45 Maestro espadachín

El sol naciente impulsaba su aureola carmesí sobre el horizonte, proyectando largas sombras en los adoquines de las calles de Falme que descendían hacia el puerto. Una brisa marina doblegaba hacia el interior el humo de las chimeneas en las que se calentaba el desayuno. Únicamente los muy madrugadores se hallaban ya afuera, expeliendo visibles vaharadas en el frío aire de la mañana. En comparación con las multitudes que llenarían las calles al cabo de una hora, la ciudad aparecía casi desierta.

Sentada en un tonel invertido delante de una herrería todavía cerrada, Nynaeve se calentaba las manos bajo los brazos y supervisaba su ejército. Min estaba sentada en un escalón de la puerta de enfrente, envuelta en su capa seanchan y comiendo una arrugada ciruela, y Elayne, tapada con su chaqueta de piel de cordero, permanecía acurrucada en la boca de un callejón a poca distancia de ella. Un gran saco, hurtado en los muelles, yacía cuidadosamente doblado al lado de Min. «Mi ejército —pensó lúgubremente Nynaeve—. Pero no hay nadie más con quien contar».

Divisó a una sul’dam y una damane subiendo por la calle, una mujer de pelo rubio llevando el brazalete y una morena el collar, ambas bostezando con somnolencia. Los pocos falmianos que transitaban por la calle desviaron la mirada y las evitaron. Hasta donde alcanzaba a ver, en el puerto no había ningún otro seanchan. En lugar de volver la cabeza en otra dirección, se estiró y encogió de hombros como si quisiera entrar en calor antes de volver a adoptar la misma postura de antes.

Min arrojó al suelo la ciruela a medio comer, lanzó una ojeada a la parte superior de la calle y volvió a apoyarse en la jamba de la puerta. La vía estaba libre allí también o, de lo contrario, se hubiera puesto las manos sobre las rodillas. Nynaeve advirtió que Min había comenzado a frotarse las manos con nerviosismo y que Elayne se balanceaba ansiosamente sobre las puntas de los pies.

«Si hacen malograr nuestro plan, las moleré a palos». Era consciente, no obstante, de que, en caso de que las descubrieran, serían los seanchan quienes decidirían la suerte de cada una de las tres. De sobra sabía la incertidumbre que ella misma abrigaba respecto al buen desarrollo de su plan. Su propio fracaso podría ser el artífice de la destrucción de todas ellas. Una vez más resolvió que si algo salía mal, se las arreglaría para atraer la atención sobre ella mientras Min y Elayne huían. Les había indicado que echaran a correr si surgían problemas y les había dado a entender que ella también lo haría. En realidad ignoraba qué haría después. «Excepto que no voy a dejar que me atrapen viva. Por favor, Luz, eso no».

Sul’dam y damane continuaron ascendiendo por la calle hasta llegar al punto donde permanecían apostadas las tres mujeres. Una docena de falmianos caminaba a buen trecho de distancia de la pareja atada.

Nynaeve hizo acopio de toda la furia de que era capaz. Las Atadas con Correa y las Asidoras de las Correas. Habían rodeado con su repugnante collar el cuello de Egwene, al igual que lo harían con el suyo y el de Elayne, de encontrarse a su alcance. Había obligado a Min a explicarle los métodos que utilizaban las sul’dam para obtener obediencia. Estaba segura de que Min había guardado algunos detalles, los más horribles, pero lo que había contado bastaba para suscitar las iras de Nynaeve. En un instante, una blanca flor que despuntaba en una negra rama espinosa se había abierto a la luz, al saidar, y el Poder Único la colmó. Sabía que había un halo a su alrededor, sólo visible para algunas personas. La sul’dam de pálida tez tuvo un sobresalto y la morena damane abrió la boca con asombro, pero Nynaeve no les concedió un respiro. Fue apenas un hilillo de Poder el que encauzó, pero lo hizo restallar, como un látigo que chasqueara sobre una mota de polvo flotando en el aire.

El collar de plata se abrió de manera repentina y cayó con estrépito en los adoquines. Nynaeve exhaló un suspiro de alivio al tiempo que se ponía de pie.

La sul’dam miró fijamente el collar caído como si de una serpiente venenosa se tratara. La damane se llevó una mano temblorosa a la garganta, pese a lo cual, antes de que la mujer del vestido estampado con relámpagos tuviera ocasión de moverse, se volvió y le propinó un puñetazo en la cara; la sul’dam dobló las rodillas, a punto de perder el equilibrio.

—¡Bravo! —gritó Elayne, que, al igual que Min, se acercaba corriendo a ellas.

Antes de que ninguna de las dos llegara a su altura, la damane miró con estupor en torno a sí y luego echó a correr con todas sus fuerzas.

—¡No te haremos nada! —intentó contenerla Elayne— ¡Somos amigas!

—¡Silencio! —musitó Nynaeve. Entonces sacó un puñado de telas del bolsillo y las introdujo sin miramientos en la boca entreabierta de la todavía tambaleante sul’dam. Min sacudió precipitadamente el saco entre una nube de polvo y lo pasó por la cabeza de la sul’dam, cubriéndola hasta la cintura—. Ya estamos llamando demasiado la atención.

Ello era cierto, aunque no del todo. Las cuatro se hallaban en una calle que se había vaciado de improviso, y los escasos viandantes que restaban evitaban deliberadamente mirarlas. Nynaeve había contado con que las gentes hicieran todo lo posible por hacer caso omiso de lo que atañía a los seanchan, lo cual les permitiría ganar tiempo. Acabarían hablando de lo que habían visto, pero entre susurros, y pasarían horas antes de que los seanchan tuvieran noticias de que algo había ocurrido.

La mujer embozada comenzó a forcejear, emitiendo gritos que amortiguaban los trapos, pero Nynaeve y Min rodearon el saco con los brazos y, derribándola, la transportaron hacia un callejón cercano. La correa y el collar se arrastraban sobre los adoquines, tintineando tras ellas.

—Recógelo —espetó Nynaeve a Elayne—. ¡No va a morderte!

Elayne aspiró hondo y luego tomó con recelo el plateado metal, como si temiera que posiblemente fuera capaz de morderla. Nynaeve se compadeció de ella, pero no mucho; todo dependía de que cada una de ellas cumpliera la parte que le correspondía en el plan.

