35 Stedding Tsofu

Las colinas de los márgenes fluviales en que se asentaba Cairhien dieron paso a llanuras y bosques cuando Rand y sus compañeros llevaban varias horas a caballo. Los shienarianos todavía transportaban las armaduras en los animales de carga. No había caminos en la ruta que seguían, únicamente algunas roderas de carros y granjas y pueblos dispersos. Verin los instaba a apresurarse e Ingtar la complacía, sin dejar de murmurar que estaban cayendo en una trampa, que Fain jamás les habría comunicado el lugar adonde se dirigía, y a la vez protestando porque cabalgaban en dirección contraria a la Punta de Toman, como si una parte de sí mismo diera crédito al mensaje de Fain y olvidara que la Punta de Toman se encontraba a varios meses de camino salvo por la vía que tomaban ellos. El estandarte con la Lechuza Gris volaba azotado por el viento a su paso.

Rand cabalgaba con una determinación inflexible, evitando entrar en conversación con Verin. Había de hacer aquello —cumplir con su deber, lo habría denominado Ingtar— y después se libraría de las Aes Sedai de una vez por todas. Perrin, con la mirada perdida al frente, parecía compartir su estado de ánimo., Cuando al fin se detuvieron para pernoctar en el lindero de un bosque, ya casi de noche, Perrin formuló preguntas a Loial acerca de los steddings. Los trollocs no entraban en los steddings; ¿y los lobos? Loial respondió simplemente que tan sólo las criaturas de la Sombra eran reacias a entrar en los steddings. Y las Aes Sedai, desde luego, ya que no podían entrar en contacto con la Fuente Verdadera ni encauzar el Poder Único dentro de sus límites. El propio Ogier era el que mostraba mayor renuencia de todos por tener que ir al stedding Tsofu. Mat era el único que parecía anhelante, casi de una manera desesperada. Su piel tenía el aspecto de quien no había visto el sol en todo un año y sus mejillas estaban cada vez más hundidas, aunque él afirmaba que estaba dispuesto a hacer una carrera a pie. Por la noche, Verin le impuso las manos para curarlo antes de que se cubriera con las mantas y lo mismo hizo antes de que montaran a caballo por la mañana, sin obtener resultados aparentes. Incluso Hurin arrugaba el entrecejo al mirar a Mat.

El sol estaba en su cenit el segundo día de marcha cuando Verin irguió de improviso la espalda y miró en derredor. A su lado, Ingtar dio un respingo.

Rand no advirtió ninguna diferencia en los bosques circundantes. La maleza baja era poco espesa; habían hallado una senda fácilmente transitable bajo la bóveda de robles, nogales y hayas, atravesada de vez en cuando por un alto pino o ciprés o la blanca silueta de un álamo. Sin embargo, al seguirlos sintió de pronto un estremecimiento, como si hubiera caído dentro de un estanque en pleno invierno. La súbita gelidez recorrió su cuerpo y cedió casi al instante, dejando tras ella una sensación de frescor. Y también notaba un impreciso y distante sentimiento de pérdida, si bien no alcanzaba a imaginar con qué guardaba relación.

Cada uno de los jinetes, al llegar a ese punto, tuvo un sobresalto y emitió alguna exclamación. Hurin abrió la boca e Ino musitó: «Maldita, condenada…» y luego sacudió la cabeza como si no lograra añadir nada a tales calificativos. Los amarillentos ojos de Perrin reflejaron reconocimiento.

Loial aspiró profunda y lentamente.

—Es… agradable… volver a encontrarse en un stedding.

Rand miró ceñudo en torno a sí. Tenía la idea de que un stedding había de tener algo distinto, pero, exceptuando aquel escalofrío, el bosque era igual que el que habían atravesado durante el resto del día. Tenía, desde luego, la súbita sensación de haber reposado. Entonces salió una Ogier de detrás de un roble.

