada por diez remos. Domon distinguió algunas figuras cubiertas con armaduras y, para su sorpresa, dos mujeres acurrucadas en la popa. De inmediato, la chalupa golpeó el casco del Spray.

El primero en subir fue uno de los hombres vestidos con armadura, ante cuya vista Domon comprendió de inmediato por qué algunos de los lugareños opinaban que los seanchan eran monstruos. El yelmo se parecía extraordinariamente a la cabeza de un gigantesco insecto, con finos penachos rojos semejantes a antenas; a través de lo que semejaban ser las mandíbulas se vislumbraban los ojos. Estaba pintado y dorado para incrementar el efecto, y el resto de la armadura también lucía los mismos colores. Unas planchas imbricadas rojas y negras rodeadas de oro cubrían el pecho, llegando hasta las hombreras y la parte frontal de los muslos. Incluso los dorsos de acero de los guanteletes eran rojos y áureos. En los lugares que no llevaban metal, la vestimenta era de cuero oscuro. La espada de doble asidura en la espalda, con su hoja curvada, estaba envainada en cuero rojinegro.

Entonces la figura revestida de acero se quitó el yelmo, y Domon advirtió que era una mujer. Llevaba el oscuro cabello corto y su semblante era duro, pero no había duda de que era mujer. Jamás había oído hablar de tal fenómeno, salvo entre los Aiel, y ya se sabía que los Aiel estaban locos. Igual desconcierto le produjo el hecho de que su rostro no fuera diferente, tal como él habría esperado de un seanchan. Era verdad que tenía los ojos azules y la piel extremadamente blanca, pero ya había visto tales rasgos en otras personas. Si aquella mujer hubiera llevado un vestido, nadie se habría parado para dirigirle la mirada más de una vez. Volvió a observarla, recapacitando; aquella fría mirada y esas duras mejillas la distinguirían doquiera que fuera.

Los restantes soldados subieron a cubierta tras la mujer. Cuando algunos de ellos se sacaron el yelmo, Domon comprobó, aliviado, que ellos al menos eran hombres; hombres de ojos negros o marrones que hubieran podido pasar inadvertidos en Tanchico o Illian. Había comenzado a imaginar ejércitos de mujeres de ojos azules con espadas. «Aes Sedai con espada», pensó, recordando la erupción del mar.

La mujer seanchan inspeccionó con arrogancia el barco; los atuendos permitían suponer que él o Yarin debían de ser el capitán, pero la actitud de éste de cerrar los ojos y murmurar plegarías para sus adentros lo eliminaban como candidato. Habiendo deducido, por tanto, que Domon era el capitán, la mujer le clavó una acerada mirada.

—¿Hay alguna mujer entre vuestra tripulación o pasajeros? —Era difícil comprenderla a causa de la mala articulación de sus palabras, pero el tono tajante de su voz indicaba que estaba habituada a recibir respuestas inmediatas—. Contestadme, si sois el capitán. Si no lo sois, despertad al otro necio y decidle que venga a responderme.

—Yo soy el capitán, mi señora —repuso prudentemente Domon. No tenía idea de qué tratamiento había de darle y no quería dar un paso en falso—. No tengo pasajeros y no hay ninguna mujer en mi tripulación. —Pensó en las muchachas y mujeres que se habían llevado y, no por vez primera, se preguntó para qué las querrían.

Las dos mujeres vestidas con ropas femeninas abandonaban en ese momento la chalupa, una llevando a la otra —Domon pestañeó— atada con una correa de metal plateado mientras subía a bordo. La cadena partía de un brazalete que rodeaba la muñeca de la primera mujer y acababa en un collar dispuesto en torno al cuello de la segunda. No podía distinguir si estaba entretejida o soldada, pues daba la impresión de haber sido elaborado con ambos métodos, pero sin duda formaba una sola pieza con la pulsera y el collar. La primera mujer enrolló el lazo cuando la otra llegó a cubierta. La que estaba sujeta por el cuello vestía de gris y permanecía con las manos entrelazadas y los ojos fijos en las planchas del suelo. La otra lucía paños rojos en el pecho de su vestido azul y a ambos lados de la falda, en los que podían verse unos plateados relámpagos zigzagueantes. Domon reparó en ellos con inquietud.