Aun cuando la sul’dam daba patadas y trataba de zafarse, Nynaeve y Min la obligaron a bajar por el callejón y entrar en un pasaje, apenas un poco más ancho, para desembocar en un nuevo callejón y por fin entrar en un rudimentario cobertizo de madera que, a juzgar por los pesebres, había albergado en un tiempo dos caballos. Eran pocos quienes podían permitirse mantener caballos desde la llegada de los seanchan, y, durante el día en que Nynaeve lo había vigilado, nadie se había acercado a él. El interior estaba cubierto de un polvo enmohecido que revelaba abandono. Tan pronto como se encontraron dentro, Elayne dejó caer la correa de plata y se restregó las manos con paja.

Nynaeve volvió a encauzar un flujo mínimo de Poder, y el brazalete cayó sobre el polvoriento suelo. La sul’dam chilló y se revolvió.

—¿Preparadas? —preguntó Nynaeve. Las otras dos asintieron y dieron un tirón al saco de la prisionera.

La sul’dam resolló, con los azules ojos lagrimosos a causa del polvo y un rostro enrojecido tanto por el saco como por la furia. Se precipitó hacia la puerta, pero la agarraron al dar el primer paso. Aunque no era débil, ellas eran tres y, cuando hubieron acabado con ella, la sul’dam estaba tendida en ropa interior en uno de los pesebres, atada de pies y manos con una recia cuerda, que también le presionaba la boca para impedir que escupiera la mordaza.

Tocándose el labio hinchado, Min observó el vestido con paños de relámpagos y las botas de flexible cuero que habían dejado a un lado.

—Puede que te venga bien, Nynaeve. No es de la talla de Elayne ni mía. —Elayne estaba quitándose la paja prendida en el pelo.

—Tienes razón. Tú nunca has sido la persona más indicada de todas maneras. Te conocen demasiado bien.

Nynaeve se quitó con premura sus propias ropas y se puso el vestido de la sul’dam, el cual la ayudó a abotonar Min.

Nynaeve meneó los dedos dentro de las botas; eran un poco altas, pero el vestido le ajustaba bien. Agarrando el brazalete, hizo acopio de aire y lo cerró entorno a su muñeca izquierda. Los extremos se unieron, sin mediar ranura alguna entre ellos. No notaba la diferencia con una pulsera ordinaria, a pesar de haber abrigado el temor de sentir algo especial.

—Saca el vestido, Elayne. —Habían teñido un par de vestidos, uno suyo y otro de Elayne, con el tono gris que llevaban las damane, o el más parecido posible, y los habían escondido allí. Elayne sólo se movió para observar el collar abierto y humedecerse los labios—. Elayne, debes llevarlo. Son demasiados los que han visto a Min para que pueda ponérselo ella. Yo lo habría hecho, si a ti te hubiera venido bien el traje de la sul’dam. —Reconocía que se habría vuelto loca de haber tenido que llevar el collar; ése era el motivo por el que ahora no podía hablar con rudeza a Elayne.

—Lo sé —suspiró Elayne—. Es sólo que me gustaría conocer mejor los efectos que produce. —Se apartó la melena rojiza de la espalda—. Min, ayúdame, por favor. —Min comenzó a desabotonar el vestido.

Nynaeve logró coger sin pestañear el collar de plata.

—Sólo hay una manera de averiguarlo. —Tras un breve momento de vacilación, se inclinó y cerró el collar alrededor del cuello de la sul’dam. «Si alguien lo tiene merecido es ella», se dijo con firmeza— Tal vez pueda revelarnos algo de utilidad de todas formas. —La mujer de ojos azules lanzó una ojeada a la correa que partía de su cuello hacia la muñeca de Nynaeve y luego le asestó una desdeñosa mirada.

—No funciona de esta manera —advirtió Min, pero Nynaeve apenas la escuchó.

Tenía… conciencia… de la otra mujer, conciencia de lo que sentía, de la cuerda que le apretaba los tobillos y las muñecas detrás de la espalda, del rancio sabor a pescado de los retales que tenía en la boca, de la paja que se le clavaba en la piel a través de la combinación. No era como si ella, Nynaeve, lo experimentara en su propia piel, pero en su cabeza había una masa de sensaciones que sabía que pertenecían a la sul’dam.

Tragó saliva, tratando de no prestarles atención, puesto que no era posible eliminarlas, y dirigió la palabra a la mujer atada.

—No te haré daño si respondes sinceramente a mis preguntas. No somos seanchan. Pero si me mientes… —Alzó la correa con ademán amenazador.

La mujer agitó los hombros y curvó la boca en una mueca en torno al embozo. Nynaeve tardó un momento en caer en la cuenta de que la sul’dam estaba riendo.

Frunció los labios y entonces se le ocurrió una idea. Aquel amasijo de sensaciones que tenía en la cabeza parecían tener una conexión física con lo que sentía la otra mujer. Por probar, trató de agregar algo a él.

Con los ojos súbitamente desorbitados, la sul’dam dio un grito que únicamente amortiguaron en parte los trapos que le tapaban la boca. Abriendo las manos en abanico tras ella como si intentara protegerse de algo, se encorvó entre la paja en un vano intento de escapar.

Estupefacta, Nynaeve se apresuró a ahuyentar las sensaciones que había ideado. La sul’dam abatió los hombros, sollozando.

—¿Qué…? ¿Qué le… has hecho? —preguntó Elayne débilmente. Min se limitó a observar, boquiabierta.

—Lo mismo que te hizo Sheriam cuando le arrojaste una taza a Marith —respondió con brusquedad Nynaeve—. «Luz, qué cosa más horrenda».

—¡Oh! —exclamó Elayne después de tragar saliva ruidosamente.

—Pero no se supone que un a’dam funcione de esta manera —señaló Min—. Siempre dicen que no sirve más que con una mujer capaz de encauzar.

—No me importa cómo se suponga que ha de funcionar, con tal que funcione. —Nynaeve tomó la correa de metal plateado en el punto en que se unía al collar y tiró de la mujer hasta que tuvo los ojos frente a los suyos. Eran unos ojos amedrentados lo que vio—. Escúchame y presta bien atención. Quiero respuestas y, si no las obtengo, te haré creer que acabo de desollarte. —Un terror ciego invadió el rostro de la seanchan y a Nynaeve se le encogió el estómago al advertir de pronto que ésta había interpretado sus palabras al pie de la letra. «Si cree que puedo hacerlo, es porque lo sabe. Para esto sirven los collares». Se contuvo para no arrancarse el brazalete de la muñeca y en su lugar endureció la expresión—. ¿Estás dispuesta a responder? ¿O necesitas que te convenza con más argumentos?

La frenética sacudida de cabeza fue una respuesta suficientemente satisfactoria. Cuando Nynaeve le sacó el embozo, la mujer sólo hizo una breve pausa antes de balbucir:

—No os denunciaré. Lo juro. Solamente quitadme esto del cuello. Tengo oro. Tomadlo. Lo prometo, jamás se lo diré a nadie.