Era más baja que Loial —lo cual significaba que Rand le llegaba a los hombros— pero con la misma nariz ancha y grandes ojos, la misma amplia boca e iguales orejas copetudas. No tenía, empero, las cejas tan largas como Loial, y sus facciones parecían delicadas al lado de las suyas. Vestía un largo vestido verde y una capa de igual color bordada con flores, y llevaba en la mano un ramo de campanillas silvestres que, al parecer, había estado recogiendo. Los observó tranquilamente, aguardando.

Loial bajó de su elevada montura y se apresuró a hacer una reverencia. Rand y los demás siguieron su ejemplo, si bien no con igual premura que Loial; incluso Verin inclinó la cabeza. Loial los presentó con sus nombres y títulos, pero omitió mencionar su stedding de procedencia.

La muchacha Ogier, que según la impresión de Rand no era mayor que Loial, los examinó un momento y luego sonrió.

—Sed bienvenidos al stedding Tsofu. —Su voz era asimismo una versión más delicada que la de Loial; el aleteo más silencioso de un abejorro de menor tamaño—. Yo soy Erith, hija de Iva, nieta de Alar. Sed bienvenidos. Hemos tenido tan pocos visitantes desde que los albañiles abandonaron Cairhien, y ahora tantos a la vez… Vaya, hasta vinieron algunos miembros del Pueblo Errante, aunque, desde luego, se fueron cuando los… Oh, hablo demasiado. Os llevaré junto a los Mayores. Sólo que… —Los recorrió con la mirada en busca del responsable del grupo y al fin detuvo los ojos en Verin—. Aes Sedai, os acompañan muchos hombres, y armados. ¿Seríais tan amable de dejar algunos afuera? Perdonadme, pero siempre es inquietante tener muchos humanos armados en el stedding.

—Por supuesto, Erith —contestó Verin—. Ingtar, ¿os ocuparéis de ello?

Ingtar dio órdenes a Ino y de ese modo él y Hurin fueron los únicos shienarianos que continuaron adentrándose en el stedding en pos de Erith.

Llevando el caballo de las riendas como los otros, Rand levantó la mirada cuando se aproximó Loial, lanzando frecuentes ojeadas a Erith, que se hallaba más adelante con Verin e Ingtar. Hurin caminaba en medio, observando estupefacto a su alrededor algo que Rand no alcanzaba a precisar.

¿No es hermosa, Rand? —preguntó Loial, inclinándose para hablar en voz baja—. Y su voz suena como un canto.

Mat exhaló un bufido pero, cuando Loial lo miró inquisitivamente, se apresuró a convenir con él:

—Muy guapa, Loial. Un poco alta para mi gusto, compréndelo, pero muy guapa, no cabe duda.

Loial frunció el entrecejo con incertidumbre, pero asintió.

—Sí, lo es. —Suavizó la expresión—. Es agradable volver a estar en un stedding. No es que la añoranza se hubiera apoderado de mí, claro.

—¿La añoranza? —inquirió Perrin—. No lo comprendo, Loial.

—Los Ogier estamos anclados al stedding, Perrin. Dicen que antes del Desmembramiento del Mundo podíamos ir a donde quisiéramos y quedarnos tanto tiempo como deseáramos, al igual que los humanos, pero eso cambió con el Desmembramiento. Los Ogier quedaron dispersados como los otros pueblos y no podían volver a localizar ninguno de los steddings. Todo se había modificado, todo había mudado de lugar: las montañas, los ríos e incluso los mares.

—Todos sabemos lo que sucedió en el Desmembramiento —señaló con impaciencia Mat—. ¿Qué tiene que ver con esa… esa añoranza?

—Fue durante el exilio, mientras vagábamos perdidos, cuando nos asaltó la añoranza por vez primera. El deseo de sentir el stedding una vez más, de volver a sentirnos en casa. Muchos murieron a causa de ello. Cuando al fin comenzamos a hallar los steddings, uno tras otro, en los años del Pacto de las diez naciones, pareció que por fin habíamos superado la añoranza, pero ésta nos había transformado, había echado raíces en nosotros. Ahora, si un Ogier permanece mucho tiempo fuera del stedding, la añoranza lo asalta de nuevo; comienza a debilitarse y acaba pereciendo si no regresa.