—Hablad lentamente —exigió la mujer de ojos azules con su imprecisa pronunciación. Atravesó la cubierta para plantarse ante él y lo miró a la cara desde abajo, dando la impresión de que lo hacía desde una posición superior—. Aún cuesta más entenderos que al resto de los habitantes de esta tierra renegada de la Luz. Y yo no pretendo ser de la Sangre. Todavía no. Después del Corenne… Soy el capitán Egeanin.

Domon repitió las palabras anteriores, tratando de hablar con lentitud, y luego añadió:

—Soy un pacífico comerciante, capitán. No os deseo ningún daño y no guardo relación alguna con vuestra guerra. —No pudo evitar lanzar una nueva ojeada a las dos mujeres conectadas por la correa.

—¿Un pacífico comerciante? —musitó Egeanin—. En ese caso, seréis libre de marcharos una vez que hayáis jurado nuevamente fidelidad. —Advirtió sus miradas y se volvió sonriente hacia las mujeres con el orgullo de un propietario—. ¿Admiráis mi damane? Me costó cara, pero vale el oro que pagué. Son pocos los no aristócratas que poseen una damane, y la mayoría de ellas son propiedad del trono. Es fuerte, mercader. Habría podido reducir vuestro barco a astillas, si así lo hubiera querido yo.

Domon contempló a la mujer y la cadena plateada. Había relacionado a la que llevaba los relámpagos con los formidables surtidores brotados del mar, y había supuesto que ella era una Aes Sedai, pero las palabras de Egeanin lo habían hecho dudar. «Nadie podría hacer eso a…»

—¿Es una Aes Sedai? —inquirió con incredulidad.

No alcanzó a ver cómo se avecinaba el golpe que la mujer le propinó con el dorso de la mano. Se tambaleó cuando el guantelete reforzado con acero le partió el labio.

—Ese nombre no se pronuncia jamás —advirtió Egeanin con aire amenazador—. Sólo existen las damane, las Atadas con Correa, que ahora nos sirven tanto de obra como de palabra. —El hielo era cálido en comparación con sus ojos.

Domon tragó sangre y mantuvo los puños cerrados en los costados. Si hubiera tenido una espada que empuñar no habría puesto su tripulación a merced de una docena de soldados armados, pero hubo de esforzarse para adoptar un tono de voz humilde.

—No era mi intención faltaros al respeto, capitán. Desconozco por completo vuestras costumbres. Si os ofendo, se debe a la ignorancia.

—Todos sois unos ignorantes, capitán —convino la mujer—, pero pagaréis la deuda de vuestros antepasados. Esta tierra era nuestra y lo será de nuevo. Con el Retorno, será nuestra una vez más. —Domon relacionó con incredulidad y estupor los rumores sobre Artur Hawkwing y las manifestaciones de la mujer. No sabiendo qué decir, optó por guardar silencio—. Emprenderéis rumbo a Falme… —intentó protestar, pero su mirada lo conminó a callar— …donde vos y vuestro barco seréis examinados. Si no sois más que un pacífico comerciante, cómo pretendéis, se os permitirá reemprender vuestro camino cuando hayáis prestado juramento.

—¿Juramento, capitán? ¿Qué juramento?

—Obedecer, esperar y servir. Vuestros antepasados debieron haberlo recordado.

Reunió a sus subalternos —exceptuando un soldado vestido con una sencilla armadura, la cual, junto con la profunda reverencia que el soldado ofreció al capitán Egeanin, indicaba su pertenencia a un rango inferior— y la chalupa se alejó hacia la embarcación mayor. El seanchan que se quedó a bordo no impartió orden alguna, limitándose a sentarse con las piernas cruzadas sobre cubierta y comenzar a afilar su espada mientras la tripulación izaba las velas e iniciaba la navegación. No parecía recelar de estar solo, y la verdad es que Domon habría arrojado personalmente por la barandilla a cualquier marinero que le hubiera levantado la mano, pues, al tiempo que el Spray bordeaba la costa, el barco seanchan lo seguía desde aguas más profundas. Mediaba un kilómetro entre ambas embarcaciones, pero Domon sabía que no había esperanzas de escapar, Y estaba dispuesto a entregar el hombre al capitán Egeanin tan ileso como si hubiera permanecido al abrigo de los brazos de su madre.