—Cállate —espetó Nynaeve y la mujer cerró la boca de inmediato—. ¿Cómo te llamas?

—Seta. Por favor, os responderé, pero por piedad… ¡quitádmelo! Si alguien me ve con él… —Los ojos de Seta giraron para contemplar la correa y luego se cerraron con fuerza—. ¡Por favor! —susurró.

Nynaeve cayó entonces en la cuenta de que jamás podría hacer que Elayne llevara ese collar.

—Será mejor que nos demos prisa —observó con firmeza Elayne, ahora en ropa interior también— Dame un momento para ponerme ese vestido y entonces…

—Vuelve a ponerte tu ropa —indicó Nynaeve.

—Alguien ha de hacer las veces de damane —señaló Elayne—, si no no podremos acercamos a Egwene. Ese vestido es de tu talla, y Min es demasiado conocida, de modo que debo ser yo.

—He dicho que vuelvas a ponerte tu ropa. Ya tenemos a alguien para hacer de Atada con Correa. —Nynaeve tiró de la correa que aprisionaba a Seta y ésta jadeó.

—¡No! ¡No, por favor! Si alguien me ve… —guardó silencio al advertir la fría mirada de Nynaeve.

—Por lo que a mí respecta, eres peor que un asesino, más cruel que un Amigo Siniestro. No puedo pensar en alguien más despiadado que tú. El hecho de tener que llevar esto en la muñeca, de cumplir la misma función que tú tan sólo durante una hora, me repugna. Si crees que hay algún sufrimiento que por escrúpulos no sea capaz de infligirte, recapacita. ¿Que no quieres que te vean? Bien. Nosotras tampoco. Sin embargo, nadie mira a las damane. Mientras mantengas la cabeza gacha como se espera de las Atadas con Correa, nadie se fijará en ti. Pero será mejor que hagas lo posible para que nadie repare en nosotras. De lo contrario, te verán también a ti, y, si ello no basta para refrenarte, te prometo que haré que maldigas el primer beso que intercambiaron tu padre y tu madre. ¿Me has comprendido?

—Sí —repuso débilmente Seta—. Lo juro.

Nynaeve hubo de quitarse la pulsera para deslizar el vestido teñido de gris por la correa y sobre la cabeza de Seta. Este no le ajustaba bien; le quedaba demasiado holgado en el pecho y ceñido en las caderas, pero a Nynaeve le hubiera quedado igual de mal, y corto además. Nynaeve hizo votos por que la gente no mirara realmente a las damane, y volvió a colocarse de mala gana el brazalete.

Elayne recogió las ropas de Nynaeve, que envolvió con el otro vestido teñido, formando un hatillo, un bulto que transportaría una mujer vestida de campesina, caminando detrás de una sul’dam y una damane.

—Gawyn se consumirá de envidia cuando se entere de esto —dijo, riendo, con una alegría visiblemente forzada.

Nynaeve las miró fijamente a ella y a Min. Había llegado la hora de interpretar la parte más difícil.

—¿Estáis listas?

—Estoy lista —respondió Elayne, con cara seria.

—Sí —repuso lacónicamente Min.

—¿Adónde vais… vamos… a ir? —inquirió Seta que se apresuró añadir—: ¿Si me permitís preguntarlo?

—A la guarida del león —le contestó Elayne.

—A bailar con el Oscuro —agregó Min.

Nynaeve suspiró, sacudiendo la cabeza.

—Lo que intentan decir es que vamos a ir al sitio donde guardan a las damane y que pretendemos liberar a una de ellas.

Seta todavía tenía la boca abierta a causa del asombro cuando la empujaron afuera del cobertizo.


Bayle Domon contemplaba el sol naciente desde la cubierta de su barco. Los muelles comenzaban a cobrar vida, a pesar de que las calles que desembocaban en el puerto estaban aún casi desiertas. Una gaviota posada en un pilotaje lo observó; las gaviotas tenían ojos despiadados.

—¿Estáis seguro de esto, capitán? —preguntó Yarin—. Si los seanchan investigan por qué estamos todos a bordo…

_Tú limítate a cerciorarte de que haya un hacha al lado de cada cuerda de amarre —contestó secamente Domon—. Y, Yarin, si uno de los hombres intentar cortar una soga antes de que esas mujeres hayan embarcado, le partiré la cabeza.

—¿Qué haremos si no vienen, capitán? ¿Qué ocurrirá si son los soldados seanchan los que nos visitan?

—¡Conserva los arrestos, hombre! Si vienen los soldados, me dirigiré a toda velocidad hacia la boca del puerto, y que la Luz se apiade de todos nosotros. Pero hasta que vengan los soldados, pienso esperar a esas mujeres. Ahora ve a comprobarlo todo, con aire de no hacer nada.

Domon le volvió la espalda para escrutar en dirección a la ciudad, hacia la zona donde encerraban a las damanes. Sus dedos repiqueteaban nerviosamente en la barandilla.


La brisa del mar, que llegaba a la nariz de Rand cargada del olor a los desayunos que se preparaban en el fuego, trataba de zarandear su apolillada capa, pero él la mantenía cerrada con una mano mientras Rojo se acercaba a la ciudad. No había ninguna chaqueta a su medida entre las ropas que habían encontrado y consideraba aconsejable mantener ocultos los bordados en plata de las mangas y las garzas que adornaban su cuello. Tal vez la actitud de los seanchan para con quienes llevaban armas no fuera extensible a aquellos que poseían espadas con la marca de la garza.

Las primeras sombras de la mañana se alargaban ante él. Únicamente podía ver a Hurin cabalgando entre los carromatos y caballerizas. Sólo había dos hombres deambulando entre las hileras de carruajes de mercaderes, vestidos con los largos delantales de los carreteros y herreros. Ingtar, que iba a la cabeza, se había perdido ya de vista. Perrin y Mat iban detrás de Rand, separados un trecho de él y entre sí. No volvió la vista atrás para comprobar que lo seguían, pues se suponía que no mantenían relación alguna entre sí; eran cinco hombres que llegaban de mañana a Falme, pero no juntos.

Se halló rodeado de patios en cuyas vallas se agolpaban los caballos, aguardando a recibir la comida. Hurin asomó la cabeza entre dos establos, todavía con las puertas cerradas, vio a Rand y le hizo señas antes de retirarse. Rand volvió su semental alazán hacia el lado indicado.

Hurin permaneció parado sosteniendo las riendas del caballo. Llevaba un chaleco en lugar de su chaqueta y, a pesar de la pesada capa que ocultaba su espada corta y la maza, se estremecía a causa del frío.