—¿Necesitas quedarte aquí un tiempo? —preguntó ansiosamente Rand—. No es preciso arriesgar la vida para venir con nosotros.

—Lo sabré cuando se manifiesten los primeros síntomas —respondió, riendo, Loial—. Se producirán mucho antes de que pongan en peligro mi vida. Mira, Dalar pasó diez años entre los Marinos sin ver un stedding y regresó sana y salva a casa. —Entre los árboles apareció una mujer Ogier, la cual se detuvo a hablar un momento con Verin. Miró a Ingtar de arriba abajo con aire aparentemente desdeñoso, que hizo pestañear al señor shienariano. Paseó los ojos por Loial, Hurin y los muchachos de Campo de Emond, antes de volver a introducirse en la espesura; Loial parecía intentar esconderse detrás de su caballo—. Además —prosiguió, mirando cautelosamente por encima de la silla el lugar por donde se había marchado—, la vida en un stedding es aburrida comparada con viajar con tres ta’veren.

—Si vas a empezar otra vez con eso… —murmuró Mat.

—Con tres amigos entonces —rectificó Loial—. Sois mis amigos; al menos, eso espero.

—Yo sí —dijo Rand con sencillez.

Perrin asintió con la cabeza y Mat soltó una carcajada.

—¿Cómo no iba a ser amigo de alguien que juega tan mal a los dados? —.Levantó las manos en actitud defensiva cuando Rand y Loial lo miraron con expresión severa—. Oh, está bien. Me gustas, Loial. Eres mi amigo. Pero no sigas sacando a colación… ¡Aaah! En ocasiones tu compañía es tan insoportable como la de Rand. —Su voz se convirtió en un murmullo—. Al menos aquí en el stedding estamos a salvo.

Rand esbozó una mueca. Sabía a qué se refería Mat. «Aquí en un stedding, donde no puedo encauzar el Poder».

Perrin le propinó a Mat un puñetazo en el hombro, pero pareció arrepentirse de haberlo hecho cuando éste lo miró con su escuálida cara.

Lo primero que percibió Rand fue la música, una alegre melodía que flotaba entre los árboles, en la que participaban invisibles flautas y violines y profundas voces que cantaban y reían.

Limpiad el campo, alisadlo.

Que no quede semilla ni rastrojo en pie.

Aquí labramos, aquí nos esforzamos,

aquí crecerán los espigados árboles.

Casi al mismo tiempo advirtió que la enorme forma que veía entre los árboles era también un árbol, con un asurcado tronco apuntalado que debía de tener un diámetro de quince metros. Boquiabierto, alzó la mirada entre las copas, hacia el ramaje que se extendía como el gigantesco casquete de una seta a unos ochenta metros del suelo. Y más allá se avistaban ramas aún más altas.

—¡Caramba! —exclamó Mat—. Con uno de éstos podrían construirse diez casas. ¡Cincuenta casas!

—¿Cortar un Gran Árbol? —Loial parecía escandalizado y enojado. Tenía las orejas rígidas y las cejas abatidas—. Jamás cortamos uno de los Grandes Árboles, a menos que muera, y no suelen hacerlo. Son pocos los que sobrevivieron al Desmembramiento, pero algunos de los mayores eran plantas de semillero durante la Era de Leyenda.

—Lo siento —se excusó Mat—. Sólo estaba calculado lo grande que era. No voy a hacer ningún daño a vuestros árboles.

Loial asintió, apaciguado en apariencia.

Entre la foresta aparecieron más Ogier. La mayoría de ellos parecían concentrados en lo que hacían; si bien todos miraban a los recién llegados e incluso realizaban amigables inclinaciones de cabeza, ninguno se detuvo ni habló. Tenían una curiosa manera de moverse, en la que se fundían extrañamente una meticulosa premeditación con una alegría despreocupada y casi infantil. Sabían quiénes eran y qué eran, conocían el lugar que ocupaban y parecían hallarse en paz consigo mismos y con todo lo que los rodeaba. Rand descubrió que le producían envidia.

