Nynaeve observó con recelo la amplia habitación, emplazada en lo más profundo de la Torre Blanca, y a Sheriam, que se hallaba a su lado, con igual aprensión. La Maestra de las Novicias parecía expectante, tal vez un poco impaciente. Durante sus pocos días de estancia en Tar Valon, Nynaeve había percibido sólo serenidad en las Aes Sedai y una sonriente aceptación de los acontecimientos que se sucedían a su debido tiempo.
La abovedada estancia había sido excavada en la roca sobre la que se asentaba la isla; la luz de las lámparas de altos pedestales se reflejaba en pálidas y lisas paredes de piedra. Bajo el centro de la cúpula había una estructura compuesta de tres arcos de plata redondeados, con la altura justa para que una persona pudiera pasar por ellos, asentados en un grueso anillo de plata y unidos en sus extremos. Arcos y anillo formaban una sola pieza. No veía lo que albergaban; allí la luz temblaba de un modo extraño que le alborotaba las entrañas si lo contemplaba demasiado tiempo. En el punto donde las arcadas se unían al aro, una Aes Sedai permanecía sentada sobre la piedra desnuda del suelo, contemplando la argentina construcción. No lejos, había otra de pie, junto a una sencilla mesa en la que reposaban tres grandes cálices de plata. Cada uno de ellos, Nynaeve lo sabía o al menos así le habían informado, estaba lleno de agua. Las cuatro Aes Sedai llevaban puestos sus chales, al igual que Sheriam; con flecos azules para Sheriam, rojos para la mujer de tez morena situada cerca de la mesa, verde, blanco y gris para las tres que rodeaban los arcos. Nynaeve todavía llevaba uno de los vestidos que le habían regalado en Fal Dara, de color verde pálido con florecillas blancas bordadas.
—Primero me dejáis mirando las musarañas de la mañana a la noche —Murmuró Nynaeve— y ahora todo son prisas.
—Las horas no se detienen para ninguna mujer —replicó de inmediato Sheriam— La Rueda teje según sus designios y en su momento. La paciencia es una virtud que debe aprenderse, pero todos debemos estar dispuestos a aceptar el cambio en un instante.
Nynaeve reprimió una furibunda mirada. Lo más irritante que había descubierto hasta entonces acerca de la Aes Sedai de cabellos llameantes, era que en ocasiones hablaba como si estuviera citando frases incluso cuando éstas eran de su propia cosecha.
—¿Qué es eso?
—Un ter’angreal.
—Bueno, eso no me dice nada. ¿Para qué sirve?
—Los ter’angreal tienen diferentes aplicaciones, hija. Como los angreal y sa’angreal, son vestigios de la Era de Leyenda que aprovechan el Poder Único, si bien no son piezas tan escasas como los otros dos. Mientras que algunos ter’angreal deben ser utilizados por Aes Sedai, como es el caso de éste, otros surtirán el efecto que les es propio simplemente con la presencia de una mujer capaz de encauzar el Poder. Se cree incluso que existen algunos que funcionan con cualquier persona. A diferencia de los angreal y sa’angreal, fueron creados para cumplir unas funciones específicas. Uno de los que tenemos en la Torre hace vinculantes los juramentos. En el momento en que seas ascendida a la condición de hermana, prestarás tus votos definitivos con ese ter’angreal en la mano, prometiendo no pronunciar palabra alguna que no sea cierta, no forjar ninguna arma destinada a que un hombre dé muerte a otro, no utilizar nunca el Poder como un arma salvo contra los Amigos Siniestros y los engendros de la Sombra, o como recurso último para defender tu propia vida, la de tu Guardián o la de otra hermana.
Nynaeve sacudió la cabeza. Se le antojaban excesivas promesas, y al tiempo, pocas, y así lo expresó.
—Antaño, las Aes Sedai no debían prestar juramentos. De todos era sabida la naturaleza y el cometido de las Aes Sedai, y no se requería nada más. Muchas de nosotras desearían que así fuera todavía. Pero la Rueda gira y el tiempo se transforma. El hecho de que prestemos juramento, de que aceptemos esas limitaciones, permite que las naciones tengan tratos con nosotras sin el temor de que volvamos contra ellos nuestro poder, el Poder Único. Entre la Guerra de los Trollocs y la de los Cien Años nosotras efectuamos esa elección, y debido a ella la Torre Blanca aún se mantiene en pie y nosotras podemos hacer todavía lo que está en nuestras manos para combatir la Sombra. —Sheriam aspiró hondo—. Luz, hija, estoy tratando de enseñarte lo que cualquier otra mujer que se halle donde tú estás habría aprendido con el curso de los años. Es una tarea imposible. Los ter’angreal deben ser ahora tu centro de atención. Desconocemos las razones por las que fueron creados. Sólo nos atrevemos a hacer uso de unos cuantos y es posible que las prudentes aplicaciones que les damos no guarden ninguna relación con el propósito de sus creadores. En la mayoría de los casos, hemos ido averiguando a nuestra costa lo que debe evitarse. A lo largo de los años, no han sido pocas las Aes Sedai que han hallado la muerte o han visto malogrado su talento para aprender eso.
—¿Y queréis que yo entre en ése? —se inquietó Nynaeve, estremeciéndose. La luz que cobijaban las cimbras vacilaba menos ahora, pero le permitía distinguir con mayor claridad lo que había en su interior.
—Sabemos qué efectos produce éste. Te hará enfrentarte cara a cara con tus más profundos temores. —Sheriam sonrió con afabilidad— Nadie te preguntará qué has afrontado; no deberás revelar más de lo que desees. Los temores de toda mujer son de su propiedad exclusiva.
Vagamente, Nynaeve pensó en la aprensión que le producían las arañas, en especial en la oscuridad, pero no creyó que fuera eso a lo que se refería Sheriam.
—¿Sólo tengo que caminar bajo un arco y salir por otro? ¿Atravesarlos tres veces y ya está?
La Aes Sedai se ajustó el chal con una irritada sacudida de hombros.
—Si quieres simplificarlo de esa manera, sí —contestó secamente—. Te he advertido mientras veníamos que debes estar al corriente de todos y cada uno de los detalles de la ceremonia que a cualquiera le es permitido conocer de antemano. Si fueras una novicia, a esta alturas lo sabrías de memoria, pero no te preocupes. Yo te refrescaré la memoria para que no cometas ningún error, llegado el caso. ¿Estás segura de estar preparada para afrontarlo? Si quieres echarte atrás, todavía puedo anotar tu nombre en el registro de novicias.