—Lord Ingtar está allá —anunció, señalando un angosto pasaje—. Dice que dejemos los caballos aquí y continuemos a pie. —Mientras Rand desmontaba, el husmeador añadió—: Fain pasó por esa calle, lord Rand. Casi lo huelo desde aquí.

Rand condujo a Rojo hacia la parte trasera de un establo donde Ingtar había atado ya su montura. El shienariano no tenía aspecto de ser un señor, con una sucia chaqueta de piel de oveja agujereada en varios puntos, la cual ofrecía un curioso contraste con la espada cuyo cinto la rodeaba. Tenía una mirada enfebrecida.

Mientras ataba a Rojo junto al semental de Ingtar, Rand miró dubitativamente las alforjas. No había tenido ocasión de deshacerse del estandarte. No creía que ninguno de los soldados fuera a revolver las alforjas, pero no podía decir lo mismo de Verin, ni predecir lo que ésta haría en caso de encontrar el pendón. Con todo, le producía desasosiego llevarlo con él. Decidió dejar las alforjas amarradas tras la silla.

Mat se reunió con ellos y al cabo de unos momentos Hurin regresó con Perrin. Mat llevaba unos pantalones abombachados metidos en las botas y Perrin una capa excesivamente corta. A juicio de Rand, todos parecían unos espantosos mendigos, pero en los pueblos habían pasado completamente inadvertidos.

—Ahora —dijo Ingtar— veamos lo que nos depara la suerte.

Recorrieron paseando las calles sin pavimentar como si carecieran de objetivo determinado, charlando entre si, y abandonaron los terrenos ocupados por los carromatos para recorrer, aparentando deambular, las vías adoquinadas. Rand apenas si prestaba atención a lo que él decía y menos aún a los demás. El plan de Ingtar era que tuvieran la apariencia de cualquier otro grupo de hombres caminando juntos, pero la calle estaba casi desierta, y cinco hombres componían una multitud a esa hora tan temprana.

Aun cuando caminaran apiñados, era Hurin quien los guiaba, husmeando el aire y girando hacia una calle de subida y desviándose luego a otra de bajada. Los otros doblaban los mismos recodos a un tiempo, como si ya antes hubieran tenido intención de hacerlo.

—Ha recorrido incontables veces esta ciudad —murmuró Hurin, torciendo el gesto—. Su olor está por todas partes y apesta tanto que es difícil distinguir el nuevo rastro del antiguo. Al menos sé que todavía está aquí. Estoy convencido de que algunos olores los dejó hace sólo un día o dos.

Las calles iban cobrando vida paulatinamente. Aquí un vendedor de frutas distribuía las mercancías sobre mesas, allá un individuo avanzaba presuroso con un gran rollo de pergaminos bajo el brazo y una pizarra colgada a la espalda, más allá un afilador de cuchillos engrasaba el eje de su muela acoplada a una carretilla. Dos mujeres pasaron junto a ellos, una con la vista baja y un collar de plata en torno al cuello y la otra, con un vestido estampado con relámpagos, asiendo una correa de plata enroscada.

Rand retuvo el aliento; hubo de esforzarse para no volverse a mirarlas.

—¿Era eso…? —Mat tenía los ojos muy abiertos en sus hundidas cuencas—. ¿Era eso una damane?

—Así es como nos las han descrito —respondió Ingtar—. Hurin, ¿vamos a recorrer todas y cada una de las calles de esta condenada ciudad?

—Ha estado por todas partes, lord Ingtar —se excusó Hurin—. Su hedor se encuentra por doquier. —Habían llegado a una zona cuyas casas de piedra eran de tres o cuatro pisos, tan altas como posadas.

Tras doblar una esquina, Rand se quedó estupefacto al ver el gran número de soldados seanchan que montaban guardia delante de una gran mansión… y las dos mujeres con vestidos estampados con relámpagos que conversaban en las escaleras de otro edificio situado en frente. Un estandarte ondeaba al viento sobre la casa protegida por los soldados: un halcón dorado agarrando un haz de rayos. La casa donde charlaban las mujeres no tenía nada de particular salvo ellas. La armadura del oficial resplandecía con tonalidades rojas, negras y doradas, y su yelmo, dorado y pintado, confería a su cabeza el aspecto de la de una araña. Entonces Rand advirtió las dos grandes formas de piel curtida agazapadas entre los soldados y perdió pie.

Grolm. Esas cabezas en forma de cuña con tres ojos eran inconfundibles. «No es posible —se dijo. Tal vez estaba realmente dormido y aquello no era más que una pesadilla—. Quizá no hemos partido todavía hacia Falme».

Los demás miraron fijamente a las bestias mientras pasaban delante de la mansión custodiada.

—¿Qué son esos seres, en nombre de la Luz? —preguntó Mat.

—Lord Rand, son… —Los ojos de Hurin parecían tan grandes como su rostro—. Son…

—No importa —resolvió Rand. Hurin asintió tras un momento.

—Estamos aquí para recuperar el Cuerno —señaló Ingtar—, no para observar monstruos seanchan. Concéntrate en el rastro de Fain, Hurin.

Los soldados apenas les echaron un vistazo. La calle discurría en línea recta hasta el puerto. Rand vio barcos anclados allá abajo, altas embarcaciones de forma cuadrada con elevados mástiles achicados por la distancia.

—Ha estado mucho por aquí. —Hurin se frotó la nariz con el dorso de la mano—. La calle hiede de tantas capas como ha dejado. Creo que debió de estar aquí ayer, lord Ingtar. Quizás anoche.

Mat se atenazó de pronto la chaqueta con ambas manos.

—Está ahí adentro —susurró. Se volvió y caminó hacia atrás, mirando con ojos entornados la casa con el estandarte—. La daga está ahí adentro. Ni siquiera lo he notado antes, debido a esos…, esos bichos, pero ahora lo siento claramente.

Perrin le hincó un dedo en las costillas.

—Bueno, para antes de que comiencen a preguntarse por qué los miras con ojos desorbitados como un alelado.

Rand espió por encima del hombro. El oficial estaba mirándolos.

—¿Vamos a continuar caminando sin más? —Mat se había girado con tristeza—. Os digo que está allí adentro.

—Es el Cuerno lo que buscamos —gruñó Ingtar—. Tengo el propósito de encontrar a Fain y obligarlo a confesar dónde está. —No aminoró el paso.

Aunque no dijo nada, la cara de Mat era una viva súplica.

«Yo también he de encontrar a Fain —pensó Rand— Debo hacerlo».

—Ingtar —señaló, sin embargo, al ver la expresión de Mat—, si la daga está en esa casa, es probable que Fain se encuentre en ella. No lo imagino dejando la daga o el Cuerno, ninguno de los dos, lejos de donde pueda verlos.