Había un largo camino hasta Falme, y Domon convenció al fin al seanchan para que hablara un poco. Era un hombre de ojos oscuros, de mediana edad, con una vieja cicatriz sobre los ojos y otra en la barbilla. Se llamaba Caban y no sentía más que rencor por la gente que vivía a ese lado del Océano Aricio. Aquello proporcionó una pausa momentánea a Domon. «Tal vez sea realmente… No, eso es una insensatez». Caban pronunciaba con la misma imprecisión que Egeanin, pero mientras que la voz de ésta sugería el roce de la seda sobre el hierro, la del hombre parecía cuero frotado sobre una roca, y sólo mostraba interés en conversar sobre batallas, bebida y las mujeres que había conocido. La mitad de las veces, Domon no estaba seguro de si hablaba del aquí y ahora o del lugar de donde provenía. El hombre no era nada locuaz en lo que se refería a los asuntos sobre los que quería indagar Domon.

En una ocasión, éste le preguntó algo sobre las damane y Caban se levantó de donde estaba sentado, frente al timonel, y le apuntó a la garganta con la espada.

—Vigilad vuestra lengua o la vais a perder. Ésa es una cuestión que concierne a la Sangre y no a vuestro linaje. Ni al mío. —Sonrió al decirlo y, tan pronto como hubo acabado, volvió a su tarea de frotar una piedra a lo largo de su maciza hoja curvada.

Domon tocó el hilillo de sangre que manaba de su cuello y decidió no volver a preguntar nada al respecto.

Cuanto más se aproximaban a Falme, más navíos seanchan de aspecto cuadrado veían, algunos navegando, pero en su mayoría anclados. Todos, de unas dimensiones que Domon no había visto en ninguna embarcación, ni siquiera en las de los Marinos, tenían la proa cortada a pico y torres en cubierta. Unos cuantos bajeles locales, con sus proas puntiagudas e inclinadas velas circulaban entre las verdes aguas. Aquello le inspiró confianza en la veracidad de la promesa de Egeanin respecto a dejarlo partir libremente.

Cuando el Spray llegó finalmente al cabo donde se erigía Falme, Domon contempló con asombro el sinnúmero de barcos seanchan anclados en el puerto. Intentó contarlos y renunció a ello cuando, al llegar a un centenar, aún le faltaba más de la mitad. Había visto anteriormente una cantidad semejante de barcos reunidos —en Illian, Tear e incluso Tanchico—, pero aquéllos eran de mucho menor dimensión. Con ánimo taciturno y murmurando para sí, condujo el Spray a puerto, vigilado por el gran perro guardián seanchan.

Falme se encontraba en un saliente de tierra situado en el lugar exacto donde concluía la Punta de Toman, sin nada del lado de poniente más que el Océano Aricio. Altos acantilados rodeaban la boca de los muelles a ambos costados, y sobre uno de ellos, bajo el que había de pasar necesariamente todo barco que entrara en el puerto, se alzaban las torres de los Vigilantes sobre las Olas. De una de éstas pendía una jaula, en cuyo interior había un hombre sentado con desánimo, con las piernas colgando entre los barrotes.

—¿Quién es? —preguntó Domon.

Caban había terminado por fin de afilar la espada, después de que Domon se hubiera preguntado si tenía intención de afeitarse con ella. El seanchan levantó la mirada hacia el lugar al que apuntaba Domon.

—Oh, ése es el Primer Vigilante. No es el mismo que estaba sentado en la silla cuando llegamos, claro está. Cada vez que muere uno, eligen otro, y nosotros lo ponemos en la jaula.

—Pero ¿por qué? —se extrañó Domon.

La sonrisa de Caban descubrió excesivamente su dentadura.

—Vigilaban lo erróneo y olvidaron lo que debieron haber recordado.

Domon apartó los ojos del seanchan. El Spray sorteaba la última ondulación marina pata adentrarse en las mansas aguas de la ensenada. «Yo soy un comerciante, y eso no me concierne».

Falme estaba enclavada en las laderas de la hondonada que formaba el puerto. Domon no acababa de decidir si las casas de oscura piedra componían una ciudad de considerables dimensiones o un modesto burgo, si bien era cierto que no avistaba ningún edificio capaz de rivalizar con el más insignificante palacio de Illian.

Condujo el Spray a uno de los muelles y se preguntó, mientras la tripulación lo amarraba, si los seanchan querrían comprar parte de su cargamento de fuegos artificiales. «Eso no me concierne», se repitió.