Eran pocos los varones Ogier que superaran la estatura de Loial, pero era fácil distinguir los de más edad, pues todos llevaban sin excepción bigotes tan largos como sus colgantes cejas y estrechas barbas bajo la barbilla. Los más jóvenes eran barbilampiños, al igual que Loial. Muchos de los hombres iban en mangas de camisa y asían palas y azadones o sierras y cubos de resina; los otros llevaban sencillas chaquetas, semejantes a casacas, abotonadas hasta el cuello, que les llegaban hasta las rodillas. Las mujeres parecían tener gran afición a los bordados con flores y muchas se adornaban también el pelo con ellas. En las más jóvenes, los bordados estaban circunscritos a las capas, pero las de mayor edad también los lucían en los vestidos, y algunas de cabello gris tenían la ropa cubierta de flores y sarmientos de pies a cabeza. Buena parte de los Ogier, mujeres y chicas en su mayoría, parecían reparar especialmente en Loial, el cual caminaba mirando hacia adelante, agitando con mayor violencia las orejas a medida que avanzaban.

Rand se quedó atónito al ver a un Ogier que al parecer salió caminando del suelo, de uno de los herbosos terraplenes cubiertos de flores silvestres que había diseminados entre los árboles. Después percibió ventanas en los montículos, y una mujer Ogier cocinando de pie en el interior de uno de ellos y entonces cayó en la cuenta de que lo que veía eran casas Ogier. Los marcos de las ventanas eran de piedra, que parecían haber esculpido el viento y el agua a lo largo de las generaciones.

Los Grandes Árboles, con sus imponentes troncos y raíces extendidas gruesas como caballos, necesitaban una gran cantidad de terreno entre si, pero varios de ellos crecían justo en la ciudad. Los senderos, cubiertos de tierra, remontaban los escollos de raíces. De hecho, aparte de los caminos, la única manera de distinguir a primera vista el bosque de la población era un amplio claro situado en el centro, alrededor de lo que no podía ser más que el tocón de uno de los Grandes Árboles. Con un diámetro de casi ochenta metros, tenía la superficie tan lisa como el piso de una vivienda y varios escalones que daban acceso a ella por distintos puntos. Rand trataba de imaginar la altura que habría tenido aquel ejemplar cuando Erith tomó la palabra con un tono de voz destinado a ser escuchado por todos los presentes.

—Aquí llegan nuestros otros huéspedes.

Tres mujeres humanas, una de las cuales llevaba una escudilla de madera, se hicieron entonces visibles junto al descomunal tocón.

—Aiel —las identificó Ingtar—, Doncellas Lanceras. Ha sido buena idea dejar a Masema con los otros. —Él, no obstante, se apartó unos pasos de Verin y Erith y alargó el brazo por encima del hombro para aflojar la espada en la vaina.

Rand observó a las Aiel con inusitada curiosidad. Ellas pertenecían al pueblo con el que últimamente venían relacionándolo a él hasta la saciedad. Dos de ellas eran mujeres maduras y la otra apenas era más que una muchacha, pero las tres eran muy altas para ser mujeres. Su corto pelo abarcaba gamas que variaban del castaño rojizo al rubio casi dorado, con una fina cola larga que partía de la nuca. Llevaban pantalones anchos metidos en botas de cuero flexible y toda su vestimenta era de tonalidades marrones, grises o verdes que, a su juicio, debían de confundirse tan bien con la maleza y las rocas como las capas de los Guardianes. Por encima de sus hombros asomaban unos arcos cortos y de sus cinturas pendían largos cuchillos, y todas asían un pequeño escudo redondo de cuero y un manojo de lanzas de asta corta y largas puntas. Incluso la más joven se movía con una gracia que sugería su destreza en el manejo de las armas que llevaba.