Ingtar se detuvo.

—Podría ser —reconoció al cabo de un momento—, pero desde aquí afuera no hay modo de comprobarlo.

—Podríamos apostarnos aquí para ver si sale —propuso Rand—. Si sale a esta hora de la mañana, es que ha pasado la noche aquí. Y apuesto que el Cuerno se halla en el mismo lugar donde duerme. Si no sale, podemos volver a reunirnos con Verin hacia mediodía e idear un plan antes de que oscurezca.

—No pienso esperar a Verin —afirmó Ingtar—, ni tampoco a que llegue la noche. Ya he aguardado durante demasiado tiempo. Quiero tener el Cuerno en mi poder antes de que el sol vuelva a ponerse.

—Pero no sabemos si ello es posible, Ingtar.

—Yo sé que la daga está allí adentro —insistió Mat.

—Y Hurin dice que Fain estuvo aquí anoche. —Ingtar hizo caso omiso de los intentos de Hurin para comentar tal afirmación—. Es la primera vez que ha precisado un período inferior a uno o dos días. Vamos a recobrar el Cuerno ahora. ¡Ahora mismo!

—¿Cómo? —inquirió Rand.

El oficial ya no les prestaba atención, pero aún había una veintena de soldados delante del edificio. Y un par de grolms. «Esto es una locura. No puede haber grolms aquí». Sus cavilaciones no tuvieron, no obstante, el efecto de hacer desaparecer a las bestias.

—Parece que hay jardines detrás de todas esas casas —apuntó Ingtar, mirando pensativamente en derredor—. Si uno de esos callejones da al muro de un jardín… En ocasiones los hombres están tan absortos protegiendo la fachada que descuidan la parte posterior. Venid conmigo. —Entró en el estrecho callejón que discurría entre dos de las altas casas. Hurin y Mat trotaron sin dilación tras él.

Rand intercambió una mirada con Perrin —su amigo de pelo rizado se encogió resignadamente de hombros— y ambos lo siguieron también.

El pasaje apenas era más ancho que sus espaldas, pero estaba flanqueado por paredes de jardines hasta cruzarse con otro callejón que era lo bastante amplio para que pudiera transitar por él una carretilla de manos o un carro pequeño. Aunque aquél también estaba pavimentado con adoquines, únicamente daban a él las partes traseras de los edificios, compuestas de desvencijadas ventanas y muros de piedra, y los altos muros posteriores de jardines por los que asomaban ramas casi desnudas de follaje.

Ingtar los condujo por ese callejón hasta que se hallaron justo al otro lado del ondeante estandarte. Quitándose los guanteletes reforzados con acero de la chaqueta, se los calzó, dio un salto para encaramarse al remate del muro y luego se alzó para asomar la cabeza. Les informó de lo que veía con voz baja y monótona.

—Árboles, macizos de flores, paseos. No hay ni un alma… ¡Esperad! Un guardia, un hombre. Ni siquiera lleva el yelmo puesto. Contad hasta cincuenta y después seguidme. —Apoyó una bota en la pared y desapareció antes de que Rand pudiera objetar algo.

—… cincuenta.

Hurin trepó por la pared y saltó al otro lado antes de que Mat hubiera acabado de pronunciar el último número. Perrin lo secundó casi a un tiempo.

Rand consideraba que tal vez Mat, con el semblante tan pálido y fatigado, necesitara ayuda, pero él no dio muestras de ello al escalar el muro. Las piedras superpuestas presentaban un buen número de asideros, y momentos después Rand se encontraba acurrucado en el interior con Mat, Perrin y Hurin.

El jardín se hallaba en las fauces del riguroso otoño, con los macizos ocupados tan sólo por arbustos de hoja perenne y el ramaje de los árboles casi pelado, El viento que ondulaba el estandarte levantaba remolinos de tierra entre los paseos de losas. Por un momento, Rand no avistó a Ingtar. Luego vio al shienariano que, pegado contra la fachada trasera de la casa y espada en mano, les hacía señas para que avanzaran.

Rand corrió encorvado, más preocupado por las ventanas de mirada vacía que daban al jardín que por sus amigos que corrían a su lado. Se apoyó con alivio en la casa junto a Ingtar.

—Está ahí adentro —seguía murmurando para sí Mat—. Lo siento.

—¿Dónde está el guardia? —susurró Rand.

—Muerto —respondió Ingtar—. Estaba demasiado confiado. Ni siquiera ha intentado dar la alarma. He ocultado su cadáver bajo uno de esos arbustos.

Rand lo miró fijamente. «¿El seanchan estaba demasiado confiado?» Lo único que contuvo su impulso de retroceder de inmediato fueron los angustiados murmullos de Mat.

—Ya casi estamos allí. —Ingtar parecía también hablar para sus adentros—. Casi allí. Venid.

Rand desenvainó la espada mientras subían las escaleras traseras. Advirtió cómo Hurin aprestaba su espada corta y la maza y Perrin descolgaba con renuencia el hacha del cinturón.

El vestíbulo era estrecho. Una puerta entornada a su derecha despedía olores propios de una cocina. Había varias personas trajinando en su interior, a juzgar por los inconfundibles sonidos de voces y el ruido de tapaderas de ollas.

Ingtar hizo una señal a Mat para que caminara delante y luego se deslizaron junto a la puerta. Rand no apartó la mirada de la rendija que ésta dejaba abierta hasta que hubieron doblado un recodo.

Una esbelta joven de pelo oscuro salió por una puerta situada frente a ellos, llevando una taza en una bandeja. Todos se quedaron petrificados. La mujer giró en dirección opuesta sin dedicarles siquiera una mirada. Rand se quedó estupefacto. Su larga túnica blanca era casi transparente. Entonces desapareció por una esquina.

—¿Habéis visto eso? —inquirió Mat con voz ronca—. Se veía totalmente…

Ingtar le tapó la boca con la mano y susurró:

—No olvides qué te ha traído aquí. Ahora búscalo. Búscame el Cuerno.

Mat señaló una angosta escalera de caracol. Después de subir un tramo los condujo hacia la parte delantera de la casa. El escaso mobiliario de los corredores parecía componerse exclusivamente de líneas curvas. De vez en cuando la pared aparecía cubierta con un tapiz o un biombo, decorados con unos cuantos pájaros posados en ramas o con un par de flores. En una de las pantallas discurría un río, pero, aparte de las rizadas aguas y las estrechas franjas de la orilla, el resto de la tela carecía de adornos.