—¡No!
—Muy bien entonces. Ahora voy a decirte dos cosas que ninguna mujer oye hasta no hallarse en esta habitación. La primera es ésta: una vez que hayas comenzado, debes seguir hasta el final. De negarte a ello, por más potencial que tengas, se te solicitará amablemente que abandones la Torre con el dinero suficiente para sustentarte durante un año, y nunca se te permitirá regresar. —Nynaeve abrió la boca para decir que ella no cedería, pero Sheriam la atajó con un vivo gesto—. Escucha, y habla cuando sepas lo que has de decir. La segunda: la búsqueda, el esfuerzo, entrañan peligro. Conocerás el peligro aquí. Algunas mujeres han entrado y no han salido jamás. Cuando se aquietó el funcionamiento del ter’angreal, no estaban allí. Y nunca han vuelto a verlas. Si quieres sobrevivir, debes ser inquebrantable. Si titubeas o desfalleces… —Su silencio fue más elocuente que cualquier palabra—. Ésta es tu última ocasión, hija. Puedes volverte ahora, en este instante, y pondré tu nombre en el libro de novicias, y sólo tendrás una marca en tu contra. Se te permitirá volver aquí dos veces más y únicamente al tercer retroceso se te expulsará de la Torre. No es vergonzoso negarse. Muchas lo hacen. Yo misma fui incapaz de decidirme, la primera vez. Ahora puedes hablar.
Nynaeve miró de soslayo los plateados arcos. La luz que contenían ya no parpadeaba; estaban henchidos de un suave resplandor blanco. Para aprender lo que quería, necesitaba la libertad de las Aceptadas para cuestionar, para estudiar por su cuenta, sin más guía que la que ella solicitara. «Debo hacer que Moraine pague por lo que nos ha hecho. Debo hacerlo».
—Estoy dispuesta.
Sheriam se encaminó lentamente a la cámara. Nynaeve la secundó. Cómo si ello fuera una señal, la hermana Roja empezó a hablar con voz alta y ceremoniosa.
—¿A quién traes contigo, hermana? —Las tres Aes Sedai que circundaban el ter’angreal mantuvieron fija la atención en él.
—Una que acude como candidata a la Aceptación, hermana —repuso Sheriam con igual formalidad.
—¿Está preparada?
—Está preparada para dejar atrás lo que era y, ahondando en sus temores, ganar la Aceptación.
—¿Conoce sus temores?
—Nunca los ha afrontado, pero ahora es su voluntad hacerlo.
—Entonces deja que los afronte.
Sheriam se paró a dos palmos de las arcadas y Nynaeve se detuvo con ella.
—Tu vestido —susurró Sheriam, sin mirarla.
Nynaeve se sonrojó por haber olvidado lo que le había indicado Sheriam de camino desde su habitación. Se desprendió apresuradamente de su vestido, zapatos y medias. Por un momento casi perdió conciencia de los arcos mientras plegaba meticulosamente su ropa y la ponía a un lado. Ocultó con cuidado el anillo de Lan bajo el vestido; no quería que nadie lo viera. Después estuvo lista, y el ter’angreal continuaba allí, aguardando.
Notó la frialdad de la piedra en contacto con sus pies descalzos, lo cual le puso carne de gallina, pero se mantuvo erguida, respirando despacio. No estaba dispuesta a permitir que advirtieran su temor.
—La primera vez —explicó Sheriam— es por lo pasado. El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza.
Tras un momento de vacilación, Nynaeve traspuso el arco y se adentró en el resplandor. Éste la rodeó, como si el propio aire reluciera, como si estuviera sumergida en luz. Había luz por doquier. La luz lo era todo.
Nynaeve se sobresaltó al advertir que estaba desnuda y luego miró asombrada en torno a sí. A ambos lados se alzaba una pared de piedra que doblaba su altura, de superficie lisa, como si la hubieran pulido. Los dedos de sus pies se deslizaban sobre un irregular y polvoriento pavimento. El cielo era mate y plomizo, a pesar de la inexistencia de nubes, y el sol parecía hinchado y rojo. En ambas direcciones había aberturas en el muro, entradas marcadas con cortas y angulosas columnas. Las paredes constreñían su campo visual, pero el suelo tomaba pendiente a partir del lugar donde se hallaba, tanto por delante como por detrás. Más allá de los dinteles se veían más paredes y pasadizos. Se encontraba en un gigantesco laberinto.
«¿Dónde está esto? ¿Cómo he venido aquí?» Como una voz distinta, la asaltó otro pensamiento: «El camino de retorno sólo aparecerá una vez».
—Si sólo hay una salida, no la encontraré aquí pasmada —se dijo. El aire era al menos cálido y seco—. Espero que hallaré algún atuendo antes de topar con alguien —murmuró.
Vagamente, recordó haber jugado de niña a trazar laberintos en un papel; había un truco para encontrar la salida, pero no lograba traerlo a la mente. Todo su pasado le parecía impreciso, como si perteneciera a otra persona. Apoyando una mano en la pared, comenzó a caminar, alzando nubes de polvo bajo sus pies desnudos.
Al asomarse a la primera abertura del muro, divisó otra galería que no difería en nada de la que ocupaba. Haciendo acopio de aire, continuó recto, atravesando pasadizos que parecían todos iguales. Pronto descubrió algo distinto: el camino se bifurcaba. Dobló a la izquierda y volvió a desembocar en una bifurcación. Tomó de nuevo el ramal izquierdo. En la tercera derivación, el pasillo izquierdo la llevó a un muro sin salida.
Con expresión sombría, retrocedió hasta la última encrucijada y se desvió hacia la derecha. En aquella ocasión llegó a una galería cegada después de doblar cuatro veces a la derecha. Por un momento permaneció de pie, contemplándola con furia.
—¿Cómo he llegado aquí? —se preguntó en voz alta— ¿Dónde está este lugar?— «El camino de retorno sólo aparecerá una vez».
Volvió a retroceder. Tenía la certeza de que debía haber una manera de guiarse por aquellos meandros. En la última bifurcación, tomó el lado izquierdo, y el derecho en la siguiente. Continuó avanzando resueltamente. Recto hasta llegar a una encrucijada. Izquierda y después derecha.
Se le antojó una estrategia efectiva. Al menos, había pasado una docena de desvíos sin topar con un callejón sin salida. Entonces desembocó en otro.