De improviso las mujeres repararon en los otros humanos; parecieron estupefactas ante la presencia de Rand y los demás, pero reaccionaron con la velocidad del rayo. La más joven gritó: «¡Shienarianos!», y se volvió para depositar con cuidado la escudilla tras ella. Las otras levantaron rápidamente las telas marrones que les rodeaban los hombros y se las liaron a la cabeza. Ambas se habían ocultado ya la cara con velos blancos que sólo dejaban los ojos al descubierto cuando la muchacha se irguió para imitarlas. Encorvadas, avanzaron con paso resuelto, con los escudos hacia adelante aferrados junto con el manojo de lanzas, a excepción de una que cada una de las mujeres sostenía en ristre con la otra mano.

Ingtar desenvainó la espada.

—Manteneos apartada, Aes Sedai. Erith, alejaos.

Hurin descolgó la maza y tanteó el garrote y la espada con la otra mano; después de lanzar una nueva ojeada a las lanzas de las Aiel, se decidió por la espada.

—No debéis hacer eso —protestó la muchacha Ogier. Frotándose las manos, se encaró a Ingtar, luego a las Aiel y de nuevo al shienariano—. No debéis hacerlo.

Rand advirtió que empuñaba el arma con la marca de la garza. Perrin tenía el hacha medio desprendida del bucle que la sostenía en la correa y titubeaba, sacudiendo la cabeza.

—¿Os habéis vuelto locos los dos? —preguntó Mat, con el arco todavía cruzado en la espalda—. Me da igual si son Aiel, son mujeres.

—¡Deteneos! —exigió Verin— ¡Parad de inmediato! —Las Aiel prosiguieron sin vacilar y la Aes Sedai apretó los puños con frustración.

Mat retrocedió y puso un pie en el estribo.

—Me marcho —anunció—. ¿Me oís? ¡No voy a quedarme para que me claven una de esas lanzas y no pienso disparar a una mujer!

—¡El Pacto! —gritó Loial—. ¡Recordad el Pacto! —No obtuvo más éxito que las reiteradas peticiones de Verin y Erith.

Rand advirtió que tanto la Aes Sedai como la muchacha Ogier se mantenían apartadas del paso de las Aiel, y se preguntó si Mat no habría adoptado la decisión más sensata. No estaba seguro de si sería capaz de herir a una mujer aun cuando ésta intentara matarlo. Lo que decidió su actitud fue el hecho de que aunque lograra montar a lomos de Rojo, las Aiel se encontraban ahora a menos de veinte metros de distancia. Sospechaba que esas lanzas cortas podían cubrir fácilmente ese trecho. Mientras las mujeres se aproximaban, todavía encorvadas, con las lanzas prestas para la lucha, dejó de preocuparse por no hacerles daño y comenzó a plantearse cómo contenerlas para no salir malparado él.

Invocó con nerviosismo el vacío y, cuando éste lo envolvió, pensó vagamente que el brillo del saidin no lo acompañaba esa vez. El vacío era más hueco de que lo que recordaba, más vasto, como una garganta capaz de devorarlo. Ansiaba algo más; se suponía que debía hacer algo más.

De repente un Ogier se interpuso entre los dos grupos.

—¿Qué significa esto? Deponed las armas. —Parecía escandalizado—. Para vosotros —su airada mirada abarcaba a Ingtar, Hurin, Rand, Perrin e incluso a Mat, a pesar de tener éste las manos vacías— hay alguna excusa, pero para vosotras… —Se encaró con las mujeres Aiel, que habían detenido su avance—. ¿Habéis olvidado el Pacto?

Las mujeres se descubrieron la cabeza y el rostro con tal rapidez que parecían pretender no habérselos tapado. La cara de la muchacha estaba completamente ruborizada y sus compañeras parecían avergonzadas. Una de ellas, la que tenía el cabello rojizo tomó la palabra.

—Perdonadnos, Hermano de los Árboles. Recordamos el Pacto y no debimos dejar el acero al desnudo, pero nos hallamos en la tierra de los Asesinos del Árbol, donde todas las manos apuntan a nosotros, y hemos visto hombres armados: —Rand vio que tenía ojos grises, como los suyos.