Durante todo el recorrido, Rand oía zapatillas arrastrándose en el suelo, quedos murmullos, indicios de conversación. Aunque no vio a nadie, podía imaginarse perfectamente a alguien irrumpiendo en un pasillo para encontrarse con cinco hombres que se escabullían con armas en las manos, alguien que sin duda daría la alarma…

—Allí adentro —susurró Mat, apuntando a una gran puerta corredera de doble hoja, que tenía únicamente unas oquedades labradas a modo de tirador por todo ornamento—. Al menos la daga está allí.

Ingtar dirigió una mirada a Hurin; el husmeador abrió la puerta e Ingtar entró de un salto con la espada en alto. No había nadie allí. Rand y sus amigos se apresuraron a seguirlo y Hurin cerró velozmente la puerta tras ellos.

Unos biombos pintados tapaban todas las paredes y las posibles puertas, velando a un tiempo la luz procedente de las ventanas que daban a la calle. Al fondo de la espaciosa estancia había un alto armario circular y, en el otro extremo, una pequeña mesa y una silla sobre una alfombra encarada a ella. Rand oyó un jadeo de Ingtar, pero él sólo sentía deseos de emitir un suspiro de alivio. El curvado Cuerno de Valere estaba apoyado en un pedestal encima de la mesa y, bajo él, el rubí de la empuñadura de la ornamentada daga reflejaba la luz.

Mat se precipitó hacia la mesa y agarró el Cuerno y la daga.

—Los tenemos —gritó con entusiasmo, agitando la mano con que asía la daga—. Ya son nuestros.

—No grites tanto —advirtió Perrin, pestañeando—. Todavía no los hemos sacado de aquí. —Sus manos, ocupadas con el mango del hacha, parecían ansiosas por aferrar otra cosa.

—El Cuerno de Valere. —La voz de Ingtar expresaba fervor. Tocó el Cuerno con vacilación, recorriendo con un dedo la inscripción de plata engastada en tomo a él y musitando la traducción, y luego retiró la mano con un escalofrío de excitación—. Lo es. ¡Lo es, por la Luz! Estoy salvado.

Hurin, que había estado apartando las pantallas que tapaban las ventanas, corrió la última y se asomó a la calle.

—Esos soldados todavía están allí, con aspecto de haber echado raíces. —Se estremeció—. Y esas… bestias también.

Rand se reunió con él. Las dos bestias eran grolms, no había duda de ello.

—¿Cómo es posible…?

Al alzar la vista de la calle, las palabras murieron en su boca. Estaba mirando el jardín de la gran casa de enfrente, en el que aún se advertían las huellas de los muros derribados para ampliarlo. Había mujeres allí, sentadas en bancos o paseando por las avenidas, en parejas. Mujeres atadas de cuello a muñeca con correas plateadas. Una de las que iban sujetas con collar levantó la mirada. Se hallaba demasiado lejos para distinguir claramente su rostro, pero por un instante pareció que sus miradas se encontraron, y adquirió una súbita certeza.

—Egwene —musitó con semblante demudado.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Mat—. Egwene está a buen recaudo en Tar Valon. Ojalá yo también estuviera allí.

—Está aquí —anunció Rand. Las dos mujeres estaban girando, caminando hacia uno de los edificios del lado opuesto de los jardines unidos—. Está aquí, justo al otro lado de la calle. ¡Oh, Luz, lleva uno de esos collares!

—¿Estás seguro? —inquirió Perrin, que se acercó a mirar por la ventana—. No la veo, Rand. Y… la reconocería de verla, incluso a esta distancia.

—Estoy seguro —afirmó Rand. Las dos mujeres desaparecieron en una de las casas que daban a la otra calle. Tenía el estómago en un puño. «Se supone que está a salvo. Se supone que está en la Torre Blanca»—. Tengo que sacarla de allí. Los demás…

—¡Vaya! —La voz que articulaba con extraña imprecisión las palabras era tan queda como el sonido de las puertas que se deslizaron tras ellos—. No sois los que esperaba.

Por espacio de un breve momento, Rand observó al alto individuo con la cabeza rapada que había entrado en la habitación. Llevaba una larga túnica azul que arrastraba por el suelo y tenía unas uñas tan largas que Rand dudó si sería capaz de asir algo. Los dos hombres que permanecían obsequiosamente tras él sólo llevaban afeitada la mitad de su oscuro cabello, el resto del cual pendía trenzado sobre la mejilla derecha. Uno de ellos llevaba una espada envainada en los brazos.

Apenas dispuso de un momento para mirar, pues entonces los biombos cayeron, dejando a la vista, a ambos lados de la estancia, un umbral donde se agolpaban cuatro o cinco soldados seanchan, con la cabeza descubierta pero vestidos con armaduras y empuñando espadas.

—Os halláis en presencia del Augusto Señor Turak —comenzó a anunciar el hombre que llevaba la espada, mirando con enfado a Rand y sus compañeros, pero un breve gesto de un dedo con una uña lacada de azul lo atajó. El otro criado avanzó con una reverencia y se dispuso a desabrochar la túnica de Turak.

—Cuando han encontrado muerto a uno de mis guardias —dijo con calma el individuo de cabeza rapada— he sospechado del hombre que se hace llamar Fain. He desconfiado de él desde que Huon murió de forma tan misteriosa, y además siempre ha querido la daga. —Extendió los brazos para que el criado le sacara la túnica. A pesar de su suave voz casi cantarina, unos potentes músculos revestían sus brazos y pecho, el cual estaba desnudo hasta un fajín azul que sujetaba unos pantalones blancos que parecían componerse de multitud de pliegues. Su voz denunciaba la falta de interés y la indiferencia que le producían las espadas que empuñaban—. Y ahora me encuentro con unos desconocidos que no sólo pretenden llevarse la daga, sino también el Cuerno. Será un placer para mí acabar con uno o dos de vosotros por haber enturbiado la placidez de esta mañana. Los que sobrevivan me dirán quiénes sois y por qué habéis venido. —Alargó una mano sin mirar, en la que el criado le puso el puño de la espada envainada, y desenfundó una pesada hoja curvada—. No querría que el Cuerno sufriera ningún daño.

Aun cuando Turak no hiciera ninguna otra señal, uno de los soldados entró en la habitación y tendió la mano hacia el Cuerno. Rand no sabía si reír o no. El hombre llevaba armadura, pero la arrogancia de su rostro demostraba igual desprecio hacia sus armas que el propio Turak.