Por el rabillo del ojo, percibió un amago de movimiento. Cuando se volvió a mirar, sólo vio el polvoriento pasadizo entre pulidas paredes de piedra. Se dispuso a tomar la bifurcación izquierda y giró sobre sí al captar un nuevo movimiento fugaz. No había nada allí, pero aquella vez tenía la convicción de que había habido alguien tras ella. De que había alguien. Desasosegada, partió presurosa en dirección opuesta.
Una y otra vez, ahora, justo en el límite de su campo visual al fondo de ese o aquel pasillo lateral, veía agitarse algo, demasiado velozmente para distinguirlo, que se esfumaba antes de que hubiera girado la cabeza para mirarlo de frente. Echó a correr. Pocos muchachos habían sido capaces de derrotarla en una carrera siendo muchacha allá en Dos Ríos. «¿Dos Ríos? ¿Qué es eso?»
Un hombre surgió de una abertura delante de ella. Sus oscuros ropajes tenían un aspecto enmohecido, medio corroído, y era viejo, más viejo que Matusalén. Una piel excesivamente tensada, semejante al pergamino cuarteado, le cubría la calavera, como si no tuviera carne con que rellenarla. Unos finos mechones de pelo quebradizo colgaban de un cuero cabelludo devastado y sus ojos estaban tan hundidos que parecían asomar del fondo de dos cavernas.
Paró en seco, sintiendo el crudo roce de las piedras bajo los pies.
—Soy Aginor —anunció el aparecido, sonriendo— y he venido a buscarte.
El corazón le dio un vuelco. Uno de los Renegados.
—No. ¡No, no es posible!
—Eres una chica muy bonita. Gozaré de ti.
De pronto Nynaeve recordó que estaba completamente desnuda. Con un grito y la cara arrebolada sólo en parte por la rabia, se precipitó por uno de los pasadizos del siguiente cruce. Unas agudas risotadas la persiguieron y el sonido de unos pasos arrastrándose que parecían correr tan velozmente como ella y de una voz velada que susurraba promesas acerca de lo que haría cuando la atrapara, promesas que le revolvían el estómago aun escuchadas a medias.
Buscó con desesperación una salida, mirando frenéticamente en derredor mientras corría con los puños apretados. «El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza». No veía nada, salvo nuevos retazos de interminable dédalo. Por más que corría, sus repugnantes palabras sonaban indefectiblemente a sus espaldas. Poco a poco, el miedo se convirtió en furia desatada.
—¡Así lo parta un rayo! —sollozó—. ¡Así la Luz lo consuma! ¡No tiene derecho! —Notó en su interior una floración, una brecha que se abría a la luz.
Con las mandíbulas comprimidas, se volvió para encararse a su perseguidor cuando éste apareció, riendo y dando bandazos en su galopada.
—¡No tenéis derecho! —Tendió un puño hacia él y abrió los dedos como si le arrojase algo. Experimentó una ligera sorpresa al ver brotar de él una bola de fuego.
Ésta estalló en el pecho de Aginor y lo derribó. Permaneció tendido un solo instante antes de levantarse tambaleante, ajeno al parecer al fuego que consumía la parte frontal de su chaqueta.
—¿Cómo te atreves? ¿Cómo osas? —espetó, escupiendo.
De improviso el cielo se ensombreció con amenazadores nubarrones grises y negros, entre los que surgió un rayo que apuntaba directamente al corazón de Nynaeve.
Durante una fracción de segundo, le pareció que el tiempo se había detenido súbitamente, como si aquel instante durara una eternidad. Sintió el flujo dentro de ella —un lejano pensamiento le indicó que era el flujo del saidar— y captó su igual en el relámpago. Y entonces alteró la trayectoria del rayo. El tiempo volvió a discurrir bruscamente.
La descarga provocó una estrepitosa avalancha de piedras sobre la cabeza de Aginor. Los hundidos ojos del Renegado se abrieron con estupor mientras retrocedía con paso vacilante.
—¡No puedes! ¡No es posible! —Se apartó de un brinco, esquivando la lluvia de piedras, que se precipitó en el lugar que había ocupado.
Nynaeve caminó ferozmente hacia él. Y Aginor emprendió la huida.
El saidar era un torrente que le recorría tumultuosamente las entrañas. Percibía las rocas a su alrededor, el aire y los minúsculos fragmentos del Poder Único. Y notaba que Aginor hacía… algo asimismo. Lo advirtió oscura y remotamente como si estuviera realizando algo que ella nunca conocería de verdad, pero cuyos efectos notó y reconoció en torno a sí.
El suelo bramó y se resquebrajó bajo sus pies. Las paredes se abatieron ante ella, formando montañas de piedra que le cerraban el paso. Trepó sobre ellas, sin prestar atención a las aristas que le arañaban los pies y manos, manteniendo la mirada fija en Aginor. Entonces se alzó un viento que, aullando en las galerías, la golpeó con furia hasta aplastar sus mejillas y arrasarle los ojos; Nynaeve cambió el curso del flujo, y Aginor cayó rodando por el corredor como un arbusto arrancado de cuajo. Dirigió la corriente hacia el suelo, modificó su impulso, y los muros se desmoronaron sobre Aginor. Obedeciendo a su mirada, una descarga eléctrica se abalanzó hacia el Renegado, haciendo estallar las piedras cada vez más cerca de él. Notaba cómo Aginor forcejeaba para hacer retroceder los rayos contra ella, pero, paso a paso, los deslumbrantes rayos avanzaban implacablemente hacia él.
Algo resplandeció a su derecha, algo que quedó descubierto por las paredes derrumbadas.
Nynaeve sentía cómo Aginor perdía energías, captaba la creciente fragilidad y frenesí de sus esfuerzos por contraatacar, pero, aun así, tenía la certeza de que él no iba a cejar. Si lo dejaba escapar ahora, la perseguiría con tanto ahínco como antes, convencido de que al fin y al cabo ella era demasiado débil para derrotarlo, demasiado endeble para impedirle disponer de su persona a su antojo.
Un arco se erguía en el lugar que había ocupado la piedra, un arco impregnado de una suave irradiación plateada. «El camino de retorno…»
Tuvo conciencia del momento en que el Renegado abandonó su ataque, concentrando todos sus esfuerzos en rechazar sus acometidas. Y su poder era insuficiente: ya no podía parar sus descargas. Ahora debía esquivar, brincando, las innumerables piedras que precipitaban sus rayos, cada uno de cuyos estallidos lo tiraba al suelo invariablemente.