Para su sorpresa, Egeanin había ganado el puerto con su damane remando ella misma. Había otra mujer ahora que llevaba el brazalete, con los paños rojos y los relámpagos zigzagueantes en el vestido, pero la damane era la misma persona de semblante triste que nunca levantaba la mirada a menos que la otra le dirigiera la palabra. Egeanin había ordenado que Domon y su tripulación permanecieran sentados en el muelle, donde estaban apostados un par de soldados —que por lo visto consideraba suficientes, ante lo cual no tenía Domon intención de objetar nada— mientras otros seanchan registraban la embarcación siguiendo sus instrucciones. La damane participaba en el registro.

De improviso, en el dique apareció una cosa. Domon no acertaba a hallar otra palabra que la describiera. Era una voluminosa criatura con el cuerpo recubierto de cuero gris verdoso, un pico en lugar de boca y una cabeza en forma de cuña con tres ojos. Caminaba pesadamente junto a un hombre cuya armadura tenía pintados tres ojos, iguales que los del monstruo. Las gentes del lugar, estibadores y marineros vestidos con camisas toscamente bordadas y largos chalecos que les llegaban a las rodillas, retrocedían al paso de la pareja, pero ningún seanchan les prestó mayor atención. El individuo que acompañaba a la bestia parecía dirigirla mediante señas con la mano.

Hombre y criatura se perdieron de vista entre los edificios, dejando a Domon boquiabierto y a la tripulación murmurando para sí. Los dos guardias seanchan lanzaron unas risitas burlonas. «No es de mi incumbencia», se recordó Domon. Lo que a él le importaba era su barco.

El aire tenía un olor familiar a agua salada y brea. Se movió, inquieto, sobre la piedra calentada por el sol, preguntándose qué estarían buscando los seanchan, qué estaría buscando la damane, qué sería aquel ser que había visto… Las gaviotas chillaban, dando vueltas por encima del puerto. Se le ocurrió pensar en los sonidos que produciría un hombre enjaulado. «No es asunto mío».

Finalmente Egeanin bajó a los muelles junto con los demás. El capitán seanchan llevaba algo envuelto en un paño de seda amarilla, advirtió con recelo Domon. Algo lo bastante pequeño para transportarlo con una mano, pero que asía cuidadosamente con las dos.

Se puso en pie despacio, en previsión de posibles reacciones de los soldados, en cuyos ojos brillaba el mismo rencor que en los de Caban.

—¿Veis, capitán? Sólo soy un pacífico comerciante. ¿Tal vez vuestra gente tenga interés en comprar mis fuegos de artificio?

—Tal vez, mercader. —La mujer tenía un aire de excitación contenida que le produjo desasosiego, el cual intensificaron sus próximas palabras—. Vais a venir conmigo.

Indicó a dos soldados que los acompañaran, y uno de ellos empujó a Domon para ponerlo en marcha. No fue un rudo empellón; Domon había visto cómo los granjeros empujaban de la misma manera a una vaca para impulsarla a caminar. Con las mandíbulas apretadas, siguió a Egeanin.

La calle adoquinada ascendía la ladera, dejando tras de sí el olor del puerto. Las casas de tejados de pizarra eran más grandes y más altas a medida que subían. Sorprendentemente, tratándose de una ciudad ocupada por invasores, en las calles había más lugareños que soldados seanchan, y de vez en cuando pasaban hombres con el pecho descubierto llevando un palanquín con las cortinas corridas. Los falmianos parecían continuar atendiendo sus asuntos como si los seanchan no estuvieran allí. O casi. Cuando se cruzaban con un palanquín o con soldados, tanto las pobres gentes vestidas con sucias ropas sin más adorno que un par de líneas onduladas, como los ciudadanos más ricos ataviados con camisas, chalecos y vestidos cubiertos de intrincados diseños bordados, realizaban reverencias y permanecían inclinados hasta que los seanchan se habían ido. Igual atención dedicaron a Domon y a su escolta, pero ni Egeanin ni los soldados se dignaron dirigirles una mirada.

Domon advirtió, estupefacto, que algunas de las gentes oriundas de la zona llevaban dagas al cinto y en algunos casos espadas. Fue tal su asombro que habló sin pensarlo.

—¿Algunos os apoyan?

Egeanin frunció el entrecejo, mirándolo con evidente perplejidad. Sin aminorar el paso, observó a los viandantes y asintió para sí.