—Estáis en un stedding, Rhian —observó con suavidad el Ogier—. Todo el mundo se encuentra al salvo en el stedding, pequeña hermana. Aquí no hay peleas ni nadie levanta la mano contra un semejante. —La mujer asintió, contrita, y el Ogier desvió la mirada hacia Ingtar y sus acompañantes.

Ingtar envainó la espada y Rand lo imitó, aunque no con tanta diligencia como Hurin, que parecía casi tan embarazado como las Aiel. Perrin no había acabado de descolgar el hacha. Al separar la mano de la empuñadura, Rand abandonó el vacío, y se estremeció. La vacuidad desapareció, pero dejó tras ella un eco de desposesión en su interior, y un deseo de algo con que colmarla.

—Aes Sedai —se presentó el Ogier, volviéndose hacia Verin y dedicándole una reverencia—, soy Juin, hijo de Lacel, nieto de Laud. He venido para conduciros ante los Mayores. Querrán saber por qué acude a nosotros una Aes Sedai con hombres armados y uno de nuestros propios jóvenes.

Loial hundió los hombros como si tratara de hacerse invisible.

Verin dirigió una pesarosa mirada a las Aiel, como si quisiera hablar con ellas; luego hizo una señal a Juin para que los guiara y éste se la llevó sin agregar más palabras ni mirar siquiera a Loial.

Durante unos momentos, Rand y sus amigos se quedaron con inquietud frente a las tres mujeres Aiel. Rand al menos reconocía la suya. Ingtar parecía imperturbable como una roca con rostro totalmente inexpresivo. Por más que se hubieran descubierto la cara, las Aiel tenían todavía las lanzas en las manos y observaban a los cuatro hombres como si quisieran escrutar su interior. Rand en particular fue blanco de miradas cada vez más feroces.

—Lleva una espada —oyó murmurar a la mujer más joven con tono en el que se entremezclaban el horror y el desdén.

Después de esto, las tres mujeres se alejaron; se detuvieron para recoger la escudilla de madera y mirar por encima del hombro a Rand y a sus compañeros, y desaparecieron entre los árboles.

—Doncellas Lanceras —murmuró Ingtar—. No pensé que fueran a parar una vez que tuvieron los rostros velados. Al menos, no con unas cuantas palabras. —Miró a Rand y a sus dos amigos—. Deberíais ver un ataque de los Escudos Rojos o los Soldados de Piedra. Tan difíciles de contener como una avalancha.

—No habrían violado el Pacto después de habérselo recordado —comentó Erith, sonriendo—. Han venido a comprar madera cantada. —Su voz adquirió una nota de orgullo—. Tenemos dos Cantadores de Árboles en el stedding Tsofu. Ahora hay muy pocos. He oído decir que en el stedding Shangtai hay uno con mucho talento, pero nosotros tenemos dos. —Loial se sonrojó, pero ella no pareció verlo—. Si sois tan amables de acompañarme, os mostraré el lugar donde podéis esperar hasta que hayan hablado los Mayores.

—Madera cantada, y un rábano —musitó Perrin mientras la seguían—. Esas Aiel están buscando a El Que Viene con el Alba.

—Están buscándote a ti —agregó secamente Mat.

—¡A mí! Eso es una locura. ¿Qué te hace pensar que…?

Se interrumpió cuando Erith les mostró la escalera de una casa cubierta con flores silvestres que al parecer tenían dispuesta para huéspedes humanos. Las habitaciones eran muy espaciosas y de techos elevados, pero los Ogier habían hecho cuanto estaba en su mano para que resultaran cómodas para los hombres. Con todo, el mobiliario era un poco demasiado grande, con sillas en las que les quedaban colgando los pies y una mesa más alta que la cintura de Rand, Hurin, al menos, habría podido caminar erguido en el interior de la chimenea de piedra, que parecía haber sido modelada por el agua y no por unas manos. Erith miró dubitativamente a Loial, pero éste la tranquilizó y se sentó en una silla en el rincón menos visible desde la puerta.