«El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza».
Los relámpagos cesaron. Nynaeve apartó la mirada de Aginor para contemplar el arco. Volvió la vista hacia el Renegado, justo a tiempo para ver cómo éste se arrastraba sobre las piedras amontonadas antes de desaparecer. Nynaeve bufó decepcionada. La mayor parte del laberinto aún permanecía en pie, a lo cual había que sumar un centenar de nuevos lugares donde ocultarse en los escombros que ambos habían creado. Tardaría en encontrarlo nuevamente, pero estaba persuadida de que, si no lo localizaba ella primero, él lo haría. Una vez recobradas las fuerzas, se precipitaría sobre ella cuando menos lo esperase.
«El camino de retorno sólo aparecerá una vez».
Asustada, volvió a mirar y vio con alivio que la arcada continuaba allí. Si pudiera encontrar rápidamente a Aginor…
«Ten firmeza».
Con un grito de frustración, escaló las piedras apiladas en dirección al arco.
—Quienquiera que sea el responsable de que yo esté aquí —murmuró— haré que envidie la suerte que ha corrido Aginor. Voy a… —Entró bajo el arco y la luz la ofuscó.
—Voy a…
Nynaeve salió del arco y se paró a observar en torno a sí. Todo era como recordaba: el ter’angreal de plata, las Aes Sedai, la estancia… Pero las evocaciones la sacudieron como un golpe; un tropel de memorias ausentes invadieron contundentemente su cabeza. Había salido por el mismo arco que entró.
La hermana Roja levantó uno de los cálices de plata y derramó un chorro de fresca y clara agua sobre la cabeza de Nynaeve.
—Quedas limpia del pecado en que hayas incurrido —entonó la Aes Sedai— y de los cometidos contra ti. Quedas limpia del delito que hayas podido perpetrar y de los que han sido dirigidos contra ti. Acudes a nosotras pura e inmaculada, en cuerpo y alma.
Nynaeve se estremeció mientras el agua corría por su cuerpo, goteando en el suelo.
Sheriam la tomó del brazo con una sonrisa de alivio, a pesar de no mostrar asomo de haber estado preocupada anteriormente.
—Por ahora vas bien. Regresar implica hacerlo bien. Recuerda cuál es tu propósito y continuarás con la buena racha. —La pelirroja la condujo a un nuevo arco del ter’angreal.
—Era tan real… —susurró Nynaeve. Guardaba plena conciencia de todo, recordaba haber encauzado el Poder Único con tan poco esfuerzo como empleaba para levantar un brazo. Recordaba a Aginor y los horrendos usos que reservaba para ella. Se estremeció una vez más— ¿Era real?
—Nadie lo sabe —repuso Sheriam—. Parece verdadero en el recuerdo, y algunas han salido con las marcas reales de las heridas recibidas adentro. Otras se han hecho profundos cortes y han regresado sin rastro de ellos. Todo es diferente para cada mujer que entra. Los antiguos decían que había muchos mundos. Tal vez este ter’angreal nos conduce a ellos. Si ése fuera el caso, no obstante, lo hace siguiendo unas reglas muy severas para tratarse de algo que únicamente tenga el cometido de trasladar a alguien de un lugar a otro. Yo creo que no es real. Pero recuerda: tanto si lo que ocurre es verídico como si no lo es, el peligro es tan patente como un cuchillo clavado en el corazón.
—He encauzado el Poder. Ha sido tan fácil…
Sheriam la miró sorprendida.
—Se supone que ello no es posible. No deberías siquiera recordar que eres capaz de encauzar el Poder. —Examinó a Nynaeve—. Y sin embargo, no has salido malparada. Aún puedo detectar la habilidad en ti, tan poderosa como antes.
—Habláis como si fuera peligroso hacerlo —repuso Nynaeve.
Sheriam, vaciló antes de responder.
—No se considera necesario avisar, dado que no deberías poder recordarlo, pero… Este ter’angreal fue hallado durante la Guerra de los Trollocs, y tenemos registrados los resultados de su funcionamiento en los archivos. La primera hermana que entró iba fuertemente salvaguardada, habida cuenta de que nadie podía predecir los efectos. Mantuvo la memoria intacta y encauzó el Poder Único al verse amenazada. Y salió con sus habilidades consumidas, incapaz de encauzar ni de detectar siquiera la existencia de la Fuente Verdadera. La segunda que lo probó iba también protegida y también resultó destruida del mismo modo. La tercera se adentró sin ninguna precaución, lo olvidó todo cuando se encontró en el interior, y regresó indemne. Ésa es una de las razones por las que te hemos hecho entrar sin advertirte. Nynaeve, no debes volver a encauzar el Poder dentro del ter’angreal. Sé que es difícil recordar algo, pero inténtalo.
Nynaeve tragó saliva. Lo recordaba todo minuciosamente, incluida su capacidad de recordar.
—No encauzaré el Poder —afirmó. «Si puedo recordar que no he de hacerlo». Sentía deseos de reír sin control.
Habían llegado al siguiente arco. Todos despedían aún el mismo resplandor. Sheriam dedicó a Nynaeve una última mirada de advertencia y la dejó sola.
—La segunda prueba guarda relación con el presente. El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza.
Nynaeve contempló el reluciente arco de plata. «¿Qué habrá ahora adentro?» Las otras esperaban y observaban. Se encaminó resueltamente hacia la luz.
Nynaeve miró con sorpresa el sencillo vestido marrón que llevaba y luego se sobresaltó. ¿Por qué estaba mirándose el vestido? «El camino de retorno sólo aparecerá una vez».
Miró en derredor, y sonrió. Se encontraba en una punta del prado de Campo de Emond, rodeado de casas de tejados de paja, frente a la Posada del Manantial. El establecimiento brotaba de la roca que despuntaba entre la hierba del prado, y el arroyo del manantial discurría tumultuoso bajo los sauces que crecían junto a él. Las calles estaban vacías, pero la mayoría de la gente debía de estar trabajando a aquella hora de la mañana.
Al mirar la posada, su sonrisa se desvaneció. Ofrecía un aspecto de evidente dejadez, con la cal de la fachada descolorida, un postigo colgando de una sola bisagra, la punta podrida de una viga que dejaba al descubierto un boquete del tejado. «¿Qué le habrá pasado a Bran? ¿Estará dedicando tanto tiempo a la alcaldía que se olvida del mantenimiento de su posada?»