—¿Os referís a las espadas? Ahora son nuestro pueblo, mercader; han prestado juramento. —Se detuvo de improviso y señaló a un alto individuo de anchos hombros que llevaba un chaleco profusamente bordado y una espada colgada de un tahalí de cuero.

—Vos.

El hombre se paró a media zancada, con un pie en el aire y un súbito temor pintado en el rostro. Sus rasgos eran duros, pero parecía como si deseara echar a correr. En lugar de ello, se volvió hacia la mujer y le dedicó una reverencia, con las manos apoyadas en las rodillas y los ojos fijos en las botas.

—¿Sois un mercader? —inquirió Egeanin—. ¿Habéis prestado juramento?

—Sí, capitán. Sí —respondió sin apartar la mirada de los pies.

—¿Qué les decís a la gente cuando lleváis vuestros carromatos a las tierras del interior?

—Que deben obedecer a los Precursores, capitán, esperar el Retorno y servir a Los Que Retornan al Hogar.

—¿Y no se os ocurre nunca hacer uso de esa espada contra nosotros?

La mano del hombre se crispó sobre una de sus rodillas y su rostro se perló de sudor.

—He prestado juramento, capitán. Obedezco, espero y sirvo.

—¿Lo veis? —señaló Egeanin, girándose hacia Domon—. No hay motivo para prohibirles llevar armas. Debe haber comercio, y los mercaderes han de protegerse de los bandidos. Permitimos que la gente se mueva según su voluntad, siempre que obedezcan, esperen y sirvan. Sus antecesores faltaron a sus promesas, pero ellos han aprendido a no hacerlo. —Volvió a emprender la ascensión de la colina y los soldados empujaron a Domon tras ella.

Domon se volvió para observar al mercader. Éste permaneció doblado en la misma posición hasta que Egeanin se halló a diez metros de distancia; luego se enderezó y se marchó apresuradamente en dirección contraria, dando saltos por la empinada calle.

Egeanin y sus guardias tampoco desviaron la vista cuando una tropa de seanchan montados pasó junto a ellos. Los soldados cabalgaban sobre criaturas que semejaban gatos del tamaño de caballos, pero con broncíneas escamas de lagarto bajo las sillas. Unos pies provistos de garras se aferraban a los adoquines. Una cabeza con tres ojos se volvió para mirar a Domon; aparte de su repulsivo aspecto, daba la impresión de… saber demasiado, lo cual alteró la paz interior de Domon, que tropezó, a punto de caer. A lo largo de toda la calle, los falmianos se retiraban junto a las fachadas de los edificios y desviaban la vista. Los seanchan no les prestaban la más mínima atención.

Domon comprendió entonces por qué los seanchan permitían que la gente se moviera libremente. Se preguntó si él habría tenido el valor de hacerles frente, con sus damane y sus monstruos. Dudó incluso de que hubiera algún medio de detener la marcha de los seanchan hasta la misma Columna Vertebral del Mundo. «No es de mi incumbencia», volvió a advertirse con brusquedad, antes de plantearse si le sería posible evitar a los seanchan en el futuro.

Alcanzaron la cumbre de la cuesta, donde la ciudad daba paso a colinas. No había murallas. Más adelante se encontraban las posadas que frecuentaban los mercaderes que comerciaban tierra adentro, y establos y patios para carromatos. Allí, las casas hubieran podido servir de respetables moradas señoriales a los hidalgos de Illian. Las más grandes tenían una guardia de honor de soldados seanchan frente a la entrada y un estandarte de rebordes azules con un halcón con las alas extendidas. Egeanin entregó su daga y espada antes de conducir a Domon al interior, y los dos soldados se quedaron afuera. Domon comenzó a sudar. Intuía que habría un señor adentro; nunca era bueno tener tratos con un aristócrata en su propio terreno.

En el primer vestíbulo, Egeanin dejó a Domon junto a la puerta y habló con un criado; un falmiano, a juzgar por las mangas de su camisa y las espirales bordadas en el pecho. Domon creyó captar las palabras «Augusto Señor». El criado se alejó con paso rápido y después regresó para llevarlos a la que sin duda era la estancia más amplia de la casa. Todas las piezas de mobiliario habían sido retiradas, incluso las alfombras, y el suelo de piedra presentaba un intenso brillo. Las paredes y ventanas se hallaban ocultas por biombos plegables pintados de extraños pájaros.