Tan pronto como se hubo ido la muchacha Ogier, Rand se llevó a Perrin y Mat a un lado.

—¿Qué queréis decir con eso de que están buscándome? ¿Por qué? ¿Por qué motivo? Me han visto perfectamente, y se han marchado.

—Te han mirado —repuso Mat, sonriendo— como si no te hubieras bañado en un mes, y te hubieras echado encima un desinfectante. —Se puso serio—. Pero podrían estar buscándote. Encontramos otro Aiel.

Rand escuchó con creciente estupor su relato del encuentro en la Daga del Verdugo de la Humanidad. Mat la refirió casi en su totalidad, corregido de tanto en tanto por Perrin, cuando tendía a fabular. Mat puso especial énfasis en lo peligroso que era el Aiel y en lo poco que había faltado para que se iniciase una pelea.

—Y, como tú eres el único Aiel que conocemos —concluyó—, bueno, podrías ser tú. Ingtar dice que los Aiel no viven nunca fuera del Yermo, por lo que tú debes de ser el único.

—No lo encuentro nada gracioso, Mat —gruñó Rand—. Yo no soy un Aiel— «La Amyrlin afirmó que lo eras. Ingtar también lo piensa. Tam dijo… Estaba enfermo, enfebrecido». Le habían cortado las raíces que creía tener, entre Tam y las Aes Sedai, aun cuando Tam hubiera estado demasiado enfermo para tener conciencia de lo que decía. Lo habían arrancado de cuajo para que errara con el impulso del viento y luego le habían ofrecido algo nuevo a que agarrarse. Falso Dragón. Aiel. No podía considerar aquello como sus raíces. No las quería—. Tal vez no tenga ningún lugar propio, pero Dos Ríos es el único hogar que he conocido.

—No insinuaba nada —protestó Mat—. Es sólo que… Diantre, Ingtar dice que lo eres. Masema también. Urien podría haber sido tu primo, y si Rhian se pusiera un vestido y afirmara que es tu tía, no sería difícil de creer. Oh, de acuerdo. No me mires así, Perrin. Si quiere decir que no lo es, por mí de acuerdo. De todas maneras, ¿representa alguna diferencia? —Perrin sacudió la cabeza.

Unas muchachas Ogier trajeron agua y toallas para que se lavaran la cara y las manos, y queso, fruta y vino, con copas de peltre demasiado grandes para ellos. También los visitaron otras mujeres Ogier, con vestidos profusamente bordados. Se presentaron una a una, una docena en total, para preguntar si estaban cómodos y si necesitaban algo. Todas sin excepción dedicaron atenciones a Loial antes de partir. Éste les respondió respetuosamente pero con una parquedad de palabras como Rand no había observado nunca en él, de pie con un libro de tapas de madera de tamaño acorde con los Ogier, apretado contra el pecho a modo de escudo, y, cuando hubieron salido, se acurrucó en la silla con el volumen levantado a la altura de la cara. Los libros de la casa eran una de las cosas que no habían adaptado a las dimensiones humanas.

—Oled este aire, lord Rand —dijo Hurin, llenándose los pulmones con una sonrisa. Los pies le colgaban de una de las sillas situadas junto a la mesa; los balanceaba como un chiquillo—. Nunca se me había ocurrido pensar que casi todos los lugares olían mal, pero éste… Lord Rand, no creo que se haya producido nunca un asesinato aquí. Ni siquiera que alguien haya sido herido, salvo a causa de un accidente.

—Se supone que los steddings son un lugar seguro para todo el mundo —replicó Rand, con la vista fija en Loial—. En todo caso eso es lo que dicen las historias. —Tragó un último pedazo de queso y se acercó al Ogier. Mat lo siguió con una copa en la mano—. ¿Qué ocurre, Loial? —inquirió Rand—. Has estado tan nervioso como un gato en una perrera desde que hemos llegado aquí.

—No es nada —respondió Loial, mirando lleno de inquietud a la puerta por el rabillo del ojo.

—¿Temes que averigüen que te escapaste del stedding Shangtai sin permiso de tus Mayores?