La puerta del establecimiento se abrió, dando paso a Cenn Buie, el cual se detuvo en seco al verla. El viejo reparador de tejados parecía tan nudoso como la raíz de un roble y la mirada que le asestó compartía igual aspereza.
—De modo que has vuelto, ¿eh? Bueno, pues ya puedes volver a largarte.
Nynaeve frunció el entrecejo cuando el anciano escupió a sus pies y pasó presurosamente ante ella; Cenn nunca había sido un hombre de trato agradable, pero rara vez se mostraba abiertamente grosero. Al menos, no con ella, no en persona. Al seguirlo con la mirada, advirtió señales de negligencia por todo el pueblo—: paja que debiera haber sido repuesta, malas hierbas que invadían los patios… La puerta de la casa de la señora al’Caar oscilaba sobre un gozne roto.
Sacudiendo la cabeza, Nynaeve entró en la posada. «Voy a decirle unas cuantas palabras a Bran al respecto».
En la sala principal no había más que una mujer, con una gruesa y grisácea trenza ladeada sobre el hombro. Estaba limpiando una mesa, pero, a juzgar por la manera como la miraba, Nynaeve no creía que fuera consciente de lo que hacía. La estancia parecía polvorienta.
—¿Marin?
Marin al’Vere se llevó una mano a la garganta, turbada, y fijó la mirada. Aparentaba muchos más años que en el recuerdo que de ella guardaba Nynaeve. Parecía gastada.
—¿Nynaeve? ¡Nynaeve! Oh, eres tú. ¿Has traído a Egwene? Di que sí.
—Yo… —Nynaeve se llevó una mano a la cabeza. «¿Dónde está Egwene?» Tenía la sensación de que habría debido recordarlo—. No. No ha venido. —«El camino de retorno aparecerá sólo una vez».
La señora al’Vere se desplomó en una de las sillas.
—Lo esperaba tanto… Desde que Bran murió…
—¿Bran ha muerto? —Nynaeve no alcanzaba a imaginárselo; aquel rollizo y sonriente hombre daba la impresión de que iba a durar eternamente—. Debí haber estado aquí.
La otra mujer se levantó de un salto y se acercó precipitadamente a la ventana para observar el prado y el pueblo.
—Si Malena se entera de que estás aquí, habrá problemas. Por lo que sé, Cenn se escabulló en su busca. Él es el alcalde ahora.
—¿Cenn? ¿Cómo pudieron elegir a Cenn esos cabezas de chorlito?
—Fue por Malena. Hizo que todas las componentes del Círculo de Mujeres influyeran en sus maridos a su favor. —Marin casi aplastó la cara contra el cristal, tratando de mirar a la vez en todas direcciones—. Son tan necios esos hombres que no revelan de antemano el nombre que van a depositar en la urna; supongo que todos los que votaron a Cenn pensaron que eran los únicos cuya esposa los había acosado hasta obtener su conformidad. Pensaron que un voto no modificaría nada. Bien, ya han visto las consecuencias. Todos las padecemos.
—¿Quién es esa Malena que tiene al Círculo de Mujeres en un puño? Nunca he oído hablar de ella.
—Es de la Colina del Vigía. Ella es la Zaho… —Marin se giró, frotándose las manos—. Malena Aylar es la Zahorí, Nynaeve. Cuando no volviste… Luz, espero que no se entere de que estás aquí.
Nynaeve estaba perpleja.
—Marin, le tienes miedo. Estás temblando. ¿Qué clase de mujer es? ¿Por qué motivo eligió el Círculo de Mujeres a alguien así?
La señora al’Vere soltó una amarga carcajada.
—Debimos de estar locas. Malena vino a ver a Mavra Mallen el día antes de que Mavra hubiera de regresar a Deven Ride y aquella noche algunos niños cayeron enfermos. Y Malena se quedó para cuidarlos y luego los corderos empezaron a morirse, y Malena también se ocupó de ellos. Nos pareció natural elegirla, pero… Es una tirana, Nynaeve. Obliga a la gente a hacer lo que ella quiere. No para de insistir hasta que uno está demasiado fatigado para volver a contrariarla. Y aún hace cosas peores. Le dio una paliza a Alsbet Luhhan.
Nynaeve representó mentalmente el retrato de Alsbet Luhhan y su marido, Haral el herrero. Ella era casi tan alta como él, corpulenta aunque atractiva.
—Alsbet es casi tan fuerte como Haral. No puedo creer…
—Malena no es muy robusta, pero es… es violenta, Nynaeve. Golpeó a Alsbet por todo el prado con una estaca, ninguno de los que lo vimos tuvimos arrestos para intentar detenerla. Cuando Bran y Haral lo supieron, dijeron que tenía que marcharse, aun cuando estuvieran entrometiéndose en los asuntos del Círculo de Mujeres. Creo que algunas de las del Círculo les hubieran hecho caso, pero Bran y Haral cayeron enfermos la misma noche y murieron con un día de diferencia. —Marin se mordió el labio y paseó la mirada por la habitación como si pensara que alguien podía estar oculto allí. Bajó la voz—. Malena les preparó los medicamentos, arguyendo que era su obligación aunque hubieran hablado mal de ella. Yo vi…, yo vi cicuta en lo que se llevó al marcharse.
—Pero… ¿estás segura, Marin? —preguntó, estupefacta, Nynaeve—. ¿Estás segura? —La otra mujer asintió, arrugando el rostro a punto de prorrumpir en llanto—. Marin, si tan sólo sospechaste que esa mujer podía haber envenenado a Bran, ¿por qué no recurriste al Círculo?
—Ella afirmó que Bran y Haral no seguían la senda de la Luz —murmuró Marin— al hablar en aquellos términos de la Zahorí. Aseguró que ésa había sido la causa de su muerte; la Luz los había abandonado. Siempre está hablando del pecado. Acusó a Paet al’Caar de haber pecado, hablando mal de ella tras la muerte de Bran y Haral. Todo cuanto había dicho era que ella no tenía la misma mano para curar que tú, pero ella dibujó el Colmillo del Dragón en su puerta, a la vista de todo el mundo. Sus dos hijos murieron antes de que acabara la semana… Su madre los encontró sin vida al ir a despertarlos. Pobre Nela. La encontramos vagando, riendo y llorando al mismo tiempo, gritando que Paet era el Oscuro y que él había matado a sus hijos. Paet se ahorcó al día siguiente. —Se estremeció, adoptando un tono de voz tan bajo que Nynaeve apenas distinguió sus palabras—. Tengo cuatro hijas que todavía viven bajo mi techo. Vivas, Nynaeve. ¿Comprendes lo que digo? Todavía están vivas y quiero que sigan estándolo.