Egeanin se detuvo no bien traspasada la puerta y, cuando Domon trató de preguntarle dónde se encontraban, lo acalló con una salvaje mirada y un gruñido inarticulado. Permanecía inmóvil, pero daba la impresión de que de un momento a otro iba a ponerse a brincar de agitación. Sostenía el objeto sustraído de su barco como si fuera algo precioso, y Domon intentó adivinar de qué podía tratarse.

De improviso sonó un gong, y la mujer seanchan se postró de hinojos, depositando con cuidado el envoltorio de seda a un lado. A una mirada de ella, Domon se arrodilló también. Los nobles tenían extrañas costumbres, y sospechaba que los aristócratas seanchan aún serían más estrafalarios que los que él conocía.

Dos hombres aparecieron por una puerta, en el extremo opuesto de la sala. Uno de ellos llevaba la mitad izquierda del cuero cabelludo rapada y la restante cabellera, dorada, recogida en una trenza que pendía sobre su oreja hasta los hombros. Bajo su túnica de color amarillo intenso asomaban al caminar las puntas de unos escarpines amarillos. El otro vestía una túnica de seda azul, decoraba con brocados en forma de pájaros y tan larga que se arrastraba unos palmos tras él. Llevaba la cabeza completamente rapada y las uñas, lacadas en azul en el primer par de dedos de cada mano, tenían casi tres centímetros de largo. Domon se quedó boquiabierto.

—Os halláis en presencia del Augusto Señor Turak —entonó el hombre de pelo rubio—, dirigente de Los que Llegan Antes y auxilio del Retorno.

Egeanin se postró con las manos en los costados. Domon la imitó con prontitud. «Ni siquiera los grandes señores de Tear exigirían esto», pensó. Por el rabillo del ojo vio cómo Egeanin besaba el suelo. Esbozando una mueca, decidió que había un límite a su disposición a imitar. «De todas maneras no ven si lo hago o no».

Egeanin se levantó de repente. Él se dispuso a ponerse en pie a su vez y llegó a enderezar una rodilla antes de que un gruñido gutural del capitán y una mirada escandalizada del individuo de la trenza lo compelieran a volver a pegar el rostro al suelo, murmurando para sus adentros: «No haría esto ni por el rey de Illian y el Consejo de los Nueve reunidos».

—¿Vuestro nombre es Egeanin? —Debía de ser la voz del hombre de la túnica azul. Su habla mal articulada tenía un ritmo casi cantarín.

—Ese nombre me dieron el día que recibí mi espada, Augusto Señor —repuso ésta con humildad.

—Éste es un valioso ejemplar, Egeanin. Bastante raro. ¿Deseáis por él alguna recompensa?

—Me siento pagada con que el Augusto Señor esté complacido. Vivo para servir, Augusto Señor.

—Mencionaré vuestro nombre a la emperatriz, Egeanin. Tras el retorno, se sumarán nuevos nombres a la Sangre. Demostraos digna de ello y tal vez veáis elevada la condición de vuestro apellido.

—El Augusto Señor me honra.

—Sí. Podéis retiraros.

Domon no vio más que sus botas caminando de espaldas y deteniéndose de vez en cuando para realizar reverencias. Después de que la puerta se hubo cerrado tras ella, se hizo un largo silencio. Observaba cómo el sudor de su frente caía al suelo cuando Turak tomó de nuevo la palabra.

—Podéis levantaros, mercader.

Domon se puso en pie y entonces vio lo que Turak sostenía entre sus dedos de largas uñas: el disco de cuendillar que reproducía el antiguo sello de los Aes Sedai. Recordando la reacción de Egeanin cuando había mencionado a las Aes Sedai, Domon comenzó a sudar copiosamente. No había animosidad en los oscuros ojos del Augusto Señor, sino sólo una ligera curiosidad, pero Domon recelaba de los nobles.

—¿Sabéis qué es esto, mercader?

—No, Augusto Señor. —La respuesta de Domon tenía la firmeza de una roca; no en vano eran pocos los comerciantes que perduraban en su oficio que no fueran capaces de mentir con semblante imperturbable y voz serena.

—Y sin embargo lo guardáis en un lugar secreto.

—Colecciono antigüedades, Augusto Señor. Hay personas que las robarían, de tenerlas a su alcance.