Mat puso fin a la pantomima. Cuando el seanchan alargó la mano, Mat la acuchilló con la daga. Profiriendo una maldición, el soldado se echó atrás, sorprendido, y luego emitió un grito que recorrió la habitación donde todos permanecían paralizados a causa del estupor. La temblorosa mano que levantó hacia su rostro estaba tornándose oscura, con una negrura que ganaba terreno a partir del sangriento corte que le cruzaba la palma. Con la boca desencajada, soltó un alarido, clavándose las uñas en el brazo y luego en el hombro. Presa de espasmos, se desplomó sobre la alfombra de seda, chillando al tiempo que su cara se teñía de negro y sus oscuros ojos sobresalían de sus cuencas como ciruelas maduras en exceso, hasta que una oscura e hinchada lengua lo amordazó. Se movió resollando entrecortadamente, golpeando el suelo con los tobillos y después quedó inmóvil. Cada centímetro de su piel visible estaba negro como la brea putrefacta y parecía dispuesto a reventarse con el menor contacto.

Mat se humedeció los labios y tragó saliva; su mano aferraba inciertamente la daga. Incluso Turak miraba fijamente, boquiabierto.

—Como veis —advirtió Ingtar en voz baja—, no somos presa fácil. —De improviso saltó por encima del cadáver y se abalanzó contra los soldados, que aún observaban con ojos desorbitados los despojos del hombre que había permanecido junto a ellos tan sólo momentos antes—. ¡Shinowa! —gritó—. ¡Seguidme!

Hurin se precipitó tras él y los soldados retrocedieron ante ellos entre el sonido del entrechocar del acero.

Los seanchan situados al otro extremo de la estancia, que habían comenzado a avanzar al moverse Ingtar, se echaron atrás también, más amedrentados por la daga esgrimida por Mat que por el hacha que Perrin hacía girar en silencio.

En un abrir y cerrar de ojos, Rand se encontró solo frente a Turak, que mantenía la hoja perpendicular a su cuerpo. El momento de aturdimiento había pasado. Sus ojos miraban con dureza la cara de Rand; el negro e hinchado cadáver de uno de sus soldados podría muy bien no haber existido. Éste tampoco parecía existir para los dos criados, no más que Rand y su espada o que el fragor de la lucha, que se alejaba ahora de los aposentos hacia ambos lados de la casa. Los criados habían empezado a doblar parsimoniosamente la túnica de Turak tan pronto como el Augusto Señor había empuñado la espada y no habían levantado la mirada ni con ocasión de los alaridos del soldado muerto; ahora estaban arrodillados junto a la puerta y observaban con miradas impasibles.

—Presentía que acabaríamos peleando tú y yo. —Turak hacía girar la hoja con desenvoltura, trazando un círculo completo en un sentido y luego en el opuesto, moviendo con delicadeza sobre la empuñadura sus dedos de largas uñas, que no parecían suponerle traba alguna—. Eres joven. Veamos los requisitos que se exigen para ganar la garza a este lado del océano.

De improviso Rand vio la garza grabada en la hoja de Turak. Con la escasa experiencia con que contaba, se hallaba frente a un verdadero maestro espadachín. Arrojó rápidamente la capa de piel de cordero a un lado, deshaciéndose del peso y el obstáculo que representaba. Turak aguardaba.

Rand sentía apremiantes deseos de invocar el vacío. Era evidente que necesitaría toda la habilidad de que pudiera hacer acopio, e incluso entonces las posibilidades de salir con vida de esa habitación serían escasas. Debía salir con vida. Egwene se hallaba casi tan cerca como para oír su voz y tenía que liberarla de algún modo. Pero el saidin esperaba en el vacío. Ante aquella noción el corazón le dio un vuelco de ansiedad y el estómago se le encogió. Sin embargo, a igual distancia que Egwene se encontraban todas esas otras mujeres: las damane. Si entraba en contacto con el saidin y no podía evitar encauzar el Poder, ellas lo detectarían, según había afirmado Verin. Lo detectarían y se alertarían. Tantas, tan cerca… Tal vez sobreviviera al combate con Turak únicamente para perecer ante las damane, y no podía morir antes de haber liberado a Egwene. Rand levantó la espada.

Turak se deslizó hacia él con pies silenciosos. Las hojas chocaron entre sí como el martillo que golpeara un yunque.

Rand comprendió desde un principio que su contrincante estaba probándolo, presionándolo sólo lo bastante para ver de qué era capaz para después ir incrementando paulatinamente la presión. La agilidad de sus muñecas y sus pies lo mantenían con vida tanto como su pericia. Sin el vacío, era Turak quien llevaba el peso de la iniciativa. La punta de la pesada espada del seanchan le dejó un rasguño justo debajo del ojo izquierdo. Un trozo de tela de la manga de la chaqueta quedó colgando de su hombro, con el color negro oscurecido por la sangre. Tras una precisa estocada, tan certera como el corte de un sastre, recibida en la cara interior del brazo izquierdo, sentía la tibia humedad que se extendía hacia sus costillas.

El semblante del Augusto Señor Turak expresaba decepción. Dio un paso atrás con un gesto de disgusto.

—¿Dónde encontraste esa arma, muchacho? ¿O realmente recompensan aquí con la garza a hombres tan inexpertos como tú? Busca la paz de tu alma. Ha llegado el momento de morir. —Volvió a la carga.

El vacío envolvió a Rand. El saidin fluyó hacia él, resplandeciendo con la promesa del Poder Único, al que no abrió las puertas. Ello era tarea más ardua que hacer caso omiso de un espino que se moviera dentro de sus propias carnes. Se negó a colmarse de Poder, rehusó formar una unidad con la mitad masculina de la Fuente Verdadera. Se había fundido con la espada que empuñaban sus manos, con el suelo que hollaban sus pies, con las paredes. Con Turak.

Reconoció las posturas que utilizaba el Augusto Señor, apenas diferentes de las que le habían enseñado; a La golondrina alza el vuelo respondió con Partir la seda; a La luna en el agua con La danza del urogallo; a La cinta en el aire con Las rocas cayendo del acantilado. Evolucionaban por la habitación como si ejecutaran una danza cuyo ritmo marcaba el entrechocar del acero.

En los oscuros ojos de Turak, la decepción y la indignación dieron paso al asombro y luego a la concentración. El sudor hizo aparición en la frente del Augusto Señor mientras éste arremetía con mayor apremio. El rayo de tres púas tuvo como contraataque La hoja en la brisa.

Los pensamientos de Rand flotaban fuera del vacío, distanciados de sí, apenas perceptibles. Ello no era suficiente. Se enfrentaba con un maestro espadachín y, a pesar de recurrir al vacío y a toda su pericia, sólo lograba contenerlo. Precariamente. Había de ser él quien pusiera fin al combate antes de que lo hiciera Turak. «¿El saidin? ¡No! A veces es necesario Envainar la espada en tu propio cuerpo». Pero eso tampoco serviría de ayuda a Egwene. Había de concluir la pelea ahora mismo, sin tardanza.