Nynaeve notó cómo el frío se prendía a sus huesos.
—Marin, no puedes permitir esto. —«El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza». Ahuyentó aquel pensamiento—. Si el Círculo de Mujeres se pronuncia unánimemente, podéis libraros de ella.
—¿Pronunciarse contra Malena? —La carcajada de Marin semejó un sollozo—. Todas la tememos. Pero es buena con los niños. Siempre hay niños enfermos últimamente, por lo visto, pero Malena hace lo que puede por ellos. Casi nadie murió por enfermedad cuanto tú eras la Zahorí.
—Marin, escúchame. ¿No ves por qué siempre hay niños enfermos? Cuando no puede valerse del miedo, os hace creer que la necesitáis para los niños. Ella es quien provoca sus dolencias. Igual que lo hizo con Bran.
—No podría —musitó Marin—. No lo haría. No con los pequeños.
—Es ella, Marin. —«El camino de retorno». Nynaeve apartó sin miramientos aquel eco de su mente—. ¿Hay alguien en el Círculo que no tenga miedo? ¿Alguien que vaya a escucharme?
—No hay nadie que no tenga miedo —contestó la mujer—, pero puede que Corin Ayellan escuche. Si lo hace, podría arrastrar a un par más. Nynaeve, si logramos atraer a parte del Círculo, ¿volverás a ser la Zahorí? Creo que eres la única capaz de enfrentarse a Malena, aunque todos sepamos la mala vida que llevamos. No tienes idea de lo fuerte que es.
—Lo haré. —«El camino de retorno… ¡No! ¡Éste es mi pueblo!»— Ponte la capa e iremos a ver a Corin.
Marin dudó antes de abandonar la posada y, una vez que se halló afuera con Nynaeve, caminó furtivamente de puerta en puerta, encorvada y recelosa.
Cuando aún se hallaban a medio camino de la vivienda de Corin Ayellan, Nynaeve vio una flaca y alta mujer que caminaba por el prado en dirección a la posada, azotando las matas de hierbas con una gruesa vara de sauce. A pesar de su constitución huesuda, aparentaba una implacable fortaleza, la cual reafirmaban sus labios firmemente apretados. Cenn Buie iba corriendo tras ella.
—Malena. —Marin tiró de Nynaeve hacia el callejón formado por dos casas, y habló en susurros como si temiera que la mujer pudiera escucharla desde el otro lado del prado—. Sabía que Cenn iba a informarle.
Algo indujo a Nynaeve a mirar hacia atrás. Entonces vio el arco de plata, tendido entre ambas casas, reluciendo con una luz blanquecina. «El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza».
Marin exhaló un débil grito.
—Nos ha visto. ¡La Luz nos asista, viene hacia aquí!
Aquella alta mujer se había vuelto, dejando a Cenn plantado sin saber adónde encaminarse. El rostro de Malena no reflejaba ninguna clase de incertidumbre. Caminaba despacio, como si no hubiera peligro de que escaparan, con una cruel sonrisa que se ensanchaba a cada paso. Marin tiró de la manga de Nynaeve.
—Debemos escapar. Hemos de escondemos. Nynaeve, vamos. Cenn le habrá dicho quién eres. Ella detesta que alguien hable de ti.
El arco de plata retenía la mirada de Nynaeve. «El camino de retorno…» Sacudió la cabeza, tratando de recordar. Miró a Marin, cuyo rostro estaba desencajado por el terror. «No debes dejar que nada te retenga si quieres sobrevivir».
—Por favor, Nynaeve. Me ha visto contigo. ¡Me… ha… visto! ¡Por favor, Nynaeve!
Malena se acercaba, implacable. «Mi pueblo». La arcada resplandecía. «El camino de regreso. Esto no es real».
Sollozando, Nynaeve desprendió el brazo que aferraba la mano de Marin y se precipitó hacia el relumbre plateado, acosada por los desesperados gritos de la mujer.
—¡Por el amor de la Luz, Nynaeve, ayúdame! ¡AYUDAME!
El resplandor la envolvió.
Nynaeve salió tambaleante del arco, con la mirada fija, apenas consciente de la estancia ni de las Aes Sedai. La última petición de socorro de Marin resonaba en su cerebro. Ni siquiera pestañeó cuando de improviso derramaron agua fría sobre ella.
—Quedas limpia del falso orgullo. Quedas limpia de falsas ambiciones. Acudes a nosotras purificada en cuerpo y alma. —Cuando la Aes Sedai Roja retrocedió, Sheriam tomó entre sus brazos a Nynaeve.
La Zahorí dio un respingo antes de caer en la cuenta de quién era. Entonces agarró con ambas manos el cuello del vestido de Sheriam.
—Decidme que no era real, ¡Decídmelo!
—¿Una mala experiencia? —Sheriam se zafó de sus manos como si estuviera habituada a tales reacciones—. Siempre va degradándose, y la tercera es la peor de todas.
—He abandonado a mi amiga… He abandonado mi pueblo… en la Fosa de la Perdición para regresar. —«Haz, por piedad, Luz, que no sea verdad. No era red… Debo hacérselo pagar a Moraine. ¡Debo hacerlo!»
—Siempre hay un motivo para no regresar, algo que te lo impida o distraiga tu atención. Este ter’angreal teje trampas a partir de tu propia mente, con un poderoso y tupido entramado, más duro que el acero y más mortífero que el veneno. Por esta razón lo utilizamos como una prueba. Has de desear más que nada en el mundo convertirte en Aes Sedai, con un fervor que te permita enfrentarte a cualquier cosa, liberarte de cualquier asechanza, para conseguirlo. La Torre Blanca no puede aceptar menos. Eso es lo que exigimos de ti.
—Exigís mucho. —Nynaeve observó el tercer arco mientras la Aes Sedai de pelo rojizo la llevaba hacia él. «El tercero es el peor»— Tengo miedo —susurró. «¿Qué puede haber peor que lo que acabo de experimentar?»
—Bien —replicó Sheriam— Pretendes ser una Aes Sedai, encauzar el Poder Único. Nadie debería acercarse a éste sin temor y respeto. El miedo te hará ser cautelosa; la prudencia te preservará la vida. —Encaró a Nynaeve con el arco, pero no volvió a tomar la palabra de inmediato—. Nadie va a obligarte a entrar una tercera vez, hija.