Turak observó un momento el disco blanquinegro.

—Esto es cuendillar, mercader. ¿Conocéis ese nombre? Y más antiguo de lo que tal vez sospecháis. Venid conmigo.

Domon lo siguió con cautela, recobrando parte de su aplomo. Cualquier aristócrata de las tierras que conocía, ya habría llamado a los guardias a aquellas alturas, si hubiera tenido intención de hacerlo. Pero lo poco que había observado en los seanchan lo inducía a creer que éstos no se comportaban como el resto de los mortales. Dominó su expresión para no demostrar su inquietud.

Fue conducido a otra habitación. Tuvo la impresión de que los muebles debían de proceder de las tierras de los seanchan. Parecían estar formados por curvas, sin ninguna línea recta, y en la madera pulida resaltaban extraños veteados. Había una silla, sobre una alfombra de seda que reproducía pájaros y flores, y un gran armario de forma circular. Unos biombos plegables componían nuevas paredes.

El sujeto de la trenza abrió las puertas del armario, dejando al descubierto unas estanterías que contenían un curioso surtido de figurillas, tazas, tazones, jarrones, de cincuenta objetos distintos, entre los que no había dos que coincidieran en forma ni tamaño. Domon contuvo el aliento cuando Turak depositó esmeradamente el disco junto a otro exactamente igual.

—Cuendillar —dijo Turak—. Eso es lo que yo colecciono, mercader. Sólo la emperatriz posee una colección más valiosa.

A Domon casi le saltaron los ojos de las órbitas. Si todo aquello era en verdad cuendillar, bastaría para comprar un reino, o como mínimo fundar una gran casa. Incluso un soberano se habría rebajado para comprar tal cantidad de ese material, si hubiera sabido dónde encontrarla. Esbozó una sonrisa.

—Augusto Señor, hacedme el favor de aceptar esta pieza como un regalo. —No quería deshacerse de ella, pero era preferible perderla a enojar al seanchan. «Quizá los Amigos Siniestros lo perseguirán a él ahora»—. Soy un simple comerciante y sólo quiero comerciar. Permitidme hacerme a la mar y os prometo que…

Turak no mudó la expresión del rostro, pero el hombre de la trenza interrumpió a Domon con un brusco insulto.

—¡Perro sin afeitar! Proponéis regalar al Augusto Señor lo que el capitán Egeanin ya le ha entregado. Negociáis, como si el Augusto Señor fuera un… ¡un mercader! Seréis desollado vivo durante nueve días, perro, y… —Un imperceptible movimiento del dedo de Turak lo hizo callar.

—No puedo permitir que os vayáis, mercader —anunció el Augusto Señor—. En esta oscurecida tierra de incumplidores de juramentos no encuentro ninguno que pueda conversar conmigo sobre temas sensatos. Pero vos sois un coleccionista. Tal vez vuestra conversación resulte interesante. —Tomó una silla y se repantingó en sus curvaturas para examinar a Domon.

Domon esbozó lo que consideró una zalamera sonrisa.

—Augusto Señor, soy un simple comerciante, un hombre sencillo, y soy incapaz de conversar según los usos de los grandes señores.

El sujeto de la trenza lo miró con furia, pero Turak no pareció hacerse eco de sus objeciones. De detrás de una de las mamparas apareció con andar ligero una esbelta y hermosa joven que, tras arrodillarse junto al Augusto Señor, le ofreció una bandeja lacada en la que había una sola taza, delgada y sin asa, que contenía un humeante líquido negro. Su morena cara redondeada recordaba vagamente las de los Marinos. Turak tomó cuidadosamente el recipiente con sus dedos de largas uñas, sin dirigir ni una sola vez la mirada a la joven, e inhaló su vapor. Domon lanzó una ojeada a la muchacha y apartó la vista conteniendo una exclamación; su vestido de seda blanca estaba bordado con flores, pero era tan fino que transparentaba su cuerpo de un modo escandaloso.

—El aroma del kaf —observó Turak— es casi tan delicioso como su sabor. He averiguado que el cuendillar es aún más raro aquí que en Seanchan. Decidme cómo llegó a poseer esta pieza un simple comerciante. —Tomó un sorbo de su kaf y aguardó.

Domon aspiró hondo y se dispuso a intentar hallar un camino de salida de Falme por medio de mentiras.

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