Loial miró despavorido en torno a sí, agitando con violencia las orejas.

—No digas eso —musitó—. Alguien podría oírte. Si se enteran… —Con un profundo suspiro, volvió a apoyar la espalda en la silla, mirando alternativamente a Rand y Mat—. Ignoro cómo lo hacen los humanos, pero entre los Ogier… si una chica ve a un muchacho que le gusta, se lo cuenta a su madre. O a veces la madre ve a alguien que le parece conveniente. Sea como sea, si coinciden en la elección, la madre de la muchacha va a ver a la del muchacho y, cuando éste se entera, la boda ya está decidida.

—¿Y el chico no tiene nada que decir al respecto? —preguntó Mat con incredulidad.

—Nada. Las mujeres siempre dicen que, si nos dejaran a nosotros, nos pasaríamos la vida casados con los árboles. —Loial se movió, con una mueca—. La mitad de nuestras bodas tienen lugar entre los distintos steddings; los jóvenes Ogier van de visita de un stedding a otro para ver a los otros jóvenes y darse a conocer. Si descubren que estoy en el mundo exterior sin permiso, los mayores decidirán seguramente que necesito una esposa para sentar la cabeza. Cuando me dé cuenta, habrán enviado un mensaje al stedding Shangtai, a mi madre, y ella vendrá aquí y me casará antes de cepillarse el polvo del viaje. Creo que estaba buscando a alguien cuando me marché. Sea quien sea la que elija… Bueno, ninguna mujer me dejará salir al exterior hasta que tenga canas en la barba. Las esposas siempre sostienen la opinión de que un hombre no puede salir del stedding hasta que no posea control emocional.

Mat exhaló un resoplido tan ruidoso que todos volvieron la cabeza, pero ante el frenético gesto de Loial habló en voz baja.

—Entre nosotros, los hombres son los que eligen y ninguna mujer puede impedir que un hombre haga lo que le parezca.

Rand frunció el entrecejo, recordando cómo Egwene había comenzado a seguirlo a todas partes cuando los dos eran niños. Fue entonces cuando la señora al’Vere había empezado a demostrar un interés especial por él, mayor que el que suscitaban en ella los otros chicos. Más tarde, algunas chicas se mostraban dispuestas a bailar con él en los días festivos y otras no, y estas últimas eran siempre amigas de Egwene, mientras que las otras eran muchachas que no le gustaban a Egwene. También le parecía recordar que la señora al’Vere había mantenido una conversación en privado con Tam —«¡Y se había quejado de que Tam no tuviera una esposa para poder hablar con ella!»—, después de la cual Tam y todos los demás se habían comportado como si él y Egwene hubieran estado prometidos, aun cuando no se hubieran arrodillado ante el Círculo de Mujeres para pronunciar las palabras. Nunca hasta entonces había reflexionado en ello, pues sus relaciones con Egwene le habían parecido algo natural, en las que no había intervenido nadie.

—Creo que entre nosotros estos asuntos funcionan igual —murmuró y, como Mat rió, añadió—: ¿Recuerdas alguna ocasión en que tu padre hiciera algo a lo que se oponía frontalmente tu madre?

Mat abrió la boca, sonriente, y luego arrugó el entrecejo pensativamente y volvió a cerrarla.

Entonces Juin descendió los escalones de la puerta exterior.

—¿Sois tan amables de venir todos conmigo? Los Mayores querrían veros. —No miró a Loial, pero a éste casi se le cayó el libro de las manos.

—Si los mayores tratan de hacerte quedar —dijo Rand—, les diremos que necesitamos que vengas con nosotros.

—Apuesto a que no tiene nada que ver contigo —aseveró Mat—. Apuesto a que sólo van a decirnos que podemos utilizar la puerta del Atajo. —Se estremeció y bajó la voz—. Realmente debemos hacerlo, ¿verdad? —No era una pregunta.

—Quedarme y casarme o viajar por los Atajos. —Loial esbozó una triste sonrisa— La vida es muy desasosegada teniendo ta’veren por amigos.

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