Nynaeve se mordió los labios.
—Si me niego, me expulsaréis de la Torre y no me permitiréis volver. —Sheriam asintió—. Y esto es lo peor. —Sheriam asintió de nuevo. Nynaeve hizo una profunda inspiración—. Estoy dispuesta.
—La tercera vez —entonó ceremoniosamente Sheriam— hace referencia al futuro. El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza.
Nynaeve se lanzó corriendo al arco.
Corría riendo entre danzantes nubes de mariposas que alzaban vuelo en las flores silvestres que cubrían la cima de la colina con un tupido manto de color. Como la yegua gris se agitaba nerviosamente, balanceando las riendas al borde del prado, Nynaeve dejó de galopar para no asustar más al animal. Algunas mariposas se posaron en su vestido, sobre flores bordadas y perlas cosidas, o revolotearon alrededor de los zafiros y piedras de la luna que adornaban su cabello, el cual ondeaba suelto sobre sus hombros.
Al pie de la colina, los Mil Lagos se extendían a través de la ciudad de Malkier, reflejando la imponente silueta de las Siete Torres, cuyos estandartes con la Grulla Dorada ondeaban agitando la niebla en su cúspide. La población tenía cientos de jardines, pero ella prefería aquel jardín silvestre situado sobre el altozano. «El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza».
El ruido de unos cascos la indujo a girarse.
Al’Lan Mandragoran, rey de Malkier, desmontó de un salto de su corcel y caminó plácidamente a su encuentro, riendo entre las mariposas. Su rostro traslucía dureza de carácter, pero las sonrisas que le dedicaba a ella suavizaban sus ásperas facciones.
Se quedó boquiabierta, tomada por sorpresa cuando él la rodeó con sus brazos y la besó. Por un momento se pegó a él, perdida, devolviéndole las caricias. Tenía los pies colgando a varios centímetros del suelo, pero no le importaba.
De improviso, lo empujó hacia atrás, hurtando la cara.
—No. —Lo apartó con más fuerza— Déjame. Déjame en el suelo. —Estupefacto, el hombre la depositó en el suelo, y ella retrocedió unos pasos—. Esto no —dijo—. No puedo afrontar esto. Cualquier cosa menos esto. —«Por favor, dejad que me enfrente de nuevo a Aginor». Los recuerdos giraron como un remolino. «¿Aginor?» Ignoraba de dónde provenía aquel pensamiento. La memoria iba y venía a trompicones, acarreando fragmentos que discurrían con la velocidad de témpanos de hielo arrastrados por un caudaloso río. Intentó aferrar aquellos trozos, asir algo donde sujetarse.
—¿Estás bien, mi amor? —inquirió Lan con preocupación.
—¡No me llames así! ¡Yo no soy tu amor! ¡No puedo casarme contigo!
Se sobresaltó al ver cómo echaba la cabeza atrás y estallaba en risas.
—Tu insinuación de que no estamos casados podría molestar a nuestros hijos, esposa mía. ¿Y cómo es posible que no seas tú mi amor? Yo no tengo otro, ni voy a tenerlo.
—Debo regresar. —Buscó con desesperación el arco, pero sólo vio el prado y el cielo. «Más duro que el acero y más mortífero que el veneno. Lan. ¡Los hijos de Lan, la Luz me asista!»—. Debo regresar.
—¿Regresar? ¿Adónde? ¿Al Campo de Emond? Si así lo deseas, enviaré cartas a Morgase y ordenaré una escolta.
—Sola —murmuró, todavía mirando en tomo a sí. «¿Dónde estoy? He de irme»—. No pienso involucrarme en esto. No podría soportarlo. Esto no. ¡He de irme ahora mismo!
—¿Involucrarte en qué, Nynaeve? Dime, ¿qué es lo que no podrías soportar? No, Nynaeve. Puedes cabalgar sola aquí si lo deseas, pero, si la reina de los malkieri llegara a Andor sin la debida escolta, Morgase se escandalizaría, suponiendo que no se ofendiera. Tú no quieres ofenderla, ¿verdad? Pensaba que erais amigas.
Nynaeve sintió como si le hubieran golpeado repetidamente la cabeza, aturdiéndola.
—¿Reina? —inquirió vacilante— ¿Tenemos hijos?
—¿Seguro que te encuentras bien? Creo que será mejor que te lleve a ver a Sharina Sedai.
—No. —Volvió a apartarse de él—. Ninguna Aes Sedai. —«No es real. No voy a dejarme seducir por esto. ¡No voy a hacerlo!»
—Muy bien —acordó—. Siendo mi esposa, ¿cómo no ibas a ser reina? Aquí somos malkieri, no sureños. Fuiste coronada en las Siete Torres al mismo tiempo que intercambiamos los anillos. —Movió inconscientemente la mano izquierda, cuyo índice rodeaba un sencillo aro de oro. Lanzó una ojeada a su propia mano, al anillo que preveía que estaría allí; lo tapó con la otra mano, sin saber a ciencia cierta si lo hacía para ocultarlo o para notarlo en su palma—. ¿Lo recuerdas ahora? —prosiguió. Alargó una mano como si quisiera rozarle la mejilla, y ella retrocedió seis pasos más. Lan suspiró—. Como desees, mi amor. Tenemos tres niños, aunque sólo a uno de ellos puede llamárselo así. Maric casi te llega ya al hombro y no acaba de decidir si prefiere los caballos o los libros. Elnore ha empezado a practicar las artes para traer de cabeza a los muchachos, cuando no está acosando a Sharina con preguntas que versan acerca del tiempo que habrá de aguardar hasta poder ir a la Torre Blanca.
—Elnore era el nombre de mi madre —murmuró Nynaeve.
—Eso dijiste al elegirlo, Nynaeve…
—No. No voy a dejarme engatusar esta vez. Esta no. ¡No voy a creerlo! —Tras él, entre los árboles situados junto al prado, vio el arco de plata. La espesura lo había ocultado antes. «El camino de retorno sólo aparecerá una vez». Se volvió hacia él—. Ahora debo marcharme. —Cuando Lan la tomó de la mano, sintió como si los pies hubieran echado raíces en la piedra; no lograba despegarlos.
—Ignoro lo que te preocupa, esposa mía, pero, sea lo que sea, dímelo y lo enmendaré. Sé que no soy el mejor de los maridos. Estaba lleno de asperezas cuando te encontré, pero tú las has limado, algunas al menos.