Turak abrió los ojos cuando Rand se deslizó adelante. Hasta entonces se había limitado a defenderse; ahora atacaba con todo su arrojo. El jabalí baja corriendo la montaña. Cada movimiento de su espada era un intento para alcanzar a Turak, y todo cuanto éste podía hacer era retirarse y parar; ya había recorrido la habitación, hasta casi llegar a la puerta.

En un instante, mientras Turak aún trataba de hacer frente al Jabalí, Rand adoptó El río socava la orilla. Hincó una rodilla en el suelo, dando una estocada de través. No necesitó oír la exhalación de Turak ni sentir la resistencia de su cuerpo ante el filo para saberlo. Oyó dos golpes y volvió la cabeza, con la certidumbre de lo que iba a ver. Bajó la vista por su hoja, mojada y roja, hasta donde yacía el Augusto Señor, con la mano entumecida que ya no aferraba la espada, sobre la alfombra cuyos pájaros hilados manchaba la sangre. Turak todavía tenía los ojos abiertos, pero éstos ya estaban velados por la muerte.

El vacío tembló. Había peleado con trollocs antes, con engendros de la Sombra. Nunca hasta entonces se había enfrentado a un ser humano con la espada salvo para practicar o fanfarronear. «Acabo de matar a un hombre». El vacío se estremeció, y el saidin trató de filtrarse en él.

Se zafó desesperadamente de sus garras y miró sin resuello en derredor. Se sobresaltó al ver a los dos criados todavía arrodillados junto a la puerta. Se había olvidado de ellos y ahora no sabía qué actitud tomar. Ninguno de los dos parecía armado y, sin embargo, no tenían más que gritar…

En ningún momento dirigieron la vista a él o entre sí. En su lugar, contemplaban silenciosamente el cadáver del Augusto Señor. Al verlos sacar dagas de debajo de sus túnicas, Rand apretó con fuerza la espada, pero cada uno de ellos situó la punta del arma frente a su propio pecho.

—De la cuna a la muerte —entonaron al unísono— sirvo a la Sangre.

Y se clavaron las dagas en sus propios corazones. Se plegaron hacia adelante casi pacíficamente y apoyaron las cabezas en el suelo como si dedicaran una profunda reverencia a su señor.

Rand los observó con incredulidad. «Locos —pensó—. Quizá yo me vuelva loco, pero ellos ya lo estaban».

Estaba poniéndose en pie con miembros temblorosos cuando Ingtar y los otros regresaron corriendo. Todos tenían rasguños y cortes; la piel de la chaqueta de Ingtar estaba manchada en más de un lugar. Mat aún llevaba el Cuerno y la daga, la hoja de la cual aparecía más oscura que el rubí de la empuñadura. El hacha de Perrin también estaba roja y él tenía aspecto de querer marearse de un momento a otro.

—¿Has dado cuenta de ellos? —preguntó Ingtar, mirando los cadáveres—. Entonces ya hemos acabado, si nadie ha dado la alarma. Esos insensatos no reclamaron ayuda en ninguna ocasión.

—Voy a ver si los guardias han oído algo —anunció Hurin antes de precipitarse en dirección a la ventana.

—Rand, esta gente está loca —aseveró Mat, sacudiendo la cabeza—. Ya sé que lo he dicho antes, pero es que de veras lo están. Esos criados… —Rand contuvo el aliento, preguntándose si todos se habían suicidado—. En cuanto nos veían luchar, se ponían de rodillas, con la cara pegada al suelo y se rodeaban la cabeza con las manos. Ni se han movido ni han gritado; en ningún momento han intentado ayudar a los soldados ni ir a alertar a los otros. Todavía están allí, por lo que yo sé.

—Yo no confiaría en que se queden de rodillas —advirtió secamente Ingtar—. Vamos a irnos ahora, corriendo a la mayor velocidad posible.

—Idos vosotros —dijo Rand— Egwene…

—¡Necio! —espetó Ingtar—. Tenemos lo que hemos venido a buscar aquí. El Cuerno de Valere. La esperanza de salvación. ¿Qué importancia tiene una muchacha, incluso si la amas, al lado del Cuerno, y para qué sirve?

—¡Que el Oscuro se quede con el Cuerno por lo que a mí respecta! ¿Qué me importa encontrar el Cuerno si abandono a Egwene a su suerte? Si hiciera eso, el Cuerno no podría salvarme. El Creador no podría salvarme. Me condenaría yo mismo.

Ingtar lo observó con expresión inescrutable.

—Lo dices sinceramente, ¿verdad?

—Algo pasa allá afuera —anunció con urgencia Hurin—. Acaba de llegar un hombre corriendo y todos están rebullendo como peces en un cubo. ¡El oficial está entrando!

—¡Salid! —indicó Ingtar. Intentó coger el Cuerno, pero Mat ya estaba corriendo. Rand titubeó, pero Ingtar lo agarró del brazo y tiró de él hacia el corredor. Los otros se apresuraron a seguir a Mat; Perrin únicamente dedicó una pesarosa mirada a Rand antes de irse—. ¡No puedes salvar a la chica quedándote aquí para que te maten!

Corrió con ellos. Una parte de sí mismo se detestaba por correr, pero otra susurraba: «Volveré. La liberaré de algún modo».

Llegados al fondo de las estrechas escaleras de caracol, oyó una profunda voz de hombre alzada en la parte delantera de la casa, exigiendo airadamente que alguien diera la cara y hablase. Una criada ataviada con túnica casi transparente estaba arrodillada en el rellano inferior, y en igual postura permanecía junto a la puerta de la cocina una mujer de pelo cano vestida con lana blanca y un largo delantal manchado de harina. Estaban en la posición exacta que Mat había descrito, con las caras pegadas al suelo y los brazos doblados en torno a la cabeza, y no se movieron en lo más mínimo mientras Rand y sus compañeros pasaban presurosamente a su lado. Descubrió con alivio que su pecho se movía acompasadamente para respirar.

Cruzaron el jardín en desenfrenada carrera y saltaron la pared. Ingtar profirió una maldición cuando Mat arrojó el Cuerno de Valere ante él y trató de recogerlo al hallarse al otro lado, pero Mat se apresuró a agarrarlo.

—Ni siquiera tiene un arañazo —murmuró. Dicho lo cual se precipitó por el callejón.

De la casa que acababan de abandonar llegaban nuevos gritos; una mujer lloraba y alguien comenzó a hacer sonar un gong.

«Volveré en su busca. De alguna manera». Rand se apresuró tras los otros a la mayor velocidad de que fue capaz.

Загрузка...