—Eres el mejor de los maridos —murmuró. Descubrió, horrorizada, que lo recordaba como marido suyo, rememorando risas y lágrimas, amargas discusiones y dulces reconciliaciones. Eran vagos recuerdos, pero notaba cómo iban tornándose precisos, cálidos—. No puedo. —El arco permanecía allí, a tan sólo unos pasos de distancia. «El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza».
—No sé qué está pasando, Nynaeve, pero siento como si estuviera perdiéndote. No podría soportarlo. —Le puso una mano en el pelo; cerrando los ojos, Nynaeve presionó la mejilla contra sus dedos—. Quédate conmigo, para siempre.
—Quiero quedarme —replicó suavemente—. Quiero quedarme contigo. —Cuando abrió los ojos el arco había desaparecido. «… sólo una vez»—. No. ¡No!
Lan la encaró con él.
—¿Qué te inquieta? Debes decírmelo si he de ayudarte.
—Esto no es real.
—¿Qué no es real? Antes de conocerte, no pensaba que nada lo fuera salvo la espada. Mira a tu alrededor, Nynaeve. Es real. Los dos juntos podremos hacer que todos tus deseos cobren realidad.
Miró perpleja en torno a sí. El prado seguía allí. Las Siete Torres todavía se erguían sobre los Mil Lagos. El arco se había esfumado, pero nada más había cambiado. «Podría quedarme aquí, con Lan. Nada ha cambiado». Sus pensamientos tomaron un nuevo rumbo. «Nada ha cambiado. Egwene está sola en la Torre Blanca. Rand encauzará el Poder y se volverá loco. ¿Y qué les ocurrirá a Mat y a Perrin? ¿Podrán modificar el curso de sus vidas? Y Moraine, que destruyó nuestras vidas, aún circula libremente».
—Debo regresar —susurró. Incapaz de resistir el dolor que expresaba su rostro, se apartó de él. Deliberadamente, formó el capullo de una flor en su mente, un capullo blanco con el tallo de un espino negro. Imaginó unas espinas afiladas y crueles, obedeciendo al deseo de que le horadaran la carne, que ya sentía lacerada como si pendiera de las ramas del arbusto. La voz de Sheriam Sedai bailaba en el límite de su percepción, advirtiéndole del peligro que entrañaba encauzar el Poder, El capullo se abrió, y el saidar la henchió de luz.
—Nynaeve, dime qué sucede.
La voz de Lan se deslizó hacia ella que, refugiada en la concentración, rehusó prestarle oídos. Todavía tenía que haber una salida. Clavando los ojos en el lugar que había ocupado el arco de plata, intentó hallar algún resto de él. No había nada.
—Nynaeve…
Trató de representar mentalmente la arcada, detallando minuciosamente su curvada forma de resplandeciente metal que albergaba un brillo semejante a un níveo fuego. Pareció vacilar allí, al frente, primero entre ella y los árboles para desaparecer y volver a insinuarse.
—… te quiero…
Se acogió al saidar, bebiendo del flujo del Poder Único hasta que creyó que iba a estallar. El fulgor que la llenaba, rutilando a su alrededor, le hería los ojos. El calor parecía consumirla. La vacilante imagen del arco cobró firmeza y se completó. El fuego y el dolor la atormentaban; sentía como si le ardieran los huesos; su cerebro parecía un horno llameante.
—… con todo mi corazón.
Corrió hacia la curva plateada, sin permitirse mirar atrás. Había tenido la certeza de que lo más amargo que oiría en toda su vida era la llamada de socorro de Marin al’Vere cuando ella la había abandonado, pero eso fue una pequeñez en comparación con el sonido de la angustiada voz de Lan que la perseguía.
—Nynaeve, no me dejes, por favor.
El resplandor blanco la consumía.
Desnuda, Nynaeve salió tambaleándose del arco y cayó de hinojos, sollozante, con la mandíbula desencajada y las mejillas surcadas de lágrimas. Sheriam se arrodilló a su lado. Miró con furia a la Aes Sedai de cabello rojizo.
—¡Os odio! —logró articular airadamente, con un nudo en la garganta—. ¡Odio a todas las Aes Sedai!
Sheriam emitió un breve suspiro y la ayudó a levantarse.
—Hija, casi todas las mujeres que pasan por este trance dicen lo mismo. No es una nimiedad tener que afrontar los propios temores. ¿Qué es esto? —preguntó vivamente, poniéndole las palmas boca arriba.
Las manos de Nynaeve temblaron con un súbito dolor que no había notado antes. Atravesando la palma de cada una de ellas, justo en el centro, había una larga espina negra. Sheriam las extrajo con cuidado; Nynaeve sintió el frescor curativo del contacto de la Aes Sedai. Las púas sólo dejaron al salir una pequeña cicatriz en el dorso y la parte delantera de la mano.
—No debieras presentar heridas —observó, ceñuda, Sheriam—. ¿Y cómo has recibido solamente dos y ambas situadas en lugares tan precisos? Si te has enganchado en una mata de espino negro, deberías estar cubierta de arañazos y espinas.
—Debería —repuso con amargura Nynaeve—. Tal vez pensé que ya había pagado un precio suficiente.
—Siempre existe un precio —convino la Aes Sedai—. Vamos. Ya has pagado el primero. Toma ahora la recompensa. —Dio un leve empujón a Nynaeve.
Ésta advirtió entonces que había más Aes Sedai en la habitación. La Amyrlin se encontraba allí con su estola rayada, acompañada de una hilera de hermanas, cuyos chales representaban con el color de sus flecos cada uno de los Ajahs. Todas la miraban. Recordando las instrucciones de Sheriam, Nynaeve avanzó tambaleante y se postró de rodillas ante la Amyrlin. Era ella quien sostenía el último cáliz, el cual inclinó lentamente sobre la cabeza de Nynaeve.
—Quedas limpia de Nynaeve al’Meara de Campo de Emond. Quedas limpia de todo lazo que te vincula al mundo. Acudes a nosotras pura, en cuerpo y alma. Eres Nynaeve al’Meara. Aceptada de la Torre Blanca. —Después de tender el cáliz a una de las hermanas, la Amyrlin la ayudó a ponerse en pie.— Ahora ya has sellado una unión con nosotras.
Los ojos de la Amyrlin parecían emitir un siniestro brillo. El estremecimiento de Nynaeve no guardó ninguna relación con el hecho de hallarse desnuda y mojada.